Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. Para conmemorar el 175 aniversario de su nacimiento (en 2018), y el 200 aniversario de su muerte (en este 2000), durante tres años y medio seguidos, entre mayo de 2016 y diciembre de 2019, he estado subiendo al blog, en sucesivas entradas, a razón de una cada veinte días, toda la extensa obra narrativa de Galdós, a la que pueden acceder en enlace correspondiente de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. Como conclusión de mi personal y emocionado homenaje a Galdós subo hoy al blog tres artículos de prensa, muy recientes, que analizan su personalidad y su obra desde una perspectiva inhabitual. Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón; Amado Alonso la definió como “comunión”, y para Pérez de Ayala, era una manifestaciónde su profundo liberalismo», dice de él, Andrés Amorós, catedrático de literatura española, en el ABC del 27 de marzo pasado en su artículo La mirada misericordiosa de Galdós. La grandeza de Galdós -comienza diciendo Amorós- no se explica sólo por su maestría literaria. Por supuesto, domina los recursos técnicos del narrador realista: la capacidad de observación; la precisa evocación de ambientes, sin necesidad de farragosas descripciones; la creación de personajes que parecen vivos, cada uno con su peculiar lenguaje; la invención de tramas que captan el interés del lector; el adecuado ritmo narrativo. Todo esto y mucho más lo posee Galdós pero no es suficiente para justificar su categoría. Detrás de todo ello está la actitud básica con que mira a sus personajes. Una comparación nos ayuda a precisarlo: Quevedo y Valle-Inclán, dos genios indiscutibles, disfrutan muchas veces zahiriendo a sus personajes, haciendo su caricatura, deshumanizándolos. En cambio, Pérez Galdós, una vez superada la fase inicial de la novela de tesis, en la que, para censurar algún vicio de nuestra patria, lo encarna en un personaje muy antipático -Doña Perfecta sería el claro ejemplo-, siente cariño por todos sus personajes: comprende sus resortes íntimos, disculpa sus errores porque sabe bien que ninguno estamos libres de cometerlos. Podría hacer suya la admirable frase de un personaje de su amigo Clarín, otro genio: «Todos somos frígilis... Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón. Amado Alonso la definió como «comunión». Para Pérez de Ayala, era una manifestación de su profundo liberalismo. El cariño de don Benito por sus personajes se traduce hasta en anécdotas. Cuando, ya ciego, le invitaron al estreno, en el Teatro Español, de la versión dramática de «Marianela», al escuchar las frases de la joven -las mismas que él había escrito, hacía ya muchos años-, se levantó de la butaca y alzó los brazos hacia ella, diciendo: «¡Nela, Nela!». Cuando enfermaba, pedía que llamaran a Miquis, el doctor que reaparece en varias de sus novelas. Todo lo contrario, así pues, de esa manida etiqueta del «distanciamiento». ¿Cómo iba él a distanciarse de la de Bringas, de Tristana, de Fortunata, de Maxi Rubín, de Nazarín, de Benina? Eran él mismo, lo mejor de sí mismo, lo que él había creado. La actitud de Galdós es la misma de Cervantes, que comprende por igual a Cipión y a Berganza, al Licenciado Vidriera y al curioso impertinente, a Maritornes y a Dulcinea. En nuestra pintura clásica, es la misma actitud de Velázquez, que contempla con igual respeto a un rey que a un bufón de la Corte. Y la de Murillo, que pinta con igual encanto a una Inmaculada, a un niño que come sandía y a unas jóvenes que se asoman a su balcón... Lo explicaron Angulo y Lafuente Ferrari: supone eso aceptar toda la realidad; el derecho de cualquier persona a ser como es; su aspiración a la libertad («Libre nací y en libertad me fundo», proclama la pastora Gelasia, en «La Galatea»); la defensa de su individualidad: «Yo soy el que soy», afirman los protagonistas de nuestro teatro clásico.
El ejemplo más claro es Fortunata. Su idea es una revolucionaria proclamación de la libertad, en el amor: «Al que me quiere como dos, lo quiero como catorce». Por eso, al final de la novela se nos dice que ella es «un ángel»; eso sí, matiza el narrador, un ángel que comete muchos disparates.
