viernes, 31 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Élites y gentes corrientes



Deberíamos evitar que las élites nos impongan conflictos ilusorios; es la única forma de empujarlas a solucionar los reales, afirma en el A vuelapluma de hoy viernes [Infectarse de odio. El País Semanal, 26/7/2020] el escritor Javier Cercas.

"Yascha Mounk -comienza diciendo Cercas- constataba hace poco en este diario la existencia, en Estados Unidos, de un contraste cada vez más acusado entre una mayoría de gente corriente, que está de acuerdo en lo esencial, y unas élites cada vez más enfrentadas. “¿Infectará el odio mutuo que se tienen las élites a la gente corriente?”, se preguntaba el politólogo. “¿O la tolerancia hacia los demás de la mayoría obligará a las élites a tranquilizarse?”.

La pregunta también es pertinente en otras democracias, empezando por la nuestra. Permítanme que vuelva a hablar de mí, que es lo que más cerca me pilla. Durante gran parte del año vivo en un pueblecito del Ampurdán, en la provincia de Girona; aquí, en todas las elecciones, los vecinos votan por mayoría aplastante candidaturas secesionistas, el alcalde es secesionista (de la CUP) y en la calle abundan los símbolos secesionistas; de modo que, como un servidor no se ha caracterizado por ocultar su escasa simpatía por el secesionismo, cada vez que un periodista se pierde por aquí me pregunta cómo es posible que viva en un sitio como éste un tipo al que la élite político-mediática secesionista sitúa más o menos al nivel de Jack el Destripador. Siempre me veo obligado a defraudarles: la verdad es que mantengo una relación excelente con todos mis vecinos, empezando por el alcalde. Mi caso no es excepcional. Semanas atrás aludía Javier Marías a su experiencia de confinamiento en una localidad catalana y nacionalista, entre cuyos habitantes tampoco había encontrado él, conspicuo detractor del secesionismo y para colmo madrileño, más que “amabilidad, buena educación y cordialidad”. Líbreme Dios de incurrir en el cliché más tóxico del nacionalpopulismo, según el cual las élites son malvadas y corruptas, y el pueblo, puro y bondadoso; lo único que digo es que, a pesar de la división que el procés ha instaurado en la sociedad catalana, en Cataluña la convivencia civilizada es lo habitual. La razón es que, aquí como en todas partes, la gente corriente bastante tiene con tratar de salir adelante, para lo cual es indispensable un mínimo de concordia; las élites, en cambio, prosperan a menudo en la discordia. Sólo esa prosperidad letal explica que, mientras España se hundía en la crisis económica más profunda desde la Guerra Civil, conspicuos representantes de nuestras élites políticas se enzarzasen en agrias discusiones parlamentarias sobre si no sé quién era condesa o marquesa y no sé quién era hijo de un terrorista. Hay quien piensa que “cuanta más sangre retórica corra por el salón de plenos (del Congreso), menos peligro habrá de que riegue las calles”; ingenioso, pero falso: si fuera cierto, no hubiera estallado la Guerra Civil, ni tantas otras calamidades precedidas por debates parlamentarios de pirómanos. Sea como sea, ignoro si los protagonistas del estúpido rifirrafe que acabo de evocar sabían que la discusión sobre su linaje nos importa un rábano a todos (y mucho más cuando tanta gente está muriendo), pero lo que no podían ignorar es que serviría para enconar la vida pública y monopolizar las portadas de los medios de comunicación; estos, por su parte, también sabían que iban a gozar de una audiencia más nutrida si reproducían en sus portadas aquella reyerta de chulos que si la ignoraban o minimizaban. Así inyectan o intentan inyectar las élites político-mediáticas el odio y la discordia en la sociedad; por eso lo hacen: porque les sale a cuenta. Por eso y, claro está, porque pueden: porque, como ocurrió en el otoño catalán de 2017 —cuando un puñado de irresponsables prendió un incendio cuyas brasas tardarán mucho tiempo en apagarse—, nosotros les permitimos hacerlo.

No deberíamos permitírselo. Quiero decir que deberíamos evitar que esas élites nos impongan conflictos ilusorios, porque es la única forma de empujarlas a solucionar los reales. Esas élites son nuestro reflejo, de acuerdo; las necesitamos y las votamos, sí; pero no hay que tolerar que confundan sus intereses particulares con los generales, sobre todo no hay que aceptar que nos infecten con su odio. Aunque sólo sea porque el odio destruye mucho antes a quien odia que al odiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog.  








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[HISTORIA] Recapitulación sobre la pandemia del Covid-19



El epidemiólogo Fernando Simón


En el último siglo ha aumentado el peso de los expertos en la resolución de las crisis[, -comienza diciendo en su artículo [La pandemia, los expertos y los políticos. Revista de Libros. 1/7/2020] el profesor y Doctor en Economía por la Universidad de Yale, Francisco Bello-. Pero esto presenta más dificultades de lo que parece.  Presuntamente, una autoridad científica ha de ser independiente. A la vez, ha sido reclutada por políticos que deben responder ante la ciudadanía. El equilibrio es complicado. Durante la reciente pandemia, el asesoramiento de los especialistas ha contribuido decisivamente a que se adoptara la decisión en política económica más trascendental dentro de la historia de la humanidad durante un periodo de paz: los países, con algunas excepciones, han decidido parar voluntariamente la mayor parte de su actividad económica y aislar a sus poblaciones en sus casas. ¿Balance? Analizaremos en qué han fallado los modelos usados para estudiar la pandemia y el papel cada vez más político y menos científico de quienes los auspiciaban.  Los dos factores combinados han ido erosionando, de forma gradual pero inexorable, la confianza que la sociedad tiene en los expertos y, por extensión, en la ciencia en la que supuestamente basan sus recomendaciones.

