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jueves, 24 de mayo de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] La baza del lector





Los escritores, consagrados o no, harían bien en asistir de vez en cuando a los clubes de lectura, no como de costumbre a perorar de lo suyo, sino a escuchar, calladitos en un rincón, los comentarios razonados de los lectores y, de paso, a tomar nota de cómo estos diseccionan, analizan, sufren o disfrutan los textos que otros escribieron, comenta en el diario El Mundo el escritor Fernando Aramburu.

Tampoco estaría de más, continúa diciendo, que acompañasen a los escritores los críticos de oficio para que tratasen asimismo de entender la manera como los destinatarios naturales de los libros se enfrentan a estos con determinadas expectativas, criterios dispares de interpretación y hábitos de lectura que no son en modo alguno desdeñables, aunque esta clase de opinantes acaso no se exprese con terminología académica. 

Abrigo el presentimiento de que escritores y críticos obtendrían de las reflexiones en voz alta de los lectores provecho abundante para sus respectivos trabajos.A veces son tales las divergencias de gusto e interpretación que uno está tentado de pensar que los participantes en el debate no han leído el mismo libro. Idénticas palabras en idéntico orden suscitan reacciones a menudo opuestas. Es cosa común que un lector se haya entusiasmado con lo que un segundo aborreció y a otro más allá le causó indiferencia. Bien examinado, todos tienen razón, claro que cada uno conforme a su perspectiva particular, lo mismo el que se aprestó a la relectura inmediata por el afán de repetir un placer que el que, irritado o aburrido, no logró sobrepasar las primeras veinte páginas.

Ciertas aserciones lanzadas con tirachinas bucal, si no vienen acompañadas de argumentación, son irrebatibles, como no ignora el ventajista de pro, y se pueden aplicar con mejor o peor puntería a cualquier escrito sin excluir las obras maestras. Así, por ejemplo, tildar de cursi un poema o afirmar, a la manera de quien revienta cohetes, que una novela, no importa cuál, es maniquea; sus personajes son planos y el número de sus páginas, excesivo. Estos veredictos de goma lo mismo valen para un criminal que para un santo. Claro que si la rueda de contertulios secunda en masa o calla corroborante, la sentencia sin apoyo de pruebas, pelada de razones, sentará al menos por una tarde jurisprudencia literaria.

Al margen de como se redacte y se presente, un texto no es nada mientras sus múltiples componentes no sean desentrañados en mentes lúcidas. La sustancia narrativa de una novela no está por así decir encerrada en las hojas de un libro ni en la pantalla de un dispositivo de lectura, sino gracias a estos artilugios en la conciencia donde dicho texto activa su significación y se expone a ser traducido a emociones. La lectura no consiste, pues, tan sólo en un acto de desciframiento. También es, inevitablemente, experiencia subjetiva a partir de un conjunto de estímulos.

He visto denigrar una obra de ficción, no mal escrita a mi entender, porque el protagonista estaba caracterizado con rasgos repulsivos. Era un tipo que mortificaba a la esposa, golpeaba a los hijos. Luego el desenlace no le deparaba castigo alguno. A mí, en viejos tiempos, metido en peleas dialécticas, me sacaba de quicio la sentimentalización de la lectura. Un día comprendí que esta variante de la repercusión literaria no sólo es lícita y provechosa e intensa y placentera, sino que los libros me dejaban mayor huella cuando incurría en la ilusión de creérmelos en vez de dedicar esfuerzo intelectual a confundir la lectura con la autopsia de la lengua, el estilo y la estructura.

Me faltan dedos en las manos para contar las veces que a un contertulio se le hincharon las venas del cuello porque el autor de la obra comentada era de derechas o era de izquierdas, porque el libro rebasaba las setecientas páginas de letra diminuta o porque el desenlace de la historia no era el deseado. En vano exploraremos el ancho mundo en busca de un lector objetivo.

