El profesor Manuel Aragón Reyes, catedrático emérito de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid, exmagistrado del Tribunal Constitucional y autor de diversas publicaciones sobre la organización territorial del Estado, aprovecha la reseña que en Revista de Libros dedica al texto editado por Daniel Guerra Sesma, El pensamiento territorial de la Segunda República española. Estudio y antología de textos (Sevilla, Athenaica, 2016), para dar un repaso académico al pasado al pasado y al presente del debate sobre la organización territorial del Estado.
El libro que se comenta, comienza diciendo, supone una notable contribución histórica al estudio de la organización territorial en España, ya que contiene una amplia y acertada antología de los textos políticos y jurídico-doctrinales más representativos del debate intelectual que sobre esa materia se produjo a lo largo de nuestra Segunda República. Esa antología ocupa el grueso del libro (334 de sus 494 páginas) y en ella desfilan personalidades de muy variada ideología: conservadora, liberal-progresista, socialista, comunista, nacionalista y anarquista. La lista de nombres es bien indicativa de ese pluralismo: Adolfo G. Posada, Luis Araquistáin, Francesc Macià, Luis Jiménez de Asúa, José Franchy Roca, Antonio Royo Villanova, Niceto Alcalá Zamora, Felipe Sánchez Román, José Ortega y Gasset, Alejandro Lerroux, Ángel Ossorio y Gallardo, Manuel Azaña, Rafael Campalans, José Antonio Primo de Rivera, Andreu Nin, José Antonio Aguirre, Indalecio Prieto, Alfonso Castelao, Blas Infante y Juan García Oliver. También se incluyen, como anexo normativo (páginas 397 a 493), los textos de la Constitución de 1931, del proyecto de Estatuto de Cataluña de 1931 (Estatuto de Nuria), finalmente aprobado con modificaciones en 1932, del Estatuto Vasco de 1936, del Estatuto de Galicia de 1938 que no llegó a entrar en vigor, y de la Sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales de 8 de junio de 1934 sobre la Ley de Cultivos de Cataluña.
Pero no se trata sólo de una recopilación de textos políticos, doctrinales y normativos, puesto que van precedidos de un estudio preliminar del editor, Daniel Guerra, que a lo largo de veintidós páginas realiza una interesante exégesis comparativa y de conjunto sobre aquellos textos. El libro se abre con una inteligente presentación de Francisco Caamaño, dedicada (en doce páginas) a reflexionar sobre la actualidad de aquel debate republicano en la España de hoy.
Un libro, pues, de obligada lectura para todos los que se preocupen del pasado y del presente de nuestra organización territorial. Sobre el presente volveré después, al final de este comentario, y entonces trataré de la presentación de Caamaño. Ahora, en lo que inmediatamente sigue, me ceñiré al pasado y, por ello, al debate que se produjo durante la Segunda República, bien reflejado en los textos seleccionados por Daniel Guerra.
A mi juicio, lo primero que cabe destacar de aquel debate es la competencia jurídica con que abordaron el problema territorial algunos de los que participaron en él, especialmente Manuel Azaña, Adolfo Posada, Nicolás Pérez Serrano, Francisco Ayala y Niceto Alcalá-Zamora, que demostraron poseer un conocimiento cabal del Derecho Público sobre la materia. La altura jurídica de aquel debate, tanto en lo relativo a la naturaleza y significado de los estatutos de autonomía como en lo que toca al sistema de distribución territorial de competencias, pone de manifiesto que la cultura jurídica en la España de la Segunda República había alcanzado una altura similar a la de los países europeos que podían servir de referencia, especialmente Italia y Alemania. En ese plano, los juristas de la Segunda República estaban perfectamente al día. Aunque no tanto sobre el significado del Estado federal, por lo que ahora diré. Y esa era una laguna detectable, aunque comprensible, entre los juristas republicanos.
