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lunes, 30 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Nuestra fortaleza





Incapaces de dejar de mirarnos el ombligo en clave nacional, escribe la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán en el A vuelapluma de hoy, la disyuntiva es evidente: o se es europeísta o no se es, o se cree en los controles y contrapesos institucionales del Estado de derecho o la respuesta es el autoritarismo tribal.

"La crítica antieuropea -comienza diciendo- se nutre hace tiempo del discurso, simplón, pero eficaz, de la inevitable confrontación del pueblo contra las élites de Bruselas. Bajo esta lógica populista, aquel solo podrá ser gobernado dentro del orden soberano de un Estado capaz de gestionar los asuntos colectivos internos y reivindicar, a su vez, sus intereses en el exterior. Hasta aquí, Le Pen y Abascal, pero también Mélenchon, Corbyn y nuestra izquierda anticapitalista. Al otro lado está lo que todos sabemos, la evidencia de que esa ficción de la modernidad llamada soberanía está hoy en declive, siendo muestras claras de ello la globalización o la UE, un entramado institucional y democrático que es, de hecho, uno de los mayores avances civilizatorios de la historia de la humanidad.

En ese marco encaja la sentencia dictada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en respuesta a la consulta elevada por nuestro Tribunal Supremo, y que dictamina que Oriol Junqueras gozaba de inmunidad desde la proclamación de los resultados de las elecciones del 26 de mayo. Y bien está que así sea, pues Europa está para mejorar nuestro sistema democrático, y esa es también nuestra fortaleza: somos Europa. Pero también vemos ahora el coste de dejar únicamente en manos de los jueces un problema de índole política, cuando un fallo judicial legítimo, claro y garantista, puede acabar haciendo supurar la herida de nuestra contumacia identitaria.

Incapaces de dejar de mirarnos el ombligo en clave nacional, la disyuntiva es evidente: o se es europeísta o no se es; o se cree en los controles y contrapesos institucionales del Estado de derecho o la respuesta es el autoritarismo tribal. Por eso sorprende que el PP haya aprovechado la sentencia para hacer antieuropeísmo. Pero también la extraña y cacofónica euforia independentista tras el fallo, pues resulta irónico que el procés haya pretendido dinamitar el mismo Estado de derecho que ampara a Oriol Junqueras. Nuestro sistema judicial, al que también pertenece el TJUE, es, finalmente, el que garantiza los derechos de todos, y por supuesto también de los independentistas, incluso siendo convictos de la justicia. No podría ser de otra manera.

Quizá por ello no se entiende del todo que la sentencia pueda complicar la ya difícil negociación de la investidura. ¿Qué clase de estrategia política sería la que emplea un fallo judicial como instrumento de presión en una negociación? ¿Qué concepción democrática es esa? Vendría a ser precisamente la judicialización de la política, esta vez con la sentencia a favor. ¿Cabe así un diálogo político? Son preguntas que hemos de mirar de frente. Y sin parpadear".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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martes, 12 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Nación, nacionalismos, nacionalistas. (Publicada el 21 de marzo de 2009)



Banderas en la sede de la ONU, Nueva York


Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas ajenas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Yo no soy nacionalista, detesto el nacionalismo, y respeto a las naciones. El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994, séptima edición), dirigido por Norberto Bobbio, Nicola Matteuci y Gianfranco Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" (Tomo II, págs. 1022-1026): "La nación es normalmente concebida como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina".

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, (las he citado por orden alfabético para evitar susceptibilidades), pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen así: "Si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y está por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios".

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, porqué digo en la presentación del mi blog eso de que soy hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, antinacionalista, y tan ciudadano de Maspalomas, como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático, economista, fundador de la consultora Multa Pacis, escribía días pasados (El País, 17 de marzo) un provocador e interesante artículo, "España en la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto. Disfrútenlo. HArendt



Banderas en el palacio del Senado, Madrid


"España y la Historia (así, con mayúscula)", por César Molinas
(El País, 17/03/09)

España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad.