Los expertos, sus modelos y la política

El papel de los expertos no ha dejado de crecer desde el New Deal en Estados Unidos. En España tomó gran ímpetu hace años, con la creación de, por ejemplo, las Comisiones Nacionales de la Competencia o Energía. Un ejemplo a destacar es el de los bancos centrales independientes: después del colapso del modelo de Bretton Woods y la presión inflacionista de los años setenta, resultaba evidente que el cortoplacismo que caracteriza a los políticos llevaba a estos a tomar decisiones que, ignorando los efectos a medio plazo, buscaban inflar la actividad económica en el corto plazo. Con bancos centrales independientes, se elimina este sesgo y se obtiene una menor inflación. En este sentido, y en este caso, el experimento ha tenido bastante éxito.

Dos elementos parecen fundamentales para que funcione este sistema, que no deja de presentar debilidades desde el punto de vista de su supervisión y su representatividad democrática: que estos organismos sean suficientemente competentes, y sus decisiones fundamentalmente técnicas y no políticas. Volviendo al ejemplo de los bancos centrales: su función no generó controversia mientras el instrumento fundamental de política monetaria fue el tipo de interés a corto plazo y no estuvo en su mano financiar directamente a los gobiernos. Con la crisis de 2008, seguida por la crisis del euro en 2011, muchos bancos centrales tuvieron que expandir estos instrumentos comprando, incluso, bonos del sector privado y adquiriendo deuda pública en cantidades que hacen difícil creer que, en definitiva, y aunque sea indirectamente, no estuvieran financiando a los gobiernos. Esto ha generado la percepción de que han dejado de operar bajo criterios eminentemente técnicos y están tomando decisiones que son cada vez más políticas. A partir de entonces han aumentado las tensiones en relación con su independencia, y, por tanto, su gestión se ha hecho mucho más polémica.

Con el paso del tiempo, un número creciente de políticos han descubierto las ventajas de justificar sus decisiones escudándose en el consejo de expertos, normalmente científicos que basan sus recomendaciones en complejos modelos matemáticos difíciles de discernir para el común de los mortales. Estos modelos, incluso los más sofisticados y refinados, reflejan una versión muy simplificada y parcial de la realidad, ignorando muchos factores presentes en el mundo real. Por ejemplo, los primeros modelos económicos que analizaron el crecimiento concedieron gran importancia a la productividad. Pero ¿cómo explicaban esta? De ninguna manera. Simplemente, la suponían. ¿Fueron modelos fallidos? Al contrario: fue muy útil centrarse en este factor. El error habría sido usar los modelos para hacer recomendaciones sobre cómo aumentar la productividad, ya que, como se ha dicho, sobre este punto no tenían nada que ofrecer. Los modelos son tan buenos como los supuestos en los que se basan, y que determinan qué pueden aportar y que no. Son, por tanto, un elemento más, y no siempre el más importante, de los muchos que deberían usarse para diseñar las distintas políticas. La eficiencia económica a veces requiere medidas inaceptables por sus consecuencias sociales: unas políticas asumibles en un país no lo son en otro por sus tradiciones e historia, con independencia de que sean más o menos eficientes. El análisis económico nos ayuda a identificar, con mayor o menor precisión, cuáles podrían ser las diferentes consecuencias de adoptar distintas políticas. Cuál adoptar en concreto es una decisión que cada país toma basándose en su tradición y sistema social y político.

Los expertos y sus modelos para el Covid-19: ¿qué ha fallado?

En la reciente pandemia del Covid-19, estos problemas se han manifestado de forma muy aguda. Las predicciones de los modelos epidemiológicos usados para estudiar la evolución de la pandemia han llevado a muchos países, como principal o única medida importante, a decretar el confinamiento de la mayor parte de su población y, por primera vez en la historia, de su capacidad productiva, y se siguen usando para determinar cuándo y cómo reiniciar la actividad. Desgraciadamente, son cada vez más los científicos que coinciden en afirmar que las predicciones de estos modelos han sido desastrosas, incluso si se incorpora el efecto positivo que han tenido en reducir los contagios. Entra dentro de lo posible que, salvo en países donde los sistemas sanitarios se vieron desbordados (es decir, Italia, España y poco más), y solo mientras esto sucedía, las medidas adoptadas hayan traído la miseria a millones de personas, en lugar de salvar vidas.

El modelo más famoso ha sido el desarrollado en el Imperial College por un equipo liderado por Neil Ferguson. Las predicciones de Ferguson, que tuvo que dimitir al violar el confinamiento para ver a su amante, poniendo así en riesgo a la familia de ésta (él había pasado ya el Coronavirus), han recibido gran atención mediática, en buena medida por su carácter sensacionalista. Desgraciadamente, han marrado por entero la diana. En 2005, Ferguson predijo que hasta 150 millones de personas podrían morir por la gripe aviar, la cual, finalmente, sólo produjo 282 muertes en todo el mundo entre 2000 y 2009; en 2002 había anticipado que hasta 150,000 personas morirían del mal de las vacas locas, causante en el Reino Unido de sólo 177 defunciones; y en 2009 anunció que, en un escenario extremo pero razonable, la gripe porcina mataría a 65,000 personas en el Reino Unido, siendo así que la cifra real se redujo a 457. Con este bagaje, y tras muchas críticas, los códigos del modelo Covid-19 se han hecho públicos (requisito fundamental de cualquier investigación científica), resultando que el artefacto de Ferguson se basaba en un modelo de hace trece años, que carecía de documentación que explique en detalle cómo se diseñó, la evolución del diseño, etc. Para colmo, este último había sido elaborado, además, para otro tipo de pandemia. En vista de esto, distintos investigadores han cuestionado la viabilidad del modelo y, por tanto, sus predicciones.

En el aspecto conceptual, las críticas a los modelos epidemiológicos se centran, fundamentalmente, en cómo incorporan dos factores críticos: la tasa de mortalidad y la de contagio.