El consabido realismo de Galdós -precisó Dámaso Alonso- no es un realismo «de cosas» sino «de almas». (Coincide, así, con la mejor tradición española, desde «La Celestina» y la picaresca al «Quijote»). Ésa es la causa de que abunden tanto, en sus obras, los personajes soñadores, quijotescos, que superan los estrechos límites de la realidad. El ejemplo definitivo es el conmovedor Maxi Rubín, que acaba proclamando: «Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maxi Rubín en un palacio o en un muladar: lo mismo da».
Este largo camino galdosiano de superación del realismo culmina en «Misericordia». Benina es una criada vieja, sisona, que pide limosna para socorrer a su ama, sin decírselo: un engaño por piedad, igual que hace Lazarillo con el hidalgo, para no herir su honra.
En este mundo de miseria, todos se consuelan con los sueños. A Obdulia, la ridícula solterona, le basta con un poquito de charla para olvidarse de que, en la despensa, sólo quedan unos mendrugos. El moro Almudena, pobre, feo, sucio y ciego, sueña con Benina, en una de las más hermosas declaraciones de amor de nuestra literatura: «Tú ser muquier una sola, no haber otra mí». Todos sueñan con la herencia que un día traerá un sacerdote inventado, don Romualdo.
Galdós riza aquí el rizo de la superación del realismo cuando se confirma la herencia, traída por el sacerdote soñado. Al recibir su dinero, el patético don Frasquito Ponte no se lo gasta -como haría un personaje de Zola- en satisfacer las necesidades materiales: la comida, una mujer... En vez de eso, se encarga tarjetas de visita y alquila un caballo para pasar por delante del balcón de una señorita. Todo eso, tan absolutamente inútil, es lo que él necesita para seguir viviendo.
Benina los comprende y los justifica a todos: «Los sueños, los sueños, digan lo que quieran, son también de Dios. ¿Y quien va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?».
Es la misma lección irónica y desencantada del sabio Cervantes: «Todo eso pudiera ser, Sancho...».
Pero el dinero también hace aflorar la dureza de corazón de algunos. El ama despide a la vieja criada pero, luego, cuando su hijo enferma, tiene que recurrir a ella. Benina le asegura que se pondrá bueno y su profecía se cumple. Todavía añade una frase sorprendente: «Y ahora, vete a tu casa y no vuelvas a pecar».
No sólo ha hecho un milagro Benina, como si fuera una santa, sino que ha pronunciado las mismas palabras de Jesucristo, en el Evangelio, arrogándose ella el poder de perdonar los pecados.
¿Cómo es posible tal dislate? La respuesta de Galdós está clara. «Benina», el nombre del personaje, es la forma popular de pronunciar «benigna». (No la ha llamado Caridad, supongo yo, para evitar un significado claramente religioso). A pesar de todos sus defectos, ella asciende a lo más alto que puede alcanzar un ser humano porque tiene benignidad, caridad.
La gran literatura supone mucho más que el dominio de una técnica: nos ilumina, nos consuela, nos abre horizontes, nos ayuda a entender mejor la complejidad de los seres humanos. Gracias a su mirada misericordiosa, Galdós es realmente grande".
Otros muchos se dolieron de esas oscuridades. El crítico José F. Montesinos, autor en 1968 de una apreciable obra sobre Galdós, atribuye ese caparazón a la timidez: «Todo contribuyó a que no sepamos hoy nada de lo que nos interesaría saber». Y, entre sus contemporáneos, Eugenio d’Ors escribía en 1907: «Nada de ti sabemos, Galdós misterioso». En esa estela, Gregorio Marañón, que siendo niño conoció a Galdós y no dejó de tratarle hasta su muerte, siempre como amigo cercano, al final como médico, en momentos apurados también como confidente y hasta de mediador en alguno de sus conflictos de faldas, incluyó en su «Amiel», en 1933, un sugestivo apunte definitorio: «Hombre superviril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres».
