Me pongo al teclado al instante mismo de concluir (hora insular canaria) la jornada de huelga general vivida en España el día de ayer. No lo hago bajo ningún tipo de presión especial (emocional, patriótica, política o ciudadana) sino más bien movido por el impulso de descargar a través de la escritura un difuso sentimiento contradictorio de alegría y pesar al mismo tiempo. Comprendo, y me pongo, en su lugar, a aquellos trabajadores que no han secundado la huelga acuciados por la imperiosa necesidad de dar de comer a sus hijos, pagar su hipoteca o alquiler y atender a sus demás necesidades vitales mínimas y perentorias; y también comprendo, y estoy de su parte, a aquellos otros que sí se han lanzado a la calle a reclamar un cambio de política a riesgo de recibir las indiscrimanadas y democráticas patadas y porrazos de los antidisturbios y los insultos procaces, deslenguados e hipócritas del gobierno. A mi manera, modestamente, y en la medida de mis posibilidades y saberes, espero haber contribuido con mi granito de arena en el desarrollo de la jornada de protesta. Ahora toca reflexionar.
Reformar los mecanismos de representación política se ha convertido ya en cuestión de supervicencia para la democracia. Si queremos salvarla, la política tiene que estar por encima de la economía. Es la tesis central del artículo de hoy en El País: "Huelga general y democracia", de Fernando Vallespín, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid. La misma idea, más elaborada, subyacía en otro artículo de hace unos días: "¿Se puede reformar la política? ¿Cómo?", también en El País, de José Antonio Gómez Yañez, profesor de Sociología en la Universidad Carlos III de Madrid. Les recomiendo encarecidamente su lectura.
La democracia siempre ha tenido críticos y enemigos. El más famoso y más antiguo de todos ellos, Platón, en el siglo IV a.C. Una crítica y enemistad que se hace manifiesta en su República, y se suaviza en Las Leyes, probablemente a causa del fracaso vital de su propia experiencia como reformador político. Claro que de Platón para acá ha llovido mucho, sobre el mundo y sobre la democracia, sobre la cual han caído críticos y enemigos mucho más furibundos y peligrosos que él. Hay un libro, convertido ya en un clásico de la ciencia política: La democracia y sus críticos (Paidós, Barcelona, 1993), del politólogo estadounidense Robert A. Dahl, que lo deja bastante claro. Lo leí por vez primera hace justamente trece años, en noviembre de 1999, y vuelvo a él a menudo, por su claridad expositiva, y sobre todo, por su capítulo final, clarividente, que lleva el título de "Hacia una tercera transformación [de la democracia]. La democracia en el mundo del mañana. Bosquejos para un país democrático avanzado".
El libro de Dahl, lo nombra y cita elogiosamente el también profesor de la Universidad Carlos III madrileña, Andrea Greppi, un reconocido experto en el estudio de la obra y el pensamiento de Norberto Bobbio. Lo hace en su libro La democracia y su contrario. Representación, separación de poderes y opinión pública (Trotta, Madrid, 2012), que estoy leyendo ahora mismo con enorme satisfacción. A falta de esa lectura completa en curso, aprovecho para reproducir algunos párrafos de su capítulo inicial: "La democracia sin enemigos. Diagnóstico inicial: la tercera transformación. ¿Hemos tocado techo?" (págs. 9/17).
"Hasta hace unos años, al menos en la parte del mundo que se decía libre, la hipótesis tácita que orientaba la teoría y la práctica de la democracia venía a ser aproximadamente está: una democracia próspera, en la que se cumplen una serie de condiciones básicas de libertad, genera por sí misma la energía y los recursos que ella misma necesita para mantenerse en equilibrio y avanzar hacia el logro de nuevas fronteras de desarrollo democrátrico. Esta hipótesis permitía trazar programas de investigación teórica y de intervención política de largo alcance. Identificados los factores que hicieron históricamente posible la difusión de la democracia en el mundo civilizadose pensaba que habría sido posible reproducirlos en otros lugares distintos, replicando la misma experiencia. La estrategia era atractiva y prudente pero, vista en perspectiva, no deja de suscitar un profundo recelo: ¿estamos seguros de que los tiempos son propicios para seguir confiando en la hipótesis del progresivo avance de la democracia?" (pág. 13). Una buena pregunta, desgraciadamente, sin respuesta por el momento.
En la página siguiente comienzan las desagradables certidumbres: "En estos años, la cuestión de los desafíos y las fronteras de la democratización ha sido una constante en la agenda teórica y en la práctica política. No obstante, como se decía más arriba, la seguridad de hace unas décadas ha dado paso a una difusa sensación de desconcierto. El entusiasmo ha quedado relegado a los documentos diplomáticos o a las más burdas operaciones de propaganda. No es fácil resumir en pocas palabras de dónde vienen las dificultades, ni explicar por qué nadie las había previsto. Hay interpretaciones para todos los gustos", añade al final.