Sobre la tasa de mortalidad existía en un comienzo mucha incertidumbre. Estudios fiables realizados posteriormente sugieren que el Covid-19 no tiene una tasa de mortalidad particularmente alta, sin duda, mucho menor que lo que se pensó al principio. El Centro para la Prevención de Enfermedades en EEUU, CDC por sus siglas en inglés, estima ahora una tasa de mortalidad en torno al 0.2 por ciento o menor, muy lejana del 1 o 2 por ciento que algunos de estos modelos asumieron inicialmente. Pero las proyecciones de muertos también dependen de la tasa de contagio, y es aquí donde estos modelos encierran una simplificación absurda de la realidad.

Asumamos que la tasa de contagio es de 2.  Esto quiere decir que cada persona que tiene el virus contagia a otras dos y cada una de estas dos personas contagia a otras dos y así sucesivamente. El contagio, por tanto, adquiere una evolución exponencial, por lo que en poco tiempo llega a ser masivo. El confinamiento es una forma de reducir esta tasa e impedir la evolución exponencial de la propagación del virus. Cuanto más estricto el confinamiento, más baja la tasa de contagio, menos contagiados y, por ende, menos muertos. El problema es que, como en el caso de los modelos de crecimiento que obtienen crecimiento porque lo suponen postulando una determinada productividad que no analizan, en estos modelos epidemiológicos se obtiene una pandemia porque se asume una tasa de contagio arbitrariamente mayor que uno y constante. ¿Cómo se modela el efecto del confinamiento? Pues suponiendo, también de forma arbitraria, que la tasa de contagio cae por debajo de uno, ese efecto será tanto mayor cuanto más estricto el confinamiento. Los errores catastróficos en las proyecciones de estos modelos se deben a que este factor de contagio no solo no es constante, sino que depende del comportamiento de la gente, el cual, a su vez, se ve influenciado por la información disponible y la sensación de riesgo. Esta es la razón por la que, sin necesidad de confinamiento, la tasa de contagio cae como consecuencia de lavarse las manos, evitar eventos multitudinarios, respetar cierto distanciamiento social etc.

Otro factor importante, ignorado por muchos de estos modelos, es la enorme diferencia que hay en la mortalidad dependiendo de la edad. Entre los contagiados por el Covid-19, aquellos mayores de setenta años tienen una tasa de mortalidad dos veces mayor que los que tienen sesenta años, diez veces mayor que los cincuentones, cuarenta veces mayor que los que están en la cuarentena, cien veces mayor que los que tienen treinta, trescientas veces mayor que los veinteañeros y tres mil veces mayor que los niños. Con estas diferencias tan enormes, no parece lógico que, si se tiene en cuenta el riesgo para cada grupo de edad, se aplique el mismo tipo de confinamiento o ‘desconfinamiento’ a toda la población.

¿Había alguna otra alternativa?

Últimamente, varios epidemiólogos, médicos y economistas críticos con las políticas adoptadas para combatir el virus han planteado una estrategia alternativa que incorpora estos elementos y que, si bien ya no puede evitar lo hecho, puede ayudar a diseñar la normalización de la actividad, a combatir repuntes de la infección en los próximos meses o puede ser aplicada para enfrentar futuras pandemias.

Dada la agresividad del virus, su extensión global y el impacto de contagios que tienen los infectados asintomáticos es imposible ya contener el virus y, por tanto, deberíamos llegar a obtener la inmunidad colectiva cuanto antes y con el menor número de víctimas posible. Partiendo de esta premisa, hay dos opciones. Uno, mantener un confinamiento estricto hasta que se obtenga la inmunidad a través de una vacuna o se logre, en su defecto, un tratamiento efectivo que reduzca sustancialmente la tasa de mortalidad; dos, conseguir la inmunidad como se ha hecho toda la vida, es decir, a través del contagio natural, pero minimizando las víctimas mortales. No parece que las estrategias seguidas en la mayoría de los países sean consistentes con ninguna de estas dos opciones. Por ejemplo, los confinamientos estrictos tienen un costo económico tan elevado, que no pueden mantenerse hasta obtener una vacuna que quizá tarde más de un año en llegar. Los confinamientos universales protegen a la gente sana a costa de poner en peligro a los grupos de riesgo en la medida en que, a falta de tratamientos efectivos o una vacuna, previenen el desarrollo, o cuando menos lo retrasan, de la inmunidad colectiva. Además, cualquier desescalada está abocada, por pura lógica, a producir rebrotes de contagio que podrían desencadenar futuros confinamientos. La forma de equilibrar la necesidad de proteger a los grupos de riesgo, a la vez que se avanza en la obtención de la inmunidad, pasa por aislar sólo a los grupos de mayor riesgo, hasta que se haya alcanzado la inmunidad colectiva, o, al menos, durante el periodo de contagio exponencial del virus. Varios economistas han desarrollado modelos en los que tratan de estimar el impacto económico y sanitario de adoptar medidas de aislamiento que varíen por edad. Por ejemplo, Acemoglu, catedrático de economía en el MIT, y varios coautores, han desarrollado un modelo que distingue tres grupos de edad y distintos parámetros de infección, hospitalización y muerte para los distintos grupos. Con estas premisas, concluyen que el impacto económico de los confinamientos generalizados es innecesariamente alto. En su modelo, la política óptima, esto es, la que reduce el costo económico y el número de muertes, combina un confinamiento estricto para los mayores, medidas de distanciamiento social sin confinamiento para el resto y una estrategia de test y rastreo de infectados efectiva. Según las predicciones de este modelo el coste económico se reduce por un factor de doce y el número de muertes por un factor de seis con respecto a la estrategia de confinamientos generalizados.

