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viernes, 22 de noviembre de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Al placer se llega por la curiosidad





La escritora Aloma Rodríguez reseña en la revista Letras Libres el libro El placer (Barcelona, Lumen, 2019), de María Hesse, un libro en el que se traza un recorrido, no siempre exacto, sobre algunos tabúes acerca del placer femenino.

"Dibujar el sexo -comienza diciendo Rodríguez-. Hay ramas, plantas que crecen hacia arriba y flores. Hay mujeres de ojos grandes y mirada impertérrita. Hay vulvas y tetas, como si fueran una representación del infinito catálogo de tipos de vulvas y tetas: no hay dos iguales. Hay dibujos de parejas teniendo sexo: penetración, oral, preliminares y el petting de la adolescencia (frotamiento o restriegue, dependiendo de la geografía, vamos). También hay retratos: Cleopatra, Marilyn Monroe, Lilith, Eva… Son las ilustraciones magnéticas de María Hesse en El placer: a veces recuerdan a Matisse, a veces a las pinturas medievales en las que aún jugaban a buscar la mejor manera de representar los planos. Los dibujos de María Hesse son estupendos, se podrían pasar horas admirando la sencillez con la que dibuja una teta, o tratando de descubrir la alquimia con la que consigue que sus mujeres de tinta miren así.

De Lilith a Anaïs Nin. El placer es un recorrido por el gozo de las mujeres en el sexo, por cómo se percibe y cómo se ha contado, es ahí donde se muestra más endeble. También pretende ser el relato del descubrimiento en primera persona del placer y un llamamiento a la investigación y al disfrute. Lilith es, según la mitología mesopotámica y el folclore hebreo, la primera mujer de Adán, a quien abandonó. Después se convirtió en un demonio que usaba el semen de las poluciones nocturnas para engendrar hijos. Aparecen Eva, María Magdalena y un montón de mujeres cuya figura se relaciona con el poder, como Madonna, poetas del placer, como Anne Sexton o Safo, y personajes de ficción como las mujeres de Juego de tronos. Cuando se dice que en la creación del mito Marilyn se obvia que era una gran lectora, es decir, que se le niega su capacidad intelectual. Para rematar su argumento, se podía haber recordado que no solo era una gran lectora, era una escritora secreta: poemas, diarios y fragmentos (por cierto recogidos en un volumen bajo el nombre de Fragmentos en Seix Barral). Cita a Eva Elser, la autora de los Monólogos de la vagina, que primero fue teatro antes de publicarse en 1996: “Lo que no decimos se convierte en un secreto, y los secretos provocan a menudo vergüenza, miedo y mitos”. De ahí la importancia de hablar de la vagina y del clítoris y del placer de las mujeres, de los dildos, de la eyaculación femenina y hasta de una receta de tortilla de patata.

El clítoris. Dice que el clítoris, descubierto en el siglo XV, y los estudios sobre él fueron silenciados hasta 1998. Como leí el libro en casa de mis padre y mi madre es médico, le pregunté si a ella en la carrera le hablaron del clítoris. La respuesta fue afirmativa, a pesar de haber estudiado después del siglo XV y antes de 1998. Da la sensación de que ha pesado más la voluntad de que los hechos avalen una idea que los hechos mismos. Por supuesto que el placer de las mujeres ha sido un tabú, por supuesto que la religión (las religiones) trataban de cercenar el placer y ocultar el sexo. Pero la liberación, no solo la sexual, también la del pensamiento y las costumbres ocurrió hace bastante. Otra cosa es que tal vez sea una cosa que cada uno deba experimentar por sí mismo: romper con los tabúes propios sobre el cuerpo, por ejemplo.