Más problemas. En la página 15, explicita algunos: "Hemos caído en la cuenta de que la frontera de la democratización ya no pasa por la sustitución de los últimos regímenes autoritarios o por la celebración de elecciones libres y regulares en los lugares más recónditos del planeta, sino más bien por la capacidad que pueda tener esta democracia [se refiere a la democracia representativa], la única que existe, para hacer frente a la emergencia de nuevos poderes autoritarios, radicalmente antidemocráticos porque son capaces de actuar al margen y por encima de las leyes. Un desafío que no es solo práctico, sino también teórico". Bien, ya hemos identificado al enemigo, y ahora ¿qué?, podemos preguntarnos...
Nueva reflexión del autor en la siguiente página: "¿Estamos realmente, como parece, en una situación de cambio paradigmático en el proceso de democratización? Y, en este caso, ¿tenemos la posibilidad real de orientar el proceso de cambio, de incidir conscientemente en su desarrollo?". Preguntas sin repuesta, al menos de momento, que se irán planteando a lo largo del libro.
Termino con el párrafo final del capítulo, dónde se plantea la cuestión primordial a dilucidar por la ciudadanía: "La regeneración de las instituciones democráticas -o, como se decía antaño, la profundización dela democracia- no es un lujo del que podamos desprendernos. Si los ciudadanos no tienen opinión propia, si no disponen del poder para pensar con su propia cabeza, la celebración de elecciones y los demás rituales previstos en constituciones democráticas están destinados a transformarse en contenedores huecos. Y esto es algo que no nos podemos permitir. Corremos el riesgo de que, imperceptiblemente, la diferencia entra la democracia y su contrario empiece a volverse cada vez más estrecha, hasta resultar inapreciable. Pero ¿qué es lo que tiene que suceder o qué es lo que se puede hacer para que ese pronóstico no llegue a cumplirse?". No tengo la repuesta, pero espero que la lectura de esta entrada haya suscitado su interés y su preocupación por devolver a la política y a la democracia su supremacía. En ese empeño, creo estamos de acuerdo la mayoría de los ciudadanos españoles y europeos.
El vídeo que acompaña la entrada recoge la conferencia pronunciada en abril del pasado año en Oviedo, titulada "¿Qué es la democracia?", por el controvertido profesor y filósofo español Gustavo Bueno. Lo pueden ver desde este enlace: https://youtu.be/kp3mRhTHa50
Y sean felices, por favor; a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt
El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
Mostrando entradas con la etiqueta Política. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Política. Mostrar todas las entradas
martes, 15 de noviembre de 2022
[ARCHIVO DEL BLOG] Profundizar en la democracia, cuestión de supervivencia. [Publicada el 15/11/2012]
lunes, 14 de noviembre de 2022
[ARCHIVO DEL BLOG] Políticos. [Publicada el 14/11/2008]
Político: Del latín "politĭcus", y este del griego "πολιτικός". En la quinta acepción del diccionario de la Real Academia Española, "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado"...
Hace unas semanas vi por televisión una película del director francés Claude Chabrol. Se titulaba "Le fleur du mal" (2002). La protagonista es una aún joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa. Es concejala en el Ayuntamiento de su localidad y se presenta como candidata independiente a la alcaldía del mismo. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política"...
Esta mañana volvía de llevar a mi nieto al colegio y oigo por la radio las declaraciones de un concejal del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que anuncia que van a promover la creación de un "Metro", de ocho líneas, en la capital insular. Le pregunta el locutor, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?". Y la respuesta es: "Sí, claro". Sin comentarios. ¿Políticos o imbéciles?...
Y esta misma mañana también, publica en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y ex-diputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político", que reproduzco más adelante y cuya lectura les recomiendo por su indudable interés. Dice en él, que al buen político cabe exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión... Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a él mismo: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resulte lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo. A lo mejor así se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir... Haberlos, haylos; como las meigas y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas... Sean felices, buen fin de semana. Tamaragua. HArendt
"Decálogo del buen político"
por Ramón Vargas-Machuca Ortega
La democracia no puede cumplir todas sus promesas. Cabe pedir a los ciudadanos que moderen sus demandas y a los líderes que reconozcan sus limitaciones. Lo importante es que el control esté garantizado.
Las sensaciones sobre los políticos suelen ser ambivalentes. Se les considera a la vez imprescindibles e inevitables, una necesidad y un obstáculo. Y aunque para muchos sea una evidencia su descrédito, la animosidad hacia ellos conforma una mezcla indiscriminada de prejuicios y buenas razones. Empezaremos por descartar un argumentario averiado y señalaremos, después, ciertas circunstancias de la política cuya ignorancia convierten las recomendaciones sobre buenas prácticas en otro brindis al sol.
