Lo de París del 68 fue una revolución de clase media, escribe el historiador Luis Arranz reseñando La revolución imaginaria. París 1968. Estudiantes y trabajadores en el Mayo francés (Madrid, Alianza, 2018) de Michael Seidman. Un trauma sobre el que las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia de todo Occidente siguen abismadas.
Michael Seidman publicó entre nosotros, en 2012, un análisis sagaz de la política económica de Franco durante la Guerra Civil, La victoria nacional, que hizo honor al esclarecimiento de algunas de las razones de ésta última no siempre ponderadas, sobre todo vistas en un análisis comparativo con la suerte adversa de otras contrarrevoluciones. Por la información que proporcionaba y su modo de remover clichés con ella, constituye una lectura estimulante. Esta obra, y la dedicada a valorar el Mayo francés en su quincuagésimo aniversario, muestran un claro parentesco metodológico. Aunque el autor demuestra en la introducción conocer bien los enfoques inspirados por la psicología social y la filosofía que han tratado de dar cuenta de aquellos sucesos, prefiere atenerse a los datos de la sociología empírica y al proceso mismo de aquellos dos meses (mayo y junio) para extraer al final sus conclusiones.
Nos encontramos así, para empezar, con lo que podríamos llamar la plétora de Nanterre, esto es, con el problema del crecimiento exponencial de número de estudiantes de todos los niveles, incluido el universitario: de sesenta mil, en 1938-1939, a seiscientos cinco mil en 1967-1968, nada menos. Eran los efectos del baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial y a la creciente e inaudita prosperidad que le siguió, pese a que entre 1945 y 1948 el futuro de Europa Occidental parecía negro (el de la Oriental lo era, efectivamente). Estos estudiantes, sobre todo de clase media y media-baja, pues sólo en un 10% provenían de los medios obreros, se hacinaban, sobre todo los de Letras y Ciencias Humanas, en aulas superpobladas con un excesivo número de alumnos por profesor. Y eso que éstos habían pasado de dos mil en 1945 a veintidós mil en 1967, y que el gasto total del presupuesto del Estado en educación hubiera saltado de 605 millones de francos al comienzo de la Quinta República, en 1958, a 3.790 diez años después. Una enseñanza humanista pensada para una elite motivada se adaptaba mal a estas muchedumbres y hacía muy difícil que los profesores encontraran el modo adecuado de enfrentarse a su difícil situación.
Sobre la actitud del profesorado en aquellas circunstancias, Seidman nos precisa algunos aspectos importantes. Para él, «la naturaleza liberal de la educación superior la volvía incapaz de combatir las protestas violentas sin renunciar a su propio liberalismo» (p. 129). Esto significa que el grueso del profesorado trató denodadamente, pero en vano, de hacer compatible la protesta con el normal trascurrir de clases y exámenes. Sin embargo, la violencia estaba allí: a los profesores se les tuteaba, se les insultaba, se les hacía juicios críticos, y su autoridad se desconocía. Clases, seminarios y exámenes estaban a merced de las exigencias de la agitación y la «lucha». O, mejor, la autoridad académica la reconocían sólo las fuerzas policiales que, inicialmente, se vieron desautorizadas por la denostada violencia de su represión; no sólo por el profesorado, sino también por la opinión pública. Una distancia y un conflicto que iría disminuyendo progresivamente entre mayo y junio, cuando eminencias académicas como los premios Nobel François Jacob y Jacques Monod, al principio muy comprensivos con los radicales y críticos con la represión, denunciaron el unilateral espíritu de barricada de las vanguardias estudiantiles (p. 402).
