miércoles, 31 de mayo de 2023

De la vida como ejemplo

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Rafael Narbona, va de la vida como ejemplo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Simone Weil, la virgen roja
RAFAEL NARBONA
03 MAY 2017 - Revista de Libros
harendt.blogspot.com

Simone Weil ha pasado a la historia como una revolucionaria desencantada y una mística que se quedó voluntariamente en el umbral de la Iglesia católica, rechazando el sacramento del bautismo. De origen judío, su escepticismo religioso se convirtió en amor a Dios en 1937, poco después de trabajar en una fábrica, donde la desdicha ajena penetró en su carne y en su alma. Durante su breve y polémica carrera como profesora de filosofía, le acompañó el apodo que le habían asignado sus compañeros de universidad: la «virgen roja». Su estilo de vida coincidía con las reglas de un ascetismo severo: alimentación frugal, pobreza relativa y abstinencia sexual. Su austeridad en lo material y carnal convivía con el compromiso político con la clase trabajadora. Su identificación con el comunismo se resquebrajó cuando descubrió que la Unión Soviética se había convertido en un régimen totalitario, donde se pisoteaban las libertades y una elite burocrática acumulaba bienes y privilegios. Sobrevivió su simpatía hacia los sindicatos como respuesta necesaria a los abusos de un sistema económico que sólo reparaba en los beneficios. Su experiencia en la fábrica le mostró los aspectos más sombríos de la producción en cadena, que despersonaliza al operario hasta borrar su humanidad: «había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, pudiéndome difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas». Esa vivencia dejó una dolorosa huella en su espíritu, que jamás pudo sacudirse los sentimientos de humillación y servidumbre: «Desde entonces, me he considerado siempre una esclava».
Tras abandonar su puesto en la fábrica, viaja a Portugal. En una miserable aldea de pescadores, descubre a un grupo de mujeres enlutadas portando cirios y recitando unos cantos tristes y solemnes, mientras la luna llena extiende una blancura perfecta, casi irreal, por el muelle y los callejones cercanos. En la «Autobiografía» que escribió en forma de carta al padre Joseph-Marie Perrin, apunta: «Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era la religión por excelencia de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos». Poco después, visitó Asís y entró en la capilla románica de Santa María de los Ángeles, «incomparable maravilla de pureza», experimentando una sensación desconocida: «algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas». Coincidió con un joven católico inglés, cuyo rostro se transformó después de comulgar, revelándole el poder sobrenatural de los sacramentos. Se acercó a él y estableció una conversación providencial, pues su interlocutor le habló de los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, donde hallaría algo más tarde el poema «Amor», de George Herbert, que comienza con los versos: «El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba, / culpable de polvo y de pecado». Cautivada por el poema, lo memorizó y adquirió el hábito de recitarlo, especialmente durante sus redundantes e intensos dolores de cabeza, sin advertir que albergaba la fuerza de una oración: «Fue en el curso de una de estas recitaciones, […] cuando Cristo descendió y me tomó».
Simone Weil examinó retrospectivamente su vida y advirtió que siempre había cultivado las virtudes cristianas: «Me sentí fascinada por san Francisco desde que tuve noticia de él. Siempre he creído y esperado que la suerte me llevaría un día por la fuerza a ese estado de vagabundeo y mendicidad en el que él entró libremente». Ese deseo había corrido en paralelo a la determinación de actuar caritativamente, compartiendo sus escasas posesiones. De hecho, se había desprendido de una considerable parte de su sueldo de profesora, entregándola a los obreros en paro, y nunca se había preocupado por su aspecto exterior, pese a que muchos habían afeado su desaliño. Su conformidad con la doctrina al amor fati de los estoicos había sido en realidad una aceptación implícita de la voluntad de Dios, sea cual fuera. De igual modo, su noción de pureza había reflejado fielmente las exigencias de la moral cristiana. No sin conocer las vicisitudes del amor adolescente, se había comprometido libremente con la castidad a los dieciséis años: «La idea me surgió durante la contemplación de un paisaje de montaña y poco a poco se me ha impuesto de manera irresistible». Algunos han arrojado sombras sobre la lucidez mental de Simone Weil, asociando su ascetismo y sus experiencias místicas a una neurosis que desembocó en una anorexia fatal. Sin embargo, sus palabras parecen sinceras y nada enfermizas: «En este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron papel alguno; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado». Nunca había previsto «la posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios». El encuentro con Cristo no fue algo puntual, sino el inicio de una relación que se prolongaría hasta el final de su corta existencia: «Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí». Si negamos la posibilidad de la experiencia mística, liquidaremos una parte valiosísima de nuestra herencia cultural, rebajando a la categoría de enfermos o impostores a figuras como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, William Blake o Miguel de Molinos.
