viernes, 31 de julio de 2020

[HISTORIA] Recapitulación sobre la pandemia del Covid-19



El epidemiólogo Fernando Simón


En el último siglo ha aumentado el peso de los expertos en la resolución de las crisis[, -comienza diciendo en su artículo [La pandemia, los expertos y los políticos. Revista de Libros. 1/7/2020] el profesor y Doctor en Economía por la Universidad de Yale, Francisco Bello-. Pero esto presenta más dificultades de lo que parece.  Presuntamente, una autoridad científica ha de ser independiente. A la vez, ha sido reclutada por políticos que deben responder ante la ciudadanía. El equilibrio es complicado. Durante la reciente pandemia, el asesoramiento de los especialistas ha contribuido decisivamente a que se adoptara la decisión en política económica más trascendental dentro de la historia de la humanidad durante un periodo de paz: los países, con algunas excepciones, han decidido parar voluntariamente la mayor parte de su actividad económica y aislar a sus poblaciones en sus casas. ¿Balance? Analizaremos en qué han fallado los modelos usados para estudiar la pandemia y el papel cada vez más político y menos científico de quienes los auspiciaban.  Los dos factores combinados han ido erosionando, de forma gradual pero inexorable, la confianza que la sociedad tiene en los expertos y, por extensión, en la ciencia en la que supuestamente basan sus recomendaciones.

Los expertos, sus modelos y la política

El papel de los expertos no ha dejado de crecer desde el New Deal en Estados Unidos. En España tomó gran ímpetu hace años, con la creación de, por ejemplo, las Comisiones Nacionales de la Competencia o Energía. Un ejemplo a destacar es el de los bancos centrales independientes: después del colapso del modelo de Bretton Woods y la presión inflacionista de los años setenta, resultaba evidente que el cortoplacismo que caracteriza a los políticos llevaba a estos a tomar decisiones que, ignorando los efectos a medio plazo, buscaban inflar la actividad económica en el corto plazo. Con bancos centrales independientes, se elimina este sesgo y se obtiene una menor inflación. En este sentido, y en este caso, el experimento ha tenido bastante éxito.

Dos elementos parecen fundamentales para que funcione este sistema, que no deja de presentar debilidades desde el punto de vista de su supervisión y su representatividad democrática: que estos organismos sean suficientemente competentes, y sus decisiones fundamentalmente técnicas y no políticas. Volviendo al ejemplo de los bancos centrales: su función no generó controversia mientras el instrumento fundamental de política monetaria fue el tipo de interés a corto plazo y no estuvo en su mano financiar directamente a los gobiernos. Con la crisis de 2008, seguida por la crisis del euro en 2011, muchos bancos centrales tuvieron que expandir estos instrumentos comprando, incluso, bonos del sector privado y adquiriendo deuda pública en cantidades que hacen difícil creer que, en definitiva, y aunque sea indirectamente, no estuvieran financiando a los gobiernos. Esto ha generado la percepción de que han dejado de operar bajo criterios eminentemente técnicos y están tomando decisiones que son cada vez más políticas. A partir de entonces han aumentado las tensiones en relación con su independencia, y, por tanto, su gestión se ha hecho mucho más polémica.

Con el paso del tiempo, un número creciente de políticos han descubierto las ventajas de justificar sus decisiones escudándose en el consejo de expertos, normalmente científicos que basan sus recomendaciones en complejos modelos matemáticos difíciles de discernir para el común de los mortales. Estos modelos, incluso los más sofisticados y refinados, reflejan una versión muy simplificada y parcial de la realidad, ignorando muchos factores presentes en el mundo real. Por ejemplo, los primeros modelos económicos que analizaron el crecimiento concedieron gran importancia a la productividad. Pero ¿cómo explicaban esta? De ninguna manera. Simplemente, la suponían. ¿Fueron modelos fallidos? Al contrario: fue muy útil centrarse en este factor. El error habría sido usar los modelos para hacer recomendaciones sobre cómo aumentar la productividad, ya que, como se ha dicho, sobre este punto no tenían nada que ofrecer. Los modelos son tan buenos como los supuestos en los que se basan, y que determinan qué pueden aportar y que no. Son, por tanto, un elemento más, y no siempre el más importante, de los muchos que deberían usarse para diseñar las distintas políticas. La eficiencia económica a veces requiere medidas inaceptables por sus consecuencias sociales: unas políticas asumibles en un país no lo son en otro por sus tradiciones e historia, con independencia de que sean más o menos eficientes. El análisis económico nos ayuda a identificar, con mayor o menor precisión, cuáles podrían ser las diferentes consecuencias de adoptar distintas políticas. Cuál adoptar en concreto es una decisión que cada país toma basándose en su tradición y sistema social y político.

