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jueves, 30 de julio de 2020

[TEORÍA POLITICA] El sentido de la política






"No hay plan ni planificación posible si por tal cosa entendemos la traslación mecánica, la necesaria e inmediata consecuencia de abrigar ciertas ideas o deseos, o, para el caso  que nos ocupa, «teorías» -comienza diciendo en Revista de Libros el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, reseñando el libro "Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política" (Madrid, Página Indómita, 2020) del profesor Félix Ovejero-. Esto nos quiso decir, con versos que arrebatan, el poeta Ángel González refiriéndose a su existencia misma —a la de todos, en el fondo— en el poema «Para que yo me llame Ángel González» (1955), un poema que Félix Ovejero recrea como trasunto del espíritu de este libro y que yo interpreto también como trasunto del constante esfuerzo intelectual que despliega Ovejero, un pensador que, de nuevo con el verso de González, «… se resiste a su ruina, que lucha contra el viento»; un intelectual decisivo desde que aparecieron sus primeros trabajos en la revista Mientras tanto a mediados de los 80 del pasado siglo.

También es imagen poderosa para sintetizar lo que anima a Sobrevivir al naufragio la célebre metáfora del economista y filósofo austríaco Otto Neurath, quien sostuvo que la falta de asideros firmes e inamovibles en el conocimiento del mundo (en el conocimiento científico en particular) hacía que esa tarea se asemejara a la de quienes, ya en altamar, tienen que reconstruir el navío sin posibilidad alguna de volver a tierra firme y reusando los materiales ya existentes. Entre otras cosas se trata, como bien nos explica Ovejero, de la mutua dependencia del marco teórico y las observaciones: no hay datos «pre-teóricos» como no hay conocimiento de la realidad sin lenguaje, y todo ello es de proverbial aplicación y recordatorio a quienes cultivan la que pasa por ser la más «científica» de las ciencias sociales: la economía. Sin embargo, nada de todo ello implicará que hayamos de abandonarnos a los cantos de sirena del relativismo. Resistirse a ese naufragio teórico y práctico es en buena medida el mayúsculo afán de esta obra por momentos densa y siempre sugerente. 

Pero basta de tratos preliminares: vayamos a la faena, la modestísima tarea de dar unas cuantas pinceladas superficiales y fugaces sobre algunas de las cuestiones abordadas en este ensayo con el único propósito de incitarles a su lectura.

¿Cómo diseñar instituciones que permitan la vida en común sabiendo que entre nosotros también habitan demonios?, se vino a preguntar Kant en La paz perpetua. Ese, no otro, sigue siendo el interrogante colosal que otorga sentido y sensatez al afán político de quienes han de representar la voluntad de la ciudadanía y actuar como gestores del bien común. Es también la viga maestra sobre la que Ovejero asienta sus reflexiones, construidas a partir de cuatro cimientos (las cuatro partes en que se divide el libro) empastados con el cemento de previas contribuciones aparecidas en publicaciones académicas diversas: la utilidad misma de la filosofía política («Perplejidades teóricas»), la relación entre el conocimiento y los valores («Certidumbres morales»), las plurales motivaciones de los seres humanos («Mimbres humanos») y la corrupción que supone el populismo («Patologías institucionales»). De todo esto hablará a continuación.

En la larga introducción que el propio autor caracteriza como «libro dentro de otro libro», Ovejero describe su epifanía —seguramente no la primera— al respecto de los usos bastardos de la ideología política y de su muy magra «utilidad práctica». Hablamos de la llegada al poder del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (un don nadie parlamentario) y la necesidad sobrevenida que tuvo de insuflar chicha teórica al «proyecto socialista» en un momento crítico para el partido que había sido hegemónico en España durante más de una década. Y es que ocurría, narra Ovejero con una punta de nostalgia, que cualquier hueso ideológico parecía servir para el caldo que se quería ofrecer al electorado: de la llamada Nueva Vía —la «nada nadeando»— al «socialismo libertario» —el fruto de una confusión semántica, al modo de la designación de Julio Rodríguez como ministro franquista de Educación— y de ahí al «republicanismo», precisamente donde al autor le duelen prendas pues ha sido un firme propagador y defensor de ese corpus teórico, una concepción política que tiene también en el filósofo irlandés Philip Pettit —quien llegó a «auditar normativamente» al gobierno de Zapatero— a uno de sus valedores contemporáneos más conspicuos. El hecho es que, como el lector sabe bien, Zapatero logró la victoria en 2004 y se convirtió en presidente del gobierno, aunque no parece que fuera porque, cual Cicerón redivivo, nos lograra convencer de la necesidad de implementar la libertad como «no-dominación» (la divisa del republicanismo) sino por esa confluencia de azares, despropósitos y tragedias que supuso el terrible atentado del 11-M. También de algunos propósitos, qué duda cabe.

¿Qué relevancia tienen pues los idearios para la política? La pregunta se produce en ese contexto de, a juicio del autor, malbaratamiento del republicanismo, pero también en un momento en el que las Humanidades, entendidas en un sentido amplio que engloba la sociología, la ciencia política y la filosofía (y sus apéndices pintureros como «Racial Studies», «Women’s Studies» y análogos legatarios de los «estudios críticos»), se refocilan en unos modos que el autor no duda en calificar de oscurantistas. Es el diagnóstico, que no ha perdido vigencia, en que ya abundaron, entre otros, Alan Sokal y Jean Bricmont en Fashionable Nonsense, Roger Scruton en Fools, Frauds and Firebrands o, con mayor enjundia y alcance, Steven Pinker en The Blank Slate.