Es cierto que, en este punto, muy pocos citaron la obra de Hans Kelsen, que hubiera servido para sostener la posibilidad de un federalismo de «descentralización». Pero esa escasa atención lo único que muestra es que, entonces, las ideas de Kelsen sobre ese asunto, publicadas en los años veinte y treinta de aquel siglo, eran poco conocidas, o gozaban de poco reconocimiento, en España (aunque sí en Italia y Alemania). Los juristas y políticos republicanos estaban, prácticamente todos, anclados en la concepción clásica del federalismo, como sistema resultado de la agregación de comunidades originariamente soberanas y no como consecuencia de un proceso de descentralización a partir de un Estado unitario, concepción aquella que se reforzaba por la penosa experiencia española (cantonalismo incluido) del federalismo en la Primera República. De ahí que tanto los defensores del federalismo en cuanto sistema adecuado para el Estado de la Segunda República (por lo general nacionalistas catalanes, socialistas catalanes e incluso, en algunos momentos, Luis Araquistáin y Julián Besteiro), como los antifederalistas (Azaña, Alcalá-Zamora, Largo Caballero, Ossorio y Gallardo, Ortega y Sánchez Román, entre otros) partían de una común concepción del Estado federal como Estado de origen plurinacional. Es decir, confundían Estado federal con Estado confederal, unos (nacionalistas catalanes, especialmente), y Estado federal con federalismo de integración, otros (socialistas, liberales y conservadores democráticos). Los anarquistas, confesándolo de manera más clara, se decantaban no por un Estado federal próximo a la confederación, sino por una auténtica confederación. Prieto sostendría una posición especial, al menos al enfrentarse al problema vasco, pues si bien no admitía el federalismo, sí que defendía una solución de «fuerismo liberal» para la mejor integración del País Vasco en el Estado español. Royo Villanova ni siquiera propugnaría una auténtica descentralización política, sino más bien administrativa. José Antonio Primo de Rivera se muestra ajeno al debate sobre el federalismo, pues lo que defiende es un Estado «nacionalizado» en clave totalitaria.
Dado el entendimiento generalizado entre los juristas y políticos de mayor relieve sobre lo que significaba el federalismo, resulta comprensible que la tendencia que se impuso a lo largo del debate, y la que prosperó en la Constitución y en el Estatuto de Cataluña finalmente aprobado, fuera la del rechazo del federalismo concebido de aquella manera y la apuesta por un autonomismo conciliable con la unidad del Estado y de la nación. Se entendió que no había que unir a comunidades que antes estuvieran separadas, algo que no había sucedido, sino descentralizar el poder del Estado a partir de la existencia de una comunidad política, la española, cuya unidad no podía ser puesta en cuestión. Esa, además, había sido una idea muy propia del krausismo, y desde luego de Giner de los Ríos. Las regiones podrían tener «autonomía», no soberanía (que sólo a la nación española le corresponde). Y así se llegó al establecimiento de un Estado regional («integral», según los términos de la propia Constitución) «compatible con la autonomía de las regiones» (como la misma Constitución también diría). Lamentablemente, no se partió3 de que un Estado federal también podía serlo por «descentralización» y de que ese Estado federal no tenía por qué significar un sistema de soberanías compartidas o de Estado plurinacional. En descargo de esa incomprensión ha de apuntarse que esta idea (ya auspiciada por Kelsen) era entonces infrecuente en el mundo del Derecho y de la política y sólo se impondría en Europa, en el panorama de los hechos y del Derecho, varias décadas después.
A partir de la solución que se adoptó, esto es, la de establecer un Estado regional autonómico, que satisfacía a la mayoría representada en las Cortes, aunque fuese aceptado con reparos por los socialistas catalanes (afines a la teoría austromarxista de las «nacionalidades»), únicamente de manera provisional por los nacionalistas catalanes (que lo pondrían en cuestión muy inmediatamente en 1934 y durante la Guerra Civil) y rechazado por los anarquistas, lo más interesante del debate territorial estaría en la polémica sobre lo que ese Estado regional autonómico podía significar: para unos, un Estado con autonomía diferenciada según los territorios; para otros, un Estado con igual autonomía entre las regiones: es decir, o la reducción territorial de la autonomía política, o su generalización. Aquí esas posturas pueden ejemplificarse en dos personajes: Azaña y Ortega y Gasset.
