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lunes, 4 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Ensoñaciones



Dibujo de Eva Vázquez para El País


El virus, comenta en el A vuelapluma de hoy lunes [La ventana. El País, 26/4/2020] la escritora polaca Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2019, no tardará en recordarnos lo poco iguales que somos. El cierre de fronteras, añade, es el mayor fracaso de estos tiempos miserables: vuelven los viejos egoísmos y las categorías "los nuestros” y “los extraños”.

"Desde mi ventana -comienza diciendo Tokarczuk- veo una morera blanca, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vine a vivir aquí. La morera es una planta generosa: durante toda la primavera y todo el verano alimenta a decenas de familias de pájaros con sus dulces y saludables frutos. Ahora, sin embargo, la morera no tiene hojas, así que me deja ver tan solo un pedazo de una calle tranquila por la que rara vez pasa alguien camino del parque. En Wroclaw hace un tiempo casi estival, brilla un sol deslumbrante, el cielo es azul y el aire puro. Hoy, mientras paseaba con el perro, he visto cómo dos urracas ahuyentaban de su nido a una lechuza. La lechuza y yo nos hemos mirado a los ojos a una distancia de apenas un metro.

Tengo la impresión de que los animales también están a la espera de lo que ha de suceder. Para mí, ya desde hace mucho tiempo, ha habido demasiado mundo. Demasiado, demasiado veloz, demasiado ruidoso. Así que no padezco el “trauma de la reclusión” ni sufro tampoco por no encontrarme con gente. No me da pena que hayan cerrado los cines, me resulta indiferente que no funcionen los centros comerciales. Quizá tan solo cuando pienso en todas aquellas personas que han perdido el trabajo. Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí una especie de alivio, y me consta que muchas personas sintieron lo mismo aunque les dé vergüenza reconocerlo. Mi introversión, ahogada y maltratada por el dictado de los extrovertidos hiperactivos, se ha sacudido el polvo y ha salido del armario.

Veo por la ventana a un vecino, un abogado saturado de trabajo al que no hace mucho veía salir camino del tribunal con la toga al hombro. Ahora, con un chándal holgado, se pelea con una rama de su pequeño jardín, al parecer se ha puesto a hacer limpieza. Veo a una pareja joven que saca a pasear a un perro viejo que desde el último invierno apenas anda. El perro se tambalea sobre sus patas y ellos lo acompañan pacientemente, al paso más lento posible. El camión de la basura recoge los contenedores con gran estruendo.

La vida sigue, cómo no, pero a un ritmo del todo diferente. He puesto orden en el armario y llevado los periódicos ya leídos al contenedor de papel. He trasplantado las flores. He recogido la bicicleta del taller. Disfruto cocinando.

Una y otra vez acuden a mi mente imágenes de la infancia, cuando había mucho más tiempo y se lo podía perder tranquilamente mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbándonos bajo la mesa e imaginando que era un arca. O leyendo una enciclopedia.

¿No será que hemos vuelto al ritmo de vida normal? ¿Que el virus no es el trastorno de la norma, sino que, por el contrario, lo anormal era el frenético mundo anterior al virus?

Al fin y al cabo, el virus nos ha recordado lo que tan apasionadamente negábamos: que somos seres frágiles hechos de la materia más delicada. Que morimos, que somos mortales.

Que no estamos separados del mundo por nuestra “humanidad” y excepcionalidad, sino que el mundo es una especie de inmensa red en la que permanecemos unidos a otros seres por medio de invisibles hilos de influjos y dependencias. Que dependemos los unos de los otros y que, independientemente del país del que vengamos, de la lengua en que hablemos y del color de nuestra piel, enfermamos de la misma manera, tenemos el mismo miedo y morimos del mismo modo.

El virus nos ha hecho tomar conciencia de que, independientemente de lo débiles e indefensos que nos sintamos ante la amenaza, a nuestro alrededor hay personas aún más débiles que necesitan ayuda. Nos ha recordado lo delicados que son nuestros viejos padres y abuelos, y lo mucho que merecen nuestros cuidados.

