La crisis catalana pone de relieve que el auto de fe es el molde con el que operan todos los actores políticos en este ocaso del consenso político levantado en 1978, afirma en La Vanguardia el periodista Pedro Vallín. El pensamiento de la Contrarreforma dirige la política española de nuestros días, comienza diciendo.
La Contrarreforma es la más fidedigna aportación española a la historia cultural del mundo. Y lo que mejor define la forma de hacer, pensar y trabajar en esta soleada península. Entiéndase el término cultural en su acepción puramente científica, antropológica, no artística, los modos en que una sociedad opera, sus hábitos y su idiosincrasia. La Contrarreforma es a España lo que la Ilustración es a Francia, la revolución industrial al Reino Unido, el romanticismo a Alemania o el liberalismo a Estados Unidos. El mayúsculo conflicto político en torno a Catalunya está acelerando los procesos de decantación política, pero también, al obligarnos a sobrerreaccionar, está poniendo de relieve en qué medida el auto de fe de la Contrarreforma es el genuino mecanismo de acción política: contrición, confesión, abjuración. La renuncia pública. No importan los hechos sino la proclamación pública de adhesión o rechazo, hasta el punto de que tal mecanismo está hoy condicionando quién sale en libertad bajo fianza y quién acaba en prisión incondicional.
El peso de la Contrarreforma en el devenir posterior de la historia de España lo ha explicado de forma lúcida el analista político Jorge Dioni López, a propósito del deficiente modelo productivo español, basado en la renta pasiva, en la apropiación y el expolio. En 2013, escribía López: “El desprecio por cualquier actividad industrial o comercial en beneficio de la renta pasiva ha sido la norma desde hace siglos y ahogar el tejido productivo para que una élite improductiva vinculada a la administración pueda seguir manteniendo su nivel de vida es una decisión clásica en la economía española. Ayer, la Mesta; hoy, las eléctricas, la banca o las constructoras. Entre pagar investigadores o profesores de religión, el gobierno opta por lo segundo”.
No es tanto un juicio de valor, sino una constatación socioeconómica que se cimenta en la historia de la Reconquista, que no fue sino la expulsión de los españoles musulmanes, inclinados a la pequeña industria agrícola (con su proverbial ingenio para el aprovechamiento del agua), y de los españoles judíos, dados al comercio, el crédito y la cultura, recuerda López. El exilio de buena parte de las poblaciones oriundas del campo español, en función no de su origen sino de su credo, convirtió la península en una gran extensión ganadera y a los señores, en tomadores de tributos. López cita a Eric Wolf y su obra Europa y la gente sin historia donde explica: “La guerra y apoderamiento de pueblos y recursos, no el desarrollo comercial e industrial, llegó a ser el modo dominante de reproducción social. Vista así, la conquista del Nuevo Mundo no es más que una prolongación de la Reconquista”.
La reforma protestante, en el fondo, convirtió en hacendosos comerciantes a los cristianos de Centroeuropa, los homologó, por así decir, a los judíos en cuanto a su ánimo de progreso social y material, mientras España abrazaba con efusión la probidad contrarreformista pactada en Trento, donde se inventó esa humillación del parroquiano llamada confesión, lavatorio moral sin coste. “Es muy fácil obrar mal y luego arrepentirse; lo difícil es arrepentirse primero y luego obrar mal”, decía el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades Marcos Mundstock, citando a Warren Sánchez. La conquista de América consolidó un modo de reproducción social, como señala Wolf, pero también una fórmula cultural basada en la ausencia de disenso, la sospecha del vecino y la verbalización de la falta. Volvemos a López: “A partir del siglo XVI, con la Contrarreforma, tener cualquier idea o iniciativa podía llevarte a ser acusado de hereje, judaizante, morisco o falso converso. También, de erasmista, luterano, calvinista o vaya usted a saber, porque también fueron perseguidas todas las formas de cultura distintas del catolicismo oficial. No leer, no pensar, no significarse; nada más español. (…) El último condenado a muerte en un proceso inquisitorial fue un maestro valenciano en 1826; no hace ni 200 años. Poco más de un siglo después de ese proceso, los maestros volvían ser muy reclamados por los verdugos. A finales del XX, tener cualquier idea nueva o iniciativa fuera de lo común aún podía llevarte frente a un tribunal. Si creen que estoy estableciendo una vinculación cultural entre la Contrarreforma y el Franquismo, están en lo cierto y, recuerden, entre el Franquismo y nuestro modelo hubo una transición, no una ruptura”.
El analista fija un modelo socioeconómico que hace que aún hoy, como todo el mundo sabe, no hay mejor forma de hacer fortuna en España que mediante un contacto con la administración, un mercado regulado, una recalificación, una concesión... Es decir, nada de progreso comercial o industrial, ni hablar de I+D+i. El franquismo incorporó de nuevo la delación al catálogo de mecanismos de acumulación patrimonial, de ahí que hoy haya tanta resistencia a suspender los actos jurídicos del franquismo: existe el riesgo de provocar una colosal desamortización, un cambio patrimonial sin precedentes que invierta el que se desarrolló durante la dictadura.