Para el primero, el problema territorial de la Segunda República era, sobre todo, el de Cataluña, y ese es el que había que resolver y podría hacerse mediante la garantía de su autonomía política. Posición que Azaña defendería en muchas de sus intervenciones públicas, pero sobre todo en el magnífico discurso pronunciado en las Cortes el 27 de mayo de 1932 en defensa del proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña, discurso que es, sin duda, uno de los textos más relevantes que se contienen en el libro que estoy comentando. Para Ortega, también en su notable discurso en las Cortes, el 13 de mayo de 1932, recogido igualmente en este libro, la generalización de la autonomía podía ser un buen camino para la mejor vertebración de España, en su idea de la «redención de las provincias», aunque no serviría para la solución del problema del nacionalismo catalán, que, imposible de resolver, sólo podría «conllevarse». Creo que en estos dos discursos se encuentran las reflexiones más importantes producidas entonces acerca del problema de la organización territorial española.
Las ideas de Manuel Azaña sobre la organización territorial española, y más en concreto sobre la autonomía de Cataluña, no se encuentran sólo en su discurso ante las Cortes, sino también en otros discursos políticos, en sus diarios, en su correspondencia e incluso en su obra La velada en Benicarló. De todos modos, creo que aquel discurso en defensa del proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña es la pieza principal.
En él, Azaña parte de una concepción del Estado constitucional democrático muy propia de su racionalismo liberal: los legítimos intereses de Cataluña por ver reconocida su singular posición política en el Estado pueden encontrar cobijo en una Constitución democrática, como la de 1931, ya que la soberanía del pueblo español es compatible con la autonomía política de esa región, de manera que así podría resolverse el problema catalán sin quebranto de la irrenunciable unidad de España y de la innegable (y para Azaña, además, fructífera) singularidad catalana. Por ello, el largo desencuentro entre una España uniforme y una Cataluña celosa de su singularidad puede terminar de manera racional y civilizada, esto es, en el marco constitucional que ya ha proclamado que el Estado de la República es un «Estado integral compatible con la autonomía de las regiones», garantizándose a Cataluña, mediante el Estatuto, una autonomía a la que sin duda tiene derecho. Porque ese es el problema, dirá, «y no otro alguno»: «conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes dentro del Estado organizado por la República». «Se me dirá [expresaría Azaña a continuación] que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o es fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo, sea difícil o sea fácil».
Al margen de otras fértiles consideraciones históricas, culturales e, incluso, sentimentales, esa es la base en que se asienta aquel largo discurso, que fue fundamental para la aprobación del Estatuto por las Cortes. Aquí aparece el Azaña más genuino, que considera que el Derecho y la razón pueden encauzar y resolver los problemas políticos y sociales, por muy graves que éstos sean. Animado por su fe en la capacidad de la razón para ordenar la realidad, Azaña tiene una confianza ciega en sus «razones» (en sus razones teóricas, desligadas de las ataduras de una praxis que él cree que puede transformarse). También en que el poder del Estado es un magnífico instrumento de reforma, capaz, por sí solo, de remover obstáculos históricos o sociales. Significativamente, a Azaña la razón no le conduce al desánimo, puesto que esa razón es sólo «su razón» (teórica y no práctica), no una razón que conjugue la teoría y la realidad. Por ello, pese a su proclamado «racionalismo», en este y en otros problemas de la República, más que un «pesimista de la razón», se comportó como un «optimista de la voluntad», por emplear términos bien conocidos.