Los expertos y sus modelos para el Covid-19: ¿qué ha fallado?

En la reciente pandemia del Covid-19, estos problemas se han manifestado de forma muy aguda. Las predicciones de los modelos epidemiológicos usados para estudiar la evolución de la pandemia han llevado a muchos países, como principal o única medida importante, a decretar el confinamiento de la mayor parte de su población y, por primera vez en la historia, de su capacidad productiva, y se siguen usando para determinar cuándo y cómo reiniciar la actividad. Desgraciadamente, son cada vez más los científicos que coinciden en afirmar que las predicciones de estos modelos han sido desastrosas, incluso si se incorpora el efecto positivo que han tenido en reducir los contagios. Entra dentro de lo posible que, salvo en países donde los sistemas sanitarios se vieron desbordados (es decir, Italia, España y poco más), y solo mientras esto sucedía, las medidas adoptadas hayan traído la miseria a millones de personas, en lugar de salvar vidas.

El modelo más famoso ha sido el desarrollado en el Imperial College por un equipo liderado por Neil Ferguson. Las predicciones de Ferguson, que tuvo que dimitir al violar el confinamiento para ver a su amante, poniendo así en riesgo a la familia de ésta (él había pasado ya el Coronavirus), han recibido gran atención mediática, en buena medida por su carácter sensacionalista. Desgraciadamente, han marrado por entero la diana. En 2005, Ferguson predijo que hasta 150 millones de personas podrían morir por la gripe aviar, la cual, finalmente, sólo produjo 282 muertes en todo el mundo entre 2000 y 2009; en 2002 había anticipado que hasta 150,000 personas morirían del mal de las vacas locas, causante en el Reino Unido de sólo 177 defunciones; y en 2009 anunció que, en un escenario extremo pero razonable, la gripe porcina mataría a 65,000 personas en el Reino Unido, siendo así que la cifra real se redujo a 457. Con este bagaje, y tras muchas críticas, los códigos del modelo Covid-19 se han hecho públicos (requisito fundamental de cualquier investigación científica), resultando que el artefacto de Ferguson se basaba en un modelo de hace trece años, que carecía de documentación que explique en detalle cómo se diseñó, la evolución del diseño, etc. Para colmo, este último había sido elaborado, además, para otro tipo de pandemia. En vista de esto, distintos investigadores han cuestionado la viabilidad del modelo y, por tanto, sus predicciones.

En el aspecto conceptual, las críticas a los modelos epidemiológicos se centran, fundamentalmente, en cómo incorporan dos factores críticos: la tasa de mortalidad y la de contagio.

Sobre la tasa de mortalidad existía en un comienzo mucha incertidumbre. Estudios fiables realizados posteriormente sugieren que el Covid-19 no tiene una tasa de mortalidad particularmente alta, sin duda, mucho menor que lo que se pensó al principio. El Centro para la Prevención de Enfermedades en EEUU, CDC por sus siglas en inglés, estima ahora una tasa de mortalidad en torno al 0.2 por ciento o menor, muy lejana del 1 o 2 por ciento que algunos de estos modelos asumieron inicialmente. Pero las proyecciones de muertos también dependen de la tasa de contagio, y es aquí donde estos modelos encierran una simplificación absurda de la realidad.

