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miércoles, 20 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Soledades



Los noctámbulos (1942), de Edward Hopper


No vivimos en un cuadro de Hopper. Mezclar aislamiento y soledad genera confusión e impide ver y analizar realidades muy diferentes, comenta en el A vuelapluma de hoy [No vivimos en un cuadro de Hooper. El Pais, 17/5/2020] el doctor en Psicología, Javier Yanguas. 

"¿Se acuerdan del cuadro Los noctámbulos, de Hopper? -comienza diciendo Yanguas-. Es una composición en tonos verdes fríos, donde se ve una cafetería sin puerta y cuatro figuras: una pareja, un camarero rubio y un hombre solo sentado de espaldas. Nadie habla, ninguno se mira, todos están ensimismados. El borde derecho del lienzo impide ver una salida, produciendo una sensación de encierro. Un bar que recluye y protege; una alegoría sobre el aislamiento y la incomunicación, pero también sobre la invisibilidad de los solitarios.

Hopper era inigualable mostrando la atomización social y el desamparo, quizá por ello no sorprende el titular de un artículo de The Guardian: “Todos vivimos hoy en día en un cuadro de Hopper”. A pesar de la indudable fuerza de la frase que nos traslada al Nueva York de 1942, mezclar aislamiento y soledad genera confusión e impide ver y analizar realidades muy diferentes.

En este momento, todos estamos más o menos aislados, pero no necesariamente solos. Lo dijo Epicteto: “No por estar el hombre solo se siente solitario; mientras que no por estar entre muchos deja de sentirse solitario”. Estar aislado tiene que ver con la pérdida de conexión social, con la distancia física o psicológica a nuestra red social (familiares, amigos). El aislamiento es la pérdida de la relación con los otros, en nuestro caso temporal, pero la soledad es otra cosa.

La soledad es subjetiva y está relacionada con nuestros pensamientos, necesidades sociales, emociones y percepciones. Cuando hablas con una persona que sufre soledad lo primero que surge es el “dolor psicológico” que ocasiona, las emociones y sentimientos que la componen: añoranza, tristeza, abandono, vacío, desesperanza, vulnerabilidad, incertidumbre...

Otra huella de la soledad son las “necesidades sociales” que no se consiguen cubrir: la ausencia de relaciones de intimidad, la falta de pertenencia a un grupo, la carencia de integración social, la añoranza de relaciones significativas, el sentimiento de estar uno “existencialmente” aislado.

La soledad también tiene que ver con la evaluación que cada persona hace de sus relaciones, y más en concreto, con la discrepancia entre las relaciones que uno tiene y las que esperaba tener. La distancia entre expectativas y realidad es la marca cognitiva de la soledad. No hablamos de insatisfacción con una relación (uno puede estar insatisfecho y no sentirse solo), sino de un juicio que cada persona realiza con enorme influencia en los sentimientos.

Cuando hablas con personas en situación de soledad es fácil escuchar que se sienten aisladas porque no consiguen comunicarse, o que no logran “contactar” con otros, o que se sienten “existencialmente aislados”… El “aislamiento” como percepción y sentimiento es otro de los elementos centrales de la soledad.

La soledad es además un fenómeno chocante. Hermana de la pérdida, a veces proviene de la falta de compromiso e implicación personal en nuestras relaciones; otras es el anhelo de integración, la necesidad de “sentirnos completos”, la convicción de que no estamos unidos a ninguna persona o grupo, lo que la genera. La soledad es además acumulativa y tiende a perpetuarse.

Suele, la soledad, mostrar insólitos mecanismos. Robert Weiss decía que la soledad inhibe la empatía, al inducir una especie de amnesia protectora, y cuando una persona deja de estar sola, se empeña en olvidar que lo estuvo. Olivia Laing escribió que a veces los solitarios acaparan espacio personal creando una barrera contra una intimidad que les aterra; otras, la soledad produce vergüenza y miedo, y algunos solitarios optan por el aislamiento, ante el temor de que se descubra su realidad. Creo que sería factible aminorar el dolor que produce la soledad si no tuviéramos tanta obligación de ocultar lo que no es bello, si pudiéramos exponernos como somos, mostrando nuestra vulnerabilidad.