Frente a esta apreciación, ya se había situado, unos días antes, en las mismas Cortes, la de Ortega y Gasset, cuya idea de la razón era bien distinta: existencial y no sólo teórica. Para Ortega, la organización del territorio español en regiones autónomas podía suponer un buen remedio para modernizar nuestro viejo Estado, pero no, al contrario de lo que Azaña sostendría, para resolver el problema catalán. El punto de partida, además, era distinto: a Azaña no le parecía urgente (ni deseable) generalizar la autonomía política a todo el territorio español, puesto que el auténtico problema que había que remediar era, en el fondo, el específico de Cataluña (sin fomentar autonomías «artificiales» en otros lugares de España); a Ortega, sin embargo, la generalización territorial de la autonomía le parecía una empresa que había necesariamente que emprender, porque así se llevaba a cabo el objetivo principal de la República: modernizar, política y administrativamente, el Estado recibido de la Restauración.
Ahora bien, esa «autonomización» general del territorio español no serviría, según Ortega, para resolver el auténtico problema catalán, que no era el de la autonomía, sino el del nacionalismo, esto es, el de que allí importantes partidos y un buen número de ciudadanos no aceptaban vivir unidos con el resto de los españoles, sino constituir un Estado independiente. Ese problema, dirá Ortega, no pueden resolverlo ni la Constitución ni el Estatuto, puesto que entra en absoluta contradicción con las bases en que tales normas, necesariamente, se fundamentan. No existía un problema «de Cataluña», o de todos los catalanes, sino un problema «en Cataluña», planteado sólo por una parte de sus habitantes: el del nacionalismo catalán. Y ese problema del nacionalismo, que es para Ortega el verdadero problema «político» en Cataluña, en cuanto que se asienta en la «pasión» y no en la «razón», no puede resolverse, pues, racionalmente, jurídicamente, sino que únicamente puede «conllevarse», ya que la única solución que los nacionalistas aceptarían –la de la independencia– no puede tener cabida en un sistema constitucional y democrático que, por serlo, no consiente que una parte de España decida sobre lo que afecta a la totalidad de ella.
Sería una ilusión vana entender, viene a decir Ortega, que por la autonomía pudiese conseguirse la integración constitucional del nacionalismo catalán (contrariamente a lo que creía Azaña, y continuará creyendo al menos hasta la Guerra Civil). Por ello, añadirá, al problema catalán únicamente puede encontrarse una solución «relativa»: «restar del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás», que es lo que sí puede hacerse mediante reformas legales. Para Ortega, «La solución de este otro problema, del nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de dos leyes, ni siquiera de un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos; un Estado en buenaventura los desnutre y los reabsorbe». Frente al idealismo de Azaña, el realismo de Ortega.
La llamada de atención que para aquellas ideas de Azaña significó la rebelión de la Generalidad de Cataluña en 1934 no le hizo a éste abandonar su visión de que, racional y jurídicamente, el problema catalán tenía solución. Sí lo haría la deslealtad de las instituciones y los partidos nacionalistas catalanes durante la Guerra Civil, de lo que dejó suficientes testimonios en sus diarios, en su correspondencia y en su última y agónica obra, La velada en Benicarló. Es cierto que aquellos momentos fueron dramáticos y excepcionales, pero, al fin y al cabo, es en la adversidad cuando se prueba el carácter, en este caso el carácter del intento de Azaña por resolver el problema catalán, en el que el «realismo», al final, vino a reclamar sus fueros frente al «idealismo».
En la interesante «presentación» de Francisco Caamaño a la obra que estoy comentando, una recopilación de textos sobre el debate territorial durante la Segunda República, se viene a decir, y estoy de acuerdo, que del examen de aquel debate pueden extraerse enseñanzas válidas para evitar que el actual intento de integración territorial española vuelva nuevamente a fracasar. Con lo que no estoy tan de acuerdo, y lo digo desde la admiración intelectual que le profeso y el afecto personal que le tengo, es con las ideas que Caamaño sostiene para evitar ese fracaso. A ello me referiré después, ya que antes prefiero llamar la atención sobre algunas similitudes que, pese a los evidentes cambios históricos, se dan, en relación con los problemas de integración de Cataluña, en la realidad política española de entonces y de ahora. Subsisten los principales problemas, quizá porque subsisten sus principales causas. Nuestra Constitución, con mayor intensidad que la de 1931, ha sido muy fiel a las ideas de Azaña (aunque acogiéndose, en el desarrollo constitucional, a las de Ortega de generalización y homogeneización de la autonomía política territorial), al confiar en que el Estado autonómico podía integrar a los nacionalismos.