No existen lecturas de calidad que merezcan el calificativo de neutrales. Cada cual acude a los libros con su experiencia vital, su conocimiento de los asuntos humanos, sus gustos y predilecciones, sus dudas y certezas, sus manías y convencimientos. Una lectura implica un reflejo de signos en una superficie de subjetividad, en la cual también incide un haz de connotaciones, prejuicios y cualesquiera adherencias personales que se nos ocurran. Como nos caiga mal un autor, ya podrá hacer maravillas literarias que no nos arrancará un elogio ni aunque nos lo suplique de rodillas.

Pensemos en un enunciado sencillo: El gato se lamía la pata. Dudo que oponga resistencia intelectiva al lector adulto conocedor de la lengua española. Si un instrumento apto para dar forma gráfica a los contenidos del cerebro humano nos permitiera observar el gato imaginado por mil lectores de la frase en cuestión, no encontraríamos dos felinos iguales. Veríamos gatos de todas las razas y colores en escenarios que cada lector habría evocado a voluntad o quizá impelido por alguna fuerza oculta de su subconsciente.

La pantalla interior donde se proyecta el sentido otorgado por los lectores a un sistema de signos también varía en uno mismo con el curso de los años. Alberto Manguel atribuye acertadamente una propiedad acumulativa al ejercicio de la lectura. Uno lee condicionado por lo que ha leído con anterioridad. Juzgo improbable que el lector que éramos a los quince años continúe dictándonos nuestros gustos, intereses y preferencias al cabo de las décadas. Ya no es sólo que hayamos cambiado como personas, ganando en experiencia lo que acaso perdemos en salud, sino que unos libros nos llevan por fuerza a otros y unos libros anulan a otros, o los iluminan por flancos hasta entonces desconocidos, o estimulan en nosotros la formación de un paladar literario del cual antes carecíamos.

Para comprobarlo no hay como practicar la relectura. El libro aquel que antaño fue para nosotros de cabecera, el que ojeábamos una y otra vez con la convicción del deleite seguro, hoy nos parece punto menos que una muestra de escritura insustancial y casi nos da vergüenza confesar en el corro de contertulios que un día lo tuvimos por lo más grande que habían dado hasta la fecha las letras universales. ¿A qué lector asiduo no le ha sucedido que halle de pronto gusto en la novela que tiempo atrás lo aburrió a muerte o se emocione con los versos de aquel poeta al que de joven no lograba sacar jugo? Me da a mí que al escritor, para mejorar, para no sucumbir al craso error de creer que ya lo sabe todo, le convendría conocer a fondo las maneras innumerables como los libros llegan a repercutir en la dimensión íntima de quienes los leen. Igual de válido es el consejo para aquellos que tienen por oficio el juicio crítico.



Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 13 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] 1968, cincuenta años después





Parece que fue ayer y ya han pasado cincuenta años. 1968 fue un año importante en la historia. Y en lo personal, también para mí, pues ese año nació mi primera hija. El escritor Fernando Aramburu comenta en El Mundo algunos de los hechos que marcaron ese año inolvidable. 

Estudiábamos Historia, comienza diciendo. Nos hacían memorizar fechas relacionadas con acontecimientos relevantes. 1492 era un año de recordación inexcusable. El libro de texto afirmaba, con solemnidad usual de la época, que una serie de hechos trascendentales había cambiado el rumbo de la humanidad. He retenido otras fechas: 1789, 1917, 1936. Al mismo tiempo que en el colegio nos abrían ventanas al pasado, aquel año de 1968 se sucedían noticias de hechos que, con toda seguridad, de aquí a diciembre merecerán atención especial por celebrarse su quincuagésimo aniversario.

Transcurrido medio siglo, 1968 se revela con un destello intenso en la memoria colectiva y no sólo, como se lee a veces por ahí, a causa de los adoquines volátiles de París y el mes de mayo. Es cosa sabida que nada ocurre suelto. 1968 tuvo sus antecedentes, su prolongación y sus consecuencias; pero esa cifra para algunos mítica, para otros fuente de reprobación y discrepancia, parece constituir una bisagra de la Historia. Fue, sí, una época de sexo, drogas y rock and roll, de hedonismo y aventuras de libertad y rebeldía; pero también un año sangriento.

