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sábado, 11 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] De frente



Napalm. Vietnam, 1972


Tanto mirar por la ventana, y resulta que no queremos ver la muerte. Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña víctima del napalm en Vietnam, pero a la muerte hay que mirarle de frente y sin tapujos, comenta en el A vuelapluma de hoy [Mirones y cobardes. El País, 10/4/2020] la escritora y periodista Berna González-Harbour.

En Postguerra, -comienza diciendo González-Harbour- un libro monumental, rotundo, creciente en el tiempo y equivalente a una Novena sinfonía de Beethoven si cupiera ese trasvase entre artes, Tony Judt relata cómo los alemanes volvían la espalda a la pantalla cuando en los cines les obligaban a ver imágenes de las víctimas del nazismo. Reían incluso con esa risa nerviosa de quien no sabe cómo reaccionar. Habían pasado ya muchos años desde el fin de la guerra y buena parte de Alemania aún no quería ver los campos de concentración, que era como ver su consentimiento, su inacción.

La digestión de las tragedias lleva tiempo y lleva distancia, tanta como para mirarlo sin quemarse en el fuego ya apagado, pero no tanta como para vivirlo como algo ajeno. También la Guerra Civil española requirió décadas y generaciones para llegar a una aproximación colectiva más extensa, aunque nunca suficientemente compartida. Soldados de Salamina, de Javier Cercas, ejemplificó ese interés de los nietos por acercarse a lo que tantos padres habían eludido, por dolor, por miedo o por indigestión. Los girasoles ciegos de Alberto Méndez acompañó esa etapa, como la recuperación y el éxito de las obras de Chaves Nogales o Arturo Barea tantas décadas después de su escritura, como la de tantas obras de víctimas del Holocausto. La incapacidad de mirar de frente la tragedia.

Salvando todas las distancias que guardan una dictadura o una guerra con una pandemia, empezamos a padecer el mismo síndrome: no queremos ver la muerte, mirarla a los ojos. Una fotografía divulgada estos días de los ataúdes sobre la pista de hielo en la que hemos patinado con nuestros hijos generó estos días un diluvio de críticas acaso comprensible en un mundo que se ha acostumbrado a los ataques con drones sin que veamos a quién le cae la bomba, pero incomprensible en una sociedad adulta. Los líderes terroristas ahora caen por un misil lanzado desde un lugar a salvo, como los refugiados de hoy pueden desfallecer en un barco a metros de un país cuyos líderes ganan votos insultándolos sin mirarlos.

Pero hay que mirarlo de frente, sin reparo. Hay que saber por qué los sanitarios pueden quedar muertos, exhaustos o traumatizados. Por qué decenas de miles, acaso cientos de miles de seres queridos de los fallecidos, van a lamentar no haberles abrazado una última vez. Por qué nuestro mundo occidental perfecto y seguro no lo era tanto. Hay que mirar a la muerte ocasionada en una boda por un dron fallido, como hay que mirar esos ataúdes que se alinean sobre hielo antes de optar por violar el estado de alarma para ir a la casita de campo.

Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña vietnamita desnuda en la carretera tras el ataque de napalm. Hasta Facebook la habría censurado. Pero hay que mirar a la muerte. A ver si tanto asomarnos a la ventana a ver perritos o a la pantalla a ver las aceitunas de los amigos nos impide ver la realidad. A ver si somos mirones, y además cobardes".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 26 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Emociones





Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, afirma en el A vuelapluma de hoy ["Contagio emocional". ABC, 24/3/2020] el filósofo Javier Moscoso. 

"En uno de los cuentos más emblemáticos de Edgar A. Poe, -comienza diciendo Moscoso- el detective Dupin resuelve el misterio de un chantaje, no mediante la aplicación del razonamiento lógico, sino a través de la identificación empática. En «la carta robada», que así se llama este maravilloso cuento, Poe defiende que, para averiguar los pensamientos de otros, no hay nada como comenzar por acomodar nuestras expresiones faciales a las suyas, y esperar a que los mismos sentimientos afloren en nuestro corazón. Por boca del avezado Dupin, el escritor se pregunta si los grandes moralistas, desde Maquiavelo a La Bruyère, no fueron tal vez más que personas dotadas con esa capacidad de hacer brotar en su interior los pensamientos y sentimientos de otros. Tiempo antes de que el filósofo Adam Smith estableciera que la simpatía era el fundamento de la sociedad civil, el suizo Albrecht von Haller, fundador de la fisiología moderna, le había cortado la cabeza a un buey para estudiar sus movimientos post-mortem. Cuando vio brotar una lágrima del ojo del animal, juró que jamás repetiría experimento semejante.