La misma expresión "clase política" denota que el ejercicio de ciertas funciones encomendadas a los políticos los iguala a la baja en condición y estilo moral, en intereses y comportamientos. Sin embargo, la expresión no resulta más precisa que la otrora tan socorrida de "clase dirigente". Muchas de las prácticas que se imputan al ámbito de la política -sistemas negativos de reclutamiento, entornos clientelares o flujos de información distorsionada- no son privativas de ese mundo; cunden en cualquier esfera social donde se abusa de las asimetrías de información y poder. Hay quienes circunscriben su ojeriza sólo a los políticos patrios con ese castizo prurito de mirar con derrotismo a lo de dentro y papanatismo a lo de fuera. Las "clases pasivas" de la política aportan también su granito de arena insistiendo en que en su tiempo (al comienzo de la democracia) sí que había políticos de raza. Pero nada más efectivo para desacreditar el oficio que esa renovada afición a jalear las pulsiones sectarias y su temible claridad moral, para la cual los de nuestro bando resultan ángeles y los de enfrente demonios.
Cabe otro horizonte para ejercer la política, pero sin escamotear sus circunstancias e identificando sus obstáculos casi insalvables y sus tensiones irresolubles. El político mejor intencionado está forzado a oficiar la representación política en un marco institucional contradictorio, con reglas pensadas unas para la figura (irreal) del representante como mandatario individual y otras para blindar una democracia de partidos. Se exige a los políticos comportarse responsablemente, velar por el interés general, pensar a lo grande y en el medio plazo. Pero la democracia, que requiere competir periódicamente, anima a satisfacer las demandas de una clientela que, ante todo, quiere "pan para hoy" sin importarle el mañana. Me pregunto, finalmente, cómo eludir las condiciones de nuestra comunicación política, cómo sobreponerse a una hegemonía mediática que, al primar la propaganda, el escándalo y una información contaminada, resulta factor principal de la crispación. ¿Cabe dar la vuelta a una democracia punto menos que cesarista, que fomenta liderazgos personales fuertes mediante un "poder de prerrogativa", que desactiva los controles y habilita para ello una "clase (política) de tropa"?
La democracia, decían los viejos maestros, no puede cumplir todas sus promesas. La brecha entre aquello a lo que aspira y lo que obtiene aboca al descontento y a la insatisfacción. De ahí que pidieran a los ciudadanos moderar sus demandas y a los políticos reconocer el alcance limitado de sus posibilidades. Que las democracias decepcionen es, pues, natural. Pero que defrauden, no, porque mina sus fundamentos. Y resultan fraudulentas cuando las trampas al Estado de derecho dejan de escandalizar y la legalidad pierde capacidad constrictiva, puesto que toda regla resulta sumamente interpretable. Defraudan cuando en la comunicación política prevalece la charlatanería y las palabras, a fuerza de significar cualquier cosa, terminan por no significar nada: sólo sirven como munición para confundir o manipular. Pero el fraude más dañino se produce cuando los ciudadanos estiman irrelevante su capacidad de control. Constatan tal asimetría de recursos de poder a disposición de quienes les mandan o representan que los perciben como invulnerables, mientras se ven a sí mismos impotentes. Entonces se apodera de ellos el descreimiento en el sistema: una suerte de rabia sorda o pasotismo insano. Y cunde la desafección.
Es cierto que nuestras democracias no tienen sólo un problema de actores. Pero un mejor desempeño aliviaría el malestar de los desafectos que, aun decepcionados con los resultados de la política, no se sentirían defraudados por la ejecutoria de sus políticos. A estos últimos me atrevo a recomendar el siguiente decálogo de buenas prácticas:
1. No hay que contraponer políticos de profesión y de vocación. Para ejercer bien este oficio se requieren profesionales con fibra política. Promuévanse estímulos para atraer y retener a los apasionados de la política y no a quienes se acercan a ella porque no han encontrado nada mejor.
2. Un buen político no debe ser fantástico ni fanático, sino tener talento político, una mezcla de espíritu de justicia y sentido estratégico. Alguien con unos cuantos principios y contención moral para no encandilarse con ilusiones cegadoras, pero que demuestra agudeza, sentido de la anticipación y adaptabilidad. La inteligencia política se templa bregando con las tensiones insuperables de la política (la "herida maquiaveliana" rememorada por Rafael del Águila) y sabiendo operar en un campo de recursos escasos y opciones limitadas.
3. El político necesita información solvente. La complejidad casa mal con la retórica simplista y empuja a asesorarse por expertos imparciales. No para suplir ni para confirmar las decisiones del político, sino para reconocer los riesgos y evitar caminos vedados por el conocimiento.
4. El político trata de ser eficiente. Procura una relación consistente entre la decisión de realizar un propósito plausible y los medios para alcanzarlo. Nunca se propone objetivos para los que no dispone de medios adecuados.