En contra de la discusión pública que ha dominado el debate, estos modelos destacan que la dicotomía entre el costo económico y humano no es tan simple como se ha dado a entender. En el modelo de Acemoglu, teniendo en cuenta los riesgos de cada grupo de edad, se puede, como se ha dicho, reducir inicialmente ambos respecto a la estrategia de confinamiento, aunque, a partir de un determinado momento, seguir reduciendo el número de muertos tiene un costo económico. En otro modelo bastante simple, Cochrane, catedrático de economía en la universidad de Chicago, muestra, en su línea liberal tradicional, que, asumiendo que la gente modifica su comportamiento en función del riesgo de contagio y mortalidad, los confinamientos estrictos no son necesarios. La gente asumirá más o menos riesgos dependiendo de cómo sea la evolución de los contagios a su alrededor. Así, si incurrimos en más riesgos socializando y descubrimos que los contagios a nuestro alrededor aumentan y el virus se vuelve a extender, seremos más prudentes, tomaremos más en serio las medidas de distanciamiento social y haremos que el riesgo de contagio vuelva a caer. En términos técnicos, la tasa de contagio fluctuará en torno a uno, por encima cuando nos relajemos, por debajo cuando tengamos más cuidado, pero en ningún caso se repetiría una evolución exponencial del virus.

Hay otro factor que se ha tenido muy poco en cuenta y que va a ser muy importante a medida que pase el tiempo y es, precisamente, el factor temporal.

En momentos en que la emergencia sanitaria satura la capacidad hospitalaria, como sucedió en determinados lugares y durante un tiempo limitado en Italia y España, concentrarnos mucho en el hoy ignorando el mañana es necesario, pero no deja de tener también efectos negativos. Centrándose exclusivamente en los efectos médico-sanitarios la estrategia de confinamiento busca, en parte, evitar la saturación de los sistemas sanitarios, posponiendo intervenciones médicas no esenciales. Sin embargo, el impacto de estas decisiones no ha sido discutido ni, parece, tenido en cuenta a la hora de tomar decisiones sobre el confinamiento y su duración. Así, por ejemplo, en Inglaterra, se ha pasado de diagnosticar de media treinta mil casos de cáncer al mes en tiempos normales, a diagnosticar cinco mil durante la pandemia. Por tanto, de media, habrá cincuenta mil personas (más ahora, en que el confinamiento está en su tercer mes) que serán diagnosticadas de cáncer con, al menos, uno o dos meses de retraso, reduciendo así su probabilidad de sobrevivir a la enfermedad. Son cada vez más los estudios que destacan este impacto. En Estados Unidos, las consultas por infarto cerebrales han caído un cuarenta por ciento, y la mitad de los pacientes en quimioterapia no están recibiendo el tratamiento. Como en el caso de Inglaterra (y parece que esto es común en todo el mundo), el número de nuevos diagnósticos de cáncer ha caído sustancialmente, en torno a un tercio de las revisiones de pacientes que padecieron cáncer no están llevándose a cabo, los trasplantes se han reducido casi un noventa por ciento respecto al año anterior, y más de la mitad de los niños no están siendo vacunados. A esto hay que añadir el impacto en la salud, física y mental, de la crisis económica autoinfligida. Algunos estudios sugieren que la pérdida de empleo e ingresos y la incertidumbre sobre el futuro incrementan la mortalidad pues suben el consumo de alcohol, drogas, las enfermedades nerviosas y los suicidios. La incidencia de estos factores afecta desproporcionadamente a aquellas personas con menores ingresos. Según algunas estimaciones, en Estados Unidos la pérdida de entre diez y veinticuatro millones de dólares de ingresos resulta en una muerte adicional.  Cuando se tienen en cuenta todos estos factores, el impacto del confinamiento en la salud pública puede ser ya muy superior al del Coronavirus.

La desconfianza en los expertos

Muchos, en estos tiempos modernos, apelan a la ciencia de forma supersticiosa, pseudo religiosa, como el principio y fin de la verdad, sin reconocer sus límites. En esta pandemia se ha hecho excesivo caso a epidemiólogos que han basado sus recomendaciones en modelos que no estaban diseñados para analizar este problema y en médicos para los que el ‘aquí y ahora’, es decir, salvar la vida de aquellos que corren peligro inmediato, sobrepuja a cualquier otra consideración. Así se han ignorado o, cuando menos, se han infravalorado, los efectos económicos y sanitarios presentes y futuros. Para agravar más la situación, muchos expertos han abusado de la confianza que la gente tiene en la ciencia como un árbitro imparcial y honesto para analizar y proponer soluciones. Al fin y al cabo, los científicos no dejan de ser humanos con ideología y prejuicios, que sangran si los pinchan, se ríen si les hacen cosquillas, mueren si les envenenan y se vengan si los agravian. Este abuso ha adoptado varias formas; una, como hemos vista anteriormente, es no ser honestos y transparentes respecto de la precisión con que los modelos científicos nos permiten predecir el futuro y, por tanto, prescribir soluciones. La falsa precisión es, al fin y al cabo, tan peligrosa o más que la imprecisión. Esta dinámica, llevada al extremo, erosiona la confianza de la opinión pública en los supuestos expertos, que dejan de ser considerados como científicos imparciales, y termina expulsando el realismo de cualquier discusión, que pasa a ser dominada por el sentimentalismo tan característico de los tiempos modernos.

Los ejemplos abundan. ¿Es posible que consideraciones estrictamente científicas lleven, como ha ocurrido en España, en cuestión de días, a considerar el uso de mascarillas innecesario, recomendable, necesario y, finalmente, obligatorio?