Tomen alguno de nuestros problemas sociales más acuciantes, en buena medida los de siempre, los relativos a la desigual distribución de recursos, oportunidades y poder entre los seres humanos, y comprobarán que el abordaje «crítico» hoy prevalente tendrá como ingrediente al menos alguno de los siguientes: la sospecha recelosa sobre la predicación de cualquier rasgo universal de la naturaleza humana (si es que no ésta misma) de la que se pueda dar cuenta como factor explicativo de los fenómenos sociales más allá de la perspectiva, intereses, posiciones o «relaciones de poder» que medien entre los sujetos; la consideración, derivada de lo anterior, de que toda realidad es un «constructo social»; una retórica que, cuando no es impenetrable, está poblada de términos fetiche («interseccionalidad», «estructural», «sistémico») raramente explicitados en su contenido y alcance semánticos, para los que nunca se dispone de métrica, pero que operan como necesaria aduana de la corrección académica y política del discurso; un afán siempre «práctico», que se manifiesta en la exacerbación de la célebre XI Tesis sobre Feurbach de Marx («no se trata de interpretar sino de transformar el mundo»), una forma de compromiso que hace imposible e indeseable la pretensión de «neutralidad». Con ello, la empresa intelectual acostumbra a padecer de una descomunal falacia «moralista»: como las cosas deberían/no deberían ser así (singularmente contrarias a un inflacionario catálogo de derechos humanos), las cosas son/no son así. La ciencia tirada por la borda. 

Se trata del género que Robert Nozick bautizó perspicazmente como «sociología normativa» y que hoy vemos tan abrumadoramente asumido en los departamentos universitarios y en las cámaras legislativas. Algunos ejemplos: la acción de X (hombre) de matar a Y (mujer y pareja o expareja de X) es siempre una instancia de la «violencia de género» (prohibido decir «doméstica» en España), es decir, de la violencia ejercida contra las mujeres «por el hecho de ser mujeres». Nunca lo es por ninguna otra razón, y la causación alternativa posible ni siquiera habría de ser susceptible de indagación. Y lo mismo si un policía blanco mata a un individuo de raza negra. O sea: el machismo «mata», así como «el racismo mata» porque EL machismo/racismo (no concretas instituciones, prácticas o actitudes individuales) o LA estructura o EL heteropatriarcado (no ose preguntar nada acerca de los detalles de tales constructos) existe; como el éter o el flogisto, me temo.

Se trata, nos recuerda Ovejero, de la misma mirada desabrida sobre los hechos, las ideas (y la compleja relación de causalidad que media entre ellos) que oficia cuando se denuncia que el comunismo «causó» 100 millones de muertos; o cuando se cree, con idéntico voluntarismo ideológico, que el actual Estado del Bienestar fue diseñado en la pizarra de Lorenzo Von Stein, o que la teoría marxista del valor-trabajo —falsada por lo demás— conlleva necesariamente el exterminio de los kulaks o la Revolución cultural en China.

Así pues, la teoría política se degrada por efecto de un uso meramente ornamental, o de una normativización inatenta a los hechos y a lo que la ciencia tenga que mostrar, o porque se abandona a la creencia de que la política se agota con la aplicación de principios morales, y que los buenos políticos son aquellos que albergan las buenas intenciones, una concepción —el «buenismo político»— que el autor resume y formula en doce tesis.

Ninguna de ellas es realizable por razones diversas: ni la Constitución española, ni ninguna otra, se redacta tras una discusión en un seminario de Princeton en el que los constituyentes actúan tras el velo de ignorancia rawlsiano, ni hay administración pública que pueda abdicar de la ética de la responsabilidad tratando de maximizar el bienestar agregado de la ciudadanía. No, la política adulta asume que nuestro barro cognitivo es el de la «bounded rationality», los sesgos, la adolescencia de muchos ciudadanos y su depredación interesada y a la vez calculadora. Con estos estos bueyes (no se me ofendan) tenemos que arar, siendo las apelaciones a «la educación» burdos consuelos infantiles cuando no la antesala de barbaries totalitarias del tipo de las cubanas Unidades Militares de Ayuda a la Producción en las que miles de gays fueron «reorientados».

Todo lo anterior no implica abrazar cínicamente la realpolitik y despachar todo principio, sino actuar cabalmente a partir de nuestras disposiciones y con el trasfondo, sí, de algunos ideales (que, de otra parte, siempre pueden entrar en conflicto), o sea, justo la senda que diverge del tipo de populismo que, como nuevo fantasma, domina la arena política en los últimos tiempos; una deriva inevitable, un «subproducto genuino de la democracia», nos advierte el autor, pero a la que en todo caso conviene resistirse. Y eso significa ser conscientes de que operamos políticamente bajo la «lógica de Juncker» (en referencia al que fue comisario europeo, quien afirmó célebremente: «sabemos lo que hay que hacer pero no sabemos cómo hacerlo y ganar las próximas elecciones»), al tiempo que no podemos permitirnos renunciar a la discusión racional sobre los principios, principios que, para el caso de Ovejero, siguen siendo los de la lectura republicana del ideal revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad (y unidad indivisible de la patria, aunque sea accidentalmente lograda). Y no habrá seguramente en esa tríada (o cuaterna) prioridad lexicográfica rawlsiana.

Toca ir concluyendo. Iniciaba estas páginas observando cómo la lectura de Sobrevivir al naufragio inevitablemente evoca la metáfora de Otto Neurath. A esa evocación se me ha sumado, al pasar la última página (de una edición cuidadísima, por cierto, como todas las de esta magnífica editorial que capitanea Roberto Ramos), la de aquellos característicos personajes de las viñetas de Forges: los náufragos sentenciosos. Ovejero bien pudiera ser uno de ellos, el Robinson que tras haber estado arremangado en el barco apretando las tuercas de la teoría y de la práxis, perfilando el materialismo dialéctico con la lija del marxismo analítico, limpiando el motor de la izquierda de las impurezas del nacionalismo etnicista, alertando de su deriva reaccionaria, después, incluso, de animar a la creación de un partido político en Cataluña que ha servido de tabla de salvación del constitucionalismo democrático y de tantos ciudadanos condenados a galeras por la hegemonía nacionalista, después de todo eso, digo, Ovejero se ha retirado a nado, y, desde la atalaya de esa isla en la que ahora oficia como observador y comentarista de la jugada, nos lanza este conjunto de reflexiones cual mensaje en la botella. Y lo hace como acostumbra: con un lenguaje preciso y bello por inusitado (¿en qué página encuentran ustedes hoy el adjetivo «amostazado»?) y una capacidad divulgativa prodigiosa. Sólo gentes como nuestro autor, que saben bien de lo que hablan y escriben, pueden introducir con tanta facilidad las implicaciones del equilibrio de Nash o el Teorema de Bayes en la bocana de nuestras entendederas. En esta nueva botella de Ovejero no encontrará el lector la fórmula precisa con la que lograr ese equilibrio que evita la resignación y no corrompe el alma o las ideas que valen la pena; pero sí los fragmentos de una posible hoja de navegación, incluso una línea de horizonte hacia la que seguir avanzando, aunque sea entre las sombras y las eventuales tempestades de esta polis nuestra de la que no cabe desanclarse del todo".