A comienzos de aquel año, los ojos del mundo están puestos en Ciudad del Cabo, donde un cirujano llamado Christiaan Barnard practica una operación de alto riesgo. No era la primera vez que Barnard procedía a un trasplante de corazón. Un mes antes, había colocado el de una mujer joven a un paciente que falleció de pulmonía 18 días más tarde. La tentativa no estuvo exenta de polémica. Hubo quienes postularon que Barnard debía ser acusado de homicidio por extraerle a un cuerpo un corazón "todavía vivo". Son años de apartheid en Sudáfrica. Para la segunda operación, el órgano ha de ser transportado de un hospital a otro, ya que el donante es un hombre de piel negra y el beneficiario, de piel blanca, está ingresado en un centro reservado a los de su raza. Técnicamente, la intervención quirúrgica es un éxito. El paciente, sin apenas perspectivas de vida antes del trasplante, será dado de alta al cabo de 74 días y vivirá año y medio con su nuevo corazón. La medicina ha abierto una nueva puerta a la esperanza.

Sin embargo, salvar vidas no es la tendencia predominante en aquel año dramático. En China persiste una orgía de sangre llamada Gran Revolución Cultural Proletaria, instigada por el dictador Mao, quien a fuerza de asesinatos y ejecuciones logrará hacerse con el control exclusivo del Partido. Era sumamente fácil caer en desgracia. Bastaba para ello con poseer un instrumento musical, antigüedades o cualquier objeto vinculable con "conductas burguesas". A fin de borrar el pasado, gran parte del patrimonio cultural chino -bibliotecas, templos, museos, etc.- fue destruido. Es imposible cifrar el número de víctimas mortales de aquella frenética matanza agravada por la hambruna. En todo caso, superaría con creces la población actual de España.

Vietnam es por entonces, como Biafra, escenario de otra escabechina. La superioridad militar estadounidense no conduce a la rápida victoria vaticinada por el presidente Johnson; antes al contrario, 1968 supone un giro cualitativo en las operaciones bélicas que preludia el desastre que aquella remota guerra deparará a los EEUU. Ese año, tropas del Viet Cong logran sitiar a 6.000 marines en el campamento de Khe Sanh. A las bajas numerosas sufridas por el invasor se une la derrota propagandística. En febrero de ese mismo año, el jefe de la policía de Vietnam del Sur ejecuta en plena calle a un prisionero vietnamita. Lo hace a sangre fría delante de las cámaras, rodeado de soldados norteamericanos en actitud pasiva. Las imágenes escalofriantes recorren el planeta, llegan por vía de la televisión a infinidad de hogares. Ha empezado una nueva era. Ya no es indispensable viajar para conocer el mundo. Ahora es el mundo el que, gracias a los televisores, se introduce en las casas. A las autoridades norteamericanas les resulta cada vez más difícil silenciar los horrores cometidos por su ejército. Menudean las manifestaciones de protesta dentro y fuera de EEUU y cada vez es menor el número de ciudadanos estadounidenses convecidos de la utilidad y justicia de aquella guerra.