En Estados Unidos, en algunos estados, eran consideradas esenciales las clínicas abortivas, que permanecieron abiertas, y las tiendas de venta de marihuana, mientras que en otros la venta de pintura o semillas estaba prohibida, incluso en supermercados que permanecían abiertos para otros productos. En Nueva York, las recomendaciones de los expertos frenaron el paso de una fase a otra porque no se había alcanzado uno de los criterios, tener disponibles el treinta por ciento de las plazas de unidades de cuidados intensivos, pues en el momento de la decisión sólo lo estaban el veintiocho por ciento. ¿El análisis científico permite verdaderamente afinar tanto? No olvidemos que retrasar el paso de fase puede abocar a muchos empresarios a la bancarrota. Al menos, en este caso los criterios eran públicos y transparentes, cosa que en España no ha sucedido, produciendo incluso una mayor sospecha de arbitrariedad. En España se nos ha intentado convencer de que varias decenas de personas habían supuesto, al reunirse en una céntrica calle de Madrid cuando los contagios estaban ya disminuyendo (y a pesar de que una buena parte guardara la distancia de seguridad y la mayoría llevasen mascarillas), un peligro para la salud pública, siendo por el contrario marginal el efecto de una manifestación de decenas de miles en la fase inicial de propagación exponencial del virus.

En Estados Unidos, y a raíz de las protestas después de la muerte de George Floyd, en ninguna de las cuales se respetaron las medidas de confinamiento dictadas en los distintos estados, un numeroso grupo de expertos sanitarios, al menos mil trescientos, han firmado un manifiesto en que, entre otras cosas, dicen que las protestas eran vitales para la salud pública nacional y especialmente para la amenazada salud de la gente negra. Se añadía que, por el contrario, protestas contra el confinamiento, cimentadas en el nacionalismo blanco, son contrarias al respeto por las vidas de los negros y deben, por tanto, ser prohibidas. A ambos lados del Atlántico parece que el riesgo para la salud cambia dependiendo de qué sea aquello contra lo que se protesta. Más ejemplos: un antiguo director del Centro para la Prevención de Enfermedades pasaba, en cuestión de días, de decir que el virus no iba a desaparecer si no nos quedamos en casa, permitiendo así que se fortalezcan los sistemas sanitarios, a afirmar que el riesgo de expandir el Covid por las protestas del movimiento Black Lives Matter es minúsculo comparado con el riesgo que genera la enfermedad cuando la sociedad pierde la confianza en su gobierno.  Una epidemióloga sostenía recientemente que no manifestarse para exigir el fin del racismo sistémico en estos momentos envolvía peligros para la salud mucho más graves que los producidos por la propagación del virus. La pregunta es obvia, ¿en qué absurdos criterios científicos se basan todas estas afirmaciones?

No tranquiliza que se pueda predecir el color político de los expertos basándose en los análisis y las recomendaciones que, supuestamente, hacen en tanto que expertos, es decir, a partir de criterios puramente científicos. Y no parece tampoco razonable que los políticos se escuden detrás de presuntos criterios científicos para evitar cualquier crítica. Cuando se invoca el aval de la ciencia para tomar decisiones que se muestran dramáticamente erradas, no previenen crisis graves o resultan burdamente arbitrarias, aumenta por fuerza la desconfianza en los expertos y, por extensión, su supuesta ciencia. Todo ello nos aparta de lo deseable: una situación en que, más allá de las pasiones personales y burdas manipulaciones partidistas, existan criterios objetivos que nos ayuden a mantener discusiones civilizadas en las que basar las grandes decisiones colectivas. Criterios científicos que son aceptados mayoritariamente por su carácter imparcial, atemporal y universal.

En el contexto actual, y si nada hace cambiar esta dinámica, el distanciamiento social que persista una vez superada la pandemia no va a ser el físico sino, sobre todo, el moral. Una cosa es diferir en algún punto concreto dentro de una coincidencia básica sobre puntos fundamentales. Otra, que la sociedad se polarice en grupos irreconciliables. En el primer caso, la convivencia es posible. No en el segundo".






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[ARCHIVO DEL BLOG] Resaca. Publicada el 24 de julio de 2010



Fotograma de la serie de televisión "Tremé"


Sigo con la misma sensación de resaca, de ese malestar difuso con que uno se despierta  después de haber bebido en exceso. Pero el caso es yo no he bebido... Y lo peor no es eso, sino que ya me dura varias semanas, bastante más tiempo del normal, y no le veo salida alguna por el momento. De todas formas no le busquen explicaciones enrevesadas aunque en el texto que sigue parezca que hay alguna clave...

¿Han oído hablar ustedes de "Tremé"? Es una fascinante serie televisiva cuya primera temporada acaba de terminar en la cadena TNT. En sólo diez capítulos narra las aventuras y desventuras de unas serie de personajes que habitan en el barrio de Nueva Orleans que da título a la serie, el más antiguo barrio negro de Estados Unidos, unos meses después del paso del huracán Katrina. . Está dirigida por David Simon, y producida por la HBO, sin duda la más afamada, merecidamente, productora de series para la televisión. La música de jazz, soul, y de las Brass Bands, las orquestas de metales habituales en los desfiles y funerales que se celebran en la ciudad, omnipresente a lo largo de toda la serie, tiene un protagonismo especial,  y no sólo porque la misma transcurra alrededor de varios personajes que se agarran a la música como única y última tabla de salvación tras la catástrofe.

Todos sus personajes resultan fascinantes, pero a mi el que más me ha encandilado, quizá porque me siento identificado con él por múltiples razones, es el de Creighton, protagonizado por un obeso y magnífico John Goodman. Creighton es un profesor universitario de Literatura inglesa, que todas las noches, desde su ordenador, lanza por Internet frenéticos mensajes de denuncia sobre la situación que está viviendo su ciudad y la incompetencia de las autoridades locales, estatales y federales para ponerle solución. Su imagen, en el penúltimo capítulo de la serie, sentado en la oscuridad de su despacho ante la pantalla iluminada y en blanco de su ordenador, incapaz de teclear algo coherente y de encontrarle el más mínimo sentido a nada, me resultó desoladora, pero muy expresiva...

