Europa y el mundo vieron en 1968 como durante unos meses la historia se hacía en las calles y universidades de algunos países. Fue la puesta en cuestión de una sociedad que terminó legitimando la innovación frente al ‘statu quo’, comenta en El País Antonio Elorza, profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro de próxima publicación Utopías del 68 (Pasado&Presente).
A veces el tiempo no solo es el marco de la historia, comienza diciendo, sino que hace la historia. Tal es el caso de la serie de movimientos de cambio social y político, en ocasiones como el mayo francés creadores de utopías, que se suceden a lo largo de la década de los años sesenta y culminan en 1968. Las características de los mismos son muy diversas, pero tienen rasgos comunes que indican un origen compartido. Responden a experiencias colectivas situadas a distancia de una generación respecto del fin de la Segunda Guerra Mundial.
En un clima de bienestar económico, los años sesenta sentaron las bases para un ansia generalizada de cambio, partiendo de la era Kennedy, con su amplio despliegue de movimientos reivindicativos y expresiones de protesta, reflejados en la música y en las universidades, en el pacifismo contra la guerra de Vietnam. Eran Joan Baez y Scott MacKenzie, Hair, frente a los B-52. La revolución musical acentuó su impacto popular con los Beatles y los Rolling, con Bob Dylan. La píldora marcó un cambio en las relaciones sexuales. Renació en el Este una presión por aflojar la camisa de fuerza de los regímenes soviéticos, singularmente en Polonia y Checoslovaquia. Hasta la Iglesia pareció salir con Juan XXIII de un estancamiento secular. Las utopías del 68 son el fruto de ese complejo de cambios.
“La insolencia es una de las mayores armas revolucionarias”. La pintada de mayo refleja la gestualidad con que los rebeldes de Nanterre inauguran su movimiento. Ejemplo, la respuesta de un estudiante de Sociología, Daniel Cohn-Bendit, quien sorprendió al rector que le pregunta por su uso del tiempo: “Hacía el amor, algo de lo que usted es incapaz”. Fue un desafío abierto a una jerarquía académica tan ritualizada como la francesa, actitud que se apoyó en lo que será otra idea clave del movimiento: la contestación, esto es, la puesta en tela de juicio de todo aquello que se basa en el principio de autoridad. La ruptura parece espontánea y no lo es. Responde a un proceso de diferenciación de la juventud respecto del orden de sus mayores, que antes ha tenido expresiones de masas en apariencia tan inocuas en Francia como la música —el fenómeno yeyé—, el vestido con la minifalda o más físicas relaciones sentimentales. Surge lo que Edgar Morin llamó una bioclase, una generación consciente de su identidad, y que desde ella acaba enfrentándose al mundo adulto. La Universidad será el terreno privilegiado para esa confrontación.
Un acontecimiento irrelevante puede actuar como detonador del movimiento social. Para el mayo francés ese papel fue desempeñado por el malestar de los estudiantes relegados fuera de París, al campus aislado de Nanterre. La respuesta a una serie de actuaciones juzgadas represivas desembocó el 22 de marzo en la ocupación parcial de la Universidad. Cohn-Bendit anunció los objetivos: nos negamos a convertirnos en ejecutivos para la explotación de los trabajadores. Una serie de errores del poder propició enseguida la expansión del movimiento, empezando por el cierre de Nanterre y la ocupación policial de la Sorbona. Las movilizaciones y los durísimos enfrentamientos nocturnos en los bulevares del Barrio Latino llevaron la lucha al centro de París, con la formación de barricadas, e hicieron retroceder al Gobierno de Pompidou, pero ello sirvió solo para propiciar las ocupaciones de la Sorbona y el Odeón. La rebelión abría paso a la utopía, creándose una auténtica Comuna universitaria. “Lo que sucede hoy”, resumió Cohn Bendit, “es que toda una juventud se expresa contra una determinada sociedad”. El 13 de mayo, la huelga general fue prólogo de la alianza con los sindicatos obreros, que por unos días estuvo a punto de derribar al Gobierno, hasta que De Gaulle volvió reconfortado de una confusa visita al general Massu, jefe de las fuerzas francesas en Alemania. No iba a ceder. El 30 de mayo, De Gaulle emplazó a los partidarios del orden, que al día siguiente llenaron los Campos Elíseos en una manifestación multitudinaria. Convocó elecciones y las ganó. La utopía se desvaneció.
El valor del mayo francés no residió en los miles de palabras gastadas, en la oposición a los exámenes, en sus eslóganes, sino en la puesta en cuestión de una sociedad, de su concepto de la jerarquía y de los usos sociales; en la negativa juvenil a aceptar un amor y una libertad estrictamente regulados. La rebelión de mayo hizo que la juventud impusiera su presencia en la vida privada, en la cultura, y legitimase la innovación frente al statu quo.
No fue la única utopía del 68. La voluntad de ruptura alcanzó a otros lugares, como la UNAM de México o entre nosotros al mundo universitario que tras meses de agitación estalló en el recital de Raimon, el 18 de mayo en Madrid.
Desde otras coordenadas, la primavera de Praga, hasta su aplastamiento, alentó el sueño de un comunismo democrático, donde la justicia social fuera compatible con el pluralismo y la libertad intelectual. Fue también un ensayo utópico, radicalmente enfrentado al marxismo soviético.
Hubo, en fin, otra gran utopía, iniciada en 1966, la Revolución Cultural china, fruto esta vez de la ambición de un personaje, Mao Zedong, que quiso crear una sociedad de cientos de millones de hombres, estrictamente igualitaria y entregada al culto hacia su persona. Y que como mitología incidió con fuerza sobre las ideas revolucionarias en Europa occidental.
La primavera fue breve. En Francia, una vez restablecido el orden y ganadas las elecciones por De Gaulle, las promesas de reforma cedieron paso a la denuncia del comunismo y a la persecución de los izquierdistas. En Praga, los tanques del Pacto de Varsovia impusieron su ley y solo fue cosa de tiempo regresar al patrón soviético. Peor fueron las cosas en México, donde en las matanzas de Tlatelolco y más tarde del Corpus, ni siquiera pudieron contar los muertos porque los cadáveres eran quemados. Tampoco faltó la España de Franco a la cita, con el estado de excepción de enero del 69 y Fraga superándose a sí mismo en su campaña sobre el asesinato del estudiante Ruano. Según sus palabras, no iba a “esperar a una jornada de mayo” para acabar aquí con “la orgía de nihilismo, de anarquismo y de desobediencia”. En definitiva, odiaba la libertad.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Buen artículo ...
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