El profesor Félix Ovejero Lucas


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jueves, 17 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Café con leche (Publicada el 5 de febrero de 2009)





Durante muchos de los 62 años (y 362 días) de mi vida he tenido "vida pública", de bajo nivel, pero pública. Pública en el sentido que da al termino la pensadora Hannah Arendt, de manifestación en el ágora, de relación y actividad activa más allá de la vida propia y familiar, con los "otros", los ajenos, los contrarios de los intimos. Durante todo ese tiempo de vida pública siempre creo haber manifestado un rechazo explícito, aunque nunca airado, por los "Mayúsculos", es decir, por las personas que hablan en "mayúsculas", que pronuncian con mayúsculas, y con énfasis, palabras como "Dios, Patria, Nación, Justicia, Libertad, Enemigo, Estado, Amigo, Unidad, Derecho, Nosotros, Yo"..., etc., etc.

Tuve un compañero de actividades "públicas" que gustaba siempre de decir que el mundo, y los que en el habitan, o son "café" o son "leche"; así, sin matices. Todo pureza inmaculada o mal absoluto. A eso, en filosofía, se le conoce con el nombre de maniqueísmo. A mí me gusta decir que el mundo, y las personas que lo habitan, somos mayoritariamente "café con leche", que tenemos matices; que son los matices, precisamente los matices, los que marcan la diferencia, los que distinguen, los que otorgan la gracia, lo mejor del mundo... ¡Ah!, y que conste: a mi el café me gusta solo, cortado, con leche, caliente, tibio, frio, ..., pero con azucar. Igual que el mundo y sus gentes.

Tenía pensado y hasta medio concluido un borrador sobre la "crisis", pero la lectura de un artículo del profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, en El País de hoy, me ha hecho cambiar de opinión. Y ahora, me vuelvo a la cama, que son las seis de la mañana y hoy no tengo que llevar a mi nieto al colegio. HArendt






Y, además, se comen a los niños crudos, por Félix Ovejero Lucas


No hace mucho, en estas mismas páginas, alguien, no recuerdo quién, sostenía que Franco era racista. Las pruebas, de eso estoy más seguro, eran bastante circunstanciales. Desde luego, mucho más débiles que las que permitirían calificar como racista a Jordi Pujol cuando escribía que "el otro tipo de inmigrante es, generalmente, un hombre poco hecho. Es un hombre que hace centenares de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia, y de miseria cultural, mental y espiritual".

¿Era Franco racista? ¿Lo era Pujol? ¿Lo seguía siendo hace un par de años cuando declaraba sentirse muy satisfecho de aquellos escritos? No, ni uno ni otro eran racistas, si acaso otra cosa, no sé si mejor. Desde luego, no eran ideólogos racistas. Nadie que profese una ideología se avergüenza de ella y estoy seguro de que se sentirían ofendidos si se los llamara racistas.

Pero no me interesa ahora el racismo, sino ese afán que lleva a cargar todos los muertos al personaje odiado. El malo sería malo como el tonto es tonto en la caracterización orteguiana: vitalicio y sin poros, no descansa nunca. El hábito es común. Se ha repetido a cuenta de los niños del gueto de Gaza: Israel, responsable de sus muertes, porque responsable de una muerte es el que dispara, no sólo se burla del derecho internacional, sino que los exterminaría con gusto y ganas; los de Hamás no sólo eran terroristas, es que estarían encantados de sacrificarlos como escudos. Ni un matiz. Con qué facilidad circularon esos días, ante el menor "ejem", calificativos como "antisemita" o "prosionista". Aquí, desde luego, también hacemos uso del recurso. Los rivales son inmorales, ignorantes e imbéciles. El lote completo, la triple I. No cabe que a Aznar le pudiera gustar la poesía y, por supuesto, Zapatero es simplemente bobo. Ni agua.

Esa disposición a describir a los otros como la encarnación de todos los males incapacita para entender el mundo. Pocos ejemplos más chuscos que el de esos extraviados soldados de una guerra fría que se resisten a creer acabada, que necesitan no dar por acabada, y que en cualquier esquina encuentran agentes imperialistas, "fascistas" se añade con despendolada ligereza, o, en el otro lado del fantasmal muro, equiparan, sin que les estorben las sutilezas, a Zapatero, Chávez y Castro, todos ellos, a su parecer, pequeños aprendices de Stalin. Incluso, ya en la pendiente del delirio, empaquetan en el mismo lote a Putin, sin otra razón que su condición de ruso, en un movimiento simétrico, todo hay que decirlo, de aquellos otros que en la izquierda se sienten obligados a defenderlo por lo mismo, por ruso.

Lo peor de tales obnubilaciones es que tienen consecuencias prácticas, malas, como sucede siempre que la acción se basa en una incorrecta información. La lucha contra ETA proporciona un claro ejemplo. Cuantas veces escuchamos aquello de "son irracionales", "me niego a interpretar sus acciones", "matan cuando pueden". Quienes sostienen esas cosas se incapacitan para la política antiterrorista. Guste o no, la racionalidad de ETA es un supuesto imprescindible. De todos. Desde luego, de los partidarios de la negociación o del diálogo: uno no negocia con una piedra. La negociación, por definición, asume que el de enfrente, a la luz de sus posibilidades, mueve sus fichas. Pero también de quienes creemos que no hay nada que negociar o discutir, que el mejor modo de acabar con los criminales es hacerles entender que los crímenes no tienen retribuciones políticas.