En los tiempos que corren, habría que reconocer que el drama de la nueva pandemia posee una dimensión psicológica y emocional que no puede desatenderse. Las medidas de distanciamiento social, que no son sino una forma suave de llamar al confinamiento, producen un efecto similar al del náufrago atrapado en su isla, aislado y, sin embargo, responsable de mantener sus rutinas cotidianas, sus valores morales y sus virtudes económicas. La circunstancia de que Defoe escribiera tanto un libro sobre la soledad de un náufrago como un diario de la peste nos hace ver hasta qué punto la relación entre el aislamiento y la pandemia, entre los individuos y sus referentes emocionales, no pueden olvidarse en tiempos de tragedia. Dentro de poco seremos capaces de derrotar la enfermedad, pero tal vez pasemos por alto lo que podíamos haber aprendido de nosotros mismos. Hay que recordar que, desde los tiempos de Tucídides, o incluso desde que Apolo castigara a los griegos con la peste, las grandes visitaciones, como se llamaba a estos episodios, nos han puesto en la necesidad de movilizar no solo nuestros conocimientos, sino nuestros recursos emocionales. Nada extraño por otra parte, puesto que no hay relatos sin emociones ni enfermedad humana sin relato. Así que, a medida que avanza la enfermedad, también afloran los sentimientos. Y no todos son bienvenidos ni carecen de consecuencias. Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, de las cuales la historia nos proporciona innumerables ejemplos.

Para empezar, nuestra situación presente puede parecernos única, pero no lo es en absoluto. La gran pandemia de este año, como la peste de 1665, como cualquier otra, no distingue fronteras. Por el contrario, es un fenómeno propio de la globalización que algunos juzgarán cosa de ahora, pero que en realidad ha sido cosa de siempre. Por muy extraño que les parezca a algunos, nunca hemos estado solos. De ahí que hayamos tenido siempre la tentación de pensar que la enfermedad viene de lejos. Al describir la peste que asoló Atenas en el siglo V antes de Cristo, el historiador Tucídides explicaba que la epidemia había surgido en Etiopía, más allá de Egipto. De los valles del Nilo había llegado a Libia, desde donde se extendió por el Peloponeso. Tampoco innovamos demasiado en las soluciones. En la peste de Florencia de 1348, que dio lugar al Decameron, Boccaccio explicaba cómo, para combatir la enfermedad, algunos ciudadanos prefirieron apartarse de cualquier otro ser humano y encerrarse en sus casas; otros optaron por la satisfacción de sus más diversos apetitos y hubo también quien, ante la rapiña y el desorden, prefirió abandonar sus posesiones, buscando refugio en el campo. Como en la peste de Londres de 1665, sobre la que escribió Defoe en 1722, la llegada de la epidemia propiciaba, antes como ahora, una nueva relación de los ciudadanos con la autoridad, así como una forma de enfrentar de manera individual y colectiva la experiencia de la tragedia. Tampoco faltan, en cualquier acontecimiento que cuestione o suspenda provisionalmente el orden social, las acusaciones veladas o explícitas. Fuera de la lógica del castigo divino, con la que Apolo castigó a las griegos en la Ilíada, la naturalización de cualquier fenómeno disruptivo ha pasado, históricamente, por el señalamiento del otro, hasta el punto de que el drama de la pandemia ha servido muchas veces de abrevadero del odio y del fanatismo. La historia de la xenofobia y de la peste se han encontrado muchas veces, aunque no siempre bajo la bandera de la discriminación racial. Baste recordar que en los comienzos de la epidemia de sida, tampoco faltaron voces dispuestas a explicar la desgracia por la orientación sexual de los enfermos.

Puesto que la visitación supone una ruptura del universo normativo, es lógico que afloren los sentimientos de pertenencia grupal, ya estén animados por el amor o por el odio. Los aplausos y las caceroladas que se escucharon hace unos días en algunas ciudades de España tienen orientación política muy diferente, desde luego, pero ambos fenómenos obedecen a la misma necesidad, la de construir un orden emocional que sostenga el espectáculo de la tragedia. Ya sea como reconocimiento o como señalamiento, el gesto subraya la urgencia de aunar los vínculos de pertenencia grupal, mediante la movilización de pasiones, incluso contradictorias.

Al contrario que Robinson Crusoe, que tenía que hacer esfuerzos por mantener viva la civilización, aun estando solo, los protagonistas del año de la peste deben intentar no sucumbir a las pasiones ficticias, ni a las emociones inmoderadas. Es decir, deben evitar convertirse en salvajes, aun estando juntos. El alegato de Defoe a favor de las medidas impopulares que sirvieron, en lo posible, para contener la epidemia, forman parte de la lógica británica del «Keep calm and carry on» (mantenga la calma y siga adelante) que tan buenos resultados produjo durante los bombardeos de Londres en 1940. Bajo la forma de lo que los psicólogos denominan «contagio emocional», que los antiguos llamaban «ósmosis» y los modernos «simpatía», los seres humanos reconocemos nuestro carácter gregario, hasta en condiciones de confinamiento. Ahora bien, el contagio emocional en tiempos de epidemia, que nos lleva a arrojarnos sin control sobre los rollos de papel higiénico, es tan peligroso como el contagio viral, pero al contrario que este último, puede ser modulado. No es una imposición de la naturaleza, sino un factor humano que puede y debe regularse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 24 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Humanización



UCI en el Hospital La Paz, Madrid. Foto de Getty Images


Miles de familias -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Cuando la guerra te toca". El País, 21/3/2020] la escritora Ana Fuentes- en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós

"Estaba viviendo esta pandemia de manera virtual, -comienza diciendo Fuentes- siguiendo la evolución de los datos desde mi ordenador. Hasta que hace una semana me estalló en la cara y todo se volvió real: mi padre dio positivo. Se lo contagiaron en el hospital cuando estaba a punto de recibir el alta por otro achaque. Murió ayer. No pude despedirme de él.