Esa ilusión subsistió (al menos aparentemente) hasta el año 2005. A partir de entonces, el problema de fondo, el señalado por Ortega, ha recuperado toda su crudeza (acentuada en los últimos cuatro años). Nuevamente, por causa de la acción u omisión de los partidos «nacionales» (incluyendo las veleidades «nacionalistas» del Partido Socialista) y de la decidida apuesta de los partidos nacionalistas catalanes (no así de los vascos) por la independencia, esto es, por llevar ya a efecto sus pretensiones «soberanistas» en abierta rebeldía constitucional, el mayor problema de la España de hoy (como sucedió en la de la Segunda República) es el problema catalán o, mejor dicho, si queremos evitar la engañosa sinécdoque, el problema creado en Cataluña por las instituciones y los partidos nacionalistas catalanes.
Ante ese problema, existen diversas maneras de afrontarlo. Una es la que auspicia Francisco Caamaño: acometer un cambio constitucional verdaderamente «federalizante», de refundación de España mediante un pacto entre todas las comunidades que la integran, evitando en la Constitución afirmaciones «unitarias» (como las de la soberanía del pueblo español y la consideración de la nación española como única y, por ello, indisoluble). Esto es, eliminando lo que ahora se proclama en los artículos 1.2 y 2 de la Constitución. No está claro si reconociéndose en la propia Constitución la plurinacionalidad del Estado o dejándolo en silencio. De esa manera, se dirá, la Constitución no impondría la unidad, sino que la posibilitaría. La unidad no como presupuesto constitucional, sino como resultado de una unión que se produciría por la actuación leal de las partes del conjunto. La federación así entendida, dirá Caamaño, lo que ha de propiciar es la unión, no garantizar la unidad.
Una apuesta de este género, formulada, además, por quien, además de su reconocida condición de constitucionalista, desempeñó en su día, como político, un notable papel en el intento, estatutario, de mejorar la integración de Cataluña en el Estado autonómico, requiere ser comentada con cierto detalle. Caamaño sostiene sus ideas a partir de un diagnóstico: dado que la realidad española es que no tenemos un pueblo único, sino una pluralidad de pueblos, como comunidades políticas netamente diferenciadas, «el autonomismo, nacido como concepto político en la Primera República y ensayado constitucionalmente en los textos de 1931 y 1978, es el modo español de encubrir la impotencia política ante aquella realidad». Si quiere aceptarse, de una vez, dicha realidad y encontrarle solución, hay que olvidarse, pues, del autonomismo y «repensar España, abandonando su apriorística concepción como “polis” para configurar una “politeia”», lo que requiere de un «pacto federal» que es el que puede poner fin al enfrentamiento entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos. Un pacto general, y no sólo entre los dos «sujetos políticos», «España y Cataluña», que crearía agravios comparativos difíciles de mantener. Su propuesta, entonces, es la de un «federalismo» que «exige como premisa irrenunciable» «que esas comunidades diferenciadas sean consideradas y reconocidas como sujetos constituyentes».