La Contrarreforma, sus mecanismos de limpieza de sangre, de adhesión probada, se deja sentir aun hoy en nuestros modos culturales, de la política al periodismo. Sobre todo, cuando la tensión político simplifica el debate. El auto de fe, que consistía en obligar al hereje, a menudo mediante terribles torturas, a renunciar a su credo infiel, sigue presente en formulaciones contemporáneas e incruentas. No se trata de convertir al reo en buen cristiano, observante de las virtudes y mandamientos reglados, sino de plantarlo ante los paisanos y obligarlo a abjurar de sus creencias y pronunciarse en favor del pensamiento único. No se trata de lo que haga, sino de lo que diga ante el pueblo. Renuncia a Lucifer.
El modo en que esto sigue siendo un factor de pureza y virtud en el mundo del siglo XXI se reveló de forma manifiesta con la aprobación de la Ley de Partidos de 2002, pactada entre José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Esta ley, que incomodó incluso al relator de Derechos Humanos de Naciones Unidas y que no son pocos los que sostienen que es manifiestamente inconstitucional, en la práctica estableció una cláusula de conciencia, algo impensable en una democracia cuya Constitución no es militante (es decir, permite perseguir fines políticos que desborden los límites de la propia Constitución, como el comunismo o el separatismo). Estableció el auto de fe.
Se vio rápidamente: en 2003 eran ilegalizadas Batasuna y Euskal Herritarrok y la alegación en su contra era “el no rechazo de la violencia como forma de hacer política”. He ahí la sutileza, la diferencia dramática que hay entre el no rechazo y el apoyo. La exigencia era que se condenase públicamente un atentado. El silencio pasaba a ser incriminatorio. No se buscaba probar vínculos culposos con el terrorismo (que es más que probable que los hubiera), porque para eso no habría hecho falta una nueva ley, sino que se les exigía condena pública de cada acto violento, y la negativa a hacerlo era causa de culpa. No está en cuestión la eficacia de la norma: es inequívoco que aceleró el fin del terrorismo. Pero fijo el auto de fe como categoría penal. Renuncia a Satanás.
Esta praxis jurídica española se hizo patente también en 2009, cuando el Constitucional estimó el recurso de amparo de Iniciativa Internacionalista, quien, para evitar su ilegalización, renunció a Lucifer. Adujo “un claro rechazo y condena del uso de la violencia para la obtención de objetivos políticos en el marco de un Estado democrático”. Así de fácil era eludir la ilegalización.
Es muy evidente el paralelismo de estos procesos con los medievales autos de fe de la Contrarreforma pero también con la forma en que el Fiscal General del Estado, el repentinamente fallecido José Manuel Maza, enfocó los interrogatorios a los presuntos sediciosos y rebeldes ex gobernantes catalanes, en el Supremo y en la Audiencia Nacional, exigiéndoles adhesión a la Constitución y renuncia a sus proyectos políticos separatistas. Renuncia a Lucifer. Más llamativo aún es que ambos magistrados, Pedro Llanera y Carmen Lamela, hicieran suyo semejante argumento sobre la pureza constitucional y lo emplearan para decidir sobre las medidas cautelares a adoptar con los imputados. Los conversos fueron mejor tratados, los silentes, a prisión.
Pero hay ejemplos mucho más elocuentes de cómo el pronunciamiento reemplaza a los actos y a los hechos. La palabra suplanta a la realidad. Quizá el más palmario sea el intercambio epistolar entre Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, tras el pleno del 10 de octubre. Puigdemont había hecho una prestidigitación verbal, a medio camino entre el tahúr y el ilusionista, en la que pedía a los diputados catalanes la suspensión de lo que no había sido declarado. Es un hecho jurídico incontrovertible que no hubo ninguna declaración de independencia ese día en el Parlament. No hubo acto jurídico alguno, como reflejan las actas y como comprobó cualquiera que escuchara al president. Sin embargo, las misivas del presidente Rajoy, bajo amenaza de suspensión de la autonomía, solo pedían que Puigdemont proclamara esa evidencia de su puño y letra. Como si todo el país viviera una alucinación colectiva, periodistas y políticos se preguntaban, ante la hoguera hambrienta, por qué el president no lo decía y salvaba su alma y su carne. Renuncia a Lucifer. No lo dijo, y está huido.
Las misivas de Rajoy a Puigdemont expresan que la sustancia de la política no es el hecho, si hubo DUI, sino el dicho, que lo proclame. La fórmula se aplica de continuo. El propio periodismo político la emplea todo el tiempo. Amén de nuestro ADN contrarreformista, opera como factor acelerante el hecho de que nuestro modelo de periodismo audiovisual se base exclusivamente en declaraciones. De analistas y de políticos. Es sintomático con qué insistencia algunos de los más conspicuos y populares periodistas del género emplean como única fórmula para ser audaces e inquisitivos la búsqueda de una abjuración o una profesión de fe. “¿Sí o no?”, oímos de continuo cuando un político se esmera en explicar que la realidad es un poquito más compleja.
