Auschwitz sucedió. A esta cruda verdad ha de enfrentarse el hombre civilizado y, en especial, el europeo, aquejado del trauma reprimido de que sujetos humanos, ciudadanos europeos de Estados avanzados cometieron, participaron, se beneficiaron o permitieron un exterminio sistemático e industrializado de población civil sin precedentes, comenta en El Mundo el profesor de Filosofía José Sánchez Tortosa.
Auschwitz no es sólo un hecho del pasado, comienza diciendo. Es una amenaza, una pulsión contenida. Las erupciones geopolíticas e ideológicas que prendieron su fuego acechan en muchos rincones de Occidente. Las cicatrices que rasgan la Historia de Europa parecen a punto de reabrirse. Hay, por tanto, una segunda verdad, acaso más dura: Europa no está vacunada contra Auschwitz. La pulsión del exterminio suele acabar encontrando nuevas coartadas. Auschwitz pone a Europa frente al espejo. El fracaso de Europa se mide, por ejemplo, con el éxito propagandístico de la voz nacionalismo, invocada explícitamente en las siglas NSDAP, que no ha sido desprestigiada por el peso de la racionalidad y de la Historia, confinada a los márgenes de la vergüenza política y motivo de rechazo generalizado como el racismo, el machismo, el canibalismo o la creencia en la planicie terrestre.
Pero es inevitable ceder a la tentación de buscar consuelo en el repudio del mal. Sirve para resguardarse moralmente y sosegar la conciencia. No se necesita tiempo ni esfuerzo, basta dejarse caer por el tobogán de la pereza intelectual, la emoción inmediata, la indignación estéril y la superioridad moral. En las ineludibles ceremonias institucionales, en la parafernalia escenográfica de los Días internacionales, se corre el riesgo de que la conmemoración litúrgica desplace la investigación. La consoladora imagen del dolor pervierte el dolor y obtura la comprensión. La memoria se impone a la historia. El sentimiento al análisis. La confortable valoración moral levanta una barrera impermeable entre los asesinos y los buenos ciudadanos y obstruye una aproximación racional a los hechos, a la investigación despiadada, esa que nos muestra no una elite de sádicos, no una anomalía, sino una sociedad desarrollada, culta y refinada respaldando o tolerando la política de un conjunto de Estados que ponen en marcha, siguiendo una lógica áspera, la aniquilación de millones de europeos previamente excluidos de la categoría de ciudadanos y extirpados del ámbito de lo humano y aun de lo natural, reducidos a la condición de virus incompatibles con el progreso de Europa. Sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato. La exigencia moral de corte kantiano Que no se vuelva a repetir Auschwitz, reclamada por Adorno, quizá impida que la esvástica sea el símbolo de política hegemónica alguna pero no la utilización mediática de otros símbolos bajo los cuales políticas reales de eliminación puedan ser justificadas retóricamente por los mismos que muestran un dolor ceremonial por las víctimas del pasado.
La racionalidad científica y filosófica, base del frágil atisbo de civilización que permite respirar por encima de la barbarie y del salvajismo, constitutivos de lo humano, exige otra cosa: estudio y, a través de él, enfrentarse a la desnuda realidad histórica. La conciencia tranquila descansa en el dogma, el prejuicio, en el sueño infantil de la ignorancia. La crítica filosófica es tensión constante, es la inquietud, la batalla contra la hipnosis de las palabras amables que dan satisfacción al onanismo ideológico o moral del yo. Mientras que el memorial y el monumento ofrecen al espectador la ventaja de situarse a este lado del mal y saberse a resguardo, la investigación y los documentos arrojan al rostro del que observa los detalles y los datos que impugnan constantemente la calma biempensante y obligan a revisar lo que se creía y a saber lo íntimo que es el crimen, lo frágil de las defensas contra el fanatismo. La fuerza didáctica de la exposición sobre Auschwitz reside en presentar los hechos a través de datos, documentos y testimonios, en abrir una brecha en el gratificante consuelo de la conciencia, en despertar a las almas bellas del sueño amnésico en que reposan. No bastan las grandes palabras, la solemnidad impostada de una repulsa retórica y vacía, mero exorcismo moral. Es necesario el examen minucioso de la cadena causal en sus múltiples aspectos, de la secuencia cronológica detallada y rigurosa, el escrúpulo máximo en las cifras, el recorrido textual por el ecosistema intelectual e ideológico del antijudaísmo, que fue caldo de cultivo de la aniquilación.
Es imprescindible, incluso, dedicar la mayor atención a los pormenores técnicos del asesinato masivo a cuyo servicio se pusieron la tecnología y la ciencia, a cómo el proceso se fue depurando gracias al método de ensayo y error, a cómo los procedimientos operativos y administrativos ponían cada vez más una distancia aséptica entre los verdugos y las víctimas, a cómo Auschwitz culmina un refinamiento tecnológico y científico en las labores de producción de muerte, cuyos precedentes más rudimentarios proporcionan, en fases sucesivas, los resultados propicios para su perfeccionamiento técnico: de los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen a los camiones de gaseado de Chemno, de los atomizados centros de exterminio de la Operación Reinhard al complejo articulado de campos de Auschwitz-Birkenau, con funciones diferenciadas y mayor seguridad interna por la distribución en sectores separados. Sin la paciencia de ese examen no es posible detectar la confluencia entre nacionalismo, cientifismo y economía y, en consecuencia, entender algo del Holocausto. Para condenarlo es suficiente un momento, una imagen, un relato. Entender su lógica precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario. La obstinada persistencia en repetir los errores históricos se revela entonces con una coherencia implacable. El ejemplo de los Balcanes confirma esa amenaza recurrente y cíclica. Acaso sólo unas determinadas condiciones materiales, institucionales e históricas nos han situado a salvo a este lado de la Historia, pero más cerca de la posibilidad del horror de lo que resulta admisible en la comodidad de las sociedades opulentas. El mayor respeto que se le debe a las víctimas y la mayor batalla que hoy cabe contra el nazismo empieza con la fidelidad inflexible a la verdad histórica y, por extensión, al rigor en el lenguaje. Banalizar el Holocausto usándolo para etiquetar cualquier cosa sin el menor escrúpulo terminológico y conceptual es escupir a la memoria de los asesinados por la deriva nacionalsocialista y eliminar los diques de contención de sus brotes.
Ser intolerante con su trivialización es un imperativo racional básico. Forma parte esencial de ese escrúpulo elemental la lección que ofrece la Historia: que las sociedades actuales no son inmunes a los errores y crímenes del pasado, que sólo el estudio paciente, riguroso, modesto, implacable y la investigación histórica y científica, que se resiste a caer en la memoria subjetiva, emotiva, interesada o inventada, levantan una precaria defensa contra las pulsiones homicidas de eso que aún concedemos llamar humano. El conocimiento no garantiza que pueda evitarse el exterminio. El nazismo muestra cómo una sociedad culta puede embellecer con ciencia y cultura su pulsión asesina. Pero la falta de conocimiento y de reflexión crítica lo garantiza de modo seguro. El estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar. En esa distancia delicada se juega la posibilidad de no volver a erigir Auschwitz.Decía Malraux, en noviembre de 1946, que "el problema que se nos plantea a nosotros hoy es el de saber, sobre esta vieja tierra de Europa, si el hombre ha muerto o no". Acaso la humanidad no haya existido nunca más que como la ilusoria ensoñación de una armonía imposible, máscara pomposa de guerras, destrucción y odio.
1 comentario:
Muy interesante ...
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