He vuelto a meter a España en la Historia tras dos siglos de ausencia", proclamó el presidente Aznar en 2003 tras posar para la célebre foto de las Azores. "Hemos sacado a España del rincón de la Historia", anunció la vicepresidenta Fernández de la Vega en 2008 tras la reunión del G20+ en Washington. "La Historia ha terminado", sentenció el filósofo Fukuyama en 1989 tras la caída del muro de Berlín. ¿Será posible? ¿Acaso hemos metido a nuestro país en dos guerras, vendido nuestra alma al gabacho y conspirado con la pérfida Albión para intentar subirnos a toda prisa a un tren que ya había llegado a su estación de término?

En este artículo defiendo que éste es, precisamente, el caso. Dividiré la argumentación en tres partes. En primer lugar haré una breve historia del fin de la Historia. Esto me servirá para explicar, en la segunda parte, que España es un Estado-nación que se ha quedado, por así decir, a medio cocer. Irremediablemente, porque el fuego de la Historia ya se apagó. Por último defenderé que, lejos de situar a los españoles en desventaja, esta peculiar circunstancia nos coloca en una situación favorable para afrontar los retos sociales y económicos que se avecinan.

La Historia, así, con mayúscula, es hegeliana. Muchos pensadores han puesto fecha a su fin, comenzando por el propio Hegel que lo situó en el 14 de octubre de 1806; para Fukuyama y también para Bobbitt fue el 12 de noviembre de 1989. Y hay más. A su manera, todos aciertan. El día de la batalla de Jena, Hegel consideró que la evolución de las ideas había llegado a su culmen con la victoria de Liberté, Égalité, Fraternité. No hay nada más allá: la Historia, entendida en el sistema hegeliano como la historia de las ideas, ha terminado. Doscientos años después, esta tesis sigue siendo muy difícil de rebatir. Fukuyama reescribe el argumento hegeliano en términos de civilización. Tras el colapso de la Unión Soviética no hay ninguna alternativa global a la democracia liberal y al capitalismo, ni es previsible que la haya. Incontestable, a mi juicio. La Historia, entendida como la historia de la contradicción hegeliana, ha terminado.

Bobbitt analiza el papel de la guerra en la formación de los Estados-nación modernos. Hasta el siglo XVIII la guerra tenía como objetivo derrotar al ejército enemigo para conseguir de su soberano concesiones territoriales o políticas. Napoleón revoluciona tanto los fines como los medios de la estrategia militar: el objetivo de la guerra pasa a ser la destrucción del Estado enemigo para reemplazarlo por otro afín. Para ello, el emperador recurre al recién inventado concepto de nación para justificar las levas que le permiten movilizar ejércitos de dimensiones nunca vistas con anterioridad: hay más muertos en cualquier batalla napoleónica que en todas las guerras del siglo XVIII juntas. El siguiente paso lo da Bismarck: para incrementar el poder militar del Estado hay que fortalecer a la nación. La escolarización obligatoria, las pensiones para la vejez y otras medidas sociales bismarckianas tienen como objetivo último aumentar la cohesión nacional y la capacidad de movilización del Estado. En el siglo XX culmina esta lógica: el objetivo de la guerra no puede ser ya otro que la destrucción de la nación enemiga. Así aparecen los bombardeos a civiles, que se justifican para quebrar la moral de la población. Y llega, inevitablemente, el arma atómica que, como dijo Glucksmann, pone el orden definitivo en el desorden aparente de la guerra. La historia de la escalada bélica que ha forjado Estados y naciones ha terminado. El conflicto de 1914 a 1989 entre democracia liberal, comunismo y fascismo, se salda con la victoria de la primera, abriéndose un proceso de globalización sin precedentes que transformará tanto al Estado como a sus relaciones con los ciudadanos. La Historia, entendida como la historia del Estado-nación cohesionado por la guerra, ha terminado.