Nací en 1980. Los de mi generación estamos curtidos en crisis, en reinvención profesional, en emigración. Hacemos equilibrios sobre una baldosa cada vez más pequeña. Pero, privilegiados europeos, de guerra no sabíamos nada. Y de duelos virtuales, menos. Miles de familias en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós.

En el frente no hay suficientes armas. Como el escuadrón que limpió Chernóbil, 34 años después muchos de nuestros sanitarios están yendo a trabajar sin protección. Hace unas semanas nos llegaban las imágenes de cadáveres apilados en China y de enfermeras con crisis de ansiedad por la falta de recursos; hoy son profesionales italianos con bolsas de basura en los pies y doctores franceses que ruegan que alguien les mande mascarillas decentes: las pocas que tienen son como coladores. Médicos españoles que dan por hecho que tanto ellos como sus compañeros están infectados, pero cómo no van a doblar un turno más.

Esta, no nos olvidemos, es también una carrera de fondo contra la deshumanización. Vamos a pasar meses viendo caos desde nuestras pantallas. Tendremos todas las emociones a la carta y podremos desconectar de ellas cuando queramos. Al mismo nivel, consejos contra el aburrimiento, bromas, declaraciones de amor y condolencias. Habrá que filtrar para que todo ese ruido no nos deje sordos y sigamos pudiendo discernir y priorizar.

No hay tragedia sin catarsis. Cuando todo esto acabe, llenaremos las plazas y correremos campo a través hasta que nos duelan las piernas. Les explicaremos a nuestros hijos que este paréntesis de irrealidad también trajo cosas buenas, porque los adultos estamos para eso, para buscarlas.

Celebraremos estar vivos y nos daremos lo que los muertos no han tenido: abrazos y piel. Te quiero, papá. Que voy a abrigarme y no voy a perder las gafas. Para esta guerra no estábamos preparados".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 30 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Oír la luz




Dibujo de Eva Vázquez para El País


El nuevo milenio nos ha puesto todo al alcance de un clic, lo que es una maravilla de la modernidad, pero nos ha arrebatado el deseo que teníamos en el siglo XX de tener un disco específico, comenta el escritor Jordi Soler.

Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón”, nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, “además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz”.

Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos.

Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.

La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite.

Los libros, igual que la música, estaban asociados al soporte físico que los contenía: una portada, el peso, el olor...

En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música.

Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta.

En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música.

El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave.




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martes, 20 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El mar



Fotografía de Manuel Bruque para El Mundo


El mar es ese lugar en el que un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo, escribe el poeta y periodista Antonio Lucas.

En algún lugar, comienza diciendo Lucas, lo dejamos escrito: "Cuando un hombre observa el mar amplía la nostalgia de sí mismo". El mar es una conciencia individual y cada sujeto se adentra en él a su manera, haciendo con el pecho una frontera de agua. Es difícil tener una sola idea del mar, y esa falta de dogma se nota. En la orilla hemos visto naufragar olas, hemos levantado promesas, hemos gozado amores que juramos guardar toda la vida, sin saber aún qué era la vida más allá del perímetro de esta bahía. Al mar uno llegaba para inundarse con un apetito lúdico de desalmado.

Con la edad las células del cuerpo se sobrecargan y degeneran, pero algo permanece en lo hondo del cerebro más allá del desengaño de envejecer: los días acumulados en ese mismo mar lleno de música y tiempo, lento de oficio y querencia, quieto de mar y regresos donde fundaste una parte de tu existencia y a donde cada año vuelves para desenterrar al muchacho que creíste ser con el corazón un poco apache.

En el mar se concentra también el desafío de verte como ya nunca serás. Un día fuiste cualquiera de esos niños que hoy combaten las olas entregados al hermoso oficio de mantenerse en pie. Entonces no había más amenaza en el mundo que la vida adulta de la orilla, donde se daban órdenes que sólo el agua podía alisar y resbalaban por la piel como un excedente que desobedecer. Dentro del mar, la primera lección era la grandeza de la adversidad o la promesa de la aventura. Sucede así cuando el mar es la otra boya de tu biografía. La bandera azul de una buena porción de lo vivido. Los pequeños triunfos. Los fracasos. La calma. La inquietud. La soledad. Algunos ratos memorables en buena compañía. La lección del mar es sentirse vivo. Y a lo mejor por eso no hay concepto más preciso que una playa ni ceremonia más inconcreta que el mar.

A cierta edad la memoria y la imaginación son la misma cosa. Si ahora pienso en aquellos veranos de Mazarrón sé que hay algo en lo recordado que probablemente no viví. Pero es tan intenso como lo otro, pues recordar consiste en tenerlo todo ya inventado. Cuanto sucede en el mar se revive siempre por acumulación, como si algo de aquel mundo perdido fuese a resucitar de nuevo con un resplandor que contradice tanta vida aperreada. Así pasan los años, con una playa del otro lado del invierno esperando a concretarse cada verano. Ahí donde un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo. Ahí donde un niño desconoce el miedo y aún es inmortal.