1968 es asimismo un año salpicado de atentados. El líder estudiantil alemán Rudi Dutschke sobrevive en Berlín, con heridas graves, a los disparos de un fanático anticomunista. Menos suerte tiene un soñador llamado Martin Luther King, en Memphis, adonde había llegado días antes con el fin de apoyar a los recogedores de basura en huelga. Su asesinato desata una ola de tumultos que sólo en los primeros días dará un saldo de 39 muertos. En junio cae, víctima también de otro asesino dicen que solitario, Robert Kennedy, la gran esperanza demócrata del momento para alcanzar la presidencia de los EE.UU. King y Kennedy son víctimas más famosas que un modesto guardia civil de tráfico que un día de junio de 1968, a los 25 años de edad, muere tiroteado mientras regulaba el tráfico cerca de Villabona (Guipúzcoa). Su nombre: José Antonio Pardines Arcay. Pasa por ser la primera de las más de 800 víctimas mortales de ETA. Su agresor morirá horas después durante un tiroteo con la Guardia Civil. También en otros países de Europa se perfilan organizaciones dispuestas a alcanzar sus objetivos por la vía del terror: la banda de Baader-Meinhof en Alemania Occidental; las Brigadas Rojas, en Italia. Otra constante de 1968 son las revueltas estudiantiles. Los hijos de clase media se alzan contra un estado de cosas vigente desde la Segunda Guerra Mundial. El mal es, en su opinión, intrínseco al sistema, al que se asocia con la opresión, el racismo, la alienación sexual, el colonianismo... Es hora de romper tabúes y de establecer normas distintas de las impuestas por la generación de los padres. 

Se ha dicho con ironía que Mayo del 68 no se acaba a causa de las cargas policiales, sino como consecuencia de la llegada de las vacaciones. Un cariz harto más dramático presentan las revueltas estudiantiles de México, con la matanza de Tlatelolco, o el aplastamiento por parte de la Unión Soviética y de los países del Pacto de Varsovia del intento checoslovaco de construir un socialismo con rostro humano.

1968 es el año de los Juegos Olímpicos de México, con el salto de Bob Beamon y el saludo Black Power de Tommie Smith y John Carlos. Es el año de la famosa foto de la Tierra desde el espacio, del La la la de Massiel en Eurovisión y del primer ratón de ordenador, inventado por Douglas Engelbart. No es que en otros años no hubieran ocurrido acontecimientos relevantes; pero hay que reconocer que 1968 fue un año tan abundante en ellos como para marcar un antes y un después en la historia reciente de la especie humana.



Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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miércoles, 10 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El público visto desde el estrado





Todos los que en algún momento de nuestras vidas hemos impartido clases o nos hemos tenido que dirigir en público y en solitario a un auditorio, creo que nos vemos reflejados en el delicioso artículo que el escritor y antiguo profesor Fernando Aramburu, escribe en El Mundo. Seguro que lo disfrutan.

Al escritor lo invitaron a hablar en público, comienza diciendo Aramburu. Es esta una actividad para la cual nunca fue aleccionado por un profesor de oratoria. Lo suyo es escribir, no hablar, si bien a fuerza de años y disertaciones ha ido reuniendo algunas tablas. Lo ayuda la circunstancia de haberse dedicado durante largo tiempo a la docencia. Cree que no se puede establecer una distinción tajante entre hacerle pasar un buen rato a un grupo de adultos o a una piña de colegiales, aunque ante estos últimos conviene no confiarse demasiado, ya que por lo común ignoran las técnica de disimular la impaciencia. Quitando este detalle, es cosa probada que mayores y pequeños disfrutan por igual de la amenidad y de la risa.

El escritor ha publicado, no siempre con éxito, cierta cantidad de libros. No olvida la tarde en que fue a presentar uno de dichos libros a una ciudad de provincias y acudieron cinco personas a escucharlo. El presentador no apareció. Fuera caía una lluvia estruendosa y tronaba como si los artilleros del cielo se hubieran conjurado para reventarle el acto. El escritor no descarta la posibilidad de que dos o tres de los asistentes, acaso todos, hubieran entrado en el recinto sin más propósito cultural que resguardarse de la tormenta.

Hoy la sala presenta un aspecto concurrido. El escritor lo comprueba con una mirada en apariencia distraída. A continuación agradece los aplausos que el generoso público ha tenido a bien dispensarle a modo de recibimiento. Los aplausos del final suponen un premio; los del principio, una advertencia endulzada de cordialidad: abrigamos expectativas, esfuércese.