Sobre la Sentencia del Tribunal Constitucional y el Estatuto de Autonomía de Cataluña creo que está casi todo dicho. Jurídica y políticamente, así que a las bibliotecas y hemerotecas les remito. Personalmente, me ha llamado la atención sobremanera, la sobredosis de dignidad ofendida de algunos, genéricamente derivada a Cataluña, el pueblo catalán y los parlamentos catalán y español, a causa de la sentencia. No creo que la dignidad de los catalanes ni de Cataluña quede menoscabada por una sentencia. Es sólo eso, una sentencia, y como tal, algo que pone fin a una controversia,  y punto. Ahora toca repensar todo el asunto con mente clara y corazón frío. Lo pienso y lo digo como demócrata y como ciudadano español, como amigo y como admirador de Cataluña y de los catalanes.

No creo que tengan mayor importancia, pero me gustaría dejar brevísima constancia de algunas reflexiones personales al respecto: Primera, la desvergüenza e irresponsabilidad del Partido Popular, presentando su recurso sobre la práctica totalidad del articulado del Estatuto de Autonomía de Cataluña, como si de enmiendas y correcciones ortográficas se tratara, mientras que esos mismos artículos, idénticos literalmente en otros Estatutos autonómicos, no han merecido crítica ni recurso alguno; es algo que dice muy poco en favor de sus dirigentes. Segunda, tres años para dilucidar y llegar al convencimiento de que lo que se expresa en el preámbulo de una ley carece de valor jurídico, me parece excesivo en un Tribunal Constitucional. Tercera, que el acuerdo sobre la inconstitucionalidad de catorce preceptos del Estatuto se haya tomado prácticamente por unanimidad del Tribunal, dice bastante poco, y bastante mal, de los servicios jurídicos de los gobiernos y de los parlamentos catalán y español. Cuarta, que si un precepto del Estatuto, o de cualquier otra ley, no es inconstitucional, es que es constitucional, ¡de cajón!, por más que el Tribunal Constitucional advierta de interpretaciones posibles sobre situaciones, improbables, que aún no se han dado. Quinta, que por fin se haya aclarado de una vez por todas que no hay más sujeto soberano que el pueblo español en su conjunto es de Perogrullo, pero en buena hora sea. Sexta, que cada vez está más claro que la Constitución de 1978 necesita no sólo una "puesta a punto", sino una profunda reformulación en clave federal que permita plasmar jurídica y políticamente la existencia de una España "nación de naciones": la frase es del historiador y profesor mio en la UNED, Javier Tusell, que no creo que fuera, precisamente, un nacionalista furibundo o un izquierdista vende-patrias. Séptima, que esa reforma la lidera lo que queda de izquierda pensante en este país, -poca, la verdad-, y lo que queda de espíritu progresista en la sociedad española, -más de lo que se imagina la derecha cavernícola que aspira a gobernarnos-, o no la hace nadie. Y octava y última, que ya no se si decir que, por desgracia, o por suerte, -aunque pienso que con toda razón-, a la mayoría de nuestros conciudadanos la política de confrontación actual entre unos y otros, y la clase política en su conjunto, por decirlo con toda suavidad, se la suda, así que, o espabilan,o la próxima vez van a ir a votar los candidatos y sus familiares más cercanos en grado de consanguinidad...

Para resaca de la buena, la victoria de la Selección Española de Fútbol en el reciente campeonato del mundo celebrado en Sudáfrica. Soy incapaz de ver un partido completo, de mi equipo de toda la vida, el Barcelona F.C., o de la Selección Española. ¡Me pueden los nervios, se me dispara la taquicardia, y me arranco las uñas a mordiscos!... Sólo enciendo la televisión cuando vamos ganando y faltan, a lo sumo, dos minutos para el final. Luego, eso sí, lloro a moco tendido viendo la alegría de esos jóvenes que no saben de banderías ni sectarismos, que juegan por lo que juegan, por dinero, claro, pero también por jugar, que es lo principal, por divertirse, por divertirnos y por alegrarnos, por hacernos felices durante unos efímeros momentos que ya nadie podrá quitarnos... Y por poder oír a mi nieto de tres años gritar delante del televisor ¡eepaña, eepaña, eepaña!, como si le fuera la vida en ello... Gracias de todo corazón por ofrecernos esos momentos de alegría compartida con tantos millones de aficionados y de españoles... 

De todo lo que se ha escrito sobre el partido me quedo, sin duda alguna, con el artículo de ese mismo domingo, horas antes de jugarse, que el escritor Javier Marías publicaba en el diario El País. Se titulaba "Hoy es solo hoy", que pueden leer desde el enlace inmediatamente anterior, y que era una auténtica delicia, una premonición de lo que horas más tarde iba a producirse. Merece la pena que lo lean y lo disfruten, de verdad. HArendt




España, campeona del mundo de fútbol



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 31 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 30 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Concesiones



Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press


Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. 

"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-.  Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?

El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.

Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.

Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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[TEORÍA POLITICA] El sentido de la política






"No hay plan ni planificación posible si por tal cosa entendemos la traslación mecánica, la necesaria e inmediata consecuencia de abrigar ciertas ideas o deseos, o, para el caso  que nos ocupa, «teorías» -comienza diciendo en Revista de Libros el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, reseñando el libro "Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política" (Madrid, Página Indómita, 2020) del profesor Félix Ovejero-. Esto nos quiso decir, con versos que arrebatan, el poeta Ángel González refiriéndose a su existencia misma —a la de todos, en el fondo— en el poema «Para que yo me llame Ángel González» (1955), un poema que Félix Ovejero recrea como trasunto del espíritu de este libro y que yo interpreto también como trasunto del constante esfuerzo intelectual que despliega Ovejero, un pensador que, de nuevo con el verso de González, «… se resiste a su ruina, que lucha contra el viento»; un intelectual decisivo desde que aparecieron sus primeros trabajos en la revista Mientras tanto a mediados de los 80 del pasado siglo.