No puedo ocultar mi desacuerdo con el diagnóstico, en cuanto que históricamente me parece bastante discutible, y con la solución que sugiere para remediarlo, en cuanto que, de un lado, el federalismo que propugna se corresponde muy poco, en mi opinión, con el federalismo de nuestro tiempo y, de otro, la Constitución que surgiese de ese «pacto federal» difícilmente, a mi juicio, podría llamarse Constitución, al menos en el sentido actual que el término tiene. Pero, sobre todo, porque no veo que así se disuelva el nacionalismo subestatal, salvo que lo que en realidad se disuelva sea el sentido nacional español. Además, creo que la existencia de un «nacionalismo estatal», de un nacionalismo español excluyente, como opuesto a otros nacionalismos es algo que, si bien pudo existir en el pasado, hace ya tiempo que desapareció, al menos de modo generalizado, y por ello no me parece correcto enfrentar ahora, en paridad de situaciones, unos nacionalismos «excluyentes» subestatales con otro nacionalismo, el español, que, si quiere llamársele con ese nombre, ya no es excluyente, sino integrador. Reconozco, eso sí, la buena voluntad de ese meritorio esfuerzo intelectual de Caamaño, encaminado, sin duda alguna, a ofrecer unas bases para que pueda resolverse, por fin, nuestro problema territorial, pero mi opinión es distinta a la suya, no sólo por las razones que acabo de dar, sino también porque sobre la posibilidad de resolución de ese problema (el auténtico, el del nacionalismo, más en concreto, el del nacionalismo catalán) soy menos optimista y más próximo al realismo orteguiano.
Como no comparto por completo –ya lo he dicho– el diagnóstico y la propuesta de Caamaño, mi punto de vista para acometer un cambio constitucional sobre la organización territorial del Estado es distinto del suyo. Él se basa en el fracaso rotundo del autonomismo como fórmula para resolver nuestros problemas de integración territorial; yo pienso que lo que ha fracasado en España (si es que lo ha hecho por entero, pues algunos logros importantes sí ha tenido en los últimos treinta y ocho años) es una forma de entender el autonomismo, ya que hoy el autonomismo no cabe considerarlo contrapuesto al federalismo, sino una de las diversas maneras de designarlo. Él propone como solución una especie de refundación de España mediante la apertura de un nuevo proceso constituyente; yo creo que España, fundada desde hace siglos, no precisa hoy de refundación alguna, y por ello no estimo ni necesario ni factible un proceso constituyente de esa naturaleza, sino una reforma, limitada, de la Constitución, hacia la que me inclino, como diré, tanto por razones teóricas como prácticas. Una reforma que, sin destruir las bases normativas y políticas en que nuestra Constitución (y cualquier otra Constitución) se asienta, aclarase competencialmente y acentuase en mayor medida que ahora los rasgos federales que ya tiene nuestro Estado autonómico (producto de la Constitución, de los Estatutos de Autonomía y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional).
Es posible que esa reforma ayudase a remediar algunos de los problemas que hoy, en el ámbito territorial, nos aquejan, pero soy consciente de que no serviría, por sí sola, para resolver el problema planteado por el nacionalismo catalán. Ahora bien, sí me parece muy probable que, con una reforma constitucional de ese género, más la acción estatal ordinaria protegiendo los intereses generales y haciendo cumplir los postulados del Estado de Derecho, podría decrecer el nacionalismo.
Lo que, por la vía de la reforma constitucional, no podría lograrse, y debo insistir para disipar falsas esperanzas, es la desaparición de la pulsión independentista, salvo que en la Constitución se aceptase lo que ninguna Constitución puede aceptar: que el pueblo español no es uno, sino un conglomerado de pueblos soberanos que pueden libremente asociarse, correspondiéndole, pues, el derecho de autodeterminación política a cualquiera de esos pueblos y no al español en su conjunto. Es cierto que en el Preámbulo de nuestra Constitución se habla de «los pueblos de España», pero en el mismo Preámbulo se fija primero que la Constitución emana de la voluntad de la «nación española», y en su artículo 1.2 se atribuye a un único pueblo, el español, el ejercicio de la soberanía. Un pueblo único, pues, pese a su plural composición. Por ello, el término «nación de naciones» que hoy algunos defienden, resulta jurídicamente inadmisible, tanto en el plano teórico (por contrario al concepto de Constitución comúnmente aceptado) como en el práctico (porque, al introducir en el texto de la Constitución el principio de su propia destrucción, pone en riesgo indudable su continuidad).