Las experiencias místicas de Simone Weil se manifestaron como una apertura infinita («el espacio se abre») fundida con el silencio, «un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido». Weil estimaba que el imperativo moral de una época caracterizada por el pesimismo existencial «es mostrar a las gentes la posibilidad de un cristianismo verdaderamente encarnado». Su acercamiento a Cristo, que no se consumó en forma de conversión al catolicismo, pues no llegó a bautizarse, no la desvió de la solidaridad con los pobres y vulnerables, sino que incrementó ese vínculo. No podía ser de otro modo en una conciencia genuinamente cristiana, pues Cristo perteneció a la legión de los desheredados y murió como un esclavo, sufriendo un castigo reservado a los que se rebelaban contra el poder temporal de Roma. Su desilusión con el marxismo no implicó un giro conservador, sino una nueva forma de radicalismo, que jamás suscribió los dogmas de la Iglesia Católica. En sus Cuadernos escribe: «La Iglesia ha sido un gran animal totalitario. Fue la iniciadora de la manipulación de toda la humanidad con fines apologéticos». En 1942 envió una carta al dominico Jean Couturier en la enunciaba sus numerosas objeciones, persistentes –o incluso más vivas? después de su experiencia mística: «cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me da la impresión de que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone mi imperfección». No es posible exponer las abundantes y rigurosas objeciones de Simone Weil al credo católico, pero todas se fundamentan en el error fundacional de Pablo de Tarso y los apóstoles, que confundieron la buena nueva con una teología orientada a constituir no ya una comunidad, sino una estructura de poder con absurdas pretensiones de santidad: «Cristo era perfecto, mientras que la Iglesia está manchada por cantidad de crímenes». Es más, «la concepción tomista de la “fe” implica un totalitarismo tan asfixiante o más que el de Hitler». Nada más monstruoso que afirmar: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». En realidad, «un ateo o un “infiel” que sean capaces de compasión pura, están tan próximos a Dios como un cristiano y, en consecuencia, le conocen igualmente, aunque sus conocimientos se expresen mediante otras palabras, o queden en silencio. Pues “Dios es amor”. Y retribuye a quienes le buscan y da la luz a quienes se le acercan, sobre todo si anhelan la luz». Cristo no hizo milagros, sino buenas obras: «Lo que es perfecto no es la Iglesia, es el cuerpo y la sangre de Cristo en los altares».
La fe es un misterio que discurre por el filo de lo inexpresable. Ni la ciencia ni la historia pueden justificarla, pero no es algo irracional, sino asequible a una mente despierta. Escribe Simone Weil: «Creo que el misterio de la belleza en la naturaleza y en las artes (solamente en el arte de primer orden, perfecto o casi perfecto) es un reflejo sensible del misterio de la fe». Sin despreciar los sacramentos, apunta que el rito siempre será inferior al sentimiento: «el día en que yo ame a Dios lo suficiente para merecer la gracia del bautismo, recibiré esa gracia ese mismo día, indefectiblemente, bajo la forma que Dios quiera, sea por medio del bautismo propiamente dicho, sea de cualquier otra forma. ¿Por qué, entonces, preocuparse? No es en mí en quien debo pensar, sino en Dios. Es Dios quien debe pensar en mí».