En tal sentido, particularmente ofensiva es al buen cristiano la posición de aquellos que no abrazan un credo ni otro. Los interrogatorios a los promotores de la solución dialogada (los firmantes de la Declaración de Zaragoza) fueron durante semanas una reiterada exigencia de proclamación pública de que no eran cómplices del separatismo y que rechazaban una declaración de independencia unilateral ¿Sí o no? No. ¿A favor o en contra? En contra. ¿Pero en contra de verdad? Sí. ¡Renuncia a Belcebú! Un día detrás de otro.
La cosa venía de atrás. Mariano Rajoy se cansó de decir que no se podía negociar con quien no renuncie públicamente a la violencia cuando Zapatero trataba de gestionar el fin de ETA, y luego, que no se sentaría a negociar con el catalanismo si no renunciaba a su referéndum. Renuncia a Lucifer. Lo relevante del fenómeno es que no importan los hechos, solo el pronunciamiento público. Rajoy no exigió durante estos años que el Govern tomara tal o cual decisión política, sino simplemente que dijera públicamente que no habría un referéndum. Arrepentimiento, renuncia pública, confesión. Ahora que ETA ya no mata, el Gobierno dilata el cierre del proceso de pacificación y reconciliación en tanto “ETA no pida perdón”. Pedir perdón como hecho político.
Y no es un hábito exclusivo de la derecha política. Los grupos de izquierda del Congreso de los Diputados llevan años exigiendo al PP que abjure de su genealogía franquista y que condene el régimen fascista del general Franco. Renuncia a Satán. Lo vemos también en el proceso de descomposición interna del Govern de la Generalitat, en las horas previas a la aplicación del 155, que también estuvo presidido por esa exigencia de compromiso con la causa, la continua exigencia de autos de fe. Una exigencia que, por unas pocas horas, dejó fuera del tablero a Santi Vila. Él abjuró un poco antes de que todos sus compañeros abrazaron su propio acto de contrición y confesión. Los pasos de la confesión diseñada en Trento son arrepentimiento y contrición, confesión, satisfacción y absolución. Ya en verano el president Puigdemont había reclamado adhesión al martirio sacrificial. Algunos políticos de ERC se han pasado los últimos dos meses señalando como sospechosos de herejía a cuantos dudaran del credo procesista y exigiendo pronunciamientos nítidos. Renuncia a Mefistófeles. Pronunciamientos, siempre pronunciamientos.
Asumida la Contrarreforma católica como el genuino material genético de nuestra cultura política, no es raro que vivamos un rebrote de los autos de fe en estos tiempos alterados. Está en crisis la Ilustración, proclama el secretario de Estado y ensayista José María Lassalle, que la considera antídoto contra sus temidos populismos. Comporta una cierta idealización del pasado español sostener que los valores de la Ilustración retroceden, porque implica asumir que tuvieron peso significativo en el devenir de los siglos XIX y XX de este país. La suerte de los liberales de Cádiz es elocuente del amor al progreso social y político de nuestra historia moderna y contemporánea. Jorge Dioni López nos explica, en todo caso, por qué nos comportamos hoy, de nuevo, como portadores de antorchas, verdugos, delatores de la disidencia, la sofisticación y el librepensamiento: “En el siglo XXI, ya no existen los grandes relatos. Suele repetirse que murieron las ideologías fuertes que abrigaban material e intelectualmente ofreciendo, no sólo una explicación coherente del mundo, sino una línea histórica. Más que libros, símbolos u organizaciones, eran la posibilidad de sentirse dentro de algo más grande, algo que venía de lejos y por cuyos objetivos merecía la pena sacrificarse. Pero no es cierto. Sí hay grandes relatos y disfrutan de un excelente vigor. O, al menos, de una salud inesperada para el siglo XXI, ya que era el momento en el que estaba prevista su muerte o, por lo menos, un cierto declive social e intelectual. Sí existen grandes relatos porque ahí están las religiones y el nacionalismo. No han muerto todas las ideologías; sólo, las racionales”.
López profesa el pesimismo grave del lector de Historia. Sabe que cada vez que estas tierras han sido sacudidas por las olas de progreso de la historia, los lugareños amagaron un salto adelante y asustados, realizaron un inmediato salto atrás. Ocurrió con la reforma protestante, la Ilustración y hasta la explosión democrática de mediados del siglo pasado. Hoy, que lo digital ha reventado las costuras de la dinámica política y social en todo el planeta y aboca a la especie, en celebrada imagen de Manuel Castels, al fin de su prehistoria, tener presentes esos antecedentes que empapan nuestros genes es a la vez un mal augurio y un buen antídoto. Puede ser infección o vacuna. Veremos.
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