En uno y otro caso, en contra de lo que muchas veces se dice, resulta inevitable hacer algún tipo de "juicio de intenciones", de juicio sobre los motivos de los otros. Allí y en cualquier relación humana, cuando nos hablan y hasta cuando nos callan, por ejemplo, cuando no nos contestan un emilio. En nuestras relaciones mutuas los humanos somos poco más que máquinas de hacer juicios de intenciones.

El mecanismo de las extrapolaciones es conocido, incluso está catalogado en psicología como "efecto halo": un sesgo cognitivo que, a partir de una característica más o menos circunstancial, extrae conclusiones sobre rasgos esenciales de la personalidad que contaminarían cada uno de los actos del individuo. A veces, sin que tengan nada que ver, como sucede con la disposición a tomar una cara bonita como señal de honradez. Los soldados del Vietcong atrajeron a muchos vietnamitas, antes que por sus ideas, por sus maneras incorruptibles. En las culturas políticas calvinistas el político a quien se descubre una relación extramatrimonial se puede dar por acabado. La máxima que permite sentenciarlo viene a ser: "si miente en esto, miente en todo".

La vida, bien sabemos, es más compleja. Está instalada en el matiz. Como en el poema de Borges, somos un yo plural de sombra única. Conozco investigadores honestos, amantes de la verdad y entregados al estudio de nobles principios, que en su trato con los demás mienten más que hablan. Uno no se casaría con ellos, pero estaría encantado de escribir un libro a dos manos. Entre los alemanes que arriesgaban sus vidas por rescatar a los judíos no faltaban los golfos irrecuperables. ¿Tenemos que dudar de las teorías de los científicos estadounidenses porque el 40% de ellos creen en Dios y le rezan? Sobran los ejemplos de músicos de jazz de vida disipada, entregados al principio del placer más inmediato, cuyo buen hacer artístico sólo puede ser el resultado de una portentosa capacidad de disciplina y de concentración.

Por supuesto, hay coherencias exigibles. Resulta difícil tomarse en serio al psicoanalista que ante el menor avatar emocional se atiborra de pastillas, al maestro zen que cierra los garitos en Las Vegas o al político nacionalista que lleva a sus hijos a la escuela alemana. Ellos son los primeros en no tomarse en serio. Pero lo que no podemos hacer es juzgar la calidad del asesor financiero por sus consejos amorosos o la integridad del político por sus gustos literarios. Una cosa es ser coherentes y otra graníticos. Salvo los imbéciles irreparables y los psicópatas no hay "personas de una sola pieza". En realidad, si encontramos alguno, hay que desconfiar. El político que sabe que su comportamiento en las distancias cortas servirá para sopesar su conducta pública acabará por fingir hasta con sus amigos. Lo primero que nos dicen quienes nos acaban engañando es que ellos no mienten nunca.

Todo lo demás es ejercer de maniqueo y dar curso a la autocomplacencia moral. Como si faltaran razones y hubiera que trucar las pruebas. Como si nuestra sensibilidad necesitara algo más de lo ya sabido. Hitler no era mejor persona por sus refinados gustos estéticos y Franco no se salva porque no se comiera a los niños crudos. Simplificar no es pensar claro, sino evitarse la fatiga de pensar. Y la simplificación, conviene aclarar, nada tiene que ver con la radicalidad. No era precisamente un pusilánime el político que acuñó aquello del "análisis concreto de la situación concreta". Hay encendidos, o por mejor decir, incendiarios defensores de la moderación democrática que, cuando se los escucha, entran ganas de invadir Polonia y no parar hasta el Mar de China. Pero, si nos detenemos a pensar en lo que dicen, pronto se cae en la cuenta de que las atronadoras palabras no rozan un concepto ni iluminan un detalle.

Un pequeño test de autocontrol. Acaso algún lector, tras la lectura del primer párrafo, haya pensado "facha españolista". A su pesar me estará dando la razón. Gracias por colaborar en el experimento. (El País, 05/02/09).




Franco y Hitler en Hendaya (Francia), el 23 de octubre de 1940


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miércoles, 12 de junio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Las contradicciones de la Izquierda





«La izquierda ha abandonado las ideas de izquierdas»: para que una afirmación como ésta resulte interesante o, cuando menos, inteligible, hay que manejar dos usos distintos de «izquierda»: el primero designaría a la izquierda «realmente existente», por ejemplo, el PSOE o Podemos; el segundo se referiría al uso conceptual, estipulativo, propio del investigador o tasador: ciertos principios ideológicos. Las críticas y reproches de buena parte de los analistas operan sobre ese paisaje de contraste: la «izquierda realmente existente» no está a la altura de los principios que definen a la izquierda, aquellos que con más coherencia armonizan valores, historia y propuestas. Lo comenta en Revista de Libros el escritor Félix Ovejero Lucas,  profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, reseñando el libro Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI (Barcelona, Anagrama, 2018).

La contraposición tiene plena justificación, aunque no puede, cuerdamente, sostenerse de manera indefinida o incondicional. Si la izquierda real se aleja de modo radical y duradero de la conceptual o ideal, hay razones para plantearnos de qué hablamos cuando hablamos de izquierda. A veces, pocas, los conceptos se salvan de sus malos usos. Así, el socialismo sobrevivió al nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Pero no es lo normal. Lo más frecuente es que, con el paso del tiempo, cuando la historia erosiona y las propuestas cambian, debamos entregar las palabras. Sucedió con «comunismo». Para muchos, durante mucho tiempo, el comunismo defendía –en palabras del Manifiesto comunista– una sociedad máximamente democrática en la que «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos», un ideal de vida aristotélico, según el cual los ciudadanos podrían dar curso al despliegue de sus mejores potencialidades. Pero la realidad se impuso y tocó, resignadamente, desprenderse de la palabra. Hoy, «comunismo» designa una sociedad totalitaria que nadie con dos dedos de frente puede reivindicar. En mis horas más bajas, temo que con «feminismo» pueda suceder algo parecido.