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lunes, 29 de julio de 2019

[PENSAMIENTO] El arte de amargarse la vida




   
En dos entregas sucesivas a lo largo de los meses de mayo y junio pasados, el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio escribió sobre el arte que tenemos los humanos para amargarnos la vida, tomado como punto de referencia y comentario para ello el famoso opúsculo de Paul Watzlawick que da título a esta entrada: El arte de amargarse la vida (Herder, Barcelona, 2013)Tengo dudas razonables si un asunto como este tiene marco adecuado para publicarse en esta sección del blog dedicado al pensamiento humano. Al final la he dejado aquí, a pesar de que persisten mis dudas. Espero que les resulte tan interesante como a mí.

Teníamos hace unos años en la misma planta en que vivíamos, pero en el piso de enfrente, comienza diciendo Núñez Florencio, un vecino hosco y cabizbajo cuyo tono de voz nunca llegamos a conocer por la sencilla razón de que no abría la boca para articular frases o unas míseras palabras, sino tan solo para emitir una especie de gruñido más emparentado con el ruido animal que con la voz humana. Le decíamos «buenos días» o «buenas tardes» y él contestaba –si a aquello se le podía llamar contestación– con un «grrrrrrr» más o menos prolongado, siempre sin mirar a los ojos y casi sin levantar la vista del suelo. Al cabo de unas semanas mi mujer y yo nos referíamos a él de modo habitual, con más ánimo descriptivo que injurioso, como «el cerdo». Lo cierto es que además estaba bastante orondo y un tanto desaseado –para decirlo con elegancia–, razones que coadyuvaban a que el epíteto le cuadrara de modo tan natural y espontáneo que en alguna ocasión a punto estuvimos de nombrarlo de esa manera delante de otros vecinos. El «cerdo» desapareció de nuestras vidas un día, de modo tan silencioso como había llegado y el piso de enfrente –que debía de tener una especie de maldición– pasó a ser ocupado por una pareja no excesivamente joven pero tampoco muy mayor, que se caracterizaba por las discusiones domésticas a voz en grito a partir de las diez de la noche y hasta aproximadamente las tres o cuatro de la madrugada. Todos los días o, mejor dicho, todas las noches: «¡Hijaputa, que te voy a matar!» era lo más suave que escuchábamos. De ahí para arriba. Pero como no pasaba nada, al final nos acostumbramos.

Cuando nos los encontrábamos en el portal, en la planta o por las escaleras, ella –siempre muy arreglada, con un maquillaje algo ostentoso– sonreía como si fuera la persona más feliz del mundo, tratando obviamente de disimular con aquel rictus a todas luces excesivo e impostado la penosa situación doméstica. Era como si llevara colgado un cartel diciendo «sonrío, pero no te lo creas». Él, en cambio, era de natural agresivo. En contraposición al «cerdo», este no gruñía, sino que arrojaba los «buenos días» o «buenas tardes» como si de un escupitajo se tratara. Vestía de modo impecable, con traje y corbata: debía de ser un alto ejecutivo. A veces coincidíamos en el ascensor. Ustedes, como casi todos, saben lo incómodo que resulta compartir ese escaso metro cuadrado con un vecino con el que uno no tiene nada de lo que hablar, sobre todo cuando uno vive en un piso alto, como era nuestro caso, y el ascensor se demora unos interminables treinta o cuarenta segundos. Evitándonos la mirada y, por decir algo, yo decía por ejemplo «parece que ya llega el buen tiempo, ¿eh?», a lo que él contestaba «la mierrrrda del calor»; si decía «¡qué viento hace!», entonces era «el puto invierno» o, si no, «la jodía lluvia»: daba igual. Me recordaba a un viejo amigo de la Facultad, un gigantón que tenía tan mala leche que, según decía mi mujer, si «se chupa, se envenena». Pues bien, ese amigo que, en el fondo yo creo que me quería mucho o, al menos, me apreciaba, me saludó una vez con gran efusividad después de años sin vernos. Me estrechó con tanto ímpetu que pensé en el abrazo del oso: si aprieta un poco más, me deja en el sitio. Tenía tan interiorizada la agresividad que era violento cuando pretendía ser cordial.

Hay sujetos tan amargados que uno tiene que ponerse en guardia incluso cuando manifiestan la mejor de las intenciones. Son aquellos a quienes bien podría aplicárseles la conocida coplilla de Manuel del Palacio: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Torroba. / Y se me ocurre pensar: / ¿Quiere verse sin joroba, / o nos quiere jorobar». Una variante de estos supuestos benefactores de la humanidad la representa el también famoso Juan de Robres de los versos de Juan de Iriarte: «El señor don Juan de Robres, / con caridad sin igual / hizo este santo hospital / y también hizo los pobres». Se dice normalmente que toda esta tropa, los envidiosos, los resentidos y los malhumorados en general llevan en el pecado la penitencia. No lo dudo, pero en el camino hacen la vida imposible a todos aquellos que transitan a su lado. Como dice un conocido mío, un sujeto avinagrado del que procuro apartarme lo más rápidamente que puedo, «yo estaré amargado pero, ¡y lo que jodo!» Pensaba yo en todo esto mientras leía ese famoso opúsculo de Paul Watzlawick que lleva por título El arte de amargarse la vida (original de 1983, pero hay varias ediciones posteriores, como esta de la editorial Herder). La amargura de la que trata Watzlawick es tan aleccionadora como la estupidez que disecciona Carlo Maria Cipolla  o la felicidad que aborda Julian Barnes. Los tres autores citados, por otro lado, tienen mucho en común, empezando, naturalmente, por un sentido del humor que hace más pensar que reír.