Los que trabajamos con personas en situación de soledad sabemos muy bien que la palabra no basta para reconectar y que el “amor” no siempre es suficiente para “sacarle” a alguien de la soledad. Hay veces en las que la soledad no es relacional, porque lo que me faltan no son personas, sino una vida con significado. Hay soledades cuyo ingrediente principal es la incertidumbre, y en otras, la tristeza; hay soledades que están teñidas de pérdida y otras de “cansancio existencial”; a veces de fragilidad humana y necesidad de cuidados, otras de incomunicación.

No estamos por el confinamiento viviendo en un cuadro de Hopper; sino una situación de aislamiento temporal, complicada, sí, pero con un objetivo: volver a estar juntos. ¡Decir a los que sufren soledad que, por estar confinados, todos vivimos en la misma soledad es un agravio, porque nosotros volveremos a la normalidad y ellos seguirán solos! Una última cosa: volvamos un momento al cuadro. Se ve la cafetería llena de luz, la calle está oscura. Se aprecia la soledad de los clientes del bar, pero se puede percibir que también están solos los que están encerrados fuera del bar, mirando a la gente sola dentro del mismo. La soledad también va con ellos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 5 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Cenizas





"Confundimos el lunes con el sábado y nos da igual. Ya son otras horas, otros minutos, escribe el pintor Joan-Pere Viladecans en el A vuelapluma de este martes [De camino a las cenizas. La Vanguardia, 24/4/2020]. Las horas lentas de los tiempos analógicos también apuntilladas. Sólo tenemos delante un folio blanco en blanco. Puro hielo. Los días sin cola escapando sin más, como las anguilas entre las manos. Habitamos un delirio que nunca hubiéramos imaginado. Y un ambiente de víspera que se prorroga. Nunca los puntos suspensivos tuvieron tanto argumento. Y tanto sentido. Meses abrazados a un inmenso interrogante. La gran encrucijada para la humanidad: el reloj a punto de volverse del revés, pero ¿cuándo? Dependerá de esa bola algodonosa llena de trompetillas de marciano, de ese puto virus carroñero, arañando la indefensión de los mansos, de los disciplinados, de los particulares. Todos desprotegidos, practicando una candorosa obediencia solidaria. Para que luego digan del carácter de la ciudadanía anarcoibérica con tendencia al cabreo. Miedo. Incógnita. Para muchos: quizá la nada. No será el fin del mundo, pero será el fin de muchos mundos. Que alguien guarde los recuerdos para la reconstrucción. Material para arqueólogos. Poetas abstenerse.

Hacía mucho que el planeta entero no tenía un enemigo común y nunca habían coincidido tantos tontos gobernando. Bobas y bobos. Cuando llegue la época de los supervivientes estos deberían pedir cuentas. Las veces que lamentaremos que la incompetencia no se cure con pastillas. La retórica del argumentario político –una ducha escocesa incesante–, a estas alturas del drama, resulta repugnante. Comercian con agonías, trafican con cifras, esconden muertes… ¡que pronto se han olvidado de los que los han votado! Una pandemia asesina global, la humanidad justo al borde del barranco de la calamidad y ellos politizándolo todo: epidemiólogos, virólogos, expertos en salud pública, periodistas, tertulianos, encuestadores… Todo sirve como botín electoral. Esta ideologización sistemática supone el gran fracaso moral de la política. El conflicto con la ética.

Y en el alma: un aguafuerte trágico, una perspectiva renacentista, hileras de ataúdes anónimos. La larga avenida del insomnio. Muertes después de una vida de sacrificio que nos hizo posibles. La muerte sin ritual, sin despedida, sin susurro, sin el bisílabo adiós. La memoria camino de la ceniza. Y el reloj embreado de luto. De lágrimas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 9 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Destrucción



Fotografia de la Agencia Getty-Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy  sobre  el amor, el dolor y el abandono, de la escritora argentina Leila Guerriero.