5. El buen político no teme innovar. Pero innova para recuperar o preservar lo esencial del modelo, los componentes y funciones que dan valor a las propiedades distintivas de su proyecto. Por eso no desprecia la experiencia.
6. El buen político es decidido. Frente al irresoluto y el pusilánime, demuestra carácter. Desafía la fatalidad con el "grams-ciano" optimismo de la voluntad. Sabe también que optar es a menudo un drama; que conlleva costes y pérdidas o tener que decir a los correligionarios: ¡basta ya! o ¡hasta aquí he llegado!
7. El político tenderá a ser prudente. Ejercerá en lo concreto, consciente de que aplicar criterios de justicia en lo particular no disuelve los conflictos, sino que a lo sumo los atenúa con arreglos a medias y logros con fecha de caducidad.
8. Un político no debe ser ni cruel ni cínico, pero sí astuto. Ante la malicia que asoma en las relaciones humanas, el político necesita cautela y sagacidad. Está obligado a domeñar la espontaneidad, demostrar cierto cálculo; a no dar un paso sin decidir previamente dónde quiere poner el pie. La astucia no implica faltar a la verdad, sino contarla cuando procede; no engañar, pero no ser engañado.
9. El político debe siempre responder ante alguien y de algo (de sus acciones y omisiones así como de sus consecuencias). Las responsabilidades se diluyen cuando no hay o están desactivados los mecanismos institucionales para exigir (y tener que dar) cuentas. Ocurre, entre otras razones, porque cierta organización del poder difumina al titular de la competencia (los nacionalistas, grandes beneficiarios de un Estado "borroso"), la mezcla de poder y buena conciencia tiende a exonerar de responder (el caso de los neocons y ciertos doctrinarios de izquierda) y la independencia e imparcialidad del tribunal de la opinión pública muestran un muy mejorable rendimiento.
10. Impelido a responder, el político debe explicarse; pero no con trucos publicitarios ni propaganda infantilizada y cargada de obviedades. Al contrario, ha de persuadir de modo razonable, es decir, con razones confesables y fundadas en valores, huyendo de ese sectarismo incapaz de ver en los argumentos del adversario ni una brizna de verdad ni la menor posibilidad de convencerle en algo.
Cultivando estas disposiciones el político no obtendrá necesariamente éxitos, pero sí al menos el reconocimiento de que sus logros han sido fruto de proyectos valiosos y acciones bien hechas. (El País, 14/11/08)
viernes, 31 de julio de 2020
[ARCHIVO DEL BLOG] Resaca. Publicada el 24 de julio de 2010
Fotograma de la serie de televisión "Tremé"
Sigo con la misma sensación de resaca, de ese malestar difuso con que uno se despierta después de haber bebido en exceso. Pero el caso es yo no he bebido... Y lo peor no es eso, sino que ya me dura varias semanas, bastante más tiempo del normal, y no le veo salida alguna por el momento. De todas formas no le busquen explicaciones enrevesadas aunque en el texto que sigue parezca que hay alguna clave...
¿Han oído hablar ustedes de "Tremé"? Es una fascinante serie televisiva cuya primera temporada acaba de terminar en la cadena TNT. En sólo diez capítulos narra las aventuras y desventuras de unas serie de personajes que habitan en el barrio de Nueva Orleans que da título a la serie, el más antiguo barrio negro de Estados Unidos, unos meses después del paso del huracán Katrina. . Está dirigida por David Simon, y producida por la HBO, sin duda la más afamada, merecidamente, productora de series para la televisión. La música de jazz, soul, y de las Brass Bands, las orquestas de metales habituales en los desfiles y funerales que se celebran en la ciudad, omnipresente a lo largo de toda la serie, tiene un protagonismo especial, y no sólo porque la misma transcurra alrededor de varios personajes que se agarran a la música como única y última tabla de salvación tras la catástrofe.
Todos sus personajes resultan fascinantes, pero a mi el que más me ha encandilado, quizá porque me siento identificado con él por múltiples razones, es el de Creighton, protagonizado por un obeso y magnífico John Goodman. Creighton es un profesor universitario de Literatura inglesa, que todas las noches, desde su ordenador, lanza por Internet frenéticos mensajes de denuncia sobre la situación que está viviendo su ciudad y la incompetencia de las autoridades locales, estatales y federales para ponerle solución. Su imagen, en el penúltimo capítulo de la serie, sentado en la oscuridad de su despacho ante la pantalla iluminada y en blanco de su ordenador, incapaz de teclear algo coherente y de encontrarle el más mínimo sentido a nada, me resultó desoladora, pero muy expresiva...