España ha estado ausente de este proceso. Nuestras guerras en los últimos dos siglos han sido guerras civiles, que son divisivas en vez de cohesivas. Francia, por ejemplo, se ha hecho francesa matando alemanes. España se ha hecho española matando españoles. El resultado es un Estado-nación a medio cocer, mucho menos cohesionado que el francés, o el alemán, o el británico. No debería sorprender que en nuestro país suscite más adhesión la selección de fútbol que la bandera nacional, que, dicho sea de paso, sigue siendo utilizada como arma arrojadiza por los representantes de una mitad de los españoles contra los de la otra mitad. No debería sorprender que en España no haya políticas de Estado basadas en acuerdos permanentes de las principales fuerzas políticas. La política exterior cambia con el gobierno de turno: no está bien definido ni tan siquiera el concepto básico, que es el de interés nacional. Tampoco hay políticas de Estado en justicia, descentralización, energía, educación... ni las habrá, porque no las puede haber. España no es un Estado-nación moderno y, por lo dicho hasta aquí, debería quedar claro que nunca lo será. La Historia ha terminado y no se puede acceder a ella ni entrando en nuevas guerras ni participando en conferencias internacionales, por importantes que unas y otras sean.

Todo esto, lejos de ser un lastre, sitúa a España en una posición aventajada para encarar los retos que plantean la globalización y el tránsito a la posmodernidad. España tiene mucho que ganar y poco que perder. Para ver por qué, es útil comenzar por una caracterización en positivo de la posmodernidad. Cuatro apuntes bastarán. En la posmodernidad lo transnacional crece a expensas de lo internacional; gracias a Internet, todo el mundo puede identificarse con una minoría, o con varias, estableciéndose nuevas referencias identitarias que cuestionan el monolitismo al que aspira la modernidad; el Estado moderno aspira a maximizar el bienestar de sus ciudadanos, el postmoderno a maximizar las oportunidades que se les ofrecen; el Estado moderno centraliza, el postmoderno descentraliza, explora nuevas formas de democracia, da más papel al mercado, etc.

La sociedad española ha demostrado en las últimas décadas ser muy adaptable al cambio cultural. No hay otro país en Europa que haya cambiado tanto. Está descentralizada y sigue descentralizándose. Las regiones funcionan como minorías identitarias. Y las grandes empresas, junto con muchas medianas, están a la cabeza mundial de la transnacionalidad. Además, la gravedad de la actual crisis económica forzará a más cambios, y muy profundos.

Pero también se puede definir la posmodernidad en negativo. Comte-Sponville escribió que la posmodernidad es lo que queda de la modernidad cuando se apagan las Luces. ¿Cabe una indicación más clara de las dificultades que tendrá Francia para hacer el tránsito? La fuerte cohesión nacional que aglutina el Estado francés es un obstáculo formidable. A España esto le afecta menos, porque aquí las Luces no alumbraron tanto y porque la cohesión nacional es más débil. Francia tiene mucho que perder, España poco.

Estas reflexiones deberían, en mi opinión, orientar el amplio programa de reforma estructural que necesita España. Hay que adoptar una visión estratégica del interés nacional que deje de obsesionarse por una modernidad inalcanzable, apueste firmemente por la posmodernidad y sea consciente de que los mayores riesgos vendrán de la neomodernidad -por usar el feliz neologismo de Fernando Vallespín-. La actual crisis global, económica y financiera pero que será también institucional y social, está provocando una vuelta a los cuarteles de invierno de la modernidad. Es una crisis de dimensión desconocida, cuyas causas y mecanismos de transmisión no se comprenden bien y cuya duración no es posible aventurar. Resulta explicable que, ante tanta incertidumbre, se busque refugio en viejas certezas. Esto es la neomodernidad: la política internacional cobra nuevo protagonismo, se refuerzan los mecanismos de protección social y el Estado se hace omnipresente como solucionador de problemas. Parafraseando a Comte-Sponville, se busca la modernidad a la luz de una candela. En mi opinión, y en esto discrepo de Vallespín, la posmodernidad no está muerta: está pasando su primera -y muy seria- crisis de juventud. Saldrá más madura y reforzada. En cualquier caso, a España le irá mucho mejor en el siglo XXI si acierto que si yerro.