Una historia subterránea. Lo que se entrevé en El placer es mucho más interesante que aquello que se enfatiza, tal vez dejándose arrastrar por la del momento feminista. Enterrada, casi apenas sugerida, está la historia de la ruptura de los prejuicios hacia el sexo de la autora, fruto de una educación más bien conservadora. Deja algunas pistas: cuando su madre le pilla una receta para la píldora anticonceptiva en un bolsillo y, tras un mes de silencio, solo le pregunta: “¿Cómo sabes que es el amor de tu vida?”. A su novio de entonces, en cambio, “su madre le dejó en el cajón una caja de condones”. Y solo sabe de una amiga a la que su madre, al descubrir que mantenía relaciones sexuales con su novio, le recordó la importancia de que ella disfrutara también. El sexo es complicado: es vital pero íntimo. Los padres a veces no saben cómo enfrentarse al asunto, mantener una conversación, y en las charlas de instituto las risitas se llevan el protagonismo y funcionan como un velo del motor de la experimentación: la curiosidad. La literatura en torno al sexo suele ser una fuente más accesible: la literatura científica (recuerdo la enciclopedia sexual de mi madre, siempre al alcance de la mano) y también la literatura erótica (desde los cómics del Víbora, medio escondidos en una estantería en casa de mis abuelos, a los de Milo Manara o las novelas de la Sonrisa vertical –aquí un repaso magnífico de esa colección–). Habría sido muy interesante que María Hesse se hubiera adentrado más a fondo en el relato de cómo se independiza de esa mentalidad más obtusa para entender, por fin, que el placer no tiene nada de malo. Y que la masturbación no produce ceguera".






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sábado, 9 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Destrucción



Fotografia de la Agencia Getty-Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy  sobre  el amor, el dolor y el abandono, de la escritora argentina Leila Guerriero.

¿Qué recuerdo? Cada parte -comienza diciendo Guerriero-. La muesca que se le dibujaba junto a la boca al encender un cigarro; la forma en que fruncía el ceño cuando se reía con pavor, como si se escandalizara por reírse tanto. La raíz espléndida del cuello, la clavícula como una cruz pagana. Tenía unos hombros inexplicables, los hombros de alguien que sufre mucho pero que quiere seguir vivo. Yo era muy joven y él también, y a veces, antes de acercarse, me miraba como si estuviera por cometer un acto sagrado o un sacrilegio. Tenía en el rostro un dolor clásico, una elegancia drástica. Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención (que yo no iba a darle). Estaba roto, como yo lo estaba, pero su catástrofe era serena y yo, en cambio, era un diablo emergido de una pampa quemada sin sitio al cual volver. Al principio quiso irse, pero lo retuve de manera simple, diciéndole: “Si te vas me da igual”. Hasta que quiso quedarse irreversiblemente. Yo me sentía curiosa y cruel, pero también gentil y emocionada. Había algo en él. Una especie de calma dramática, contagiosa. Un día llegó a mi trabajo con un ramo de flores. Yo no lo esperaba. Sonriendo, tímido y sin trampas, me dijo cosas. Todas las cosas que todos quieren oír alguna vez. Yo reaccioné como una hiena espantada, como un chorro de luz negra, muriática. Recuerdo que en el antebrazo tenía un músculo magnífico. Cuando se tensaba hacía pensar que todo en él estaba hecho de un material fresco, noble y tenaz: que podía llevar la carga. Era un hombre. Al que severa, grave, meticulosamente hice pedazos. No he venido aquí a pedir disculpas sino a decir que arrojen la primera piedra. Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien".






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viernes, 30 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Juguetona



Foto de Getty Images para El País


Gracias a personas o juguetes, comenta la escritora Marta Sanz, las mujeres hemos dejado de ser cosa para gozar con cosas. Un querido amigo, comienza dicendo Sans, mi garganta profunda en las redes, me envía una foto: los torsos de unos jóvenes, cuyas cabezas están cortadas —por el encuadre: no se asusten—, lucen una camiseta con el lema “Hoy follo, mañana juicio”. Ay, qué risa, tía Felisa… Luego imagino a una mujer violada por hombres —campechanos, divertidos— que se rebelan contra la pérdida de sus derechos de pernada y la mutación de esta normalidad: están acogotaditos. Los violadores dan instrucciones —“Súbela, bájala, colócala hacia la derecha, ábrele la boca”— que cosifican, no ya el cuerpo femenino, sino a las mujeres y todo lo que su cuerpo encierra: carne, sangre, sinapsis cerebrales, recuerdos, emociones, un espíritu que hemos conquistado infringiendo leyes. Pero hoy mi intención no es reflexionar sobre este asunto, sino sobre su antípoda: la reivindicación del placer como señal indiscutible de liberación femenina.