Sobre la mesa, junto al micrófono, está la copa de vino tinto que el escritor había solicitado. El vino le aclara los pensamientos, le suelta la lengua; obra en él de costumbre un efecto euforizante que acaba con cualquier asomo de fatiga, de paso que pone freno a su inseguridad. Le carga, además, las pilas de buen humor. El escritor, cuando ve la copa de vino sobre la mesa, se hace a la idea que nada puede fallar.

En algún sitio, los organizadores del acto no entendieron la razón del vino y sirvieron al escritor una botella de litro, considerando tal vez que convenía satisfacer su dipsomanía para salvar la conferencia. No sería, desde luego, el primero que sube a un estrado con las pupilas dilatadas. ¿Cuántos, antes de hablar en público, se acogen al estímulo de los fármacos, el alcohol, los estupefacientes? Vaticino el derrumbe de muchas famas el día en que el gremio de los oradores haya de someterse a controles antidopaje.

El presentador lee ahora las dos páginas sazonadas de datos biográficos y elogios que ha traído escritas de casa. El escritor aprovecha estos prolegómenos corteses tanto para arrearle el primer lingotazo a la copa de vino como para cerciorarse de que entre el público no está su mujer. No hallarla le da tranquilidad, pues teme sus opiniones al término del acto. A ella le da igual el contenido de la intervención. Juzgará el nudo de la corbata, si los colores de las distintas prendas del atuendo armonizaban, si él se rascó seis veces la cabeza o se puso otras tantas la mano delante de la boca.

Observadas desde el estrado, las filas de cuerpos forman una unidad ilusoria. Es seguro que cada uno de los circunstantes se siente distinto y separado de los demás. La masa son los otros y uno es el que es. Esta convicción se le impone con más fuerza al escritor por su posición de aislamiento en el escenario. Como en sus viejos tiempos del colegio, habla mirando a este, a ese, al de más allá alternativamente, deteniendo los ojos tan sólo unos segundos en cada uno de los rostros elegidos al azar. A veces dirige la mirada hacia el fondo de la sala, hacia nadie, y en realidad, aunque hace como que mira a este señor y luego a esa señora, sólo presta atención al flujo de sus propias palabras. No hay diferencia entre hablar a los cinco de aquella lejana tarde de relámpagos y hablar ante 100, 200 o 500 almas.

La cosa cambia cuando alguna persona del público se singulariza en razón de su conducta, como ocurre ahora con una señora de la tercera fila. Se ha quedado traspuesta, aunque pudiera ser que esté escuchando la conferencia con los ojos cerrados a fin de aguzar la concentración y sacarles el mayor provecho posible a los razonamientos del conferenciante. No menos intriga al escritor esa persona que de pronto se levanta y abandona el recinto andando de puntillas como quien huye después de haber perpetrado una fechoría. ¿Se va decepcionada, ofendida, presa de cólera o, sintiéndolo en su corazón, debe acudir deprisa a una cita inaplazable? ¿Estará en desacuerdo con las ideas expuestas por el orador? ¿La aprieta de pronto un apuro físico? El escritor no ha podido nunca resolver el enigma.