Simone Weil se colocaba a sí misma en una situación de espera con respecto a Dios, pero su espera no incluía tanto la inmortalidad, de la cual dudaba, como la santidad. En su caso, la santidad no representaba la presunción de ser perfecta, sino un ideal, un deber, un modelo de vida que comportaba la entrega a los demás: «El mundo tiene necesidad de santos como una ciudad con peste tiene necesidad de médicos. Allí donde hay necesidad, hay obligación». Sería absurdo canonizar a Simone Weil como alguna vez se ha sugerido, pero es indiscutible que el apodo de «virgen roja» resume con elocuencia su apasionada existencia. Al margen de su extraño celibato voluntario, puede ser llamada virgen en tanto que desde muy temprano decidió postergar sus necesidades para velar por las ajenas. Fue madre, aunque no dejara progenie. Madre por su solicitud con sus semejantes y por su presencia en la posteridad, que no deja de inspirar ternura y afán de emulación. Y roja porque –si bien se distanció del comunismo? se aproximó a posiciones libertarias, perseverando en su defensa de los trabajadores. La santidad, cuando es auténtica y no un simulacro con apoyo institucional, produce irritación, pues evidencia la autocomplacencia de una sociedad satisfecha y escasamente solidaria. Simone Weil irritó a muchos de sus contemporáneos y sigue irritando a quienes escrutan su biografía con una mezcla de estupor y desdén. Su santidad está acreditaba –entre otras razones? por este hecho y no demanda ningún tipo de adoración, sino abordar el mundo con alegría y sin deplorar sus limitaciones, pues «aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad».




























[ARCHIVO DEL BLOG] Un reconocimiento merecido. [Publicada el 19/7/2008]





http://www.elpais.com/recorte/20080718elpepinac_4/LCO340/Ies/rey_don_Juan_Carlos_pasea_junto_Adolfo_Suarez.jpg
  



Es noticia destacada en la prensa la visita que ayer realizaron los reyes al expresidente del gobierno Adolfo Suárez, en su domicilio particular, para entregarle personalmente el Gran Collar de la Orden del Toisón de Oro, la condecoración nobiliaria más importante del mundo -de la que el rey de España es su Gran Maestre- que le fue otorgado por el Gobierno el pasado año.
Es un reconocimiento absolutamente merecido para quien fuera presidente del gobierno entre 1976 y 1981, impulsor de la Ley de Reforma Política que puso fin al régimen franquista y del proceso constituyente posterior que culminaría con la aprobación de la Constitución de 1978.
Hablé con Adolfo Suárez personalmente en una sola ocasión, poco después de ser designado presidente del gobierno por el rey, en mi condición de secretario general en Las Palmas de la Unión del Pueblo Español (UDPE), una de las "asociaciones políticas" que él impulsaba desde la secretaría general del Movimiento. Me pareció, como han dicho de él otras personas con mucho más conocimiento de causa que yo, un auténtico animal político, un encantador de serpientes, al que no se le puede escatimar elogio alguno por lo que consiguió y por como lo consiguió... No le seguí en su creación de la UCD, tras el reconocimiento legal de los partidos políticos, y volví a la vida universitaria. Nunca me he sentido a gusto del todo como hombre de partido, aunque milité después en el PSOE durante un tiempo. Pero jamás ha dejado de interesarme la política, más como ciencia y estudio teórico que como ejercicio profesional o vocacional.
Pienso que Adolfo Suárez se merece, aunque resulte tardío, ese reconocimiento que el pueblo, el gobierno y el rey le otorgan con esta distinción. Y reconozco no haber podido dominar del todo la emoción que me ha embargado al ver la entrañable foto de un Adolfo Suárez incapaz de recordar quién es, quién fue y qué hizo, paseando junto al rey de los españoles.