Sobre la Sentencia del Tribunal Constitucional y el Estatuto de Autonomía de Cataluña creo que está casi todo dicho. Jurídica y políticamente, así que a las bibliotecas y hemerotecas les remito. Personalmente, me ha llamado la atención sobremanera, la sobredosis de dignidad ofendida de algunos, genéricamente derivada a Cataluña, el pueblo catalán y los parlamentos catalán y español, a causa de la sentencia. No creo que la dignidad de los catalanes ni de Cataluña quede menoscabada por una sentencia. Es sólo eso, una sentencia, y como tal, algo que pone fin a una controversia, y punto. Ahora toca repensar todo el asunto con mente clara y corazón frío. Lo pienso y lo digo como demócrata y como ciudadano español, como amigo y como admirador de Cataluña y de los catalanes.
No creo que tengan mayor importancia, pero me gustaría dejar brevísima constancia de algunas reflexiones personales al respecto: Primera, la desvergüenza e irresponsabilidad del Partido Popular, presentando su recurso sobre la práctica totalidad del articulado del Estatuto de Autonomía de Cataluña, como si de enmiendas y correcciones ortográficas se tratara, mientras que esos mismos artículos, idénticos literalmente en otros Estatutos autonómicos, no han merecido crítica ni recurso alguno; es algo que dice muy poco en favor de sus dirigentes. Segunda, tres años para dilucidar y llegar al convencimiento de que lo que se expresa en el preámbulo de una ley carece de valor jurídico, me parece excesivo en un Tribunal Constitucional. Tercera, que el acuerdo sobre la inconstitucionalidad de catorce preceptos del Estatuto se haya tomado prácticamente por unanimidad del Tribunal, dice bastante poco, y bastante mal, de los servicios jurídicos de los gobiernos y de los parlamentos catalán y español. Cuarta, que si un precepto del Estatuto, o de cualquier otra ley, no es inconstitucional, es que es constitucional, ¡de cajón!, por más que el Tribunal Constitucional advierta de interpretaciones posibles sobre situaciones, improbables, que aún no se han dado. Quinta, que por fin se haya aclarado de una vez por todas que no hay más sujeto soberano que el pueblo español en su conjunto es de Perogrullo, pero en buena hora sea. Sexta, que cada vez está más claro que la Constitución de 1978 necesita no sólo una "puesta a punto", sino una profunda reformulación en clave federal que permita plasmar jurídica y políticamente la existencia de una España "nación de naciones": la frase es del historiador y profesor mio en la UNED, Javier Tusell, que no creo que fuera, precisamente, un nacionalista furibundo o un izquierdista vende-patrias. Séptima, que esa reforma la lidera lo que queda de izquierda pensante en este país, -poca, la verdad-, y lo que queda de espíritu progresista en la sociedad española, -más de lo que se imagina la derecha cavernícola que aspira a gobernarnos-, o no la hace nadie. Y octava y última, que ya no se si decir que, por desgracia, o por suerte, -aunque pienso que con toda razón-, a la mayoría de nuestros conciudadanos la política de confrontación actual entre unos y otros, y la clase política en su conjunto, por decirlo con toda suavidad, se la suda, así que, o espabilan,o la próxima vez van a ir a votar los candidatos y sus familiares más cercanos en grado de consanguinidad...
Para resaca de la buena, la victoria de la Selección Española de Fútbol en el reciente campeonato del mundo celebrado en Sudáfrica. Soy incapaz de ver un partido completo, de mi equipo de toda la vida, el Barcelona F.C., o de la Selección Española. ¡Me pueden los nervios, se me dispara la taquicardia, y me arranco las uñas a mordiscos!... Sólo enciendo la televisión cuando vamos ganando y faltan, a lo sumo, dos minutos para el final. Luego, eso sí, lloro a moco tendido viendo la alegría de esos jóvenes que no saben de banderías ni sectarismos, que juegan por lo que juegan, por dinero, claro, pero también por jugar, que es lo principal, por divertirse, por divertirnos y por alegrarnos, por hacernos felices durante unos efímeros momentos que ya nadie podrá quitarnos... Y por poder oír a mi nieto de tres años gritar delante del televisor ¡eepaña, eepaña, eepaña!, como si le fuera la vida en ello... Gracias de todo corazón por ofrecernos esos momentos de alegría compartida con tantos millones de aficionados y de españoles...
De todo lo que se ha escrito sobre el partido me quedo, sin duda alguna, con el artículo de ese mismo domingo, horas antes de jugarse, que el escritor Javier Marías publicaba en el diario El País. Se titulaba "Hoy es solo hoy", que pueden leer desde el enlace inmediatamente anterior, y que era una auténtica delicia, una premonición de lo que horas más tarde iba a producirse. Merece la pena que lo lean y lo disfruten, de verdad. HArendt
España, campeona del mundo de fútbol
La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire
Etiquetas:
Archivo,
Campeonato Mundial de Fútbol 2010,
España,
J.Marías,
Personal,
Política,
Sentencia sobre el Estatuto de Cataluña,
Series de televisión
jueves, 30 de julio de 2020
[A VUELAPLUMA] Concesiones
Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press
Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín.
"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-. Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?
El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.
Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.
Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo.