También es imagen poderosa para sintetizar lo que anima a Sobrevivir al naufragio la célebre metáfora del economista y filósofo austríaco Otto Neurath, quien sostuvo que la falta de asideros firmes e inamovibles en el conocimiento del mundo (en el conocimiento científico en particular) hacía que esa tarea se asemejara a la de quienes, ya en altamar, tienen que reconstruir el navío sin posibilidad alguna de volver a tierra firme y reusando los materiales ya existentes. Entre otras cosas se trata, como bien nos explica Ovejero, de la mutua dependencia del marco teórico y las observaciones: no hay datos «pre-teóricos» como no hay conocimiento de la realidad sin lenguaje, y todo ello es de proverbial aplicación y recordatorio a quienes cultivan la que pasa por ser la más «científica» de las ciencias sociales: la economía. Sin embargo, nada de todo ello implicará que hayamos de abandonarnos a los cantos de sirena del relativismo. Resistirse a ese naufragio teórico y práctico es en buena medida el mayúsculo afán de esta obra por momentos densa y siempre sugerente. 

Pero basta de tratos preliminares: vayamos a la faena, la modestísima tarea de dar unas cuantas pinceladas superficiales y fugaces sobre algunas de las cuestiones abordadas en este ensayo con el único propósito de incitarles a su lectura.

¿Cómo diseñar instituciones que permitan la vida en común sabiendo que entre nosotros también habitan demonios?, se vino a preguntar Kant en La paz perpetua. Ese, no otro, sigue siendo el interrogante colosal que otorga sentido y sensatez al afán político de quienes han de representar la voluntad de la ciudadanía y actuar como gestores del bien común. Es también la viga maestra sobre la que Ovejero asienta sus reflexiones, construidas a partir de cuatro cimientos (las cuatro partes en que se divide el libro) empastados con el cemento de previas contribuciones aparecidas en publicaciones académicas diversas: la utilidad misma de la filosofía política («Perplejidades teóricas»), la relación entre el conocimiento y los valores («Certidumbres morales»), las plurales motivaciones de los seres humanos («Mimbres humanos») y la corrupción que supone el populismo («Patologías institucionales»). De todo esto hablará a continuación.

En la larga introducción que el propio autor caracteriza como «libro dentro de otro libro», Ovejero describe su epifanía —seguramente no la primera— al respecto de los usos bastardos de la ideología política y de su muy magra «utilidad práctica». Hablamos de la llegada al poder del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (un don nadie parlamentario) y la necesidad sobrevenida que tuvo de insuflar chicha teórica al «proyecto socialista» en un momento crítico para el partido que había sido hegemónico en España durante más de una década. Y es que ocurría, narra Ovejero con una punta de nostalgia, que cualquier hueso ideológico parecía servir para el caldo que se quería ofrecer al electorado: de la llamada Nueva Vía —la «nada nadeando»— al «socialismo libertario» —el fruto de una confusión semántica, al modo de la designación de Julio Rodríguez como ministro franquista de Educación— y de ahí al «republicanismo», precisamente donde al autor le duelen prendas pues ha sido un firme propagador y defensor de ese corpus teórico, una concepción política que tiene también en el filósofo irlandés Philip Pettit —quien llegó a «auditar normativamente» al gobierno de Zapatero— a uno de sus valedores contemporáneos más conspicuos. El hecho es que, como el lector sabe bien, Zapatero logró la victoria en 2004 y se convirtió en presidente del gobierno, aunque no parece que fuera porque, cual Cicerón redivivo, nos lograra convencer de la necesidad de implementar la libertad como «no-dominación» (la divisa del republicanismo) sino por esa confluencia de azares, despropósitos y tragedias que supuso el terrible atentado del 11-M. También de algunos propósitos, qué duda cabe.

¿Qué relevancia tienen pues los idearios para la política? La pregunta se produce en ese contexto de, a juicio del autor, malbaratamiento del republicanismo, pero también en un momento en el que las Humanidades, entendidas en un sentido amplio que engloba la sociología, la ciencia política y la filosofía (y sus apéndices pintureros como «Racial Studies», «Women’s Studies» y análogos legatarios de los «estudios críticos»), se refocilan en unos modos que el autor no duda en calificar de oscurantistas. Es el diagnóstico, que no ha perdido vigencia, en que ya abundaron, entre otros, Alan Sokal y Jean Bricmont en Fashionable Nonsense, Roger Scruton en Fools, Frauds and Firebrands o, con mayor enjundia y alcance, Steven Pinker en The Blank Slate.

Tomen alguno de nuestros problemas sociales más acuciantes, en buena medida los de siempre, los relativos a la desigual distribución de recursos, oportunidades y poder entre los seres humanos, y comprobarán que el abordaje «crítico» hoy prevalente tendrá como ingrediente al menos alguno de los siguientes: la sospecha recelosa sobre la predicación de cualquier rasgo universal de la naturaleza humana (si es que no ésta misma) de la que se pueda dar cuenta como factor explicativo de los fenómenos sociales más allá de la perspectiva, intereses, posiciones o «relaciones de poder» que medien entre los sujetos; la consideración, derivada de lo anterior, de que toda realidad es un «constructo social»; una retórica que, cuando no es impenetrable, está poblada de términos fetiche («interseccionalidad», «estructural», «sistémico») raramente explicitados en su contenido y alcance semánticos, para los que nunca se dispone de métrica, pero que operan como necesaria aduana de la corrección académica y política del discurso; un afán siempre «práctico», que se manifiesta en la exacerbación de la célebre XI Tesis sobre Feurbach de Marx («no se trata de interpretar sino de transformar el mundo»), una forma de compromiso que hace imposible e indeseable la pretensión de «neutralidad». Con ello, la empresa intelectual acostumbra a padecer de una descomunal falacia «moralista»: como las cosas deberían/no deberían ser así (singularmente contrarias a un inflacionario catálogo de derechos humanos), las cosas son/no son así. La ciencia tirada por la borda. 