Recuerdo el descubrimiento del orgasmo como un regalo con el que la naturaleza solo me había premiado a mí. Lo mantuve en secreto para no dar envidia. Para que no me lo quitaran. Para que no me aguasen la fiesta. Disimulaba cuando me deslizaba por las barandillas o al subir la cuerda del gimnasio. Pronto entendí que lo que me sucedía a mí nos pasaba a casi todas. También hablé con chicas que vivían estas experiencias como momentos de suciedad y con otras que jamás habían sentido nada: miedo, impericia, culpa… El orgasmo nos construye como sujetos desde un punto de vista cultural y biográfico, y nuestra naturaleza juguetona alcanzó uno de sus clímax con la invención de un artilugio, el vibrador, con el que se pretendía no tanto dar placer como curar una de esas enfermedades “femeninas” que configuran el territorio de la represión y el tabú: lo cuenta Tanya Wexler en su película Histeria. Hoy, supuestamente salvadas de la vergüenza por sentir goce físico gracias a personas o juguetes, dejamos de ser cosa para gozar con cosas. Pero las “monjitas” como yo somos suspicaces: el neoliberalismo nos etiqueta —puritana, conservadora— si rechazamos gelatinas, pilas y manubrios porque tememos que nuestro deseo sea devorado por una industria que reduzca a las mujeres a consumidoras a través de una visión codificada, obligatoria y clasista del goce sexual. Se puede lograr la felicidad —o disminuir la angustia— follando o practicando el onanismo, pero ignoro si comprando alcanzamos la misma meta. Al final no sé si lo que produce satisfacción es un clítoris bien estimulado —¡Sí!— o la compra del último juguete. Con la adquisición de los móviles ocurre lo mismo: se trata de poseer el fetiche. Comprar entretiene mucho, y a las mujeres, preferiblemente ricas, en el capitalismo más rancio se nos reservaba el ir de compras como remedio terapéutico… Hoy, el “feminismo liberal” no te deja elegir porque el “no” te saca del cajón del estereotipo hiperconsumista de esa mujer liberada que, por un lado, gasta el dinero que genera en su cuarto propio comprando lo que le estaba prohibido, se donjuaniza —manda narices—, y, por otro, está nuevamente agotada por la necesidad de responder a ese estereotipo, falsamente ultracontemporáneo, en el que placer y consumo se identifican. Las femtech —industrias de sexo para mujeres— “traen detrás un negocio de 50.000 millones de dólares”. En el canal de Andalucía vi un anuncio de vibradores con puerto USB. O a lo mejor eran con wifi. Me escama que mi sexualidad, virtual y tangible, la gestione Silicon Valley. Yo, que soy una de esas monjas juguetonas que tuvo orgasmos casi desacomplejados desde la infancia, no lo quiero ni pensar.





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martes, 30 de enero de 2018

[PENSAMIENTO] ¿La pornografía es también cultura?





¿Son equiparables erotismo y pornografía? ¿La pornografía es también cultura? ¿Ustedes que creen? Personalmente, yo no me atrevería a decir que no; pero menos aún que sí. La pornografía me parece aburrida; el erotismo, excitante. La pornografía es un empujón a los instintos; el erotismo una apelación a los sentidos. En resumen, pienso que la diferencia fundamental entre el erotismo y la pornografía es el buen gusto, pero solo es una opinión... 

El porno es, y ha sido, cultura, comenta en la revista Jot Down el escritor Martín Sacristán. Si consideramos la cultura en su concepto más amplio, comienza diciendo, el de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial, no podemos dejar fuera la pornografía. Y si las mejores obras de arte son aquellas que mejor captan la expresión de la vida humana, hay que reconocerle al porno su certero reflejo de nuestros deseos y aspiraciones sexuales. Sean cuales sean, se cumplan o no.