La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
[TEORÍA POLITICA] El sentido de la política
"No hay plan ni planificación posible si por tal cosa entendemos la traslación mecánica, la necesaria e inmediata consecuencia de abrigar ciertas ideas o deseos, o, para el caso que nos ocupa, «teorías» -comienza diciendo en Revista de Libros el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, reseñando el libro "Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política" (Madrid, Página Indómita, 2020) del profesor Félix Ovejero-. Esto nos quiso decir, con versos que arrebatan, el poeta Ángel González refiriéndose a su existencia misma —a la de todos, en el fondo— en el poema «Para que yo me llame Ángel González» (1955), un poema que Félix Ovejero recrea como trasunto del espíritu de este libro y que yo interpreto también como trasunto del constante esfuerzo intelectual que despliega Ovejero, un pensador que, de nuevo con el verso de González, «… se resiste a su ruina, que lucha contra el viento»; un intelectual decisivo desde que aparecieron sus primeros trabajos en la revista Mientras tanto a mediados de los 80 del pasado siglo.
También es imagen poderosa para sintetizar lo que anima a Sobrevivir al naufragio la célebre metáfora del economista y filósofo austríaco Otto Neurath, quien sostuvo que la falta de asideros firmes e inamovibles en el conocimiento del mundo (en el conocimiento científico en particular) hacía que esa tarea se asemejara a la de quienes, ya en altamar, tienen que reconstruir el navío sin posibilidad alguna de volver a tierra firme y reusando los materiales ya existentes. Entre otras cosas se trata, como bien nos explica Ovejero, de la mutua dependencia del marco teórico y las observaciones: no hay datos «pre-teóricos» como no hay conocimiento de la realidad sin lenguaje, y todo ello es de proverbial aplicación y recordatorio a quienes cultivan la que pasa por ser la más «científica» de las ciencias sociales: la economía. Sin embargo, nada de todo ello implicará que hayamos de abandonarnos a los cantos de sirena del relativismo. Resistirse a ese naufragio teórico y práctico es en buena medida el mayúsculo afán de esta obra por momentos densa y siempre sugerente.
Pero basta de tratos preliminares: vayamos a la faena, la modestísima tarea de dar unas cuantas pinceladas superficiales y fugaces sobre algunas de las cuestiones abordadas en este ensayo con el único propósito de incitarles a su lectura.
¿Cómo diseñar instituciones que permitan la vida en común sabiendo que entre nosotros también habitan demonios?, se vino a preguntar Kant en La paz perpetua. Ese, no otro, sigue siendo el interrogante colosal que otorga sentido y sensatez al afán político de quienes han de representar la voluntad de la ciudadanía y actuar como gestores del bien común. Es también la viga maestra sobre la que Ovejero asienta sus reflexiones, construidas a partir de cuatro cimientos (las cuatro partes en que se divide el libro) empastados con el cemento de previas contribuciones aparecidas en publicaciones académicas diversas: la utilidad misma de la filosofía política («Perplejidades teóricas»), la relación entre el conocimiento y los valores («Certidumbres morales»), las plurales motivaciones de los seres humanos («Mimbres humanos») y la corrupción que supone el populismo («Patologías institucionales»). De todo esto hablará a continuación.
En la larga introducción que el propio autor caracteriza como «libro dentro de otro libro», Ovejero describe su epifanía —seguramente no la primera— al respecto de los usos bastardos de la ideología política y de su muy magra «utilidad práctica». Hablamos de la llegada al poder del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (un don nadie parlamentario) y la necesidad sobrevenida que tuvo de insuflar chicha teórica al «proyecto socialista» en un momento crítico para el partido que había sido hegemónico en España durante más de una década. Y es que ocurría, narra Ovejero con una punta de nostalgia, que cualquier hueso ideológico parecía servir para el caldo que se quería ofrecer al electorado: de la llamada Nueva Vía —la «nada nadeando»— al «socialismo libertario» —el fruto de una confusión semántica, al modo de la designación de Julio Rodríguez como ministro franquista de Educación— y de ahí al «republicanismo», precisamente donde al autor le duelen prendas pues ha sido un firme propagador y defensor de ese corpus teórico, una concepción política que tiene también en el filósofo irlandés Philip Pettit —quien llegó a «auditar normativamente» al gobierno de Zapatero— a uno de sus valedores contemporáneos más conspicuos. El hecho es que, como el lector sabe bien, Zapatero logró la victoria en 2004 y se convirtió en presidente del gobierno, aunque no parece que fuera porque, cual Cicerón redivivo, nos lograra convencer de la necesidad de implementar la libertad como «no-dominación» (la divisa del republicanismo) sino por esa confluencia de azares, despropósitos y tragedias que supuso el terrible atentado del 11-M. También de algunos propósitos, qué duda cabe.