Se trata del género que Robert Nozick bautizó perspicazmente como «sociología normativa» y que hoy vemos tan abrumadoramente asumido en los departamentos universitarios y en las cámaras legislativas. Algunos ejemplos: la acción de X (hombre) de matar a Y (mujer y pareja o expareja de X) es siempre una instancia de la «violencia de género» (prohibido decir «doméstica» en España), es decir, de la violencia ejercida contra las mujeres «por el hecho de ser mujeres». Nunca lo es por ninguna otra razón, y la causación alternativa posible ni siquiera habría de ser susceptible de indagación. Y lo mismo si un policía blanco mata a un individuo de raza negra. O sea: el machismo «mata», así como «el racismo mata» porque EL machismo/racismo (no concretas instituciones, prácticas o actitudes individuales) o LA estructura o EL heteropatriarcado (no ose preguntar nada acerca de los detalles de tales constructos) existe; como el éter o el flogisto, me temo.

Se trata, nos recuerda Ovejero, de la misma mirada desabrida sobre los hechos, las ideas (y la compleja relación de causalidad que media entre ellos) que oficia cuando se denuncia que el comunismo «causó» 100 millones de muertos; o cuando se cree, con idéntico voluntarismo ideológico, que el actual Estado del Bienestar fue diseñado en la pizarra de Lorenzo Von Stein, o que la teoría marxista del valor-trabajo —falsada por lo demás— conlleva necesariamente el exterminio de los kulaks o la Revolución cultural en China.

Así pues, la teoría política se degrada por efecto de un uso meramente ornamental, o de una normativización inatenta a los hechos y a lo que la ciencia tenga que mostrar, o porque se abandona a la creencia de que la política se agota con la aplicación de principios morales, y que los buenos políticos son aquellos que albergan las buenas intenciones, una concepción —el «buenismo político»— que el autor resume y formula en doce tesis.

Ninguna de ellas es realizable por razones diversas: ni la Constitución española, ni ninguna otra, se redacta tras una discusión en un seminario de Princeton en el que los constituyentes actúan tras el velo de ignorancia rawlsiano, ni hay administración pública que pueda abdicar de la ética de la responsabilidad tratando de maximizar el bienestar agregado de la ciudadanía. No, la política adulta asume que nuestro barro cognitivo es el de la «bounded rationality», los sesgos, la adolescencia de muchos ciudadanos y su depredación interesada y a la vez calculadora. Con estos estos bueyes (no se me ofendan) tenemos que arar, siendo las apelaciones a «la educación» burdos consuelos infantiles cuando no la antesala de barbaries totalitarias del tipo de las cubanas Unidades Militares de Ayuda a la Producción en las que miles de gays fueron «reorientados».

Todo lo anterior no implica abrazar cínicamente la realpolitik y despachar todo principio, sino actuar cabalmente a partir de nuestras disposiciones y con el trasfondo, sí, de algunos ideales (que, de otra parte, siempre pueden entrar en conflicto), o sea, justo la senda que diverge del tipo de populismo que, como nuevo fantasma, domina la arena política en los últimos tiempos; una deriva inevitable, un «subproducto genuino de la democracia», nos advierte el autor, pero a la que en todo caso conviene resistirse. Y eso significa ser conscientes de que operamos políticamente bajo la «lógica de Juncker» (en referencia al que fue comisario europeo, quien afirmó célebremente: «sabemos lo que hay que hacer pero no sabemos cómo hacerlo y ganar las próximas elecciones»), al tiempo que no podemos permitirnos renunciar a la discusión racional sobre los principios, principios que, para el caso de Ovejero, siguen siendo los de la lectura republicana del ideal revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad (y unidad indivisible de la patria, aunque sea accidentalmente lograda). Y no habrá seguramente en esa tríada (o cuaterna) prioridad lexicográfica rawlsiana.

Toca ir concluyendo. Iniciaba estas páginas observando cómo la lectura de Sobrevivir al naufragio inevitablemente evoca la metáfora de Otto Neurath. A esa evocación se me ha sumado, al pasar la última página (de una edición cuidadísima, por cierto, como todas las de esta magnífica editorial que capitanea Roberto Ramos), la de aquellos característicos personajes de las viñetas de Forges: los náufragos sentenciosos. Ovejero bien pudiera ser uno de ellos, el Robinson que tras haber estado arremangado en el barco apretando las tuercas de la teoría y de la práxis, perfilando el materialismo dialéctico con la lija del marxismo analítico, limpiando el motor de la izquierda de las impurezas del nacionalismo etnicista, alertando de su deriva reaccionaria, después, incluso, de animar a la creación de un partido político en Cataluña que ha servido de tabla de salvación del constitucionalismo democrático y de tantos ciudadanos condenados a galeras por la hegemonía nacionalista, después de todo eso, digo, Ovejero se ha retirado a nado, y, desde la atalaya de esa isla en la que ahora oficia como observador y comentarista de la jugada, nos lanza este conjunto de reflexiones cual mensaje en la botella. Y lo hace como acostumbra: con un lenguaje preciso y bello por inusitado (¿en qué página encuentran ustedes hoy el adjetivo «amostazado»?) y una capacidad divulgativa prodigiosa. Sólo gentes como nuestro autor, que saben bien de lo que hablan y escriben, pueden introducir con tanta facilidad las implicaciones del equilibrio de Nash o el Teorema de Bayes en la bocana de nuestras entendederas. En esta nueva botella de Ovejero no encontrará el lector la fórmula precisa con la que lograr ese equilibrio que evita la resignación y no corrompe el alma o las ideas que valen la pena; pero sí los fragmentos de una posible hoja de navegación, incluso una línea de horizonte hacia la que seguir avanzando, aunque sea entre las sombras y las eventuales tempestades de esta polis nuestra de la que no cabe desanclarse del todo".




El profesor Félix Ovejero Lucas


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