El profesor César Molinas



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sábado, 30 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Sí, hablemos de España





Pues sí, España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo, escribe en El País Félix Ovejero, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, en un artículo con el que me siento identificado, salvo en su generalización final sobre la izquierda, que me parece superflua. El españolismo identitario es residual, dice, y hay diferencia entre la bandera de los que practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea en una oficina de correos de EE UU. 

El título de este artículo, comienza aclarando Ovejero, no es un título. Es un experimento. Y como todos los experimentos (“la buena física se hace a priori”, decía Koyré) parte de una predicción: no pocos lectores habrán sentido un estremecimiento. Incluso, à la Popper, con hipótesis fuertes, me atrevo a conjeturar que a alguno se le habrá escapado un pauloviano “fascista”, como a Iglesias en el Congreso al dirigirse a Rivera, con la autoridad que le concede su condición de profesor de políticas, su familiaridad con el peronismo y su buena disposición hacia proyectos políticos de base explícitamente étnica y práctica totalitaria. “Falangista”, sentencian los menos escrupulosos.

Pero no es solo Iglesias. Han sido muchos, y no todos charlatanes, quienes reaccionan con aspavientos ante el uso naturalizado de España. Algunos, la primera vez que se han ocupado del nacionalismo catalán fue para advertirnos… del peligroso nacionalismo español. Una sensibilidad, sin duda, exquisita, si se tiene en cuenta que España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo (J. W. Becker, Opinión pública internacional e identidad nacional, Unesco, 2000) y que el españolismo identitario es residual: los motivos de “orgullo nacional”, la Transición, la Constitución, son cualquier cosa menos identidades esenciales (J. Muñoz, From National-Catholicism to Democratic Patriotism?). Y tampoco parecen existir mimbres para el supremacismo: hay pocos países en el mundo en los que los ciudadanos tengan peor opinión —y más infundada— acerca de ellos mismos. Sí, una sensibilidad exquisita y una preocupación exagerada. Hasta donde se me alcanza no hay ningún partido político relevante que proponga lo que es común en “los países de nuestro entorno”, incluidos los más diversos: la escolarización exclusiva en la lengua común. En realidad, el mayor tópico identitario de nuestra política es el de nuestra proverbial pluralidad.

Da lo mismo. Nuestros preocupados nos avisan de una guerra de nacionalismos. Ellos, dicen, están en contra de todas las banderas. Una proclama vacua, aunque solo sea porque no todas las banderas son equiparables. Servidor, sin ir más lejos, no tiene dudas entre la de la UE y la nazi. En realidad, el postureo huidizo “sin banderas” se instala al borde mismo de la contradicción: para convocar a sus partidarios, para identificarse, necesita alguna simbología, alguna bandera. La bandera hippy también es una bandera. El problema del separatismo es que impone la elección de identidades, unas contra otras y, por lo mismo, la incompatibilidad de banderas. Rivera no tiene problemas con la senyera. Torra ya sabemos lo que piensa de España.

Una variante de la misma estrategia sostiene que, inevitablemente, la crítica al nacionalismo solo se puede hacer desde otro nacionalismo, el español. La crítica al nacionalismo, nos dicen, sería tan insensata como la crítica a la razón: estamos instalados en ella y no podemos “salir fuera”. No hay manera de argumentar en contra de la razón sin razonar. Una analogía impertinente que, por volver al clásico, confunde uso y mención: criticar la guerra no es ser belicista, hablar de cine no es hacer una película y descalificar el racismo no es ser “racista del otro lado”.