En su reflexión sobre la crisis de la izquierda, Jordi Gracia, en principio, no opera con esa estrategia. No precisa el paisaje de contraste de su reflexión, esto es, qué entiende por izquierda. Su crítica se desenvuelve por otros terrenos. No por eso resulta complaciente. Con realismo y crudeza, aborda algunos de los problemas de la izquierda real, especialmente la española. Su catálogo de errores y descuidos, aunque desarrollado a chorro abierto, resulta bastante ajustado y hasta exhaustivo. Se comprueba, para empezar, en sus apreciaciones sobre nuestro pasado. Frente al relato del llamado régimen del 78 como continuación del franquismo, el autor valora con ecuanimidad la Transición, evita entregarse a la extendida fascinación por una república «momificada» y tasa con precisión el peso real del antifranquismo, «una movilización política, laboral y social (que) nunca fue mayoritaria». Se nota ahí la mano del competente historiador de las ideas. Critica, con criterio, la vaciedad de la clásica socialdemocracia y, con más detalle y finura, al mundo de Podemos, enfático y sobreactuado, saturado de soflamas retóricas y nostalgia paleoizquierdista. Su realismo, ante el populismo de izquierda, resulta indiscutible: denuncia la cháchara y palabrería infladas, una grandilocuencia en la que la jerga con ilusión de precisión sustituye a los análisis y las propuestas, de una izquierda «que mantiene vivo un radicalismo retórico que demasiadas veces suena como ficción deshonesta y concebida como consuelo para un cambio estructural, metafísica, material y técnicamente imposible», a la vez que reconoce resignadamente, entre otras cosas, que el capitalismo es un horizonte insuperable.

Gracia no sólo habla de los errores políticos de la izquierda. También se ocupa, al paso, de otros errores de perspectiva, condición de posibilidad de los anteriores, y que con un poco de exageración podrían calificarse como epistémicos. Rescato dos. El primero es una disposición a mentirse: «El resumen drástico de todo confluye en la falta de veracidad de su discurso con respecto a sí mismo y el cultivo del autoengaño como consecuencia esterilizadora». La segunda disposición intelectual corresponde al «complejo de superioridad de la izquierda», una idea que el autor apenas desarrolla, pero que no creo traicionar si lo resumo como la presunción, no sólo de que sus ideas son mejores –cosa que todos hacemos: de lo contrario, tendríamos otras–, sino de que su trato con sus ideas es moralmente mejor. En corto y a lo bruto: la derecha no defiende sus tesis por convencimiento, sino por oscuros intereses. A mi parecer, los errores epistémicos no son ajenos a los desnortes políticos. Son su condición de posibilidad.

No cabe sino reconocer su perspicacia. Lástima que no siempre se aplique la enseñanza. Porque el libro, en muchas de sus páginas, participa de los errores (epistémicos) que denuncia, de la superioridad moral y de la disposición al autoengaño. La superioridad moral asoma en cada línea dedicada a la derecha («neofranquista», «en el pozo más hondo de su descrédito intelectual y moral»), a la que atribuye todos los males, incluso el de haber impuesto a la socialdemocracia «su lenguaje fósil». Una tesis arriesgada en los tiempos del lenguaje inclusivo y la corrección política. Basta con pasearse por el mundo académico de las humanidades, comenzando por el norteamericano, para saber quién manda al imponer la palabrería. Le imputa tantos males a la derecha que hasta le atribuye los ajenos, como sucede, por ejemplo, en una argumentación conspirativa que merodea la falacia funcional, cuando sostiene que «el ruido mediático es conservador»: «a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la historia comunicativa». Por su parte, el cultivo del autoengaño se deja ver en los escasos pasajes programáticos del ensayo, cuando recurre a estrategias retóricas adversativas («esto, pero también aquello») para escamotear tensiones conceptuales bien reales que, para resolverse, necesitan algo más que mampostería, algo más que expresar buenos deseos: «prefiero la defensa irónica de una causa perdida en la que no todo está perdido, donde lo real no es una fatalidad, pero tampoco lo es la enmienda de lo real. Por eso echo de menos el esfuerzo por conciliar realidad y proyecto, necesidad y plausibilidad, denuncia concreta y reforma factible». Un «sí pero no» que atraviesa de parte a parte el libro y que acaba por desdibujar la rotundidad –o, si quieren, el afán de verdad– propio del género ensayístico. El modo más seguro de no perder peso es mentirme en las metas, proclamar mi voluntad de comer y de estar delgado.

Esa querencia por limar las aristas o, para decirlo con más precisión, por soslayar las tensiones intelectuales con pensamientos desiderativos, con la expresión de buenos deseos, asoma en la recurrente estrategia de unos procedimientos –si se me permite– whitmanianos: relaciones de nombres o de retos que no tienen otro nexo de unión que la voluntad del autor y en los que el acto mismo de inventariar parece presentarse como solución. En la cita recogida en el párrafo anterior, se ejemplificaba en el caso de algunos retos. Más llamativa resulta la lista de los «referentes», los autores que la izquierda, según el autor, debería esforzarse por integrar: Fernando Savater, Slavoj Žižek, Marina Garcés, César Rendueles, Juan Marsé, Marta Sanz, Joan Margarit, Almudena Grandes, Luis García Montero, Santiago Alba Rico o Daniel Innerarity. Confieso mi incapacidad para encontrar en esa heteróclita nómina, no ya coherencia –en más de uno de los citados, ni siquiera dentro de su propia obra–, sino hasta un mínimo denominador común distinto del catálogo de alguna editorial no sobrada de criterio. Ciertamente, Gracia no se entrega incondicionalmente a ninguno y, de hecho, a cada uno de ellos le encuentra alguna pega resuelta en dos palabras, en otra variante de su estrategia de sí pero no. En todo caso, ejemplifica impecablemente la estrategia de resolver con palabras problemas reales: juntar nombres poco tiene que ver con ordenar ideas.