Conserva de sus años de docente el instinto de captar si el público se está aburriendo o no. Hay señales inequívocas que así se lo indican. Si la gente empieza a removerse en los asientos y menea la cabeza, malo. Urge entonces cambiar de asunto o jugar la baza jocosa. El escritor escudriña fisonomías a la busca de una persona que lo escuche con gestos de asentimiento. Y, en efecto, una chica de la quinta fila corresponde de vez en cuando a sus palabras con cabezadas de asentimiento. Consecuentemente, el escritor detiene su mirada en ella y le habla como si no hubiera nadie más en la sala. Si los gestos fueran de reprobación, el escritor se apresuraría a mirar hacia otro lado.Llega, tras casi una hora de disertación, el turno de las preguntas. No es raro que sobre el mar de cabezas se extienda un espeso silencio. Al escritor le importa poco esta situación, que no le resulta embarazosa porque preludia el final inminente de la tarea. En ocasiones, pide la palabra un espontáneo, figura típica en estos lances culturales, que aprovecha el micrófono que se le ofrece y el público que lo rodea para soltar una alocución a menudo descabellada, sin la menor conexión con el tema de la conferencia. Aconsejado por la cautela, el escritor adopta una expresión de serenidad. Ya una vez, en un centro cultural, cometió la imprudencia de replicar con guasa a uno de estos asistentes desaforados y el tipo se lo tomó a mal. Ahora el escritor, discretamente ensimismado y, por supuesto, sordo, se limita a saborear el último trago de vino, mientras piensa si en la cena posterior al acto, con posible asistencia de algún concejal, pedirá carne o pescado, o si más bien debería contentarse con una ensalada. Es que cada vez que se embarca en un ciclo de pesentaciones vuelve a casa con algún que otro kilo de más y eso tampoco le gusta a su mujer.


Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



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miércoles, 22 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Espronceda y el rap





Me tocó ejercer la docencia en tiempos en que las directrices pedagógicas relegaban a un segundo plano la tarea de aprender de memoria, escribe en El Mundo el novelista y profesor Fernando Aramburu. La repetición en voz alta de un texto, una lista de nombres, unos datos asimilados sin juicio crítico, no se consideraba propiamente conocimiento por cuanto el educando no había llegado a soluciones propias por la vía de un esfuerzo intelectivo. Este dictamen, entonces, me parecía un grave error confirmado por la práctica diaria de la enseñanza; hoy me parece, además, un despropósito didáctico.

Incluso desde una perspectiva utilitarista de la enseñanza no debería omitirse que el aprendizaje memorístico permite el desarrollo de una importante facultad del cerebro, y que dicha forma de asimilación de datos no excluye otras; antes al contrario, todas ellas son complementarias. La idea pueril de que hoy día no hace falta aprender nada porque todo está en Google y sólo hay que buscarlo nos hace esclavos de Google y de quienes mueven sus hilos en la sombra. Digan lo que digan, no hay ser humano independiente sin una memoria bien abastecida.

Espoleado por su madre, Elias Canetti se introdujo en la lengua alemana, en la que escribiría los libros que habrían de granjearle reconocimiento internacional y de paso el premio Nobel, aprendiendo frases de memoria. A otros nos convencieron de que para aprender este no fácil idioma nos convenía impregnarnos de él en la convivencia cotidiana con los nativos. No creo que nos haya ido mejor que a Canetti ni que la presunta convivencia en condiciones lingüísticas precarias mereciera el nombre de tal. Era, sí, un método excelente para superar la timidez. Y es que uno hace tantas veces el ridículo que termina por acostumbrarse y acaso cogerle gusto a su imperfección.Recuerdo una frase en lengua italiana que figuraba en un texto escolar de mi infancia. No la he olvidado nunca y sólo mucho más tarde supe a ciencia cierta su significado. He llegado a usar fragmentos de ella en Italia. Uno puede pasar con facilidad de estas sencillas estructuras lingüísticas grabadas en el recuerdo a otras que incluyan alguna variación o novedad, y de esta manera ir ampliando sus conocimientos como barrunto que hacía Canetti. El futbolista francés del Bayern de Múnich, Frank Ribéry, suele valerse de una de estas frases fijas cada vez que lo entrevistan en alemán, idioma que no domina. "Das ist gut für die Mannschaft", dice. Esto es bueno para el equipo. Y al menos él sabe que esta frase en concreto, por él tantas veces repetida, es correcta y comprensible, además de útil para responder a cualquier pregunta que le formulen.