¿Qué recuerdo? Cada parte -comienza diciendo Guerriero-. La muesca que se le dibujaba junto a la boca al encender un cigarro; la forma en que fruncía el ceño cuando se reía con pavor, como si se escandalizara por reírse tanto. La raíz espléndida del cuello, la clavícula como una cruz pagana. Tenía unos hombros inexplicables, los hombros de alguien que sufre mucho pero que quiere seguir vivo. Yo era muy joven y él también, y a veces, antes de acercarse, me miraba como si estuviera por cometer un acto sagrado o un sacrilegio. Tenía en el rostro un dolor clásico, una elegancia drástica. Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención (que yo no iba a darle). Estaba roto, como yo lo estaba, pero su catástrofe era serena y yo, en cambio, era un diablo emergido de una pampa quemada sin sitio al cual volver. Al principio quiso irse, pero lo retuve de manera simple, diciéndole: “Si te vas me da igual”. Hasta que quiso quedarse irreversiblemente. Yo me sentía curiosa y cruel, pero también gentil y emocionada. Había algo en él. Una especie de calma dramática, contagiosa. Un día llegó a mi trabajo con un ramo de flores. Yo no lo esperaba. Sonriendo, tímido y sin trampas, me dijo cosas. Todas las cosas que todos quieren oír alguna vez. Yo reaccioné como una hiena espantada, como un chorro de luz negra, muriática. Recuerdo que en el antebrazo tenía un músculo magnífico. Cuando se tensaba hacía pensar que todo en él estaba hecho de un material fresco, noble y tenaz: que podía llevar la carga. Era un hombre. Al que severa, grave, meticulosamente hice pedazos. No he venido aquí a pedir disculpas sino a decir que arrojen la primera piedra. Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien".






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martes, 22 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Conductora



Fotografía de Máximo García para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy.

"Fue en Colombia -comienza diciendo la escritora argentina Leila Guerriero-. Llovía. Ella llegó a mi hotel dando grititos como si fuese un juguete histerizado, tapándose el pelo con las manos para no mojarse. Me di a conocer y caminamos apuradas de regreso a su taxi. El trayecto era largo, conversamos. Me contó que tenía 40 años, marido, tres hijas. Me preguntó si viajaba mucho y le dije que sí. Me preguntó si me gustaba y le dije que más o menos. Me preguntó si no extrañaba a mis hijos y le dije: “No tengo hijos”. Me dijo: “Oh”, como quien da el pésame. Me preguntó si tenía marido. Le dije: “Estoy en pareja”. Me preguntó: “¿Y lo deja solo?”. Le dije: “Yo también estoy sola, pero ¿por qué pensás que es ‘él’ y no ‘ella’?”. Me dijo: “Eso se nota enseguida”, impostando la voz al decir “eso”, de modo que sonó como “esa asquerosidad”. Me preguntó si me gustaba pasear. Le dije que sí, pero que no tenía tiempo. Me dijo que, si yo quería, ella podía llevarme a sitios en los que no me iba a sentir cómoda yendo con un hombre. Le pregunté: “¿Por ejemplo?”. “El mall. Las mujeres somos muy antojadas y demoramos comprando cositas: el recuerdito, el regalito para la mamá. El hombre no tiene paciencia”. Le dije que el hombre con quien vivo demora más que yo en decidirse por un par de zapatillas, que el mall me deprime, que no tengo “mamá” y que cuando la tenía no le compraba cosas en los viajes. Dijo: “Así somos las mujeres. Nos gusta regalar, pero más nos gusta que el marido nos regale”. Me acordé del reguetón aquel —“tú vas a extrañarme cuando abras la cartera y no tengas nada”—, y llegamos a destino. Me dijo que la llamara, que “entre mujeres nos sentimos más cómodas”, anotó su teléfono, me lo dio y se fue. Sentí un impulso maligno, como si las vértebras se me transformaran en cuchillos. Después, a lo largo del día y mientras trabajaba, pensé mucho en esa palabra difícil: sororidad".