Asumamos que la tasa de contagio es de 2.  Esto quiere decir que cada persona que tiene el virus contagia a otras dos y cada una de estas dos personas contagia a otras dos y así sucesivamente. El contagio, por tanto, adquiere una evolución exponencial, por lo que en poco tiempo llega a ser masivo. El confinamiento es una forma de reducir esta tasa e impedir la evolución exponencial de la propagación del virus. Cuanto más estricto el confinamiento, más baja la tasa de contagio, menos contagiados y, por ende, menos muertos. El problema es que, como en el caso de los modelos de crecimiento que obtienen crecimiento porque lo suponen postulando una determinada productividad que no analizan, en estos modelos epidemiológicos se obtiene una pandemia porque se asume una tasa de contagio arbitrariamente mayor que uno y constante. ¿Cómo se modela el efecto del confinamiento? Pues suponiendo, también de forma arbitraria, que la tasa de contagio cae por debajo de uno, ese efecto será tanto mayor cuanto más estricto el confinamiento. Los errores catastróficos en las proyecciones de estos modelos se deben a que este factor de contagio no solo no es constante, sino que depende del comportamiento de la gente, el cual, a su vez, se ve influenciado por la información disponible y la sensación de riesgo. Esta es la razón por la que, sin necesidad de confinamiento, la tasa de contagio cae como consecuencia de lavarse las manos, evitar eventos multitudinarios, respetar cierto distanciamiento social etc.

Otro factor importante, ignorado por muchos de estos modelos, es la enorme diferencia que hay en la mortalidad dependiendo de la edad. Entre los contagiados por el Covid-19, aquellos mayores de setenta años tienen una tasa de mortalidad dos veces mayor que los que tienen sesenta años, diez veces mayor que los cincuentones, cuarenta veces mayor que los que están en la cuarentena, cien veces mayor que los que tienen treinta, trescientas veces mayor que los veinteañeros y tres mil veces mayor que los niños. Con estas diferencias tan enormes, no parece lógico que, si se tiene en cuenta el riesgo para cada grupo de edad, se aplique el mismo tipo de confinamiento o ‘desconfinamiento’ a toda la población.

¿Había alguna otra alternativa?

Últimamente, varios epidemiólogos, médicos y economistas críticos con las políticas adoptadas para combatir el virus han planteado una estrategia alternativa que incorpora estos elementos y que, si bien ya no puede evitar lo hecho, puede ayudar a diseñar la normalización de la actividad, a combatir repuntes de la infección en los próximos meses o puede ser aplicada para enfrentar futuras pandemias.

Dada la agresividad del virus, su extensión global y el impacto de contagios que tienen los infectados asintomáticos es imposible ya contener el virus y, por tanto, deberíamos llegar a obtener la inmunidad colectiva cuanto antes y con el menor número de víctimas posible. Partiendo de esta premisa, hay dos opciones. Uno, mantener un confinamiento estricto hasta que se obtenga la inmunidad a través de una vacuna o se logre, en su defecto, un tratamiento efectivo que reduzca sustancialmente la tasa de mortalidad; dos, conseguir la inmunidad como se ha hecho toda la vida, es decir, a través del contagio natural, pero minimizando las víctimas mortales. No parece que las estrategias seguidas en la mayoría de los países sean consistentes con ninguna de estas dos opciones. Por ejemplo, los confinamientos estrictos tienen un costo económico tan elevado, que no pueden mantenerse hasta obtener una vacuna que quizá tarde más de un año en llegar. Los confinamientos universales protegen a la gente sana a costa de poner en peligro a los grupos de riesgo en la medida en que, a falta de tratamientos efectivos o una vacuna, previenen el desarrollo, o cuando menos lo retrasan, de la inmunidad colectiva. Además, cualquier desescalada está abocada, por pura lógica, a producir rebrotes de contagio que podrían desencadenar futuros confinamientos. La forma de equilibrar la necesidad de proteger a los grupos de riesgo, a la vez que se avanza en la obtención de la inmunidad, pasa por aislar sólo a los grupos de mayor riesgo, hasta que se haya alcanzado la inmunidad colectiva, o, al menos, durante el periodo de contagio exponencial del virus. Varios economistas han desarrollado modelos en los que tratan de estimar el impacto económico y sanitario de adoptar medidas de aislamiento que varíen por edad. Por ejemplo, Acemoglu, catedrático de economía en el MIT, y varios coautores, han desarrollado un modelo que distingue tres grupos de edad y distintos parámetros de infección, hospitalización y muerte para los distintos grupos. Con estas premisas, concluyen que el impacto económico de los confinamientos generalizados es innecesariamente alto. En su modelo, la política óptima, esto es, la que reduce el costo económico y el número de muertes, combina un confinamiento estricto para los mayores, medidas de distanciamiento social sin confinamiento para el resto y una estrategia de test y rastreo de infectados efectiva. Según las predicciones de este modelo el coste económico se reduce por un factor de doce y el número de muertes por un factor de seis con respecto a la estrategia de confinamientos generalizados.