¿Qué relevancia tienen pues los idearios para la política? La pregunta se produce en ese contexto de, a juicio del autor, malbaratamiento del republicanismo, pero también en un momento en el que las Humanidades, entendidas en un sentido amplio que engloba la sociología, la ciencia política y la filosofía (y sus apéndices pintureros como «Racial Studies», «Women’s Studies» y análogos legatarios de los «estudios críticos»), se refocilan en unos modos que el autor no duda en calificar de oscurantistas. Es el diagnóstico, que no ha perdido vigencia, en que ya abundaron, entre otros, Alan Sokal y Jean Bricmont en Fashionable Nonsense, Roger Scruton en Fools, Frauds and Firebrands o, con mayor enjundia y alcance, Steven Pinker en The Blank Slate.
Tomen alguno de nuestros problemas sociales más acuciantes, en buena medida los de siempre, los relativos a la desigual distribución de recursos, oportunidades y poder entre los seres humanos, y comprobarán que el abordaje «crítico» hoy prevalente tendrá como ingrediente al menos alguno de los siguientes: la sospecha recelosa sobre la predicación de cualquier rasgo universal de la naturaleza humana (si es que no ésta misma) de la que se pueda dar cuenta como factor explicativo de los fenómenos sociales más allá de la perspectiva, intereses, posiciones o «relaciones de poder» que medien entre los sujetos; la consideración, derivada de lo anterior, de que toda realidad es un «constructo social»; una retórica que, cuando no es impenetrable, está poblada de términos fetiche («interseccionalidad», «estructural», «sistémico») raramente explicitados en su contenido y alcance semánticos, para los que nunca se dispone de métrica, pero que operan como necesaria aduana de la corrección académica y política del discurso; un afán siempre «práctico», que se manifiesta en la exacerbación de la célebre XI Tesis sobre Feurbach de Marx («no se trata de interpretar sino de transformar el mundo»), una forma de compromiso que hace imposible e indeseable la pretensión de «neutralidad». Con ello, la empresa intelectual acostumbra a padecer de una descomunal falacia «moralista»: como las cosas deberían/no deberían ser así (singularmente contrarias a un inflacionario catálogo de derechos humanos), las cosas son/no son así. La ciencia tirada por la borda.
Se trata del género que Robert Nozick bautizó perspicazmente como «sociología normativa» y que hoy vemos tan abrumadoramente asumido en los departamentos universitarios y en las cámaras legislativas. Algunos ejemplos: la acción de X (hombre) de matar a Y (mujer y pareja o expareja de X) es siempre una instancia de la «violencia de género» (prohibido decir «doméstica» en España), es decir, de la violencia ejercida contra las mujeres «por el hecho de ser mujeres». Nunca lo es por ninguna otra razón, y la causación alternativa posible ni siquiera habría de ser susceptible de indagación. Y lo mismo si un policía blanco mata a un individuo de raza negra. O sea: el machismo «mata», así como «el racismo mata» porque EL machismo/racismo (no concretas instituciones, prácticas o actitudes individuales) o LA estructura o EL heteropatriarcado (no ose preguntar nada acerca de los detalles de tales constructos) existe; como el éter o el flogisto, me temo.
Se trata, nos recuerda Ovejero, de la misma mirada desabrida sobre los hechos, las ideas (y la compleja relación de causalidad que media entre ellos) que oficia cuando se denuncia que el comunismo «causó» 100 millones de muertos; o cuando se cree, con idéntico voluntarismo ideológico, que el actual Estado del Bienestar fue diseñado en la pizarra de Lorenzo Von Stein, o que la teoría marxista del valor-trabajo —falsada por lo demás— conlleva necesariamente el exterminio de los kulaks o la Revolución cultural en China.
Así pues, la teoría política se degrada por efecto de un uso meramente ornamental, o de una normativización inatenta a los hechos y a lo que la ciencia tenga que mostrar, o porque se abandona a la creencia de que la política se agota con la aplicación de principios morales, y que los buenos políticos son aquellos que albergan las buenas intenciones, una concepción —el «buenismo político»— que el autor resume y formula en doce tesis.
Ninguna de ellas es realizable por razones diversas: ni la Constitución española, ni ninguna otra, se redacta tras una discusión en un seminario de Princeton en el que los constituyentes actúan tras el velo de ignorancia rawlsiano, ni hay administración pública que pueda abdicar de la ética de la responsabilidad tratando de maximizar el bienestar agregado de la ciudadanía. No, la política adulta asume que nuestro barro cognitivo es el de la «bounded rationality», los sesgos, la adolescencia de muchos ciudadanos y su depredación interesada y a la vez calculadora. Con estos estos bueyes (no se me ofendan) tenemos que arar, siendo las apelaciones a «la educación» burdos consuelos infantiles cuando no la antesala de barbaries totalitarias del tipo de las cubanas Unidades Militares de Ayuda a la Producción en las que miles de gays fueron «reorientados».