Como es lógico, el grueso de la investigación de Seidman se centra en la condición y acción de los estudiantes, pero también en sus relaciones con los obreros y las actitudes de éstos. En el microcosmos de Nanterre, en la banlieu parisiense, en una zona más bien triste, pobre y empeorada por unos edificios típicos de la arquitectura «brutalista», un 54% de los estudiantes se decían interesados en la reforma de la universidad; un 31%, únicamente en aprobar los exámenes, y sólo un 12% exhibían convicciones revolucionarias (p. 65). Por tanto, y esto es lo más significativo de Mayo del 68 y lo que incita una y otra vez al análisis, que una minoría impusiera la ideología, a menudo delirante y profundamente reaccionaria en su radicalidad, como bandera del conjunto de los estudiantes frente a toda la sociedad resultaba y resulta asombroso. Hubo, no obstante, mediaciones. Seidman señala que, dada una vida cultural mínima en Nanterre, los problemas de la considerada miseria cotidiana de los estudiantes hicieron de receptáculo de la ideología. La agitación empezó así con la denuncia de la represión sexual y el derecho de los varones a entrar en cualquier momento del día en las residencias de las chicas sitas en el campus. Aunque la masificación había comportado una evidente feminización de las universidades, no parece que la actual ideología feminista del «me too» desempeñara papel alguno en aquella primavera parisiense. Si hubo violaciones o abusos durante las ocupaciones, no lo sabemos. El caso es que, ya en 1967, la situación de las residencias universitarias se caracterizaba por el caos, la degradación del medio, el consumo de drogas y el ruido permanente (p. 101). Un estilo de total informalidad, libertad sexual y la normalización del robo como alternativa al «prejuicio burgués» de la propiedad privada hicieron del estilo anárquico una suerte de pecera, dentro de la cual se movían incansables y minoritarios los obreristas fanáticos, sobre todo los maoístas y, en menor medida, los trotskistas. Asimismo, Seidman llama la atención sobre el marcusiano y situacionista desprecio al trabajo y su sustitución o asimilación por el placer (sobre todo sexual) y la diversión.
Esta mezcla de ideología y modo de vida se prevalía de elementos de gran peso para cerrar toda posibilidad a una política reformista por parte de los estudiantes: el coste de las reformas de los estudios superiores: no tanto económico, sino referido al nivel de exigencias. Los ministros de los gobiernos de Georges Pompidou, Christian Fouchet (1962-1967) y Alain Peyrefitte (1967-1968), como luego, bajo la presidencia de Couve de Murville, el veterano Edgar Faure, trataron de introducir por decreto una mayor selectividad por parte de las universidades y una mayor exigencia de estudio con la limitación de convocatoria de los exámenes a que era posible presentarse en el tiempo para aprobar las asignaturas. Todo lo cual hubiera llevado a diversificar y jerarquizar la oferta de la educación superior. Y, ante estas exigencias, padres y alumnos manifestaban la más rotunda negativa. Una hostilidad que, como la exigencia de libertad sexual, caldeó el ambiente. La denuncia de los «intereses de clase» y el «clasismo» venían muy bien para desentenderse con una abrumadora conciencia de superioridad de las inevitables exigencias personales que comportaba la calidad educativa ante la demanda de una sociedad en la que las oportunidades se habían multiplicado exponencialmente. No podía ser que el acceso a la universidad supusiera pasarse el día de clase en clase, de seminario en seminario o estudiando en bibliotecas que, a veces, faltaban o eran insuficientes. De modo que es posible colegir de todos los elementos de juicio que Seidman proporciona la conclusión de que la ideología revolucionaria constituía, en definitiva, un modo brutalmente eficaz de bloquear toda reforma que cuestionara (como ocurría también en Italia y España) el hecho de que la sociedad entera proporcionase a los estudiantes, a muy buen precio, sus estudios superiores. Así las cosas, su origen de clase media quedaba púdicamente disimulado con las fantasías y el sectarismo revolucionario. Seidman cita, en ese sentido, a uno de los grandes renovadores de la historia política, René Rémond, que llegaría a ser rector de la Universidad de Nanterre, cuando éste señalaba que la ideología revolucionaria penetraba con tanta más facilidad cuanto más acomodado era el origen social del estudiante, dispuesto incluso a «proletarizarse» (p. 64).