En contra de la discusión pública que ha dominado el debate, estos modelos destacan que la dicotomía entre el costo económico y humano no es tan simple como se ha dado a entender. En el modelo de Acemoglu, teniendo en cuenta los riesgos de cada grupo de edad, se puede, como se ha dicho, reducir inicialmente ambos respecto a la estrategia de confinamiento, aunque, a partir de un determinado momento, seguir reduciendo el número de muertos tiene un costo económico. En otro modelo bastante simple, Cochrane, catedrático de economía en la universidad de Chicago, muestra, en su línea liberal tradicional, que, asumiendo que la gente modifica su comportamiento en función del riesgo de contagio y mortalidad, los confinamientos estrictos no son necesarios. La gente asumirá más o menos riesgos dependiendo de cómo sea la evolución de los contagios a su alrededor. Así, si incurrimos en más riesgos socializando y descubrimos que los contagios a nuestro alrededor aumentan y el virus se vuelve a extender, seremos más prudentes, tomaremos más en serio las medidas de distanciamiento social y haremos que el riesgo de contagio vuelva a caer. En términos técnicos, la tasa de contagio fluctuará en torno a uno, por encima cuando nos relajemos, por debajo cuando tengamos más cuidado, pero en ningún caso se repetiría una evolución exponencial del virus.

Hay otro factor que se ha tenido muy poco en cuenta y que va a ser muy importante a medida que pase el tiempo y es, precisamente, el factor temporal.

En momentos en que la emergencia sanitaria satura la capacidad hospitalaria, como sucedió en determinados lugares y durante un tiempo limitado en Italia y España, concentrarnos mucho en el hoy ignorando el mañana es necesario, pero no deja de tener también efectos negativos. Centrándose exclusivamente en los efectos médico-sanitarios la estrategia de confinamiento busca, en parte, evitar la saturación de los sistemas sanitarios, posponiendo intervenciones médicas no esenciales. Sin embargo, el impacto de estas decisiones no ha sido discutido ni, parece, tenido en cuenta a la hora de tomar decisiones sobre el confinamiento y su duración. Así, por ejemplo, en Inglaterra, se ha pasado de diagnosticar de media treinta mil casos de cáncer al mes en tiempos normales, a diagnosticar cinco mil durante la pandemia. Por tanto, de media, habrá cincuenta mil personas (más ahora, en que el confinamiento está en su tercer mes) que serán diagnosticadas de cáncer con, al menos, uno o dos meses de retraso, reduciendo así su probabilidad de sobrevivir a la enfermedad. Son cada vez más los estudios que destacan este impacto. En Estados Unidos, las consultas por infarto cerebrales han caído un cuarenta por ciento, y la mitad de los pacientes en quimioterapia no están recibiendo el tratamiento. Como en el caso de Inglaterra (y parece que esto es común en todo el mundo), el número de nuevos diagnósticos de cáncer ha caído sustancialmente, en torno a un tercio de las revisiones de pacientes que padecieron cáncer no están llevándose a cabo, los trasplantes se han reducido casi un noventa por ciento respecto al año anterior, y más de la mitad de los niños no están siendo vacunados. A esto hay que añadir el impacto en la salud, física y mental, de la crisis económica autoinfligida. Algunos estudios sugieren que la pérdida de empleo e ingresos y la incertidumbre sobre el futuro incrementan la mortalidad pues suben el consumo de alcohol, drogas, las enfermedades nerviosas y los suicidios. La incidencia de estos factores afecta desproporcionadamente a aquellas personas con menores ingresos. Según algunas estimaciones, en Estados Unidos la pérdida de entre diez y veinticuatro millones de dólares de ingresos resulta en una muerte adicional.  Cuando se tienen en cuenta todos estos factores, el impacto del confinamiento en la salud pública puede ser ya muy superior al del Coronavirus.