Con todo, como decía, el autor encara –mejor dicho, menciona– a uña de caballo, y con digresiones no desprovistas de interés, algunos importantes retos de la izquierda española. Todos menos uno: el nacionalismo. Salvo alguna mención al paso, el ensayo apenas se ocupa de la mayor rareza –en rigor, inconsistencia– de la izquierda española: avecinarse a proyectos políticos superlativamente reaccionarios que defienden romper la unidad de la democracia y de la redistribución en nombre de la identidad (el programa nacionalista, despojado de todo aditamento decorativo, se reduce a sostener que «somos diferentes y por ello tenemos derecho a levantar una frontera, a convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos»). Cuesta entender esa omisión, sobre todo si se tiene en cuenta que Gracia ha terciado con frecuencia en «el tema catalán», casi siempre en defensa de otro «sí pero no», de alguna variante de esa imprecisa política que se ha denominado «tercera vía», practicada por todos los gobiernos españoles, incluidos los de Aznar, y que consiste en ir aceptando el chantaje de la independencia aplazada: se dan por buenas unas demandas de los nacionalistas que serán el punto de partida innegociable de la siguiente ronda, todo ello en nombre del autogobierno, el enésimo principio maltratado (como democracia, diálogo, identidad, discriminación positiva y tantos otros) en el envenenado –y peor denominado– «debate territorial». «Federalismo» es el abracadabra de más uso a la hora de escamotear este reto: un conjuro más que un concepto que, cuando se piden aclaraciones, acostumbra a resolverse acudiendo a otro remiendo no menos impreciso, a otro trampantojo: «convertir el Senado en una auténtica cámara territorial».

Ya casi al final de su ensayo, recurriendo de nuevo a otro sí pero no, Jordi Gracia se descuelga con una digresión a trasmano del hilo fundamental de su reflexión: «En un ensayo sesgado y descalificador, y a la vez higiénico y estimulante, Ignacio Sánchez-Cuenca ha deplorado la profusión de voces de intelectuales metidos precisamente a intelectuales: en lugar de poblar la esfera pública con expertos técnicos cualificados, hemos de soportar indebidamente las intuiciones e impresiones, los atisbos de ideas y las ideas mismas de intelectuales, novelistas o poetas sin acreditación para intervenir en los temas serios de la política y la vida pública». El meandro resulta extraño, incluso dentro de un discurso, como el de Gracia, repleto de recodos. Ya no hablamos de los errores políticos ni de los epistémicos, sino del contexto (pragmático, si se quiere) de los errores epistémicos, de quienes están en condiciones de buscar la verdad.

Resulta inevitable pensar que Gracia se pone la venda antes que la herida en previsión de posibles reseñistas. Jordi Gracia es un catedrático de literatura que, sin una nota a pie de página, a pulso, nos ofrece un diagnóstico sobre la izquierda del siglo XXI, y el ensayo de Sánchez-Cuenca al que hace referencia, La desfachatez intelectual, era una crítica implacable a ciertos intelectuales que terciaban sobre cualquier asunto sin atender a los resultados de las disciplinas académicas, al conocimiento especializado. Debería estar tranquilo. Por lo pronto, su crítica a los errores epistémicos resulta compatible con el afán de verdad que –en una interpretación caritativa en el sentido de Donald Davidson, la obligada en el debate académico– inspiraba el libro de Sánchez-Cuenca. Por lo demás, no es temerario conjeturar que su nombre no aparecerá en una actualización del ajuste de cuentas de Sánchez-Cuenca. Entre las indiscutibles virtudes de La desfachatez intelectual no se incluía la ecuanimidad y, previsiblemente, Gracia cae del lado bueno del justiciero arqueo de Sánchez-Cuenca. Después de todo, si la memoria no me engaña, el poeta Luis García Montero se encargó de presentar La desfachatez intelectual. También Almudena Grandes andaba por allí: dos de los referentes intelectuales de la izquierda, según Gracia.

Otra cosa es sí debería preocuparse por no estar a la altura de su propio diagnóstico: más exactamente, de los errores de perspectiva (epistémicos) que menciona. Como decía, Gracia apenas desarrolla las líneas en que se ocupa de la disposición al autoengaño. Y es una pena. Como decía Ernst Toller, el autoengaño no es más que el producto del miedo a la verdad. Si queremos pensar en serio a la izquierda del siglo xxi, debemos comenzar por tomarnos en serio el amor a la verdad. Otro modo de entender la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 1 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La izquierda sentimental





Muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común, comenta en El País Félix Ovejero, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, pero otra cosa es que se dé por enterada de sus conquistas, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas...

Apenas repuesto de las declaraciones del anterior ministro de Justicia a cuenta de la sentencia de La Manada, comienza diciendo Ovejero, me enteré de una vigilia de oración en Sevilla contra la LGTBfobia. En aquellos días, la presidenta del Santander se proclamaba feminista. Barojiano como soy, quedé a la espera de las moscas, convencido de que los carabineros acudirían a la cita. Los gestores de Twitter de la Policía no me defraudaron.

No esperaba menos. Después de todo, según estudios solventes, España es uno de los países más progresistas del mundo. Eso sí, una pregunta se imponía: entonces, si todos estamos de acuerdo, ¿quién queda enfrente? ¿Contra quién peleamos los progresistas? O de otro modo: ¿no será que hemos ganado? Pinker, desde luego, diría que sí. Y no le faltan datos, a pesar de que Trump y Torra empeoren seriamente sus promedios.

