Con los años y las lecturas, escribe en el diario El Mundo el poeta, narrador y ensayista Fernando Aramburu, autor de Patria, la más exitosa novela española de este año que se acaba, uno no ha podido menos de formarse su particular mitología de escritores. Yo también soy de los que frecuentan cementerios sin otro propósito que ver nombres famosos de la literatura cincelados en lápidas y losas. He sentido ante la tumba de César Vallejo, en el cementerio de Montparnasse, la ilusión de una emocionante cercanía. Irazoki y yo, quizá un jueves en que nos pusimos los húmeros a la buena, compramos sendas rosas blancas y se las dejamos al poeta sobre su piedra definitiva.
He visto la tumba de Pedro Salinas expuesta al crudo sol de Puerto Rico, la de Serge Gainsbourg sembrada de colillas y billetes de metro, el obelisco gris de Kafka asediado por un enjambre de turistas. En una colina, al costado de Zúrich, reposan James Joyce y Elias Canetti, separados por un difunto de circunstancias en cuya tumba me soñé enterrado una tarde de nieve, espiando bajo tierra las conversaciones literarias de ultratumba de tan célebres vecinos.
La sensación de cercanía se acrecienta cuando la casa del escritor fue habilitada para museo; pero sobre todo cuando el lugar ha permanecido intacto desde el fallecimiento de su inquilino. En Itzea, casi en la muga de Navarra con Francia, se albergan muebles, libros, objetos que usó y tocó Baroja. El sitio es pintiparado para una experiencia fetichista de gran intensidad. Parecido aire de intimidad hogareña y amueblada se respira en la casa donde murió Rosalía de Castro, en el cuarto de hostal que ocupó Antonio Machado en Segovia o en el del antiguo hotel Fuerteventura, donde Miguel de Unamuno se alojó durante los meses de su confinamiento en Puerto del Rosario. Hay más, pero uno sólo ha estado donde ha estado.
Un caso singular es el de la casa que habitó el escritor alemán Arno Schmidt los últimos 20 años de su vida, hoy día al cargo de la fundación que lleva su nombre. La casa, pequeña, con paredes de madera, está en una aldea perdida de las landas de Luneburgo, rodeada de brezales y bosques de abedules. Allí, en Bargfeld, pueblo de algo menos de 200 almas, se consagró Arno Schmidt a sus actividades principales: la escritura, la traducción, la misantropía y la adicción a los fármacos. A Bargfeld se llega por un ramal de carretera que termina delante del que fuera domicilio de Arno Schmidt y de su esposa Alice. En una pared de la cocina, aún puede verse el calendario de taco con la fecha del 30 de mayo de 1979, día en que el escritor sufrió el ictus que lo llevaría a la sepultura, señalada con una piedra en el jardín. La casa alberga el archivo del escritor y a ella acuden de costumbre estudiosos y traductores. Sobre el escritorio quedaron la máquina de escribir, los lápices, dos pares de gafas, una lupa. En un momento en que la directora de la fundación me dio la espalda, aproveché para acariciar con la yema del dedo índice una tecla de la máquina de Arno Schmidt. Otros, en busca de suerte, rozan jorobas donde las encuentran.
En Praga, a orillas del Moldava, hay un museo dedicado a Franz Kafka. Lo precede una tienda copiosamente surtida de mercancías: camisetas, postales, imanes, llaveros, posavasos y multitud de accesorios y amuletos guarnecidos con la efigie de Kafka o con motivos tomados de su literatura. El museo me resultó un tanto decepcionante por la insuficiente relevancia de los objetos expuestos. Juega sin tapujos a lo tétrico, un concepto que nada tiene que ver con la literatura de Kafka, mucho más humorística de lo que algunos suponen. La luz era escasa; las lámparas, pocas y mortecinas, y la música ambiental, excesiva. Las ventanas habían sido cegadas como para acrecentar en el visitante la sensación de desván oscuro. ¿Los manuscritos? Facsímiles. ¿Las fotos? Reproducidas. Hice averiguaciones y he sabido que los checos no consideran a Kafka como propio. Lo ven, a lo sumo, como judío praguense y lo leen, sí, pero traducido a la lengua checa.
Igualmente pensada para turistas se me hace a mí que es la casa de los Buddenbrooks, en Lübeck, mansión burguesa de los personajes de la novela homónima que habría de granjearle a Thomas Mann el premio Nobel en 1929. La casa fue destruida con ocasión de los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial. Hay una conocida foto que muestra a Thomas Mann y a su esposa ante lo único que quedó en pie de la casa, su emblemática fachada principal. Reconstruido por entero, aunque no por ello carente de interés, a este templo de la literatura alemana de inicios del siglo XX le falta el necesario punto de autenticidad. El mismo destino afecta a la casa de Goethe en Fráncfort. Gajes de la guerra.También en Lübeck se encuentra la casa de otro premio Nobel, Günter Grass, gestionada de forma modélica. Ofrece mucho más que la ocasión de husmear en el ámbito doméstico de un escritor famoso. Está concebida como museo, librería, espacio de investigación y recinto de exposiciones destinado no sólo a la obra gráfica de Grass, ampliamente representada. Todos los años, en verano, se celebra una fiesta para niños, lo que confiere al lugar una significación suplementaria de orden pedagógico. El que haya que pasar por taquilla no es algo que en Alemania se discuta. Los siete euros que cuesta la entrada están en consonancia con la consideración positiva, no exenta de gratitud, que merecen por regla general para el europeo nórdico cuantos rozaron la excelencia en el cultivo de la creación literaria. La casa de Günter Grass dispone de un patio donde se exhiben esculturas del autor. En las distintas salas, el visitante puede contemplar sus acuarelas, litografías y grabados, además de manuscritos originales e información diversa acerca de su vida y su obra.
Pienso acto seguido en la casa de Vicente Aleixandre y se me cae el alma a los pies. Pasan los años, se acrecienta el deterioro del edificio y la casa de uno de los nombres mayores de la poesía española de todos los tiempos, lugar de encuentro y conversación de tantos poetas, continúa abandonada, sin aprovechamiento cultural para los ciudadanos. Quizá quienes ostentan responsabilidades políticas piensen que con haberle concedido al poeta, premio Nobel del 77, el honor municipal de poner su nombre a la calle donde vivía (decisión de muy discutible oportunidad, por cierto), ya han cumplido el trámite. De vez en cuando se alzan voces que achacan dejadez a dichos responsables. Ojalá ese fuera el obstáculo principal para hacer un uso digno de la casa de Vicente Aleixandre, por cuanto en tal supuesto, mediadas unas elecciones, aún quedaría un resquicio para la esperanza. Yo me temo que se trata de algo peor, que sobre este asunto vergonzoso se vierte desde hace años una dura sombra de insuficiencia poética, deformidad para la que por desgracia no existe curación. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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