Hay dos puntos a abordar que centran, asimismo, la atención de Seidman: la violencia estudiantil y la correspondiente acción policial contra ella, por un lado, y la relación entre los estudiantes y los obreros, por otro. En cuanto al primer punto, el autor sigue minuciosamente la secuencia de manifestaciones; enfrentamientos cada vez más violentos con la gendarmería y los antidisturbios; ocupaciones y nuevas manifestaciones y disturbios. Puesto que toda acción por cauces representativos y con objetivos de compromisos en pro de reformas estaba descalificado y excluido e imperaba la dictadura de la asamblea; puesto que los estudiantes no ocultaban su desprecio y su deseo de destruir la «universidad burguesa», degradada a simple escenario revolucionario, la acción estudiantil fue ahogándose cada vez más en sí misma. Si, en sus comienzos, tuvo muy amplio apoyo de la opinión y todas las denuncias recayeron en las fuerzas de orden público, el autocontrol de éstas, pese a su dureza, la evitación de poner fin a las bravas a las ocupaciones de Nanterre, la Sorbona o el teatro Odeón cambiaron poco a poco las tornas. En lo esencial, los estudiantes (acompañados por un porcentaje muy significativo del lumpen) no consiguieron salir del Barrio Latino de París, salvo en algunas manifestaciones, en una de las cuales trataron de orinarse en la tumba del soldado desconocido bajo el Arco del Triunfo. Los obreros no los recibieron en las fábricas ni cuando ocuparon algunas de automóviles a las afueras de París, ni tampoco pudieron participar en las huelgas de correos, la televisión o los ferrocarriles. Cuando a los bulldozers policiales que derribaban sus barricadas los estudiantes opusieron más y más el fuego, y éste afectó a los automóviles aparcados en las calles de los disturbios, comenzaron los problemas con el abastecimiento de gasolina, los comerciantes vieron arrasados una y otra vez sus escaparates y los estudiantes se plantearon ocupar Les Halles y colapsar el abastecimiento de París, la benignidad y comprensión del público fueron apagándose. De las ocupaciones del Odeón o la Sorbona no queda memoria de ninguna efeméride cultural, pero sí la peligrosa acumulación de litros de gasolina en su interior y algunos incendios que no acabaron con los edificios gracias a los bomberos. «Los edificios de la Sorbona estaban invadidos por las ratas y apestaban a orina podrida», resume Seidman (p. 405). En cuanto a los trabajadores, Seidman, buen conocedor de esa sociología, comprueba que éstos no tenían la menor motivación revolucionaria. Toda la retórica de la Confédération Française Démocratique du Travail sobre la autogestión caía en el vacío, y acertaba mucho más la Confédération Générale du Travail comunista, concentrada en reivindicar la disminución de la jornada y el aumento de salarios. Para una clase obrera metida en la sociedad de consumo y en créditos, ésta era una cuestión esencial. Ante la paralización de Francia por las huelgas, que movilizaron a más de cinco millones de trabajadores, Pompidou en persona negoció con los sindicatos (que en ningún momento perdieron el control de sus bases) los acuerdos de Grenelle, en la sede del Ministerio de Trabajo de la calle del mismo nombre, sita en el Barrio Latino. Dichos acuerdos incluyeron una subida salarial del 35%, pese a lo cual los trabajadores los rechazaron en asambleas de fábrica. Pareció que, al fin, la revolución llamaba a la puerta. Decepción total. Las bases sindicales querían más concesiones en horas de trabajo y salarios que las obtenidas por sus jefes. No mostraron, sin embargo, el menor interés en sustituir el mercado «por una red mundial de comités obreros encargados de cancelar la diferencia entre diversión y trabajo», como propugnaban los «situacionistas» que, por lo demás, no creían en el carácter revolucionario de la «clase obrera» (p. 77).
La evolución política de los acontecimientos no ocupa un lugar central en el análisis de la crisis, pero las indicaciones del autor permiten extraer algunas conclusiones a modo de corolario. La posición política de la izquierda más o menos reformista se asemejó sobremanera a la que padecieron la mayoría de los profesores universitarios y de secundaria del sí, pero... La violencia y el fanatismo estudiantil de los anarcos, situacionistas, trotskistas y maoístas duplicó el efecto K que el Partido Comunista Francés, por su propia naturaleza y significación internacional, creaba en la política francesa, al igual que en la italiana: bloquear la alternancia en el gobierno. Que los estudiantes afirmaran con desbordante entusiasmo su apoyo al modelo cubano o maoísta frente a la Quinta República acabó desahuciándolos. Así pudo parecer cuando la gran concentración del estadio Charléty del 29 de mayo en París, donde confluyeron toda la gama de grupúsculos, el Parti Socialiste Unifié y la Union Nationale des Étudiants de France con la izquierda no comunista, marcaba el comienzo del fin de la Quinta República. Los acuerdos de Grenelle habían sido rechazados y el presidente de la República había desaparecido sin dar explicaciones. Pero lo que siguió no fue la caída de éste, como se esperaba, sino que reapareció con un discurso determinado y electrizante que puso en pie una marea de más de trescientas mil personas que descendió por los Campos Elíseos, a la que siguió la aplastante victoria electoral en las elecciones legislativas del 23 y el 30 de junio, que, como subraya Seidman, representó uno de los grandes triunfos por el sufragio universal de la derecha francesa. Un lúcido Pompidou había impuesto el recurso a las urnas frente al referéndum sobre la «participación», de la que ni el general entendía el significado ni el alcance. De este modo acabó tristemente la carrera del honrado y valioso Pierre Mendès France, mientras que el sinuoso François Mitterrand hubo de esperar quince años para cumplir sus ambiciones, para lo que hubo de pagar el precio de pactar un Programa Común con el Partido Comunista Francés. En las universidades de Occidente, las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia siguen abismadas en aquel trauma. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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