Mi impresión es que es así, que como ya sucedió con la democracia y el sufragio universal (Geoff Eley, Un mundo que ganar), muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común. Otra cosa es que la izquierda se dé por enterada de sus victorias, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas. Una ceguera con graves consecuencias: dadas las dificultades para admitir sus éxitos y llevada de la necesidad de “pensar a la contra”, en extravagante paradoja, no pocas veces acaba por pelear contra sí misma, contra sus conquistas. Un buen ejemplo lo tenemos en las reacciones respecto al Código Penal de 1989, defendido por el PSOE e IU y criticado por el PP. Cuando se aprobó, la izquierda, invocando argumentos laicos y progresistas, y literatura académica, introdujo importantes distinciones entre niveles de “agresión sexual” a las que el PP, apelando a “la gente de la calle”, se opuso, pues según el partido conservador todo era violación. Y ahora, ya ven, en una carrera por elevar las penas que, inexorablemente, acabaría por endurecer enterito el Código Penal.

Cuando se vacía el terreno de disputa, el afán de diferenciarse, avivado por la competencia política, puede conducir al absurdo. Quizá esa circunstancia ayude a entender la adopción de pautas de intelección, sentimentales y moralistas, que han alejado a la izquierda de su natural compromiso con la razón. Por ese camino, paradoja sobre paradoja, habría recalado en el Romanticismo, clásica pista de aterrizaje del pensamiento reaccionario.

La primera es un empalagoso sentimentalismo que veta la deliberación racional y acalla las discrepancias. No es que las emociones sustituyan a los argumentos. Es peor: se invocan como “argumentos” para impedir las críticas, porque “las emociones han de respetarse”, “tú no puedes entenderlo” y “ofendes mis sentimientos”. En esa viciada retórica es muy útil invocar a la empatía, como sinónimo de moralidad, concepto bien diferente de la compasión racional y que, como ha advertido Paul Bloom (Against Empathy), prima lo inmediato y vecino, incapacita para el cálculo, base de la política, y distorsiona el sentido de la moralidad. Con mimbres sentimentales parecidos se urdió la historia más negra de Europa, la de los nacionalismos. Todo muy romántico.

La otra vía de evacuación del debate racional es un moralismo vacuo sin relación alguna con la tradicional disputa de principios. En una descripción sumaria, pero no completamente falsa, tradicionalmente, la izquierda se asociaba a la igualdad, y la derecha, a la libertad. Por supuesto, en el detalle, la contraposición entre principios presenta problemas. Se puede, por ejemplo, aducir que sin recursos no cabe elegir cómo vivir o que los derechos de propiedad establecen una estructura de prohibiciones modificable mediante redistribuciones: si dispongo de dinero, puedo comprar una casa a la que no podía acceder. Pero, fuera de esas discusiones de concepto, los distintos principios parecían inspirar —y diferenciar— las propuestas institucionales.

El moralismo actual nada tiene que ver con tales disputas. Al revés, incapacita para debatir. Aparece, al menos, en dos variantes relacionadas entre sí. La primera, en un desplazamiento de la discusión de principios y propuestas a una discusión sobre el trato con los principios y las propuestas. Cuando se apela a la honestidad, la autenticidad o la integridad, nada se nos dice acerca de lo que se defiende, sino, en el mejor de los casos, a cómo se defiende lo que se defiende. No estamos ante genuinas tesis políticas ni ante disputas normativas, más o menos susceptibles de resolución. No se habla de valores (igualdad, libertad, etcétera) sino, si acaso, del trato con los valores. Con honestidad, coherencia y autenticidad se puede gestionar tanto una comuna como un convento. En realidad, lo que se está diciendo es que “los otros” no tienen una relación limpia con sus ideas, sincera, lo que, de facto, equivale a negarles la condición de interlocutores. Para rehuir las discusiones, nada mejor que acudir en primera persona a algún chorretón de moralismo sentimental: melindres de la “conciencia”, llantinas en el foro, victimismo en rueda de prensa, o fariseísmo de la pobreza (“nosotros viajamos en metro”). Exigir razones en esas circunstancias es peor que pegar a un niño.

Por ahí asoma la otra variante del moralismo vacuo, la superioridad moral por defecto. Por supuesto, todos creemos que nuestras ideas son las mejores. De otro modo tendríamos otras. No parece razonable decir “yo defiendo X, pero Y es mejor”. Ahora bien, sostener que mis principios morales son mejores es distinto de sostener que yo tengo un trato más moral con mis principios, que es lo que sucede cuando se asume que “nosotros” participamos de una claridad mental y una limpieza de corazón en la relación con nuestras ideas de la que carecen los otros en la relación con las suyas. Esa disposición, en la medida que descalifica por principio al interlocutor, revela una falta de afán de verdad propia de quien no atiende argumentos ni contempla cambiar de opinión. Revisar una idea o asomarse a un dato es incurrir en traición. Frente a eso siempre es bueno acordarse de las palabras de Camus cuando en su disputa con Jeanson, el patético recadero de Sartre, afirmaba: “Si yo creyera que la verdad es de derechas, allí estaría”.

Segura y desoladoramente, como nos recuerda la más reciente teoría política, los argumentos no ayudan a ganar las elecciones. Va de suyo: no nos gustan los problemas y, por definición, la política se ocupa de los problemas. Así las cosas, acaso toca resignarse y bajar al cenagal emocional. Pero una cosa son las estrategias electorales, y otra, los proyectos. Cuando la afección contamina también a las ideas solo cabe esperar lo peor. Las peores ideas con las peores maneras. No tienen que irse muy lejos ni muy atrás para comprobarlo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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sábado, 30 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Sí, hablemos de España





Pues sí, España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo, escribe en El País Félix Ovejero, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, en un artículo con el que me siento identificado, salvo en su generalización final sobre la izquierda, que me parece superflua. El españolismo identitario es residual, dice, y hay diferencia entre la bandera de los que practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea en una oficina de correos de EE UU. 