Les invito a leer las crónicas que Mábel Galaz y Federico Quevedo han escrito en El País y El Confidencial, respectivamente. Y Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt











martes, 30 de mayo de 2023

De la democracia y la libertad

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos, feliz martes y feliz día de Canarias a todos mis paisanos en las islas y en la diáspora. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón, va de la democracia y la libertad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Democracias en la niebla
Reseña del libro El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, de Yascha Mounk
JUAN CLAUDIO DE RAMÓN
27 MAYO 2019 - Revista de Libros
harendt.blogspot.com
 
Una asociación de residentes turcos en Suiza quiso construir un minarete de seis metros de altura sobre el tejado de su centro comunitario. Denegado el permiso para hacerlo por la fuerte oposición de los vecinos, el asunto, convertido en áspera polémica nacional, llegó hasta el Tribunal Supremo del país. En su sentencia, los jueces autorizaron la erección del minarete, al entender que prohibirlo contravenía la libertad de culto consagrada por la Constitución federal. El modesto alminar de la discordia se pudo, por fin, construir. Sin embargo, los partidos opositores se tomaron la revancha. El 29 de noviembre de 2009, el pueblo suizo decidió en referéndum, con un 58% de los votos, cortar por lo sano: no más minaretes llamando al rezo. Desde entonces el artículo correspondiente de la Constitución suiza dice: «Se garantiza la libertad de religión y conciencia […]. Se prohíbe la construcción de minaretes».
El caso, en el que una victoria de la voluntad popular se salda con una derrota del principio liberal de tolerancia, es uno de tantos ejemplos que Yascha Mounk trae en apoyo de la principal tesis de su libro: democracia y liberalismo parecen estar iniciando los trámites de un divorcio que, de consumarse, acabará con siete décadas de democracia liberal en Europa Occidental y Estados Unidos. De esta crisis matrimonial el referéndum suizo de los minaretes es muestra palmaria: la parte democrática del sistema (los ciudadanos haciendo valer sus preferencias) se rebela contra la parte liberal (las instituciones contramayoritarias que protegen los derechos de las minorías). Es un ejemplo de lo que ha dado en llamarse democracia iliberal y que Mounk sintetiza en la fórmula de «democracia sin derechos». Pero también se da el caso opuesto y simétrico: un liberalismo no democrático, traducido como «derechos sin democracia». Entre los factores que limitan la capacidad de los parlamentos de dar expresión legal a las preferencias del electorado, Mounk cita las burocracias y agencias independientes, los bancos centrales, los tribunales que velan por el control de constitucionalidad de las leyes, los tratados y organismos internacionales, la captación espuria del debate público por parte de lobbies y donantes, y la distancia socioeconómica cada vez mayor entre representantes y representados. (Sorprende aquí la omisión de la deuda contraída para financiar nuestros Estados de bienestar, pues quizá sea su pago lo que más limita la actividad de gobiernos electos a la hora de diseñar políticas públicas, como se puso de relieve de modo dramático durante la gestión de la bancarrota griega durante el primer semestre de 2015).
Sea, por tanto, por la tentación antiliberal del populismo o por la tentación tecnocrática de algunas elites liberales, la democracia está en peligro. O, por decirlo con más precisión, el tipo de democracia que practicamos, la de formato liberal, está desdibujándose hasta dejar de ser reconocible. Ello ocurre, además, en la parcela occidental del mundo, donde los pilares demoliberales del sistema se creían demasiado macizos como para temer por su derrumbe. El libro de Mounk se inserta, pues, en el género de obras que a la salida de la Gran Recesión (2008-2016) estudian la crisis de las democracias liberales, de resultas tanto de una penetración de ideas populistas en el sistema como de una reemergencia de nacionalismos que creíamos periclitados. En la misma línea se hallan títulos de aparición prácticamente simultánea como Así termina la democracia, de Steven Runciman; Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; o El camino hacia la no libertad, de Timothy Snyder, por citar sólo algunos de los líbros de un índice que podríamos colocar en los estantes bajo el rubro de «democracias en la niebla». (Por cierto, que, como género, parece haber sido superado editorialmente ya por otra clase menos sutil que nos advierte desde las mesas de novedades del peligro de un fascismo ante portas).