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viernes, 11 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobrevivir



Fotografía de Getty Images


Esa vez esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, comenta la escritora argentina Leila Guerriero.

"No podías saber —no supiste nunca— que aquella fue la primera vez que escuché el verso de Pessoa: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”, -comienza diciendo Guerriero-. Estábamos en un café y vos citaste ese poema que, vergonzosamente, yo no conocía. Al escucharlo sentí que el mundo cobraba sentido. Fue como despertar al revés. Como caer hacia dentro. Como ver desde lejos, con una lucidez borracha, el orden de las cosas. No duró mucho. ¿Una hora, dos? Después, todo se desarmó de nuevo, perdió sus bordes, cayó en la secuencia de los días enhebrados por hilachas. No sé por qué recuerdo eso ahora. Hoy, desde temprano, me ronda un recuerdo. Estaba sola en Nueva York, en algún lugar de Broadway. Hacía un frío sólido y maligno, un frío como un insulto. A mis espaldas había un enorme negocio de artículos electrónicos donde los televisores y los equipos de música se amontonaban con prepotencia. Yo contemplaba esa mole de metal y plástico como si fuera el rugido de la soledad. A mi lado, un tipo muy hermoso tocaba la guitarra. Pensaba en mi casa mirando el cielo, oscuro como el interior de un horno cubierto de cenizas, sintiendo la orfandad en los huesos. Llevaba unos guantes de cuero que no me abrigaban nada, unas botas de mala calidad. Aparte de eso, tenía en mí todos los sueños del mundo. Así que esa vez, como otras, esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, una walkiria rara. Solo que a veces, como hoy, eso no me sale. “Hoy estoy lúcido, como si estuviera a punto de morir / y no tuviera más hermandad con las cosas / que una despedida”, escribía, en ese poema descomunal, Fernando Pessoa.





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lunes, 7 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Diario de mudanzas



Dibujo de Anna Parini


Estar de mudanza, comenta la escritora Joana Bonet, es darte cuenta de que repites a menudo la misma cantinela de tu madre: “Apaga la luz, por favor”. No perdonar el café con leche de las 9, la cocacola de las 19 ni la copa de vino de las 21. Convertir las horas y los estimulantes en liturgias líquidas. Empezar a andar en calcetines por casa, incluso para recibir al mensajero.

Deshacerte de medio armario, hasta de prendas históricas: ya no las necesitas para recordar. Empezar a sumar los minutos que pierdes cada día buscando objetos que depositas vete a saber dónde mientras piensas en otras cosas.

Pasar de celebrar los cumpleaños a considerarlos algo bastante desagradable, hasta que dejan de importarte y valoras la suerte de seguir viva. Dimitir de querer estar al día en música, sobre todo si tu nivel de inglés no es elevado. Huir de experimentaciones cuando quieres quedar bien. Dejar de querer quedar bien. Ante una avería –o catástrofe– doméstica, no preocuparse, llamar al seguro, y pedir la cena por teléfono.

Quedarte embobada con los niños pequeños, admirar sus evoluciones, sus preguntas, cómo les mueve el instinto de ­supervivencia, cuánto es de libre su imaginación.

Atreverte a chistar sin demasiado apuro a quien habla por teléfono en el vagón de silencio del AVE. El silencio y el tiempo propio han acabado siendo las mejores drogas.

Recordar que la dignidad humana también incluye que nadie merece sentarse, en un restaurante o en un acto, à côté de la toilette . Probar todas las leches vegetales, y volver a la de vaca sin lactosa. No comer carne roja, ni azúcar, ni… Ahora, ateos gastronómicos, ¿cómo podéis prescindir del pan y el vino?

Mirar por la ventana, enchufarte a Blue world de Coltrane o a un libraco de Thomas Hardy, y disfrutar del tiempo que pasa contigo dentro de él.