La versión académica del “todos somos nacionalistas” acude a la teoría del nacionalismo banal de Billig, según la cual, en tanto que los Estados precisan de materializaciones simbólicas compartidas (DNI, matrículas, banderas), los nacionalistas cívicos acabarían también en identitarios. La teoría es un nido de confusiones, entre ellas la de equiparar las identidades como proyecto “nacional” (construir identidad) y las identidades como subproducto, como convergencia en pautas compartidas, por simple roce. Con todo, aunque Billig no deslumbra por su precisión resulta más cauto que sus apologistas y recuerda que “extender indiscriminadamente el término nacionalismo induciría a confusión: como es natural, hay diferencia entre la bandera que enarbolan quienes practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea discretamente en las puertas de una oficina de correos de Estados Unidos”. No, no todo es lo mismo. Algo que deberían reconocer nuestros nacionalistas tout court, por más licencias analíticas que se concedan (por ejemplo, cuando asumen que “catalán fascista” es una imposibilidad conceptual, mientras que “español” y “fascista” son conceptos coextensivos).

En realidad, la desazón de los preocupados no es nueva. Asomó en octubre pasado, cuando muchos ciudadanos echaron mano de la bandera constitucional para defender su marco de convivencia. Su marco de convivencia y, si quieren, su dignidad. Porque el desprecio hacia los españoles —y no hay otro modo de decirlo, pero es que es así— en tanto que españoles no es una extravagancia de Torra en tarde de casino. Si ha podido difundir sus ideas durante años es porque no resaltaban junto a otras publicaciones, porque nadie veía nada anómalo en la xenofobia o el supremacismo, porque antes de ayer escribía Pujol: “Tenemos que cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje (…) para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más y también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y que el tronco sea sólido”. En 2004. Ni Franco en los cuarenta. La verdad es que no se me ocurre cómo, frente a esas ideas, que desprecian a los españoles por españoles, se puede defender un proyecto de convivencia evitando la palabra España.

No nos engañemos. El discurso de Rivera, oportunista y con un remate musical chocarrero, porque no hay más, en lo esencial resultaba indistinguible de los que tramitaba a diario Obama y, ahora, Macron. En sus trazas ideológicas básicas, era perfectamente encuadrable en el patriotismo republicano (Viroli) o constitucional (Habermas), si nos ponemos estupendos. Perfectamente asumible por el Azaña —avalado por Negrín— del “todos somos hijos del mismo Sol y tributarios del mismo arroyo”. No era esencialismo español, historicista, Viriato, sino de proyección, la ley de todos que a todos iguala. Quienes ven facherío tienen un problema para gestionar su trato con sus conciudadanos, con la palabra misma, España. La palabra, como la bandera constitucional, les suena a facha. Por supuesto, cada uno es libre de decorar sus prejuicios, pero no de ignorar su procedencia. Es el cuento de Franco que los nacionalistas han difundido hasta la fatiga: asociar España al nacionalcatolicismo. Otra de sus muchas coincidencias. Una vez más, la mercancía del secesionismo en circulación. Y lo que es peor: la izquierda como traficante de la chatarra.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

jueves, 1 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] Verdades y mentiras sobre los orígenes del catalanismo





Cualquier editor sabe que el llamado «problema catalán», en este momento, vende bien. Es de rabiosa actualidad y el mercado no se satura por mucho que se publique. Pero lo que no está tan claro es que venda bien un buen libro de historia sobre el asunto –de historia propiamente, no de actualidad ni de pasado inmediato–, a juzgar por la amputación que se ha infligido en la portada al título de la obra que quiero comentar en estas páginas, Del Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença, (Edicions 62, Barcelona, 2017) que figura en el interior, se pasa en portada a un título idéntico, pero eliminando las fechas. A ver si alguno se cree que es actual y pica, comenta en Revista de Libros el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Joan-Lluís Marfani.

Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.

Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.

Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.

Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.

Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.

El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.

La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.

Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.

Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil.

Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).

Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.

Fue también entonces cuando se expandió la ciudad de Barcelona, con monumentos y nombres de calles orientados ya hacia la exaltación del pasado catalán. Pero tal cosa, hay que insistir en ello, coincidía con el apogeo del fervor nacionalista español, que alcanzó su cota más alta con la Guerra de África de 1859-1860 (con voluntarios catalanes, profusión de banderas españolas, barretinas, arengas en catalán y un Prim retratado por Fortuny). Llegamos así al final del recorrido del libro, el año mismo de los primeros Jocs Florals. En ese punto, la situación puede resumirse sin distorsión diciendo que los catalanes se afirmaban como catalanes a la vez que se sentían unánime e indiscutiblemente españoles.

Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.

Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.

Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.

El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.

Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán.

Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.

Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos». Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 1848. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria». Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente».

La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada». No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.

Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.

Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme». No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.

Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.

Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.





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miércoles, 31 de enero de 2018

[PENSAMIENTO] El consuelo de la conciencia





Auschwitz sucedió. A esta cruda verdad ha de enfrentarse el hombre civilizado y, en especial, el europeo, aquejado del trauma reprimido de que sujetos humanos, ciudadanos europeos de Estados avanzados cometieron, participaron, se beneficiaron o permitieron un exterminio sistemático e industrializado de población civil sin precedentes, comenta en El Mundo el profesor de Filosofía José Sánchez Tortosa. 

Auschwitz no es sólo un hecho del pasado, comienza diciendo. Es una amenaza, una pulsión contenida. Las erupciones geopolíticas e ideológicas que prendieron su fuego acechan en muchos rincones de Occidente. Las cicatrices que rasgan la Historia de Europa parecen a punto de reabrirse. Hay, por tanto, una segunda verdad, acaso más dura: Europa no está vacunada contra Auschwitz. La pulsión del exterminio suele acabar encontrando nuevas coartadas. Auschwitz pone a Europa frente al espejo. El fracaso de Europa se mide, por ejemplo, con el éxito propagandístico de la voz nacionalismo, invocada explícitamente en las siglas NSDAP, que no ha sido desprestigiada por el peso de la racionalidad y de la Historia, confinada a los márgenes de la vergüenza política y motivo de rechazo generalizado como el racismo, el machismo, el canibalismo o la creencia en la planicie terrestre.

Pero es inevitable ceder a la tentación de buscar consuelo en el repudio del mal. Sirve para resguardarse moralmente y sosegar la conciencia. No se necesita tiempo ni esfuerzo, basta dejarse caer por el tobogán de la pereza intelectual, la emoción inmediata, la indignación estéril y la superioridad moral. En las ineludibles ceremonias institucionales, en la parafernalia escenográfica de los Días internacionales, se corre el riesgo de que la conmemoración litúrgica desplace la investigación. La consoladora imagen del dolor pervierte el dolor y obtura la comprensión. La memoria se impone a la historia. El sentimiento al análisis. La confortable valoración moral levanta una barrera impermeable entre los asesinos y los buenos ciudadanos y obstruye una aproximación racional a los hechos, a la investigación despiadada, esa que nos muestra no una elite de sádicos, no una anomalía, sino una sociedad desarrollada, culta y refinada respaldando o tolerando la política de un conjunto de Estados que ponen en marcha, siguiendo una lógica áspera, la aniquilación de millones de europeos previamente excluidos de la categoría de ciudadanos y extirpados del ámbito de lo humano y aun de lo natural, reducidos a la condición de virus incompatibles con el progreso de Europa. Sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato. La exigencia moral de corte kantiano Que no se vuelva a repetir Auschwitz, reclamada por Adorno, quizá impida que la esvástica sea el símbolo de política hegemónica alguna pero no la utilización mediática de otros símbolos bajo los cuales políticas reales de eliminación puedan ser justificadas retóricamente por los mismos que muestran un dolor ceremonial por las víctimas del pasado. 