Hay en esta floración de dictámenes apocalípticos sobre nuestro modo de vida algo que invita al escepticismo: la sospecha de que no habrían ido a imprenta de no ser por la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016. Lo prudente desde un punto de vista analítico sería no hacer pender un diagnóstico tan grave, con cierto aroma milenarista, de una circunstancia espectacular, pero engañosa (Trump perdió el voto popular) y reversible (su reelección sería sólo un poco menos sorprendente que su elección). De ahí que el primer mérito de Mounk sea el de abrir el angular para recoger muestras de desafección hacia los valores de la democracia liberal en prácticamente todos los países de eso que redondamente llamamos Occidente, incluyendo sus ramificaciones asiáticas y latinoamericanas. Ese esfuerzo panorámico hace que, por momentos, El pueblo contra la democracia parezca más la larga crónica de un periodista instruido que el libro de un joven científico social que da clase en Harvard. Pero que la obra no brille por su vigor académico ni se despegue a menudo de la superficie de los temas tratados es perdonable en la medida en que parecería fruto de una opción: rebajar al mínimo la carga teórica a favor de los ejemplos prácticos y las calas demoscópicas que indican que las tendencias autoritarias de los gobiernos tienen cada vez más apoyo entre la ciudadanía. (Bajo un epígrafe titulado «Los jóvenes no van a salvarnos», Mounk ofrece datos que revelan que el porcentaje de jóvenes que no creen indispensable vivir en democracia crece en todos los países democráticos).
El cúmulo de señales y presagios de que las cosas van mal –explica Mounk– choca contra una sabiduría académica convencional que dio por sentado que, una vez consolidadas, las instituciones democráticas se solidifican y entran en una fase de homeostasis, acorde con el célebre dictamen del fin-de-la-historia de Fukuyama. Muy al contrario, Mounk explora la tesis de que, en realidad, la estabilidad de la democracia liberal estaría asentada sobre tres contingencias históricas que hoy están disipándose: 1) la existencia de unos medios de comunicación moderadores del debate nacional que limitaban la distribución de ideas extremas y mendaces; 2) el crecimiento económico de las décadas de la posguerra, que trajo un veloz aumento del nivel de vida para toda la población; y 3) la composición étnicamente homogénea de las sociedades occidentales, que mantenía la cuestión de la identidad nacional fuera de la competición política. Es esta una coyuntura que hoy salta por los aires: los medios de comunicación tradicionales se muestran impotentes para filtrar la información debido al auge de Internet y las redes sociales; el estancamiento económico ha trocado el optimismo de los padres por el miedo al desclasamiento de los hijos; y las sucesivas oleadas migratorias avivan el ansia identitaria en los grupos antaño dominantes. Para todos estos males, Mounk tienta remedios, si bien no ofrece en la parte terapéutica de su libro recetas que no conozcamos: premiar a los políticos que favorecen el debate racional, hacer las reformas necesarias para reactivar la economía –Mounk pasa revista a prácticamente todas las que se le ocurren a un socialdemócrata sensato–, y domesticar el nacionalismo, que, en un alarde de realismo antropológico, Mounk ya no considera reemplazable por el cosmopolitismo ilustrado: sólo cabe promover formas inclusivas de nacionalidad.