Olvidarte del dicho vulgar “a cierta edad, decide: cara o culo”. No debe despreciarse ninguno de los dos. Tampoco hay que pesarse cada día, ni cada mes. No tener que dar cuentas a una báscula de tu frustración. Anestesiarte, tu sabrás cómo: correr, meditar, ver series, practicar sexo, coleccionar, comprar...

Viajar sin joyas, libros fetiche, cuadernos manuscritos ni nada que no quieras perder.Saludar por su nombre a aquellos que te cruzas a diario y que limpian, man­tienen o protegen el lugar donde trabajas.

Revisar los asientos y el suelo antes de cerrar la puerta de un taxi. Puede que halles uno de tus pequeños tesoros, incluso tus llaves.

Andar. No por la grasa, ni por el colesterol. Andar y pensar, o mirar. Andar para redimirse , y engancharte a la app que cuenta los pasos porque no eres perfecta.

Aceptar tu soledad animal, a pesar de tener una familia maravillosa.






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sábado, 5 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] El pacto



Getty Images


Vengo aquí. Saqueo mi vida. Ahí la tienen. ¿Para qué la quieren? Yo, a veces, le prendería fuego, comenta la escritora Leila Guerriero. Aquí yo, otra vez, comienza diciendo, arrastrándome en el pantano de los rotos o flotando feliz entre la euforia de los vivos, idéntica a mí, la muy sincera, la muy falsa, la esquiva, la insensible, la mísera, la idiota, la astuta, la excesiva, la austera, la retrógrada, la feminista, la jurásica, la iracunda, la violenta, la agresiva, la suave, la tan suave, aquí yo, yo, yo, la egocéntrica, la narcisa, la modesta, la muy humilde, la tan humilde, la soberbia, la confundida, la preclara, la confusa, la confesa, la caníbal, la cobarde, la cursi, la que habla de sí, la que no habla de sí, la que solo habla de sí, la impávida, la fría, la muy cálida, la kitsch, la ruda, la bruta, la brutal, la que vive en sosiego, la desasosegada, la que te tiene harto, la que no sabe lo que dice, la que no dice lo que sabe, la que lo cuenta todo, la que no cuenta nada, la que lo cuenta todo pero no cuenta nada, la que no sabe escribir, la que escribe como puede, la que no escribe en absoluto, la que no piensa, la que no sabe pensar, la enredada, la vacua, la precisa, la justa, la tan justa, la honesta, la muy insoportable, la rastrera, la infame, la insumisa, la blasfema, la que pide y no da, la que da pero no quiere, la que lo quiere todo, la que nunca da explicaciones. “Mi propósito” —dice Balder, uno de los personajes de la novela El amor brujo, del escritor argentino Roberto Arlt— “es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora”. “Poco a poco tendré que ir saqueando mi propia vida para ofrecerla al mejor postor”, escribe Andrés Felipe Solano en su libro Corea, apuntes desde la cuerda floja. Vengo aquí. Saqueo mi vida. Ahí la tienen. ¿Para qué la quieren? Yo, a veces, le prendería fuego.





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miércoles, 15 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] El desencuentro