El término (no así el concepto) de «nación» puede ser discutible en sentido literario, lingüístico, cultural o sociológico. En sentido jurídico, no lo es, pues se trata de un concepto que tiene un significado bien preciso: la entidad titular de la soberanía. En las Constituciones modernas («racional-normativas», en denominación de Manuel García-Pelayo, frente a las «antiguas» o históricas, de la que sólo queda como ejemplo la del Reino Unido), y más aún en las Constituciones democráticas del presente, la nación se identifica, necesariamente, con el pueblo, y la unidad de esa nación, así identificada, no es el resultado de la Constitución, sino su presupuesto. Esto, en la dogmática constitucional, me parece que es así de claro. En la dogmática y en la praxis, como lo prueba, creo, cualquier examen histórico y comparado que se efectúe con el debido rigor.
De ahí la dificultad de integrar constitucionalmente, jurídicamente, al nacionalismo subestatal, una ideología (quizá más bien un sentimiento) que la Constitución respeta (y por ello es una ideología lícita, en España desde luego), pero en la que la Constitución no puede basarse. El constitucionalismo, en consecuencia, está obligado a defender sus principios en el debate intelectual y político y en las contiendas electorales, pues le asisten muy válidas razones para hacerlo. Ese es el territorio que el constitucionalismo no debe abandonar, aunque en España lo haya hecho, lamentablemente, durante mucho tiempo. Y, por supuesto, el constitucionalismo debe ofrecer propuestas para lograr una mejor armonización en el conjunto estatal y nacional de las comunidades que posean singularidades culturales y políticas arraigadas, siempre que no se quebranten ni la igualdad sustancial de derechos de todos los españoles, ni la unidad de la nación, ni la solidaridad entre las partes que la integran. Por ese camino podría transcurrir una posible reforma constitucional, aunque hoy tal reforma se presente hartamente improbable, dado que a los partidos independentistas catalanes se ha unido recientemente otro partido, no declaradamente independentista, pero sí antisistema y con una amplia representación en el Congreso de los Diputados. En esta tesitura es muy difícil encontrar el necesario consenso para acometer una reforma de la Constitución.
De todos modos, pese a esa innegable dificultad, una reforma constitucional en el sentido indicado podría, como antes dije, atenuar el problema representado por el nacionalismo, pero no conseguir que ese problema desapareciese. Reducido en sus dimensiones, y esa sí que es condición necesaria para salir de la situación en que ahora nos encontramos, el problema habrá que seguir «conllevándolo». El Derecho no puede hacerlo todo. Quizá sirva, si se le toma en serio, para ayudar a resolver, en muchos casos sólo parcialmente, los problemas políticos y sociales, pero de ninguna manera para remediarlos por completo. Sería vano pensar, en consecuencia, que el grave problema que hoy tiene el Estado en Cataluña pueda resolverse con una reforma constitucional. Lo que no quiere decir que por ello el Estado deba sucumbir, pues tiene instrumentos, jurídicos y políticos, para evitarlo. Otra cosa bien distinta es creer que con el empleo de esos instrumentos acabe de una vez el problema, que es «constitutivo» y no meramente funcional. La muerte del enfermo puede evitarse, sin duda alguna, pero no que la enfermedad desaparezca. Lo importante es que de grave pase a ser menos grave. Eso es todo, y también es bastante para arreglar algunas de las disfunciones de nuestro Estado autonómico, que no tienen su origen en el nacionalismo separatista, pero que ya no deben seguir siendo remendadas durante mucho más tiempo por la jurisprudencia constitucional.
Vuelvo a los textos que contiene el libro que comento. Cualquiera que los lea con atención podrá apreciar que, lamentablemente, después de más de ochenta años, algunos de los principales problemas que en ellos se trataron no han desaparecido. Por ello creo, como Francisco Caamaño, que del debate territorial en la Segunda República podemos extraer muchas lecciones para la España de hoy, y entre otras, me parece, la de no volver a cometer los mismos errores, concluye diciendo el profesor Aragón. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Muy interesante ...
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