La racionalidad científica y filosófica, base del frágil atisbo de civilización que permite respirar por encima de la barbarie y del salvajismo, constitutivos de lo humano, exige otra cosa: estudio y, a través de él, enfrentarse a la desnuda realidad histórica. La conciencia tranquila descansa en el dogma, el prejuicio, en el sueño infantil de la ignorancia. La crítica filosófica es tensión constante, es la inquietud, la batalla contra la hipnosis de las palabras amables que dan satisfacción al onanismo ideológico o moral del yo. Mientras que el memorial y el monumento ofrecen al espectador la ventaja de situarse a este lado del mal y saberse a resguardo, la investigación y los documentos arrojan al rostro del que observa los detalles y los datos que impugnan constantemente la calma biempensante y obligan a revisar lo que se creía y a saber lo íntimo que es el crimen, lo frágil de las defensas contra el fanatismo. La fuerza didáctica de la exposición sobre Auschwitz reside en presentar los hechos a través de datos, documentos y testimonios, en abrir una brecha en el gratificante consuelo de la conciencia, en despertar a las almas bellas del sueño amnésico en que reposan. No bastan las grandes palabras, la solemnidad impostada de una repulsa retórica y vacía, mero exorcismo moral. Es necesario el examen minucioso de la cadena causal en sus múltiples aspectos, de la secuencia cronológica detallada y rigurosa, el escrúpulo máximo en las cifras, el recorrido textual por el ecosistema intelectual e ideológico del antijudaísmo, que fue caldo de cultivo de la aniquilación. 

Es imprescindible, incluso, dedicar la mayor atención a los pormenores técnicos del asesinato masivo a cuyo servicio se pusieron la tecnología y la ciencia, a cómo el proceso se fue depurando gracias al método de ensayo y error, a cómo los procedimientos operativos y administrativos ponían cada vez más una distancia aséptica entre los verdugos y las víctimas, a cómo Auschwitz culmina un refinamiento tecnológico y científico en las labores de producción de muerte, cuyos precedentes más rudimentarios proporcionan, en fases sucesivas, los resultados propicios para su perfeccionamiento técnico: de los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen a los camiones de gaseado de Chemno, de los atomizados centros de exterminio de la Operación Reinhard al complejo articulado de campos de Auschwitz-Birkenau, con funciones diferenciadas y mayor seguridad interna por la distribución en sectores separados. Sin la paciencia de ese examen no es posible detectar la confluencia entre nacionalismo, cientifismo y economía y, en consecuencia, entender algo del Holocausto. Para condenarlo es suficiente un momento, una imagen, un relato. Entender su lógica precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario. La obstinada persistencia en repetir los errores históricos se revela entonces con una coherencia implacable. El ejemplo de los Balcanes confirma esa amenaza recurrente y cíclica. Acaso sólo unas determinadas condiciones materiales, institucionales e históricas nos han situado a salvo a este lado de la Historia, pero más cerca de la posibilidad del horror de lo que resulta admisible en la comodidad de las sociedades opulentas. El mayor respeto que se le debe a las víctimas y la mayor batalla que hoy cabe contra el nazismo empieza con la fidelidad inflexible a la verdad histórica y, por extensión, al rigor en el lenguaje. Banalizar el Holocausto usándolo para etiquetar cualquier cosa sin el menor escrúpulo terminológico y conceptual es escupir a la memoria de los asesinados por la deriva nacionalsocialista y eliminar los diques de contención de sus brotes. 

Ser intolerante con su trivialización es un imperativo racional básico. Forma parte esencial de ese escrúpulo elemental la lección que ofrece la Historia: que las sociedades actuales no son inmunes a los errores y crímenes del pasado, que sólo el estudio paciente, riguroso, modesto, implacable y la investigación histórica y científica, que se resiste a caer en la memoria subjetiva, emotiva, interesada o inventada, levantan una precaria defensa contra las pulsiones homicidas de eso que aún concedemos llamar humano. El conocimiento no garantiza que pueda evitarse el exterminio. El nazismo muestra cómo una sociedad culta puede embellecer con ciencia y cultura su pulsión asesina. Pero la falta de conocimiento y de reflexión crítica lo garantiza de modo seguro. El estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar. En esa distancia delicada se juega la posibilidad de no volver a erigir Auschwitz.Decía Malraux, en noviembre de 1946, que "el problema que se nos plantea a nosotros hoy es el de saber, sobre esta vieja tierra de Europa, si el hombre ha muerto o no". Acaso la humanidad no haya existido nunca más que como la ilusoria ensoñación de una armonía imposible, máscara pomposa de guerras, destrucción y odio.



Dibujo de Sequeiros para El Mundo



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