La timidez no sólo se manifestaba en su trato con las mujeres -en sus años escolares, en las tertulias de café y en el Congreso de los Diputados le envolvió fama de retraído- y probablemente este mirarse hacia adentro tuvo que ver con los pasajes oscuros de su biografía. Galdós hizo decir al señorito Viera en «Realidad»: «Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos nuestra esfera oculta». Mantuvo esa esfera oculta, y muy cuidadosamente respecto a algunas de sus relaciones amorosas, como lo fue su intensa intimidad con mi contrapariente Emilia Pardo Bazán, como se desprende de la correspondencia entre los amantes. Nos han llegado treinta y dos cartas de la condesa a Galdós que sorprendentemente él, tan sigiloso, no destruyó -las dirigidas a ella no se conservan-, en las que se manifiestan los engranajes cautelosos de sus encuentros para preservar el secreto de los amores entre una mujer separada que brillaba en sociedad y un ya famoso novelista.
El sigilo amatorio de Galdós llegaba a extremos curiosos, como firmar sus cartas con nombres figurados y remitir sobres ya escritos por él para las cartas de respuesta a las suyas, de modo que se dificultase la identificación de sus amantes, y lo llevó a los demás aspectos de su vida. Así los pasos por su biografía encuentran a menudo trampas, recovecos y claves que los investigadores descifran trabajosamente.
Galdós está en sus obras. El Galdós de sus primeros años madrileños se refleja en personajes como Miquis, Ibero y Halconero. Y un Galdós, ya de vuelta de tantos pesares, se enmaraña, como figura y contrafigura, en el Tito de los «Episodios» finales. Y Galdós está, acaso sobre todo, en «El amigo Manso». Y se derrama, fragmentariamente, en otros personajes, como Moreno Isla, Ponce, Ido del Sagrario, Juan Santa Cruz...
También se adivinan en sus obras personas cercanas al escritor: familiares, amantes, tipos que le dejaron huella. Galdós los convierte en personajes. Parece evidente que en «Doña Perfecta» se refleja la madre del escritor, que Irene está relacionada con alguna decepción suya, que la Augusta de «Realidad» tiene que ver con la de Pardo Bazán, que esas cartas femeninas de «Tristana» están emparentadas con las cartas que él recibía de alguna de sus amantes conocidas... Y, lo que me es muy grato, que Salvador Monsalud, personaje central de la segunda serie de los «Episodios», es un trasunto de mi directo antepasado el «oficial aventurero» biografiado por Baroja. El paralelismo entre las situaciones narradas por el militar liberal en sus Memorias y la narración galdosiana, incluso en los detalles y expresiones, supone a menudo un calco, sobre todo en «La segunda casaca». Al historiador Ricardo Martínez Cañas debemos un interesante trabajo sobre esta inspiración galdosiana a la hora de construir su personaje: «Juan Van Halen y el Monsalud de Galdós».
Llegamos a Galdós a través de las creaciones magníficas de sus criaturas. Acceder al interior del autor resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma. Desde la biografía de Berkowitz, de 1948, un intento interesante pero sólo conseguido parcialmente, «Vida de Galdós», de 1996, de Pedro Ortiz Armengol, galdosiano impenitente, es a mi juicio el más riguroso trabajo hasta la fecha destinado a rasgar las sombras biográficas de nuestro autor.
Galdós escribió poco sobre sí mismo para lo que se hubiese esperado de una de las cumbres de la literatura en castellano y uno de los españoles en vida más reconocidos y populares. Resaltó D’Ors: «Lo que sí hace es, si no escribir acerca de sí mismo, escribir las memorias de todo el pueblo español». Asimiló y admiró a Balzac y a Dickens. Y pronto devoró las obras de Dostoyevski y de Tolstói. En su prosa, siempre, Cervantes. Recuerda Gullón que en «El amigo Manso» «hay párrafos calcados de textos cervantinos; lo considero homenaje explícito, reconocimiento de deuda con el maestro». Y concluye: «Galdós es el gran heredero español de Cervantes; su continuador»
Sufrió la envidia, un mal tan español, y fue derrotado en su primer intento de entrar en la Academia en enero de 1889; ingresó, por unanimidad, en abril. Y nunca consiguió el premio Nobel que rondaba desde 1912. En 1915 estuvo a punto pero fueron miles las cartas desde España que la Fundación Nobel recibió en su contra. Jugaron sus bazas, además de la envidia, sus sucesivas y a veces contradictorias adscripciones políticas y su anticlericalismo. Que Galdós no obtuviese el Nobel es otra injusticia, entre tantas, del sanedrín sueco". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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