Por el carácter exhaustivo de su contenido, por su clara estructura (diagnóstico, etiología, terapia), y hasta por la grata ingenuidad que transpiran algunas de sus páginas, El pueblo contra la democracia es un libro recomendable, sobre todo para el lector no especialista que quiere hacerse una idea de lo que está pasando. Se agradece también el tono conciliador de las propuestas. Para cada debate, Mounk saber hacerse cargo de la complejidad de la cuestión y ponderar los distintos principios en conflicto, un irenismo, todo hay que decirlo, que el autor paga al precio de ciertos fingimientos. Por ejemplo, el sugerente título del volumen no termina de ser congruente con una de las tesis principales del libro, a saber: que pueden existir formas de democracia que no son liberales. Porque entonces habría que admitir que el pueblo que arremete contra la democracia también lo hace en nombre de la democracia. De hecho, como explica el propio autor, el sintagma democracia iliberal no sería sino la orgullosa acuñación de uno de sus campeones: Viktor Orbán. Toda esta confusión terminológica proviene del hecho de que llamamos democracias a sistemas en los que pesa más el componente liberal que el popular, algo de lo somos sólo semiconscientes. Como ha dicho entre nosotros José María Ruiz Soroa, lo que hizo el liberalismo a lo largo de un largo proceso de destilación, de prueba y error, fue inventar la democracia posible al convertirla en uno de los rasgos del Estado constitucional. Los mismos controles que tenía el monarca absoluto, los tendría el pueblo soberano. Esto Mounk lo sabe, y por eso es más convincente cuando alerta de los peligros de la democracia iliberal que cuando alude a los riesgos de un liberalismo no democrático, porque, a la postre, él también confiesa creer en la necesidad de limitar el poder y contar con dispositivos contramayoritarios: «Hay elementos del liberalismo no democrático que son difíciles de evitar […]. De nada nos serviría lanzarnos indiscriminadamente a devolver el poder al pueblo eliminando organismos independientes y organizaciones internacionales» (p. 249). Lo que ocurre, a mi parecer, es que Mounk no distingue bien entre las piezas tecnocráticas del sistema –instituciones revestidas de poder efectivo– y las infiltraciones oligárquicas que lo desvirtúan. Precisamente lo que hace un populista es amalgamarlo todo, intentando hacer pasar todos los checks-and-balances o cualquier institución contramayoritaria por excrecencias oligárquicas que hay que suprimir para hacer posible la voluntad del pueblo. Mounk no estaría de acuerdo, y por eso falla al mezclar, bajo el mismo y engañoso epígrafe de «liberalismo no democrático», fenómenos como el poder de los lobbies o la creciente desigualdad económica, con la existencia de agencias independientes o tratados internacionales. No es lo mismo un banco central o un tribunal constitucional que leyes diseñadas para favorecer a los ricos, que nada tendrían que ver con el liberalismo.
Por lo demás, es fácil estar de acuerdo con Mounk en la importancia de que las preferencias electorales de los ciudadanos tengan adecuada traducción en las políticas públicas. Sin embargo, el autor no tiene respuesta (se lo perdonamos: nosotros tampoco) al problema que se plantea (Brexit docet) cuando esas preferencias son manifiestamente irrazonables o autodestructivas. Lo que nos permite cerrar con la siguiente consideración: lo que Mounk y el resto de teóricos de la crisis de la democracia se preguntan en el fondo es bajo qué condiciones históricas las poblaciones aceptan darse bridas o entes tutelares que sometan a control el poder de las mayorías. ¿Se trata tan solo de una cuestión de bienestar material? Es ciertamente persuasivo pensar que si las democracias liberales pudieron estabilizarse tras la posguerra y desplegar por primera vez en la historia una cultura política basada en la separación de poderes y el gobierno de la ley fue debido al fenomenal desempeño económico de aquellos años. Así, la existencia de guardianes revestidos de una autoridad tal que les permita incluso enmendar decisiones con respaldo electoral mayoritario podría estar en función del dividendo material que arroje el sistema. Con una dificultad añadida: que el bienestar o su ausencia son relativos y se miden frente a expectativas subjetivas, que la propia democracia, con su promesa de autorrealización personal indefinida, se encarga de estimular y acrecer. Las cuestiones culturales pasarían a segundo plano. Pero es entonces cuando uno 
recuerda que muchos votantes de Trump no pasan dificultades económicas y que cuesta imaginar el tipo de ansiedad económica que pudiera haber empujado a los votantes suizos con los que hemos dado inicio a esta reseña a prohibir los minaretes en su país. De pronto, la cuestión de la identidad y el reconocimiento, la cohesión grupal y los instintos tribales, vuelven a parecernos enormes factores que determinan la estabilidad de las democracias. La habitación donde cavilamos los problemas que aquejan a las democracias liberales vuelve a llenársenos de niebla. O, como diría nuestro Ortega, seguimos sin saber bien lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa. Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Es autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Breviario de tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana (Barcelona, Deusto, 2018) y Canadiana. Viaje al país de las segundas oportunidades (Barcelona, Debate, 2018) y ha coordinado, con Aurora Nacarino-Brabo, La España de Abel. 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40º aniversario de la Constitución Española (Barcelona, Deusto, 2018).









