El título de este artículo, comienza aclarando Ovejero, no es un título. Es un experimento. Y como todos los experimentos (“la buena física se hace a priori”, decía Koyré) parte de una predicción: no pocos lectores habrán sentido un estremecimiento. Incluso, à la Popper, con hipótesis fuertes, me atrevo a conjeturar que a alguno se le habrá escapado un pauloviano “fascista”, como a Iglesias en el Congreso al dirigirse a Rivera, con la autoridad que le concede su condición de profesor de políticas, su familiaridad con el peronismo y su buena disposición hacia proyectos políticos de base explícitamente étnica y práctica totalitaria. “Falangista”, sentencian los menos escrupulosos.

Pero no es solo Iglesias. Han sido muchos, y no todos charlatanes, quienes reaccionan con aspavientos ante el uso naturalizado de España. Algunos, la primera vez que se han ocupado del nacionalismo catalán fue para advertirnos… del peligroso nacionalismo español. Una sensibilidad, sin duda, exquisita, si se tiene en cuenta que España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo (J. W. Becker, Opinión pública internacional e identidad nacional, Unesco, 2000) y que el españolismo identitario es residual: los motivos de “orgullo nacional”, la Transición, la Constitución, son cualquier cosa menos identidades esenciales (J. Muñoz, From National-Catholicism to Democratic Patriotism?). Y tampoco parecen existir mimbres para el supremacismo: hay pocos países en el mundo en los que los ciudadanos tengan peor opinión —y más infundada— acerca de ellos mismos. Sí, una sensibilidad exquisita y una preocupación exagerada. Hasta donde se me alcanza no hay ningún partido político relevante que proponga lo que es común en “los países de nuestro entorno”, incluidos los más diversos: la escolarización exclusiva en la lengua común. En realidad, el mayor tópico identitario de nuestra política es el de nuestra proverbial pluralidad.

Da lo mismo. Nuestros preocupados nos avisan de una guerra de nacionalismos. Ellos, dicen, están en contra de todas las banderas. Una proclama vacua, aunque solo sea porque no todas las banderas son equiparables. Servidor, sin ir más lejos, no tiene dudas entre la de la UE y la nazi. En realidad, el postureo huidizo “sin banderas” se instala al borde mismo de la contradicción: para convocar a sus partidarios, para identificarse, necesita alguna simbología, alguna bandera. La bandera hippy también es una bandera. El problema del separatismo es que impone la elección de identidades, unas contra otras y, por lo mismo, la incompatibilidad de banderas. Rivera no tiene problemas con la senyera. Torra ya sabemos lo que piensa de España.

Una variante de la misma estrategia sostiene que, inevitablemente, la crítica al nacionalismo solo se puede hacer desde otro nacionalismo, el español. La crítica al nacionalismo, nos dicen, sería tan insensata como la crítica a la razón: estamos instalados en ella y no podemos “salir fuera”. No hay manera de argumentar en contra de la razón sin razonar. Una analogía impertinente que, por volver al clásico, confunde uso y mención: criticar la guerra no es ser belicista, hablar de cine no es hacer una película y descalificar el racismo no es ser “racista del otro lado”.

La versión académica del “todos somos nacionalistas” acude a la teoría del nacionalismo banal de Billig, según la cual, en tanto que los Estados precisan de materializaciones simbólicas compartidas (DNI, matrículas, banderas), los nacionalistas cívicos acabarían también en identitarios. La teoría es un nido de confusiones, entre ellas la de equiparar las identidades como proyecto “nacional” (construir identidad) y las identidades como subproducto, como convergencia en pautas compartidas, por simple roce. Con todo, aunque Billig no deslumbra por su precisión resulta más cauto que sus apologistas y recuerda que “extender indiscriminadamente el término nacionalismo induciría a confusión: como es natural, hay diferencia entre la bandera que enarbolan quienes practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea discretamente en las puertas de una oficina de correos de Estados Unidos”. No, no todo es lo mismo. Algo que deberían reconocer nuestros nacionalistas tout court, por más licencias analíticas que se concedan (por ejemplo, cuando asumen que “catalán fascista” es una imposibilidad conceptual, mientras que “español” y “fascista” son conceptos coextensivos).

En realidad, la desazón de los preocupados no es nueva. Asomó en octubre pasado, cuando muchos ciudadanos echaron mano de la bandera constitucional para defender su marco de convivencia. Su marco de convivencia y, si quieren, su dignidad. Porque el desprecio hacia los españoles —y no hay otro modo de decirlo, pero es que es así— en tanto que españoles no es una extravagancia de Torra en tarde de casino. Si ha podido difundir sus ideas durante años es porque no resaltaban junto a otras publicaciones, porque nadie veía nada anómalo en la xenofobia o el supremacismo, porque antes de ayer escribía Pujol: “Tenemos que cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje (…) para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más y también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y que el tronco sea sólido”. En 2004. Ni Franco en los cuarenta. La verdad es que no se me ocurre cómo, frente a esas ideas, que desprecian a los españoles por españoles, se puede defender un proyecto de convivencia evitando la palabra España.

No nos engañemos. El discurso de Rivera, oportunista y con un remate musical chocarrero, porque no hay más, en lo esencial resultaba indistinguible de los que tramitaba a diario Obama y, ahora, Macron. En sus trazas ideológicas básicas, era perfectamente encuadrable en el patriotismo republicano (Viroli) o constitucional (Habermas), si nos ponemos estupendos. Perfectamente asumible por el Azaña —avalado por Negrín— del “todos somos hijos del mismo Sol y tributarios del mismo arroyo”. No era esencialismo español, historicista, Viriato, sino de proyección, la ley de todos que a todos iguala. Quienes ven facherío tienen un problema para gestionar su trato con sus conciudadanos, con la palabra misma, España. La palabra, como la bandera constitucional, les suena a facha. Por supuesto, cada uno es libre de decorar sus prejuicios, pero no de ignorar su procedencia. Es el cuento de Franco que los nacionalistas han difundido hasta la fatiga: asociar España al nacionalcatolicismo. Otra de sus muchas coincidencias. Una vez más, la mercancía del secesionismo en circulación. Y lo que es peor: la izquierda como traficante de la chatarra.





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