Lo primero que me hizo pensar en el último de los autores citados, Julian Barnes, es una frase que se encuentra al comienzo: «no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos». Nos pasamos la vida, dice Watzlawick, buscando la felicidad, creemos que persiguiéndola terminaremos por darle alcance, y lo peor que puede sucedernos es que la encontremos, porque de ese modo comprobaremos que la felicidad al fin conseguida deja rápidamente de proporcionar felicidad (si es que en algún momento la proporciona). Tanta literatura en torno a la felicidad no nos ha dado una obra maestra comparable a las que existen sobre la muerte, la desgracia, las calamidades y los infortunios. Cuando puede establecerse la comparación en un mismo autor, no hay la más mínima duda: por ejemplo, «el Infierno de Dante es incomparablemente más genial que su Paraíso». Más o menos viene a ser lo mismo que yo he oído expresado en términos más pedestres: «el Cielo debe ser aburridísimo y, por lo menos, en el Infierno se está calentito». Pero, más allá de las proclamas escatológicas, lo cierto es que aquí, en la tierra, necesitamos al menos una dosis diaria de desdicha. No hay nada más aburrido que un día perfecto y, si usted, querido lector, es capaz de soportarlo, le reto a que aguante otro día perfecto igual y luego otro y otro, a ver hasta cuándo aguanta: «No nos hagamos ilusiones: ¿qué seríamos o dónde estaríamos sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a rabiar, en el sentido más propio de esta palabra».

Ahora bien, sentadas estas premisas, la cuestión no es que a uno la vida le amargue por pura casualidad. Por supuesto, la vida nos amarga la vida a todos, pero no se trata de esto, al buen tuntún. Watzlawick lo expresa muy bien: arrastrar una vida amargada está al alcance de cualquiera, «pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende, no basta tener alguna experiencia personal con un par de contratiempos». Insisto, estamos hablando de un arte y, como todo arte, tiene sus reglas. En el fondo, el librito de Watzlawick puede leerse como el negativo o la contrafigura de esos libros de autoayuda que nos prometen desde la portada cómo alcanzar el éxito o conseguir una vida feliz. Para empezar, pueden hacerse ejercicios con el pasado: «Según dicen, el tiempo sana las heridas y los sufrimientos. Puede que sea cierto, pero no importa que nos alarmemos. Pues es perfectamente posible escudarse contra esta influencia del tiempo y convertir el pasado en una fuente de amarguras».

Además, una de las grandes ventajas de aferrarse al pasado es que de ese modo apenas nos deja tiempo para ocuparnos del presente. Mirar hacia atrás, como la mujer de Lot en la Biblia, puede proporcionarnos maravillosas oportunidades: para perderlo todo. Y hablando de pérdidas, déjenme que les reproduzca la anécdota que se menciona en el libro, aparentemente un chiste, pero con mucha más enjundia de lo que parece: «Un borracho está buscando con afán bajo un farol. Se acerca un policía y le pregunta qué ha perdido. El hombre responde: “Mi llave”. Ahora son dos los que buscan. Al fin, el policía pregunta al hombre si está seguro de haber perdido la llave precisamente aquí. Este responde: “No, aquí no, sino allí detrás, pero allí está demasiado oscuro”». Ahora apliquen la enseñanza derivada del caso a sus propias vidas. Si lo ven muy complicado, el autor les ayuda: «¿Le parece a usted absurda la historieta? Si es así, busque usted también fuera de lugar. La ventaja de una tal búsqueda está en que no conduce a nada, si no es a más de lo mismo, es decir, nada». Buscando soluciones de esta manera no solucionaremos nada, pero, en cambio, lograremos cosechar unas considerables dosis de frustración. De esto se trata.

Por momentos, uno diría que Watzlawick se pone hasta serio. Juzguen ustedes el tono de su mensaje: «En estas pocas y simples palabras, más de lo mismo, se esconde una de las recetas de catástrofes más eficaces que jamás se hayan formado sobre nuestro planeta en el curso de millones de años y que han llevado a especies enteras de seres vivientes a la extinción». Ahora bien, si lo pensamos fríamente no tendremos otra posibilidad que darle la razón: «Más de lo mismo», dice. En efecto, somos animales de costumbre. Y como andamos perdidos en el mundo, vamos tanteando las soluciones como sucede con los bichos de laboratorio cuando se les somete a un experimento de prueba y error. Si en el curso de esas diversas pruebas acertamos con la solución, decimos aquello de «¡Eureka!» o, simplemente, alardeamos de haber hallado la piedra filosofal. Nos aferramos tercamente a unas respuestas o soluciones que en algún caso o en algún momento dieron resultado: eran eficaces o, a lo mejor, hasta las únicas posibles. Pero, «el problema de toda adaptación a unas circunstancias determinadas no es otro que éstas cambian». La mayor parte de los seres humanos actuamos como si de una vez y para siempre hubiéramos accedido a la panacea, la solución universal. Por los motivos que sea, argumenta el autor, tanto los animales como los seres humanos tendemos a mantener «estas adaptaciones óptimas en unas circunstancias dadas, como si fueran las únicas posibles para siempre». Esto nos lleva a una doble obcecación: «primero, que con el paso del tiempo la adaptación referida deja de ser la mejor posible, y segundo, que junto a ella siempre hubo toda una serie de soluciones distintas, o al menos ahora las hay».

¿Para qué nos sirve todo esto en nuestra determinación de amargarnos la vida? Una vez más, el lector no va a encontrarse en la situación de tener que aplicar la receta. Watzlawick es tan amable –o tan explícito, si lo prefieren– que no sólo nos da todo hecho, sino que lo detalla casi al milímetro: «La importancia de este mecanismo para nuestro propósito es evidente». El aspirante a la vida desdichada sólo debe atenerse a dos sencillas normas: la primera, afirmar que «no hay más que una sola, posible, permitida, razonable y lógica solución del problema»; debe, pues, actuar en consecuencia, persuadido de que, si sus esfuerzos en este sentido no dan resultado o no consiguen el éxito, ello «sólo indica que uno no se ha esforzado bastante». No hay nada que amargue más que el esfuerzo inútil. La segunda norma es complementaria de la anterior, pues se basa en que bajo ningún concepto y a pesar del fracaso cosechado en la aplicación de la regla anterior, uno puede poner en duda el supuesto mismo de que únicamente hay una solución posible. Así que «sólo está permitido ir tanteando en la aplicación de este supuesto fundamental». Si encuentran todo esto complicado, mucho mejor, pues es señal inequívoca de que están en el buen camino. Freud lo llamaba neurosis, pero el nombre es lo de menos. Lo importante es que ustedes la sufran bien, como diría Gila. Y, de paso, pongo aquí un punto y aparte para darles tiempo a que destilen su amargura. Seguiré el próximo día, termina diciendo Núñez Florencio en su primera entrega.

Entre las instructivas anécdotas –yo no las llamaría chistes– que pueblan el libro de Paul Watzlawick, comienza diciendo en la segunda de ellas, hay dos que me parecen especialmente agudas y, sobre todo, eficaces para nuestro propósito fundamental, que no es otro, como ya dijimos en el comentario precedente, que amargarnos completamente la vida y, en la medida de nuestras fuerzas, amargársela lo más posible a quienes nos rodean. La primera la toma de la famosa antropóloga Margaret Mead y se refiere a la diferencia de comportamiento entre un ruso y un norteamericano. Este «decía ella, tiende a fingir dolor de cabeza para disculparse de una obligación social molesta sin llamar la atención; el ruso, en cambio, necesita tener realmente dolor de cabeza». Watzlawick resalta lo que es obvio, es decir, que la solución rusa es más elegante y eficaz. Es indudable que el norteamericano consigue su propósito, pero debe afrontar en su interior el sentimiento de culpa, porque sabe que ha hecho trampa. En el caso del ruso, no hay tal, puede presumir de armonía con su conciencia: «Tiene la capacidad de producir los motivos de disculpa que necesita sin saber cómo lo hace».

Actuar de modo que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda: Watzlawick insiste mucho en este principio. Al principio parece algo difícil, pero es cuestión de emplear los procedimientos adecuados. La segunda anécdota que quiero referirles resulta hoy machista y políticamente incorrecta, pero yo les rogaría que no se quedaran en la superficie y, en todo caso, si lo prefieren, cambien los roles masculino y femenino, pues afecta a las relaciones humanas, independientemente de los tópicos o prejuicios que se adjudiquen a hombres y mujeres. Yo la transcribo tal como viene en el libro, teniendo en cuenta que, a su vez, Watzlawick la toma del sociólogo Howard Higman. Cuando una mujer exclama «¿Qué ha sido eso?», espera que su marido deje lo que esté haciendo y se ponga a ver qué pasa. Pero Higman cuenta cómo un sujeto le da la vuelta a la tortilla a esa situación. Sentado en su mesa de trabajo, oye que su mujer le pregunta «¿Ha llegado?» El hombre, sin tener ni puñetera idea de qué es ni a qué se refiere, responde simplemente «Sí». Pero ella no ceja: «¿Y dónde lo has metido?» Él responde a voleo: «Con los otros». Conclusión: a partir de ahí y por primera vez pudo trabajar horas enteras sin ninguna interrupción.

Ustedes se preguntarán, en cualquier caso, qué relación tiene esto con nuestro propósito cardinal de amargarnos la vida. Tengan paciencia. Estamos hablando de la posibilidad de crear una realidad paralela que se superponga a lo que el vulgo, o el mal llamado sentido común, llama la realidad. Esto, en el fondo, es tan viejo y conocido que ya Ovidio en su Ars amatoria decía: «Persuádete de que estás enamorado, y te convertirás en un amante elocuente. Muchas veces el que empezó fingiendo, acabó amando de veras». Dice Watzlawick que el consejo de Ovidio ha sido aceptado con naturalidad a lo largo de los siglos y forman legión los seres humanos que lo han puesto en práctica. Desgraciadamente, el planteamiento de Ovidio pretende ser positivo. Pero cualquiera puede entender que lo que sirve para la dicha también puede servir para la desdicha. Es cuestión, simplemente, de conservar la receta y variar el objetivo. Vamos, pues, a ello.

¿Se puede hacer la vida insoportable sin el concurso de grandes acontecimientos ni, por supuesto, grandes desgracias? ¡Claro que sí! No es tan difícil. Hay que ponerse a ello. Seré práctico y concreto, volviendo a valerme de los ejemplos o ejercicios que recomienda el libro. El de los zapatos me parece especialmente ilustrativo y está al alcance de cualquiera. «Permanezca sentado en el sillón y con los ojos cerrados [...] y usted ya empezará a notar lo incómodo que es propiamente esto de llevar zapatos. Tanto da que hasta ahora le hubiese parecido que sus zapatos le iban bien; de pronto notará puntos que aprietan y, de improviso, se hará consciente de otras molestias como escozores, roces, retorcimiento de los dedos, ardor o frialdad y demás sensaciones parecidas. Siga con el ejercicio hasta que llevar zapatos, que siempre le había parecido algo evidente y rutinario, se convierta en francamente molesto. Luego cómprese unos zapatos nuevos y observe cómo en la tienda le parece que le van al pelo, pero después de llevarlos un poco producen las mismas molestias que los viejos». Moraleja: con un poco de suerte, llevar zapatos –cualquier tipo de zapatos– se convertirá en una carga insufrible el resto de su vida.

Una variante llena de penetración psicológica es la relativa a los semáforos. Sea observador y repare en que los semáforos permanecen largo tiempo en verde hasta que usted se acerca. Sólo para fastidiar, o por mala suerte –escoja lo que prefiera–, los semáforos, al detectar su presencia, cambian de color y le obligan a detenerse. Si usted se fija bien, notará a su alrededor la risa contenida de sus conciudadanos que, naturalmente, se han dado cuenta de su ridícula situación, parado de pronto en el momento en que más prisa tenía. Compruebe que esto pasa una y otra vez, de modo sistemático: «Si usted resiste a los influjos de su razón que le sugiere que se encuentra tantas veces con semáforos rojos como verdes, el éxito está garantizado. Sin saber cómo, usted conseguirá añadir cada semáforo rojo al número de los infortunios sufridos [y], en cambio, ignorará los semáforos verdes». La ventaja de este ejercicio es que tiene innumerables alternativas similares: la cola en la que usted se sitúa es la que avanza más lentamente, la puerta que se habilita para la salida del avión es la que más lejos queda de su asiento, etc.

A estas alturas, usted estará pensando probablemente que todas estas psicosis o paranoias exigen un tratamiento inmediato. ¡Alto ahí! Si a usted se le ha ocurrido algo de esto, es que no está entendiendo nada de lo que Watzlawick y yo estamos exponiendo (perdónenme la inmodestia, pero es que me hace ilusión ponerme a su altura). ¡No se le ocurra ser práctico ni, mucho menos, buscar soluciones! Las soluciones no sirven para nada. Imagine por un momento que la solución funciona. ¿Qué pasaría entonces? ¡Nos quedaríamos sin problema! ¿Y qué íbamos a hacer con el problema resuelto, esto es, sin problema? Una vida espantosa de puro aburrida, como antes decíamos, algo así como el cielo en la tierra, que es lo peor que puede pasarle al ser humano. Recapitulemos, por tanto: lo primero y principal, es saberse crear problemas. Lo segundo, también muy importante, es no tratar de resolverlos. Y lo tercero, no menos esencial, es alimentarlos para que perduren indefinidamente. «El modelo típico de este menester se expresa en la historia del hombre que daba una palmada cada diez segundos. Uno le pregunta por el motivo de tan extraño proceder. El hombre responde: “Para espantar los elefantes”. “¿Elefantes? Pero si aquí no hay ninguno”. Réplica: “Y pues, ¿ve usted?”»

Hay que reconocer que tampoco es tan difícil amargarse la vida. En el fondo, como tantas otras cosas, es básicamente cuestión de proponérselo de forma constante y sin desmayar en el empeño. Contamos con una inmensa ventaja, lo que en el terreno psicosocial se denomina la profecía que se autocumple: «Las profecías autocumplidas crean una determinada realidad casi como por magia y de aquí viene su importancia para nuestro tema». Pueden ponerse ejemplos en todos los órdenes de la vida: «Cuantas más señales de Stop ponga la policía, más transgresores habrá del código de circulación, lo que “obliga” a poner más señales de Stop. Cuanto más amenazada se siente una nación por la nación vecina, más aumentará su potencial bélico, y la nación vecina, a su vez, considerará urgente armarse más». El proceso es bien conocido en economía, el consabido círculo vicioso: el pánico infundado que lleva a acaparar un determinado producto se convierte rápidamente en pánico fundado debido la escasez real de ese producto. Para llevarlo al punto que nos interesa, la profecía tenaz y militante de una catástrofe allanará el terreno para que se produzca. O, si se prefiere, ver la vida de color negro nos ayudará mucho a ennegrecer nuestra vida. Para lograr esto puede venirnos muy bien una filosofía de la vida como la que expresaba el famoso aforismo de George Bernard Shaw: «En la vida hay dos tragedias: una es el no cumplimiento de un deseo íntimo; la otra es su cumplimiento». Hay otros trucos –menores, pero, en todo caso, nada desdeñables‒, como ponernos deseos u objetivos muy por encima de nuestras posibilidades: la imposible satisfacción de los mismos constituirá un buen seguro para sentirnos permanentemente amargados.

En este aprendizaje para amargarnos la vida a conciencia es muy importante aprovechar todas las oportunidades que nos da el prójimo. Las relaciones humanas están llenas de posibilidades para hacernos la vida insufrible. Empezando, naturalmente, por quienes tenemos más cerca, es decir, nuestra familia, y siguiendo por los vecinos, amigos, colegas y compañeros. ¿No son adorablemente insoportables? En el mejor de los casos, las relaciones con esos otros (recuerden: L’enfer, c’est les autres) están llenas de equívocos y malentendidos, cuando no continuas renuncias para no desagradar o decepcionar a quienes supuestamente queremos. Si, como dice el tópico, la mejor defensa es un buen ataque, defendámonos, es decir, toquemos las pelotas a los demás antes que los demás nos las toquen a nosotros. Aun así, si usted no logra despertar la bestia que todo ser humano lleva en su interior, Watzlawick propone una serie de ejercicios muy sencillos, al alcance de cualquiera y, lo que es más importante, técnicamente infalibles: «Pida usted a alguien que le haga un favor. Tan pronto como se disponga a hacerlo, pídale rápidamente que haga algo distinto. Como no podrá hacer las dos cosas a la vez, sino una después de la otra, la victoria ya es de usted: si quiere llevar a cabo la primera que ha empezado, usted puede quejarse de que deja sin atender la segunda, y al revés. Si se enfada por ello, puede usted expresarle su disgusto de que últimamente esté de tan mal humor». Una variante de lo mismo: diga algo susceptible de ser tomado en serio o en broma. Según reaccione su interlocutor, acúsele de tomar en serio la broma («¡No tienes el menor sentido del humor!») o de bromear con algo serio («¡Eso no tiene ninguna gracia!»). El choque está servido.

El estado del mundo siempre nos proporciona una buena razón –aunque algunos la llamen coartada– para no salir de la infelicidad. ¿Cómo voy a alegrarme o disfrutar con esta comida sabiendo que millones de niños mueren ahora mismo de hambre? En términos más amplios, ¿cómo te sonríes ahora, despreocupado, cuando Cristo murió por ti entre atroces sufrimientos? ¿Estaba Él acaso divirtiéndose? La referencia al mundo es, no obstante, demasiado genérica y, en todo caso, nosotros debemos aprovecharla para alimentar nuestra depresión y, de paso, hacer todo lo posible para contagiar esta a quienes nos rodean. Llegados aquí, es importante hacer un esfuerzo para no caer en los tópicos sobre el amor, ser bondadoso, ayudar a los demás y todas esas zarandajas buenistas. Partamos del principio de realidad, que nos indica que el precepto bíblico de «amar al prójimo como uno mismo» es no sólo irrealizable, sino que está mal formulado, pues, en puridad, sólo amándose uno mismo, en primer lugar y sobre todas las cosas, podría uno llegar a amar a los demás. Y esto dando por bueno que tenga sentido amar a los demás, cuestión muy discutible, pues en esta vertiente el consejo más sabio sería el marxista (de Groucho, claro): no ser nunca socio de un club que pudiera aceptarle como tal. Paso por alto los múltiples ejemplos que proporciona Watzlawick para no convertir este comentario en algo más extenso que su propio librito. Pero no puedo poner punto final sin hacer una pequeña referencia a su último capítulo, «La vida como juego».

Cita Watzlawick un aforismo del psicólogo estadounidense Alan Watts, que dice que «la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es ningún juego, esto es muy serio». Se trata de un planteamiento muy parecido a lo que escribió Ronald Laing: «Juegan a un juego. En él juegan a no jugar ningún juego. Si les muestro que juegan, entonces falto a las reglas y me imponen un castigo por ello». Ahora apliquen esa sabia perspectiva a la vida en general. Y, una vez que lo hayan hecho, aplíquenla al arte de amargarse la vida. El opúsculo de Paul Watzlawick termina como empezó, con una cita de Fiódor Dostoievski: «El hombre es desdichado, porque no sabe que sea dichoso. Sólo por esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca, será feliz en el acto, en el mismo instante».







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