[ARCHIVO DEL BLOG] La casa de los escritores. [Publicada el 22/12/2017]












Con los años y las lecturas, escribe en el diario El Mundo el poeta, narrador y ensayista Fernando Aramburu, autor de Patria, la más exitosa novela española de este año que se acaba, uno no ha podido menos de formarse su particular mitología de escritores. Yo también soy de los que frecuentan cementerios sin otro propósito que ver nombres famosos de la literatura cincelados en lápidas y losas. He sentido ante la tumba de César Vallejo, en el cementerio de Montparnasse, la ilusión de una emocionante cercanía. Irazoki y yo, quizá un jueves en que nos pusimos los húmeros a la buena, compramos sendas rosas blancas y se las dejamos al poeta sobre su piedra definitiva.
He visto la tumba de Pedro Salinas expuesta al crudo sol de Puerto Rico, la de Serge Gainsbourg sembrada de colillas y billetes de metro, el obelisco gris de Kafka asediado por un enjambre de turistas. En una colina, al costado de Zúrich, reposan James Joyce y Elias Canetti, separados por un difunto de circunstancias en cuya tumba me soñé enterrado una tarde de nieve, espiando bajo tierra las conversaciones literarias de ultratumba de tan célebres vecinos.
La sensación de cercanía se acrecienta cuando la casa del escritor fue habilitada para museo; pero sobre todo cuando el lugar ha permanecido intacto desde el fallecimiento de su inquilino. En Itzea, casi en la muga de Navarra con Francia, se albergan muebles, libros, objetos que usó y tocó Baroja. El sitio es pintiparado para una experiencia fetichista de gran intensidad. Parecido aire de intimidad hogareña y amueblada se respira en la casa donde murió Rosalía de Castro, en el cuarto de hostal que ocupó Antonio Machado en Segovia o en el del antiguo hotel Fuerteventura, donde Miguel de Unamuno se alojó durante los meses de su confinamiento en Puerto del Rosario. Hay más, pero uno sólo ha estado donde ha estado.
Un caso singular es el de la casa que habitó el escritor alemán Arno Schmidt los últimos 20 años de su vida, hoy día al cargo de la fundación que lleva su nombre. La casa, pequeña, con paredes de madera, está en una aldea perdida de las landas de Luneburgo, rodeada de brezales y bosques de abedules. Allí, en Bargfeld, pueblo de algo menos de 200 almas, se consagró Arno Schmidt a sus actividades principales: la escritura, la traducción, la misantropía y la adicción a los fármacos. A Bargfeld se llega por un ramal de carretera que termina delante del que fuera domicilio de Arno Schmidt y de su esposa Alice. En una pared de la cocina, aún puede verse el calendario de taco con la fecha del 30 de mayo de 1979, día en que el escritor sufrió el ictus que lo llevaría a la sepultura, señalada con una piedra en el jardín. La casa alberga el archivo del escritor y a ella acuden de costumbre estudiosos y traductores. Sobre el escritorio quedaron la máquina de escribir, los lápices, dos pares de gafas, una lupa. En un momento en que la directora de la fundación me dio la espalda, aproveché para acariciar con la yema del dedo índice una tecla de la máquina de Arno Schmidt. Otros, en busca de suerte, rozan jorobas donde las encuentran.