Solo en la web porno más grande y visitada del planeta existen ochenta y nueve categorías entre las que elegir. No están todas las que podemos encontrar online, solamente aquellas que más demanda generan, y precisamente por eso pueden ayudarnos a conocer cuáles son los gustos sexuales de nuestros congéneres. A muchos nos sonarán términos como «maduras», «anal» o «corridas», pero necesitaremos estar más especializados para entender qué es «bukkake», «fisting» o «hentai». Y, definitivamente, términos como «cuckold» o «estilo panda» se nos escaparán, a menos que formen parte de nuestras íntimas fantasías. Lo cierto es que el acceso a todas estas modalidades sexuales en formato vídeo es gratuito en un gran número de webs, y con el coste de una conexión a internet podremos satisfacer nuestra curiosidad en pocos minutos. Y ampliar nuestra educación sexual, siempre entendida como saber qué cosas pueden dedicarse a hacer los demás, o uno mismo, con la pareja.

Muchos moralistas claman contra el acceso fácil y gratuito a la pornografía que internet ha hecho posible. Pero su reacción es tan poco nueva como el propio porno, que nos ha acompañado desde el mismo origen del Homo sapiens. Posiblemente porque la curiosidad, y el despertar del deseo sexual al final de la infancia, sea algo común a todos nosotros. Las sociedades de raíz judeocristiana han tratado de hacérnoslo olvidar, pero la cultura humana se ha empeñado, desde siempre, en proporcionarse porno.

La manifestación más antigua de que disponemos son las pinturas rupestres, donde los muñecos fálicos o la representación del sexo de la mujer son habituales, como en el «camarín de las vulvas» de la cueva de Tito Bustillo, en Asturias. Si el sentido de esos genitales sueltos se nos escapa por estar aislados, en los grabados, más centrados en escenas, se hace mucho más explícito. En la cueva de los Casares, Guadalajara, los hombres y mujeres paleolíticos dejaron tallados en la piedra de las paredes dibujos inequívocamente sexuales. En uno de ellos una mujer tumbada en el suelo recibe a un hombre, mientras un chamán vestido de mamut ayuda con su colmillo de marfil a la penetración. Puede que no sea un chamán, sino un dios, y que se esté contando un hecho mitológico, pero es innegable que representa un acto sexual. En otros yacimientos paleolíticos de Europa se han hallado escenas similares, e igualmente explícitas, con sexo lésbico, gay, zoofilia, masturbaciones y sexo oral bi y homosexual. Sesudas explicaciones de especialistas nos remiten a cultos a la fertilidad y significados mágicos, pero tal vez deberíamos dejar también espacio a una explicación más banal. Aquellos grabados les ponían, y esa es la función de la pornografía. Animar a la práctica sexual, o aliviar a las personas necesitadas de practicarla con un estímulo a la masturbación.

Egipcios, griegos y romanos son célebres por la presencia de la sexualidad en su vida cotidiana. En cambio la Edad Media suele concebirse como un periodo en que los mandatos de abstinencia y castidad de la Iglesia acabaron con lo sexual. Ese es un relato incompleto. Pocos documentos han dejado tantas evidencias de la imaginación sexual de los cristianos medievales como unos libros elaborados por monjes irlandeses. Son los penitenciales, que se distribuyeron ampliamente por Europa debido a la extensa labor misionera en el continente por parte de la Iglesia de Irlanda. La principal función de estos libros era ayudar a los sacerdotes para que adecuaran la penitencia al pecado cometido. Una labor fundamental para ellos, pues solo imponiendo un castigo justo salvarían las almas del infierno. El penitencial era básicamente un libro de preguntas, porque partía de la base de que el pecador no confesaría motu proprio, y que muchas veces sería tan ignorante como para no saber que estaba cometiendo un pecado.