Nos ha enseñado que nuestra febril movilidad amenaza al mundo. Y nos ha recordado la misma pregunta que rara vez tuvimos el valor de plantearnos: ¿qué es lo que en realidad buscamos?

El miedo a la enfermedad nos ha hecho salir del círculo vicioso y, a la fuerza, nos ha recordado la existencia de los nidos de los que venimos y donde nos sentimos a salvo. Y por más grandes viajeros que nos sintamos, en una situación como ésta siempre nos veremos empujados a volver a ese hogar.

Por eso mismo, se nos han revelado verdades tristes: que en momentos de amenaza vuelve el pensamiento en categorías excluyentes de naciones y fronteras. En este difícil trance ha resultado evidente lo frágil que es en la práctica la idea de comunidad europea. La Unión, al traspasar las decisiones en tiempos de crisis a los Estados nacionales, parece haber dado el partido por perdido. El cierre de fronteras lo considero el mayor fracaso de estos tiempos miserables: han vuelto los viejos egoísmos y las categorías “los nuestros” y “los extraños”, es decir, todo aquello que durante los últimos años hemos combatido con la esperanza de que nunca más formatearía nuestras mentes. El miedo al virus ha invocado automáticamente la convicción atávica más simple: los culpables son los extraños y son ellos los que siempre traen la amenaza desde alguna parte. A Europa, el virus ha venido “desde alguna parte”, no es nuestro, es extraño. En Polonia, todos los que regresan del extranjero se han convertido en sospechosos.

La oleada de cierres de fronteras y las colas monstruosas en los pasos fronterizos habrá supuesto una conmoción para muchos jóvenes. El virus no permite olvidar: las fronteras existen y gozan de buena salud.

Me temo que el virus no tardará en recordarnos otra vieja verdad: lo poco iguales que somos. Algunos volarán en aviones privados a la casa que tienen en una isla o en un solitario paraje boscoso, mientras que otros se quedarán en las ciudades para mantener operativas las centrales eléctricas e hidráulicas. Y otros pondrán en riesgo su salud al trabajar en tiendas y hospitales. Unos se harán ricos con la epidemia, otros perderán hasta la camisa. Seguramente la crisis que se avecina socavará principios que creíamos inamovibles, muchos Estados no lograrán sortearla, y, ante su descomposición, surgirá un nuevo orden, tal y como suele ocurrir después de las crisis. Nos quedamos en casa, leemos libros, vemos series, pero en realidad nos estamos preparando para una gran batalla por una realidad nueva que ni siquiera podemos imaginar, mientras vamos entendiendo lentamente que ya nada será igual que antes. La situación de cuarentena forzosa y el acuartelamiento familiar en casa pueden hacernos caer en la cuenta de algo que preferiríamos no admitir: que la familia nos cansa, que los lazos matrimoniales hace tiempo que se han roto. Nuestros hijos saldrán de la cuarentena adictos a Internet, y muchos de nosotros tomaremos conciencia de lo absurdo y estéril de la situación en la que permanecemos atrapados por obra de la inercia. ¿Y qué ocurrirá si aumenta el número de asesinatos, suicidios y enfermedades mentales?

Ante nuestros ojos se desvanece como el humo el paradigma civilizatorio que nos ha formado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que lo podemos todo y que el mundo nos pertenece. Se avecinan tiempos nuevos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 11 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] De frente



Napalm. Vietnam, 1972


Tanto mirar por la ventana, y resulta que no queremos ver la muerte. Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña víctima del napalm en Vietnam, pero a la muerte hay que mirarle de frente y sin tapujos, comenta en el A vuelapluma de hoy [Mirones y cobardes. El País, 10/4/2020] la escritora y periodista Berna González-Harbour.

En Postguerra, -comienza diciendo González-Harbour- un libro monumental, rotundo, creciente en el tiempo y equivalente a una Novena sinfonía de Beethoven si cupiera ese trasvase entre artes, Tony Judt relata cómo los alemanes volvían la espalda a la pantalla cuando en los cines les obligaban a ver imágenes de las víctimas del nazismo. Reían incluso con esa risa nerviosa de quien no sabe cómo reaccionar. Habían pasado ya muchos años desde el fin de la guerra y buena parte de Alemania aún no quería ver los campos de concentración, que era como ver su consentimiento, su inacción.

La digestión de las tragedias lleva tiempo y lleva distancia, tanta como para mirarlo sin quemarse en el fuego ya apagado, pero no tanta como para vivirlo como algo ajeno. También la Guerra Civil española requirió décadas y generaciones para llegar a una aproximación colectiva más extensa, aunque nunca suficientemente compartida. Soldados de Salamina, de Javier Cercas, ejemplificó ese interés de los nietos por acercarse a lo que tantos padres habían eludido, por dolor, por miedo o por indigestión. Los girasoles ciegos de Alberto Méndez acompañó esa etapa, como la recuperación y el éxito de las obras de Chaves Nogales o Arturo Barea tantas décadas después de su escritura, como la de tantas obras de víctimas del Holocausto. La incapacidad de mirar de frente la tragedia.

Salvando todas las distancias que guardan una dictadura o una guerra con una pandemia, empezamos a padecer el mismo síndrome: no queremos ver la muerte, mirarla a los ojos. Una fotografía divulgada estos días de los ataúdes sobre la pista de hielo en la que hemos patinado con nuestros hijos generó estos días un diluvio de críticas acaso comprensible en un mundo que se ha acostumbrado a los ataques con drones sin que veamos a quién le cae la bomba, pero incomprensible en una sociedad adulta. Los líderes terroristas ahora caen por un misil lanzado desde un lugar a salvo, como los refugiados de hoy pueden desfallecer en un barco a metros de un país cuyos líderes ganan votos insultándolos sin mirarlos.

Pero hay que mirarlo de frente, sin reparo. Hay que saber por qué los sanitarios pueden quedar muertos, exhaustos o traumatizados. Por qué decenas de miles, acaso cientos de miles de seres queridos de los fallecidos, van a lamentar no haberles abrazado una última vez. Por qué nuestro mundo occidental perfecto y seguro no lo era tanto. Hay que mirar a la muerte ocasionada en una boda por un dron fallido, como hay que mirar esos ataúdes que se alinean sobre hielo antes de optar por violar el estado de alarma para ir a la casita de campo.

Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña vietnamita desnuda en la carretera tras el ataque de napalm. Hasta Facebook la habría censurado. Pero hay que mirar a la muerte. A ver si tanto asomarnos a la ventana a ver perritos o a la pantalla a ver las aceitunas de los amigos nos impide ver la realidad. A ver si somos mirones, y además cobardes".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 3 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Miedo de vivir



Fotograma de la película "Years and years"


En el actual estado de decepción mundial, tememos tanto lo malo que nos puede pasar, que salimos corriendo hacia ello. Y es porque tenemos miedo de vivir, comenta la escritora Nuria Labari. 

"La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”, comienza diciendo Labari. Les pareceré una frívola, pero no puedo dejar de experimentar una pequeña liberación íntima cuando escribo esta frase. No se asusten, no es mía. Es la provocación con que arranca la serie Years and Years, una de las últimas delicias de HBO. Quien habla así es la política populista Vivienne Rook, interpretada por Emma Thompson en una distopía sobre el futuro político de Europa, donde todo lo malo que nos puede pasar, nos pasa. Les adelanto que España tiene un papel fundamental.

¿Soy rara? ¿Votaré próximamente a un partido populista? ¿O es que hay algo realmente liberador en afirmar que Israel y Palestina me comen el coño? Otra vez. Es decirlo y me sonrío. Aunque creo que no por la provocación. Sospecho que lo más eficaz en la frase no son Israel ni Palestina. Ni siquiera la palabra coño. Lo que funciona es el sentido. Porque esta frase dice que puedo mandar a la mierda cualquier asunto social y político, por importante que sea, simplemente por el hecho de ser demasiado general, demasiado abstracto o suceder demasiado lejos.