En Praga, a orillas del Moldava, hay un museo dedicado a Franz Kafka. Lo precede una tienda copiosamente surtida de mercancías: camisetas, postales, imanes, llaveros, posavasos y multitud de accesorios y amuletos guarnecidos con la efigie de Kafka o con motivos tomados de su literatura. El museo me resultó un tanto decepcionante por la insuficiente relevancia de los objetos expuestos. Juega sin tapujos a lo tétrico, un concepto que nada tiene que ver con la literatura de Kafka, mucho más humorística de lo que algunos suponen. La luz era escasa; las lámparas, pocas y mortecinas, y la música ambiental, excesiva. Las ventanas habían sido cegadas como para acrecentar en el visitante la sensación de desván oscuro. ¿Los manuscritos? Facsímiles. ¿Las fotos? Reproducidas. Hice averiguaciones y he sabido que los checos no consideran a Kafka como propio. Lo ven, a lo sumo, como judío praguense y lo leen, sí, pero traducido a la lengua checa.
Igualmente pensada para turistas se me hace a mí que es la casa de los Buddenbrooks, en Lübeck, mansión burguesa de los personajes de la novela homónima que habría de granjearle a Thomas Mann el premio Nobel en 1929. La casa fue destruida con ocasión de los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial. Hay una conocida foto que muestra a Thomas Mann y a su esposa ante lo único que quedó en pie de la casa, su emblemática fachada principal. Reconstruido por entero, aunque no por ello carente de interés, a este templo de la literatura alemana de inicios del siglo XX le falta el necesario punto de autenticidad. El mismo destino afecta a la casa de Goethe en Fráncfort. Gajes de la guerra.También en Lübeck se encuentra la casa de otro premio Nobel, Günter Grass, gestionada de forma modélica. Ofrece mucho más que la ocasión de husmear en el ámbito doméstico de un escritor famoso. Está concebida como museo, librería, espacio de investigación y recinto de exposiciones destinado no sólo a la obra gráfica de Grass, ampliamente representada. Todos los años, en verano, se celebra una fiesta para niños, lo que confiere al lugar una significación suplementaria de orden pedagógico. El que haya que pasar por taquilla no es algo que en Alemania se discuta. Los siete euros que cuesta la entrada están en consonancia con la consideración positiva, no exenta de gratitud, que merecen por regla general para el europeo nórdico cuantos rozaron la excelencia en el cultivo de la creación literaria. La casa de Günter Grass dispone de un patio donde se exhiben esculturas del autor. En las distintas salas, el visitante puede contemplar sus acuarelas, litografías y grabados, además de manuscritos originales e información diversa acerca de su vida y su obra.
Pienso acto seguido en la casa de Vicente Aleixandre y se me cae el alma a los pies. Pasan los años, se acrecienta el deterioro del edificio y la casa de uno de los nombres mayores de la poesía española de todos los tiempos, lugar de encuentro y conversación de tantos poetas, continúa abandonada, sin aprovechamiento cultural para los ciudadanos. Quizá quienes ostentan responsabilidades políticas piensen que con haberle concedido al poeta, premio Nobel del 77, el honor municipal de poner su nombre a la calle donde vivía (decisión de muy discutible oportunidad, por cierto), ya han cumplido el trámite. De vez en cuando se alzan voces que achacan dejadez a dichos responsables. Ojalá ese fuera el obstáculo principal para hacer un uso digno de la casa de Vicente Aleixandre, por cuanto en tal supuesto, mediadas unas elecciones, aún quedaría un resquicio para la esperanza. Yo me temo que se trata de algo peor, que sobre este asunto vergonzoso se vierte desde hace años una dura sombra de insuficiencia poética, deformidad para la que por desgracia no existe curación. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt