Me tocó ejercer la docencia en tiempos en que las directrices pedagógicas relegaban a un segundo plano la tarea de aprender de memoria, escribe en El Mundo el novelista y profesor Fernando Aramburu. La repetición en voz alta de un texto, una lista de nombres, unos datos asimilados sin juicio crítico, no se consideraba propiamente conocimiento por cuanto el educando no había llegado a soluciones propias por la vía de un esfuerzo intelectivo. Este dictamen, entonces, me parecía un grave error confirmado por la práctica diaria de la enseñanza; hoy me parece, además, un despropósito didáctico.
Incluso desde una perspectiva utilitarista de la enseñanza no debería omitirse que el aprendizaje memorístico permite el desarrollo de una importante facultad del cerebro, y que dicha forma de asimilación de datos no excluye otras; antes al contrario, todas ellas son complementarias. La idea pueril de que hoy día no hace falta aprender nada porque todo está en Google y sólo hay que buscarlo nos hace esclavos de Google y de quienes mueven sus hilos en la sombra. Digan lo que digan, no hay ser humano independiente sin una memoria bien abastecida.
Espoleado por su madre, Elias Canetti se introdujo en la lengua alemana, en la que escribiría los libros que habrían de granjearle reconocimiento internacional y de paso el premio Nobel, aprendiendo frases de memoria. A otros nos convencieron de que para aprender este no fácil idioma nos convenía impregnarnos de él en la convivencia cotidiana con los nativos. No creo que nos haya ido mejor que a Canetti ni que la presunta convivencia en condiciones lingüísticas precarias mereciera el nombre de tal. Era, sí, un método excelente para superar la timidez. Y es que uno hace tantas veces el ridículo que termina por acostumbrarse y acaso cogerle gusto a su imperfección.Recuerdo una frase en lengua italiana que figuraba en un texto escolar de mi infancia. No la he olvidado nunca y sólo mucho más tarde supe a ciencia cierta su significado. He llegado a usar fragmentos de ella en Italia. Uno puede pasar con facilidad de estas sencillas estructuras lingüísticas grabadas en el recuerdo a otras que incluyan alguna variación o novedad, y de esta manera ir ampliando sus conocimientos como barrunto que hacía Canetti. El futbolista francés del Bayern de Múnich, Frank Ribéry, suele valerse de una de estas frases fijas cada vez que lo entrevistan en alemán, idioma que no domina. "Das ist gut für die Mannschaft", dice. Esto es bueno para el equipo. Y al menos él sabe que esta frase en concreto, por él tantas veces repetida, es correcta y comprensible, además de útil para responder a cualquier pregunta que le formulen.
Agradezco de todo corazón que me obligaran a memorizar poemas durante mi época de colegial. Alguno que se tome la molestia de leer estas líneas habrá tenido experiencias parecidas. "Con diez cañones por banda, / viento en popa, a toda vela. Caminante no hay camino, / se hace camino al andar. La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos". No se trataba tan sólo, como arguye la teoría pedagógica, de adquirir cultura general. Había en la tarea un ingrediente de familiarización del oído con ritmos y sonoridades del idioma. A ello se unía, al recitar los versos, una percepción de la expresión intensa, bella, armónica, a la que no estábamos precisamente convidados en el ambiente familiar y de barrio de las afueras donde, al menos algunos, nos criamos. Por eso a mí me parecen razonables las muestras de gratitud y afecto de quienes han celebrado este año el centenario del nacimiento de Gloria Fuertes.
Los niños de mi época éramos más de Espronceda, con cuyo estilo declamatorio tengo en la actualidad ciertas dificultades digestivas, pero tampoco tantas como para darle con la puerta en las narices a este hombre que supo exprimirle bastante poesía al arrebato y que me ha resultado, de pronto, moderno. Como tantos colegiales de mi época, tuve que aprender de memoria y declamar delante del encerado la Canción del pirata. Los cambios continuos de metro dentro del poema, la rima consonante y la repetición periódica del estribillo facilitaban el trabajo. Al fraile agustino que nos daba la clase se conoce que le supo a poco el ejercicio y nos cargó a continuación con El canto del cosaco, y esto (¡Hurra, escolares del franquismo, hurra!) ya eran palabras mayores.La cosa empieza con una cita/amenaza de Atila. Como para poner los pelos de punta, si bien lo que causaba pavor al alumnado eran las 10 estrofas de ocho versos cada una, separadas por el estribillo impetuoso cuya interpretación corría a cargo del grupo. Había, no obstante, un ardid hoy de sobra conocido que hacía factible la proeza memorística. Consistía en aplicar a los versos una melodía. A dicho fin, uno escogía una canción de moda, la despojaba de su letra y colocaba en su lugar la del texto que debía aprender. Eso, como decíamos entonces, estaba chupado.
Hoy día yo lo habría hecho con un ritmo de rap. Releídas recientemente las Poesías líricas y ese fabuloso, macabro y delirante poema titulado El estudiante de Salamanca, tengo el convencimiento de que Espronceda fue antes de nada un rapero del siglo XIX. No un adelantado del género. No un precursor. Un rapero como mandan los cánones, de una actualidad que me deja boquiabierto. ¿Qué es sino una ráfaga de rap esto que sigue?
Y si caigo,¿qué es la vida?
Por perdidaya la dicuando el yugodel esclavo,
como un bravo,
sacudí.
No se resiste uno a decir la ristra rítmica de versos de El canto del cosaco remedando los ademanes de un rapero de nuestros días. Espronceda es un crack. Lo tiene todo para llenar un disco entero de The Notorious B.I.G., de Rakim o de Eminem. Crítica social (Vedlos huir para esconder su oro), apología de la violencia (en sangre empaparemos nuestra ropa), actitud antisistema (los cetros y coronas de los reyes / cual juguetes de niños rodarán), exaltación de la virilidad (¡Hurra, cosacos! ¡Gloria al más valiente!) o machismo desatado (son sus soldados menos que mujeres).
Llegó al fin el día, la jornada infausta de demostrarle al fraile agustino que uno había cumplido con el deber impuesto. El niño que yo era se vio entonces en el brete de recitar el largo poema aprendido con el auxilio de una melodía; mas lo que había funcionado en casa yo no lo podía poner en práctica en el aula, a la vista del grupo ávido de cruel diversión. Me di cuenta de que, sin cantar la melodía, yo no sería capaz de decir los versos de Espronceda; cantándola, mis compañeros se morirían de risa y el fraile vete tú a saber. Creo que el rap me habría ayudado a salir airoso del trance; pero eran los años sesenta y tuve que sucumbir. La culpa fue sin duda mía y sólo mía por haber nacido demasiado pronto o por haber venido al mundo demasiado tarde, según...
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