Así que debemos imaginarnos a los confesores de entre los siglos VI y IX preguntando en la penumbra de una iglesia románica al creyente si «ha comido la menstruación de una mujer»; «practicado sexo con animales de cuatro patas»; «bebido el semen de un hombre»; «dejado que le penetraran analmente o penetrado él mismo por detrás»; «frotado sus genitales con los de otras mujeres» (pregunta dirigida a ellas); «fornicado con una monja»; «practicado el sexo en la posición del perrito»; o «practicado el sexo con tus hijas», entre otros. Son preguntas tomadas directamente de distintos penitenciales, que, no lo olvidemos, están escritos en latín. El pobre sacerdote, supuestamente célibe, tenía que traducirlas, de la manera más explícita posible, para ser bien comprendido, a sus vecinos. Se me hace difícil imaginar que al uno y a los otros no se les pasaran por la cabeza las imágenes de lo que se estaba describiendo. Y si su cura no les abría los ojos con aquello, la enorme preocupación de los penitenciales por el incesto, la zoofilia, el sexo oral y el homosexual, así como por las posturas distintas a la del misionero, hace más que evidente que la vida sexual europea en la Edad Media era bastante variada.

La Iglesia de Roma y su papa, siempre preocupada por una teología unificada, consiguió abolir y quemar en hoguera pública los penitenciales en el siglo IX. Aunque conservó una idea contenida en ellos, la de que la masturbación dejaba ciego. Mientras, los juglares y trovadores, que narraban sus poemas de memoria, dejando escasa presencia de ellos en documentos escritos, continuaron propagando la literatura erótica de forma oral. Y en la Baja Edad Media esa tradición volvió a ponerse por escrito. Los Cuentos de Canterbury, en lengua inglesa, nos hablan de un estudiante de música alojado en casa de un carpintero y, con una imagen muy explícita, nos explican que el día que el joven toca a la mujer de su casero, «ella se retuerce como un potrillo al que están herrando». Otra de las narraciones, la de la comadre de Beth, asegura que «un rabo goloso encaja con una boca laminera (golosona)». La Carajicomedia, escrita en castellano ya al principio del Renacimiento, tiene por protagonista a Diego Fajardo, «con luengos cojones como un incensario», que busca un remedio para su impotencia senil y hace un recorrido por los más famosos prostíbulos de Castilla y sus meretrices, hasta morir agotado de tanto meter. El catalán tiene también su obra cumbre, el Speculum al foder, que podríamos traducir como ‘Manual para joder’. Es un tratado sobre sexología que no atiende únicamente lo pornográfico, sino que da consejos sobre prácticas de higiene —es un decir—, y sobre cómo aumentar el deseo sexual con afrodisíacos. Nos habla de la existencia de consoladores de cuero rellenos de algodón, habituales entre las mujeres, y de la importancia de las caricias previas para excitar a la pareja. «A la mujer (…) que el hombre le haga cinco cosas: besarla, sobarla, pellizcarla, estrecharla y herirla con las manos. (…) Debe besarla en la boca, las mejillas, los pechos, las piernas y el vientre». El autor añade además una serie de posturas para hacer el amor, explicando que la más frecuente es la del misionero, pero con la mujer levantando las piernas y enlazando con ellas al hombre. Propone hacerlo en cuclillas, de lado, en pie, a lo perrito, y así hasta treinta y dos variantes posturales.

Las instituciones religiosas tardaron muchos siglos en someter al pueblo a su moral. Y la pornografía siguió acompañando a los europeos, con suficientes variedades como para generar abundante tráfico hacia un portal porno de nuestros días. Cuando llegó el Renacimiento la revolución pictórica plasmó por primera vez imágenes mitológicas, elaborada excusa para pintar mujeres y hombres desnudos. Podemos acercarnos a ese arte con muy eruditas intenciones, pero seríamos unos cínicos si no comprendiéramos que a sus contemporáneos les excitaba bastante. Si no, pregúntense por qué las figuras de la Capilla Sixtina estuvieron originalmente desnudas, y un papa mandó taparlas con telas tras la muerte de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Tampoco caigamos en la confusión, tales pinturas eran para unos pocos obispos, cardenales, papas, y para los nobles en sus palacios. El pueblo común no tenía acceso a la imaginería porno, aunque se conformaba con los versos eróticos.

Muchos de los que han oído hablar del Decamerón de Boccaccio no saben nada de Pietro Aretino, el gran pornógrafo renacentista. Sus obras han circulado bajo cuerda en las bibliotecas privadas de toda Europa y, si me permiten decirlo, siguen siendo divertidas y excitantes. La más conocida de ellas, La cortesana, es una burla de El cortesano, de Baldassarre Castiglione, best seller de su tiempo y manual de buenas maneras para aquellos que quisieran seguir una carrera en la corte, esto es, entre los reyes o nobles. Si Castiglione hace hablar a nobles personajes, Aretino emplea a dos prostitutas, que conversan sobre sus pasadas glorias, mientras una instruye a la otra en cómo introducir a su propia hija en el oficio. Para hacernos una idea, el libro abre con la protagonista siendo novicia y viendo por una rendija al abad enredado en una orgía con jovencitos. Su calentón es tal ante la escena que usa para masturbarse unos consoladores de cristal veneciano, los cuales rellena con su orina para que no estén tan fríos. Y así todo el libro.

Más interesante por su repercusión son Los modos, del mismo autor, un conjunto de dieciséis poemas ilustrados con penetraciones explícitas en dieciséis posturas diferentes. Es el primer libro impreso de carácter pornográfico conocido, y el primero que iba a poner en manos de la gente común las imágenes de la pintura reservadas a los ricos. Sus grabados estaban hechos por un discípulo de Rafael de Urbino, y los poemas de Aretino no dejaban dudas sobre el contenido: «Deprisa, a follar, vamos a follar, amor mío / que para follar todos hemos nacido; / que si tú adoras la verga, yo amo el higo: / y sin esto, el mundo al carajo hubiera ido». La edición fue secuestrada, el impresor encarcelado,  aunque Aretino consiguió librarle, y Giulio Romano (el autor de las ilustraciones) se refugió definitivamente en Mantua; al poeta acabarían tratando de asesinarlo por orden del secretario papal. No se conservan las imágenes originales, sí algunos fragmentos atribuidos, y supuestas copias realizadas por otros autores.

No hay constancia de volviera a haber otro intento tan claro de imprimir la pornografía en imágenes. Posiblemente porque el movimiento de la Contrarreforma consiguió dar más poder a la Inquisición en los países católicos, dado el interés de monarcas como Felipe II por parar al protestantismo. Es una época donde la Carajicomedia o el Speculum al foder lo hubieran tenido mucho más difícil para salir a la luz. A cambio, muchas historias eróticas circularon en hojas sueltas, anónimas, pegadas en las paredes, y aprendidas de memoria para transmitirlas en las tabernas.

Claro que también había autores que no se iban a asustar por la amenaza de las llamas. Francisco Delicado, clérigo español ubicado en Roma, nos hace en La lozana andaluza el mejor retrato de la prostitución en Roma en tiempos de Aretino y del papa Clemente VII. Explica todos los modos que usan las meretrices para ganar dinero con sus clientes y la forma de ejercer su oficio según la categoría. Las más tiradas son las muralleras, mujeres viejas o desfiguradas que rondan la muralla de noche y son tomadas desde atrás para no ver su cara horrible, aunque a cambio son la opción más barata. En un precio medio están las «chicas de la candela», que encienden una vela detrás de la ventana de su cuarto para avisar al paseante de que allí hay una libre. Y en lo más alto las que tienen casa propia, joyas, una mascota que suele ser un mono o un ave exótica, reservadas a hombres ricos. En la novela, Lozana, la protagonista, después de haber probado casi todas las variantes, y Rampín, su chulo, acabarán huyendo a Venecia antes del Saco de Roma, esa destrucción de la ciudad por las tropas de Carlos V. Comidos, eso sí, por la sífilis.

