miércoles, 10 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El público visto desde el estrado





Todos los que en algún momento de nuestras vidas hemos impartido clases o nos hemos tenido que dirigir en público y en solitario a un auditorio, creo que nos vemos reflejados en el delicioso artículo que el escritor y antiguo profesor Fernando Aramburu, escribe en El Mundo. Seguro que lo disfrutan.

Al escritor lo invitaron a hablar en público, comienza diciendo Aramburu. Es esta una actividad para la cual nunca fue aleccionado por un profesor de oratoria. Lo suyo es escribir, no hablar, si bien a fuerza de años y disertaciones ha ido reuniendo algunas tablas. Lo ayuda la circunstancia de haberse dedicado durante largo tiempo a la docencia. Cree que no se puede establecer una distinción tajante entre hacerle pasar un buen rato a un grupo de adultos o a una piña de colegiales, aunque ante estos últimos conviene no confiarse demasiado, ya que por lo común ignoran las técnica de disimular la impaciencia. Quitando este detalle, es cosa probada que mayores y pequeños disfrutan por igual de la amenidad y de la risa.

El escritor ha publicado, no siempre con éxito, cierta cantidad de libros. No olvida la tarde en que fue a presentar uno de dichos libros a una ciudad de provincias y acudieron cinco personas a escucharlo. El presentador no apareció. Fuera caía una lluvia estruendosa y tronaba como si los artilleros del cielo se hubieran conjurado para reventarle el acto. El escritor no descarta la posibilidad de que dos o tres de los asistentes, acaso todos, hubieran entrado en el recinto sin más propósito cultural que resguardarse de la tormenta.

Hoy la sala presenta un aspecto concurrido. El escritor lo comprueba con una mirada en apariencia distraída. A continuación agradece los aplausos que el generoso público ha tenido a bien dispensarle a modo de recibimiento. Los aplausos del final suponen un premio; los del principio, una advertencia endulzada de cordialidad: abrigamos expectativas, esfuércese.

Sobre la mesa, junto al micrófono, está la copa de vino tinto que el escritor había solicitado. El vino le aclara los pensamientos, le suelta la lengua; obra en él de costumbre un efecto euforizante que acaba con cualquier asomo de fatiga, de paso que pone freno a su inseguridad. Le carga, además, las pilas de buen humor. El escritor, cuando ve la copa de vino sobre la mesa, se hace a la idea que nada puede fallar.

En algún sitio, los organizadores del acto no entendieron la razón del vino y sirvieron al escritor una botella de litro, considerando tal vez que convenía satisfacer su dipsomanía para salvar la conferencia. No sería, desde luego, el primero que sube a un estrado con las pupilas dilatadas. ¿Cuántos, antes de hablar en público, se acogen al estímulo de los fármacos, el alcohol, los estupefacientes? Vaticino el derrumbe de muchas famas el día en que el gremio de los oradores haya de someterse a controles antidopaje.

El presentador lee ahora las dos páginas sazonadas de datos biográficos y elogios que ha traído escritas de casa. El escritor aprovecha estos prolegómenos corteses tanto para arrearle el primer lingotazo a la copa de vino como para cerciorarse de que entre el público no está su mujer. No hallarla le da tranquilidad, pues teme sus opiniones al término del acto. A ella le da igual el contenido de la intervención. Juzgará el nudo de la corbata, si los colores de las distintas prendas del atuendo armonizaban, si él se rascó seis veces la cabeza o se puso otras tantas la mano delante de la boca.

Observadas desde el estrado, las filas de cuerpos forman una unidad ilusoria. Es seguro que cada uno de los circunstantes se siente distinto y separado de los demás. La masa son los otros y uno es el que es. Esta convicción se le impone con más fuerza al escritor por su posición de aislamiento en el escenario. Como en sus viejos tiempos del colegio, habla mirando a este, a ese, al de más allá alternativamente, deteniendo los ojos tan sólo unos segundos en cada uno de los rostros elegidos al azar. A veces dirige la mirada hacia el fondo de la sala, hacia nadie, y en realidad, aunque hace como que mira a este señor y luego a esa señora, sólo presta atención al flujo de sus propias palabras. No hay diferencia entre hablar a los cinco de aquella lejana tarde de relámpagos y hablar ante 100, 200 o 500 almas.

La cosa cambia cuando alguna persona del público se singulariza en razón de su conducta, como ocurre ahora con una señora de la tercera fila. Se ha quedado traspuesta, aunque pudiera ser que esté escuchando la conferencia con los ojos cerrados a fin de aguzar la concentración y sacarles el mayor provecho posible a los razonamientos del conferenciante. No menos intriga al escritor esa persona que de pronto se levanta y abandona el recinto andando de puntillas como quien huye después de haber perpetrado una fechoría. ¿Se va decepcionada, ofendida, presa de cólera o, sintiéndolo en su corazón, debe acudir deprisa a una cita inaplazable? ¿Estará en desacuerdo con las ideas expuestas por el orador? ¿La aprieta de pronto un apuro físico? El escritor no ha podido nunca resolver el enigma.

Conserva de sus años de docente el instinto de captar si el público se está aburriendo o no. Hay señales inequívocas que así se lo indican. Si la gente empieza a removerse en los asientos y menea la cabeza, malo. Urge entonces cambiar de asunto o jugar la baza jocosa. El escritor escudriña fisonomías a la busca de una persona que lo escuche con gestos de asentimiento. Y, en efecto, una chica de la quinta fila corresponde de vez en cuando a sus palabras con cabezadas de asentimiento. Consecuentemente, el escritor detiene su mirada en ella y le habla como si no hubiera nadie más en la sala. Si los gestos fueran de reprobación, el escritor se apresuraría a mirar hacia otro lado.Llega, tras casi una hora de disertación, el turno de las preguntas. No es raro que sobre el mar de cabezas se extienda un espeso silencio. Al escritor le importa poco esta situación, que no le resulta embarazosa porque preludia el final inminente de la tarea. En ocasiones, pide la palabra un espontáneo, figura típica en estos lances culturales, que aprovecha el micrófono que se le ofrece y el público que lo rodea para soltar una alocución a menudo descabellada, sin la menor conexión con el tema de la conferencia. Aconsejado por la cautela, el escritor adopta una expresión de serenidad. Ya una vez, en un centro cultural, cometió la imprudencia de replicar con guasa a uno de estos asistentes desaforados y el tipo se lo tomó a mal. Ahora el escritor, discretamente ensimismado y, por supuesto, sordo, se limita a saborear el último trago de vino, mientras piensa si en la cena posterior al acto, con posible asistencia de algún concejal, pedirá carne o pescado, o si más bien debería contentarse con una ensalada. Es que cada vez que se embarca en un ciclo de pesentaciones vuelve a casa con algún que otro kilo de más y eso tampoco le gusta a su mujer.


Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4179
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)