Agradezco de todo corazón que me obligaran a memorizar poemas durante mi época de colegial. Alguno que se tome la molestia de leer estas líneas habrá tenido experiencias parecidas. "Con diez cañones por banda, / viento en popa, a toda vela. Caminante no hay camino, / se hace camino al andar. La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos". No se trataba tan sólo, como arguye la teoría pedagógica, de adquirir cultura general. Había en la tarea un ingrediente de familiarización del oído con ritmos y sonoridades del idioma. A ello se unía, al recitar los versos, una percepción de la expresión intensa, bella, armónica, a la que no estábamos precisamente convidados en el ambiente familiar y de barrio de las afueras donde, al menos algunos, nos criamos. Por eso a mí me parecen razonables las muestras de gratitud y afecto de quienes han celebrado este año el centenario del nacimiento de Gloria Fuertes.

Los niños de mi época éramos más de Espronceda, con cuyo estilo declamatorio tengo en la actualidad ciertas dificultades digestivas, pero tampoco tantas como para darle con la puerta en las narices a este hombre que supo exprimirle bastante poesía al arrebato y que me ha resultado, de pronto, moderno. Como tantos colegiales de mi época, tuve que aprender de memoria y declamar delante del encerado la Canción del pirata. Los cambios continuos de metro dentro del poema, la rima consonante y la repetición periódica del estribillo facilitaban el trabajo. Al fraile agustino que nos daba la clase se conoce que le supo a poco el ejercicio y nos cargó a continuación con El canto del cosaco, y esto (¡Hurra, escolares del franquismo, hurra!) ya eran palabras mayores.La cosa empieza con una cita/amenaza de Atila. Como para poner los pelos de punta, si bien lo que causaba pavor al alumnado eran las 10 estrofas de ocho versos cada una, separadas por el estribillo impetuoso cuya interpretación corría a cargo del grupo. Había, no obstante, un ardid hoy de sobra conocido que hacía factible la proeza memorística. Consistía en aplicar a los versos una melodía. A dicho fin, uno escogía una canción de moda, la despojaba de su letra y colocaba en su lugar la del texto que debía aprender. Eso, como decíamos entonces, estaba chupado.

Hoy día yo lo habría hecho con un ritmo de rap. Releídas recientemente las Poesías líricas y ese fabuloso, macabro y delirante poema titulado El estudiante de Salamanca, tengo el convencimiento de que Espronceda fue antes de nada un rapero del siglo XIX. No un adelantado del género. No un precursor. Un rapero como mandan los cánones, de una actualidad que me deja boquiabierto. ¿Qué es sino una ráfaga de rap esto que sigue?

Y si caigo,¿qué es la vida?
Por perdidaya la dicuando el yugodel esclavo,
como un bravo,
sacudí.

No se resiste uno a decir la ristra rítmica de versos de El canto del cosaco remedando los ademanes de un rapero de nuestros días. Espronceda es un crack. Lo tiene todo para llenar un disco entero de The Notorious B.I.G., de Rakim o de Eminem. Crítica social (Vedlos huir para esconder su oro), apología de la violencia (en sangre empaparemos nuestra ropa), actitud antisistema (los cetros y coronas de los reyes / cual juguetes de niños rodarán), exaltación de la virilidad (¡Hurra, cosacos! ¡Gloria al más valiente!) o machismo desatado (son sus soldados menos que mujeres).

Llegó al fin el día, la jornada infausta de demostrarle al fraile agustino que uno había cumplido con el deber impuesto. El niño que yo era se vio entonces en el brete de recitar el largo poema aprendido con el auxilio de una melodía; mas lo que había funcionado en casa yo no lo podía poner en práctica en el aula, a la vista del grupo ávido de cruel diversión. Me di cuenta de que, sin cantar la melodía, yo no sería capaz de decir los versos de Espronceda; cantándola, mis compañeros se morirían de risa y el fraile vete tú a saber. Creo que el rap me habría ayudado a salir airoso del trance; pero eran los años sesenta y tuve que sucumbir. La culpa fue sin duda mía y sólo mía por haber nacido demasiado pronto o por haber venido al mundo demasiado tarde, según...




Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



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