Al final, habrá un largo rastro de descuidos como animales aplastados, comenta la escritora argentina Leila Guerriero. Empieza por la comida. Un día, cuando él regrese tarde del trabajo, váyase a dormir sin dejarle la cena lista, una alteración en el hábito de todos esos años durante los cuales, siempre que él llegó tarde, usted dejó comida hecha. Esa madrugada, cuando él se meta en la cama, despiértese y recuerde cómo, hasta hace poco, cuando eso sucedía usted lo abrazaba como si tuviera hambre o sed. Ahora dígale: “Ponete de costado, así no roncás”. En la mañana, durante el desayuno, pregúntele —intentando que en su voz se note una molestia inexplicable— qué cenó. Escuche cómo él responde sin encono, genuinamente distraído: “Piqué algo en el trabajo. No tenía hambre”. Sienta furia y cansancio. Prepare café sólo para usted y no le ofrezca. Una semana más tarde, olvide el día de su cumpleaños. Recuérdelo a último momento y dígase, irritada, “tengo que comprarle algo”. Interrumpa lo que está haciendo. Vaya al mall. Sienta, mientras compra, que está perdiendo el tiempo. Recuerde la felicidad iridiscente que le producía, años atrás, planificar el regalo, escribir la tarjeta. Elija cualquier cosa, fastidiada. Al pagar, sienta que está desperdiciando su dinero. Ya en su casa escriba, en un papel usado, ¡Feliz cumpleaños! Deje el regalo sobre la mesa, de cualquier manera. Piense: “Cuando llegue lo va a ver, no va a ser una sorpresa”. Piense: “Qué importa”. Un día, perciba que él ya no tiene champú, ni crema de afeitar, ni queso del que le gusta. Cuando vaya al supermercado, no compre nada de todo eso. Piense: “Que se lo compre él”. Una tarde él dirá: “Me duele el cuello”. No se disponga, como siempre, a hacerle un masaje. Dígale: “¿Tomaste ibuprofeno?”. Caiga en la cuenta de que hace meses que él no la llama —“¡Amor, llegué!”— al entrar en la casa. Piense: “Mejor”. Pregúntese cuánto falta.





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jueves, 30 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Elogio del aburrimiento





No estuve allí; pero, a partir de los datos de que dispongo, juraría que los pasajeros del Titanic pudieron sentir de todo menos aburrimiento mientras el barco se iba a pique, escribe en El Mundo el escritor Fernando Aramburu. Tampoco alcanzo a imaginar a los soldados implicados en la batalla de Waterloo bostezando indolentes, amodorrados, o arreglándose las uñas sin más motivo que no estar ociosos en plena refriega, comienza diciendo.

Le planteé la cuestión a un experto en conductas humanas a quien conocía someramente. Habíamos coincidido por segundo año consecutivo en la fiesta al aire libre de un amigo común. Pensó que bromeaba. Como suele ocurrir en este tipo de situaciones, él se refugió en la ironía. Fue entonces cuando le dije, ahora ya sí de broma, que me parecía extraño que la ciencia psicológica careciese de explicación para lo que a mi juicio es el verdadero meollo del asunto, esto es, que en el aburrimiento se esconde una convicción engañosa. ¿Cuál? La de estar en la vida como si dispusiéramos de una provisión interminable de tiempo.

La risa anula momentáneamente la conciencia de la tragedia. El aburrimiento, a su modo, también. La primera la vemos como positiva, pues da gusto. El segundo, al hombre moderno, se le figura una calamidad. Yo intuyo, añadí, que, bien gestionado, el aburrimiento puede ser una bendición. El psicólogo me preguntó si en aquellos momentos, en aquel jardín donde ya ardían las brasas de la barbacoa, yo me estaba divirtiendo. No conozco otra posibilidad, le contesté.

En mi modesta y poco autorizada opinión, el truco está en persuadirse de que la vida dura las dos horas y pico que tardó el Titanic en hundirse. Y como el tipo acogiese mis palabras con una mueca risueña, agregué, rivalizando con él en impertinencia, que con los años he desarrollado ciertas aptitudes para guipar al simio que lleva dentro cada ser humano, razón por la cual no suele ser difícil para mí hallar entretenimiento en la observación de las personas cuando no tengo mejor cosa que hacer. Mi interlocutor debió de sentirse aludido, se fue en busca de bebida y ya no volvió.

Agradezco a mis progenitores esto, lo otro y lo de más allá, pero particularmente que no estuvieran pendientes de que no me faltase diversión en cada minuto de la infancia. Ocupados en las tareas propias del sostenimiento de la familia, en un medio social humilde, de limitado acceso a los bienes culturales, el ocio del hijo no era un asunto que reclamase su atención, al menos no con la misma intensidad que la salud, la nutrición, la ropa y calzado o la educación escolar.