Y yo claro, me vengo arriba. Porque no son solo Israel y Palestina. Es que tengo la sensación de que me paso la vida preocupada por asuntos que están demasiado lejos, que no logro entender del todo y sobre los que no tengo ninguna experiencia concreta. Aparte del conflicto árabe-israelí están también el cambio climático, el cáncer, el tipo de interés variable, los meteoritos, la extinción de especies, el big data, la alteración democrática vía Facebook, los robots inteligentes… y muchos otros asuntos igual de generales, abstractos y lejanos. ¿De verdad puedo mandarlos todos a la mierda? El populismo lo tiene claro, la respuesta correcta es sí. Y esto, quieras que no, la gente como yo lo agradece.

Porque ¿saben qué nos pasa a la gente como yo? A los que pensamos el mundo así, en general. A todos los que sabemos más sobre el cambio climático que sobre los niños que pasan hambre a siete paradas de metro de nuestro piso con hipoteca variable. ¿Quieren saber lo que nos pasa? Pues nos pasa que tenemos miedo. Muchísimo miedo. Miedo de vivir, así en general.

A veces estoy en mi cama y noto cómo me cubre un finísimo velo de terror blanco, de miedo a todo lo que no puedo evitar y me amenaza a mí y a los míos. Miedo también a todo lo que amenaza al planeta, ni siquiera a mi ciudad, ni siquiera a mi país, ni siquiera a Europa, ni siquiera al mundo entero. Miedo en general de todo cuanto está lejos y es inmenso y es inevitable. Miedo incluso de hacer el amor, porque el miedo al contagio debe ir por delante del deseo. Un terror tan universal como la mismísima cadena Starbucks. Y justo ahí, justo en ese temor y en esa desconexión con la realidad es donde golpea la frase. “La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”. Y digo yo, gracias señora populista, que pena que exista usted solo en la ficción.

Lo malo es que la gente como yo es la que va arruinarlo todo. Somos los futuros votantes de Gobiernos populistas que arrasarán con lo poco bueno que hemos construido. Y hay pocas salidas. Porque los políticos al final son personas y se han vuelto tan desconfiados y asustadizos como los demás. Solo los populistas parecen no tener miedo. Miren si no a Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, que también se preocupan mucho por todo lo general. Dos tíos capaces de convertir a su cómplice en adversario por puro acojone. ¿Qué pasa entonces? ¿Estamos condenados al desastre o a la ineficacia más bochornosa? Podría parecer que sí. Aunque siempre queda la salida local y nacionalista, que tampoco tiene miedo, tan sexy y peligrosa como cualquier populismo de tres al cuarto pero dirigida a ciudadanos geográficamente escogidos, así que esta opción no cuenta para la mayoría.

Así pues, llegados a este punto, la única acción política urgente y responsable es dejar de tener miedo. Empezar a vivir con feliz despreocupación porque, además, no sirve absolutamente para nada preocuparnos por lo que no podemos controlar y, encima, empeora las cosas.

Yo aún recuerdo a esa generación que vivió mayo del 68 y que cantaba canciones que mi generación aún tararea, canciones que le encantan a Pablo Iglesias, por cierto. Aquella generación, quizás peor informada, creía de verdad que podía cambiar el mundo y tenía mucho menos miedo. Después, su decepción nos preparó para lo peor. Y en este estado de decepción, que es hoy mundial, tememos tanto todo lo malo que nos puede pasar, que no hacemos otra cosa que correr hacia ello. Por eso, ¿saben qué les digo a todos mis miedos? Que me pueden comer el mismísimo. Pedro y Pablo, si me leéis haced lo mismo. Y ya de paso, levantad vuestro miembro de la mesa.






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