Todo lo anterior no implica abrazar cínicamente la realpolitik y despachar todo principio, sino actuar cabalmente a partir de nuestras disposiciones y con el trasfondo, sí, de algunos ideales (que, de otra parte, siempre pueden entrar en conflicto), o sea, justo la senda que diverge del tipo de populismo que, como nuevo fantasma, domina la arena política en los últimos tiempos; una deriva inevitable, un «subproducto genuino de la democracia», nos advierte el autor, pero a la que en todo caso conviene resistirse. Y eso significa ser conscientes de que operamos políticamente bajo la «lógica de Juncker» (en referencia al que fue comisario europeo, quien afirmó célebremente: «sabemos lo que hay que hacer pero no sabemos cómo hacerlo y ganar las próximas elecciones»), al tiempo que no podemos permitirnos renunciar a la discusión racional sobre los principios, principios que, para el caso de Ovejero, siguen siendo los de la lectura republicana del ideal revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad (y unidad indivisible de la patria, aunque sea accidentalmente lograda). Y no habrá seguramente en esa tríada (o cuaterna) prioridad lexicográfica rawlsiana.
Toca ir concluyendo. Iniciaba estas páginas observando cómo la lectura de Sobrevivir al naufragio inevitablemente evoca la metáfora de Otto Neurath. A esa evocación se me ha sumado, al pasar la última página (de una edición cuidadísima, por cierto, como todas las de esta magnífica editorial que capitanea Roberto Ramos), la de aquellos característicos personajes de las viñetas de Forges: los náufragos sentenciosos. Ovejero bien pudiera ser uno de ellos, el Robinson que tras haber estado arremangado en el barco apretando las tuercas de la teoría y de la práxis, perfilando el materialismo dialéctico con la lija del marxismo analítico, limpiando el motor de la izquierda de las impurezas del nacionalismo etnicista, alertando de su deriva reaccionaria, después, incluso, de animar a la creación de un partido político en Cataluña que ha servido de tabla de salvación del constitucionalismo democrático y de tantos ciudadanos condenados a galeras por la hegemonía nacionalista, después de todo eso, digo, Ovejero se ha retirado a nado, y, desde la atalaya de esa isla en la que ahora oficia como observador y comentarista de la jugada, nos lanza este conjunto de reflexiones cual mensaje en la botella. Y lo hace como acostumbra: con un lenguaje preciso y bello por inusitado (¿en qué página encuentran ustedes hoy el adjetivo «amostazado»?) y una capacidad divulgativa prodigiosa. Sólo gentes como nuestro autor, que saben bien de lo que hablan y escriben, pueden introducir con tanta facilidad las implicaciones del equilibrio de Nash o el Teorema de Bayes en la bocana de nuestras entendederas. En esta nueva botella de Ovejero no encontrará el lector la fórmula precisa con la que lograr ese equilibrio que evita la resignación y no corrompe el alma o las ideas que valen la pena; pero sí los fragmentos de una posible hoja de navegación, incluso una línea de horizonte hacia la que seguir avanzando, aunque sea entre las sombras y las eventuales tempestades de esta polis nuestra de la que no cabe desanclarse del todo".
La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
domingo, 26 de julio de 2020
[PARLAMENTO] Diario de Sesiones. Julio, 2020 (IV)
Las Cortes Generales, conformadas por el Congreso de los Diputados y el Senado, representan al pueblo español. Ambas Cámaras ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución.
Desde los enlaces de más abajo pueden acceder a los Diarios de Sesiones respectivos del Congreso de los Diputados y del Senado, y en su caso, de las Cortes Generales, tanto en su versión de texto como en vídeo.
I. CORTES GENERALES
Miércoles, 22 de julio
Comisión mixta para el estudio de las adicciones. Diario / Vídeo
II. CONGRESO DE LOS DIPUTADOS
Lunes, 20 de julio.
Comisión de ciencia, innovación y universidades. Diario / Vídeo
Martes, 21 de julio
Sesión plenaria. Diario / Vídeo
Comisión de justicia. Diario / Vídeo
Comisión de sanidad y consumo. Diario / Vídeo
Miércoles, 22 de julio
Sesión plenaria. Diario / Vídeo
Jueves, 23 de julio
Comisión de ciencia, innovación y universidades. Diario / Vídeo
III. SENADO
Sin sesiones
Desde los enlaces siguientes pueden acceder a las páginas electrónicas oficiales de las principales instituciones políticas nacionales, europeas y locales de Canarias.
INSTITUCIONES EUROPEAS
Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria
Por último, desde estos otros enlaces pueden acceder a las agendas previstas para la semana próxima tanto en el Congreso como en el Senado, a la programación semanal de RTVE sobre las actividades oficiales del Rey y de las Cortes Generales, y desde este otro, al blog de estas últimas sobre el 40º aniversario de la Constitución.
La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Suscribirse a:
Entradas (Atom)