Ni siquiera los grandes herederos de Torquemada hicieron temblar a nuestros grandes poetas del Siglo de Oro. Con su habilidad para manejar los pies métricos, y ese lenguaje clásico del XVI-XVII, nos dejaron testimonios sobre cómo dos damas se amaron usando un consolador que incluía tiras de cuero para atarlo a la cintura. Los criados jóvenes se acostaban con sus señoras, y las jóvenes solteras buscaban consuelo en los frailes confesores, que tenían fama de calzar buena talla. Había defensores en verso de las gordas, y otros de las delgadas, y otros más que preferían a las maduras —hoy llamadas MILF—: «yo, para mí más quiero una matrona / que con mil artificios se remoza / y, por gozar de aquel que la retoza, / una noche de la hora no perdona». Todos son anónimos, pero no es difícil encontrar los rasgos del culteranismo de Góngora, del conceptismo de Quevedo, y tampoco identificar la maestría de Lope de Vega. Así que, ya ven, no todo fue el Quijote y su Cervantes, autor por lo demás bastante pacato en cuanto a sexo se refiere. La culpa de que pensemos así es de la mojigatería de nuestros académicos, que nunca se han atrevido a desvelarnos que nuestros escritores eran, además de lo demás, unos cachondos.

Nuestro país renegó de los clásicos del Siglo de Oro en el XVIII, pero no de lo pornográfico. Y uso este término separándolo del erotismo, porque el porno es bien explícito. Así lo es Samaniego, el famoso autor de «La zorra y las uvas», en su divertido Jardín de Venus. En esa obra el fabulista explota a menudo la realidad de que los pobres solo tenían una cama, y un hombre casado que duerme con su madre, su mujer y sus dos cuñadas, acaba catándolas a todas, mientras muchos niños se descalabran al caer de la cama por los empellones de su padre a su madre. Los muchachos cortan el pene monstruoso de un soldado, y lo inflan soplando por broma, rellenándolo de un canuto de metal, hasta que acaba en manos de una vieja, admirada de su tamaño. Un viajero se traslada al país de Siempre-mete, donde, por no poder hacer el amor más de trece veces seguidas, es sodomizado a placer por tres negros. Hay incluso hombres que se masturban en las iglesias oyendo el Cantar de los Cantares. Fábulas eróticas del fabulista por excelencia, y sin moraleja.

El otro gran autor del XVIII, Nicolás Fernández de Moratín, escribió en verso un Arte de las putas que es un auténtico ataque contra los puritanos. De forma sesuda, pero ágil y amena, explica que es imposible que el hombre no tenga poluciones nocturnas, y juzga muy necesario que existan las prostitutas para calmarle, a costa de que, si no, todas las mujeres honestas acabarán deshonradas. Y para dar más razón a sus argumentos cita la Biblia, refiriéndose a la mulata Agar, que reverdeció el deseo sexual de Abraham, y a Loth, que hizo nietos en sus hijas.

La pornografía siguió acompañando la cultura durante los siglos XIX y XX, el momento de mayor influencia, pues lo erótico y lo sexual fueron ganando la batalla al puritanismo. De hecho, el mayor revolucionario fue un inglés de la Inglaterra victoriana que, además de ser de los pocos infieles que ha entrado en la Kaaba de La Meca, tradujo al inglés el Kama-sutra, generando luxaciones lumbares hasta nuestros días. Sin duda, la revolución sexual y la liberación de la mujer a partir de la década de 1960 facilitaron la paulatina existencia de revistas pornográficas, primero, y producciones cinematográficas, después, hasta que porno e internet se hicieron prácticamente sinónimos. Nunca en la historia de la humanidad el acceso había sido tan fácil y la variedad tan grande como en nuestros días. Pero eso no significa que el porno no haya sido siempre parte de nuestra cultura, prohibido o no, porque nada que sea tan humano como el deseo sexual puede dejar de formar parte de nosotros.



Retrato de Lucrezia Borgia, por Bartolomeo Veneto, 1520



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