En consecuencia, uno, a edad temprana, no tenía más remedio que arreglárselas para colmar los tiempos muertos de la vida cotidiana con actividades que no consistieran principalmente en la queja por la falta de actividad. "Papá, mamá, me aburro", se oye lamentarse a veces, con clara intención de chantaje, a algunos niños. Me aburro significa en tales ocasiones: dame espectáculo, cúmpleme un deseo.

No se me ocurre respuesta más adecuada ni cariñosa en tales casos que esta: "Excava en tu hastío, hunde la pala, busca el diamante". La idea no es otra que estimular al pequeño a que se acostumbre a tomar decisiones. Se le convida a extraer provecho de su imaginación, a ejercitarse en la tenacidad y la paciencia, y a encontrar, en fin, por sí mismo solución a sus problemas.

Por los días en que daba clases se hablaba mucho de la pertinencia de motivar a los alumnos. La palabra motivación era el bebedizo mágico con el que obrar todos los días, en el aula, maravillas pedagógicas. Al alumno había que hacerle la enseñanza atractiva. Las matemáticas debían saberle a fresa; la física y química, alegrarlo como un número de circo. El alumno no debía aprender por obligación, sino por curiosidad natural. Incluso había programas educativos que postulaban la flexibilidad máxima de las actividades. El alumno llegaba a clase y, ante la oferta de tareas, podía escoger la que le hiciese tilín.

Daba la casualidad de que los niños no vivían en la escuela. Por las mañanas llegaban al aula determinados por ciertos hábitos no siempre constructivos y rara vez conformes con el plan escolar de convivencia y trabajo. Muchos de ellos tendían a prolongar dichos hábitos en las horas lectivas. Y así, atiborrados de televisión, años después de consolas de videojuegos, Tamagotchis y lo que fuera que estuviese de moda (hoy día lo ignoro, pues cambié de oficio), el alumno mostraba pulsiones claramente adictivas, era incapaz de concentrarse en nada y enseguida se cansaba de los recursos motivadores del frustrado profesor, convertido en una especie de camarero o sirviente de los niños. El resultado no era el previsto por las directrices. Al final, el alumno detestaba el colegio con ardor tan sostenido como el de los chavales de mi época, sometidos por regla general a una férrea disciplina.

Creo que las autoridades educativas harían bien en introducir clases de soledad en los colegios. Serían económicas. Ni siquiera precisarían de personal docente especializado. Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina. Y, sin embargo, en dicho arte radica uno de los antídotos más efectivos contra el aburrimiento, la ansiedad, las actitudes gregarias y la falta de iniciativa.

Metan ustedes durante varias horas a un niño de ocho años, a una muchacha de catorce o a un señor de sesenta y seis en un cuarto de paredes blancas, sin ventanas ni aparatos. Tan sólo con una mesa en el centro o adosada a la pared, y, sobre la mesa, un trozo de madera y un juego de gubias. Transcurrido el tiempo, las posibilidades de que al entrar ustedes en el cuarto no hallen una figura tallada son con toda seguridad mínimas. Pongan rotuladores y hojas de papel, y hallarán, al final de la sesión, textos o dibujos. No pongan nada y llegará un momento en que el recluso se arrancará a cantar, a rememorar su pasado o a hacer ejercicio físico.

La idea de que el aburrimiento ha de combatirse solamente mediante estímulos externos me parece un error grave. Ojo, no hay por qué desdeñar dichos estímulos. ¿A quién no le agrada asistir a un buen espectáculo? Y aun en tales casos cultivar un espacio mental para el disfrute de lo que se está presenciando ayuda a no dejarse arrastrar por la blanda pasividad. ¿Cuántas veces no se le habrá ocurrido a uno la idea para un proyecto, el dato que faltaba, el verso inicial de un poema, en unos de esos momentos en que tantos congéneres nuestros mirarían el reloj fastidiados? Se me hace a mí que el aburrimiento es un regalo de la Naturaleza que permite a los seres humanos crearse un mundo interior propio con el cual vencer, mire usted por dónde, el propio aburrimiento.



Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo


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