La desconfianza en los expertos

Muchos, en estos tiempos modernos, apelan a la ciencia de forma supersticiosa, pseudo religiosa, como el principio y fin de la verdad, sin reconocer sus límites. En esta pandemia se ha hecho excesivo caso a epidemiólogos que han basado sus recomendaciones en modelos que no estaban diseñados para analizar este problema y en médicos para los que el ‘aquí y ahora’, es decir, salvar la vida de aquellos que corren peligro inmediato, sobrepuja a cualquier otra consideración. Así se han ignorado o, cuando menos, se han infravalorado, los efectos económicos y sanitarios presentes y futuros. Para agravar más la situación, muchos expertos han abusado de la confianza que la gente tiene en la ciencia como un árbitro imparcial y honesto para analizar y proponer soluciones. Al fin y al cabo, los científicos no dejan de ser humanos con ideología y prejuicios, que sangran si los pinchan, se ríen si les hacen cosquillas, mueren si les envenenan y se vengan si los agravian. Este abuso ha adoptado varias formas; una, como hemos vista anteriormente, es no ser honestos y transparentes respecto de la precisión con que los modelos científicos nos permiten predecir el futuro y, por tanto, prescribir soluciones. La falsa precisión es, al fin y al cabo, tan peligrosa o más que la imprecisión. Esta dinámica, llevada al extremo, erosiona la confianza de la opinión pública en los supuestos expertos, que dejan de ser considerados como científicos imparciales, y termina expulsando el realismo de cualquier discusión, que pasa a ser dominada por el sentimentalismo tan característico de los tiempos modernos.

Los ejemplos abundan. ¿Es posible que consideraciones estrictamente científicas lleven, como ha ocurrido en España, en cuestión de días, a considerar el uso de mascarillas innecesario, recomendable, necesario y, finalmente, obligatorio?

En Estados Unidos, en algunos estados, eran consideradas esenciales las clínicas abortivas, que permanecieron abiertas, y las tiendas de venta de marihuana, mientras que en otros la venta de pintura o semillas estaba prohibida, incluso en supermercados que permanecían abiertos para otros productos. En Nueva York, las recomendaciones de los expertos frenaron el paso de una fase a otra porque no se había alcanzado uno de los criterios, tener disponibles el treinta por ciento de las plazas de unidades de cuidados intensivos, pues en el momento de la decisión sólo lo estaban el veintiocho por ciento. ¿El análisis científico permite verdaderamente afinar tanto? No olvidemos que retrasar el paso de fase puede abocar a muchos empresarios a la bancarrota. Al menos, en este caso los criterios eran públicos y transparentes, cosa que en España no ha sucedido, produciendo incluso una mayor sospecha de arbitrariedad. En España se nos ha intentado convencer de que varias decenas de personas habían supuesto, al reunirse en una céntrica calle de Madrid cuando los contagios estaban ya disminuyendo (y a pesar de que una buena parte guardara la distancia de seguridad y la mayoría llevasen mascarillas), un peligro para la salud pública, siendo por el contrario marginal el efecto de una manifestación de decenas de miles en la fase inicial de propagación exponencial del virus.

En Estados Unidos, y a raíz de las protestas después de la muerte de George Floyd, en ninguna de las cuales se respetaron las medidas de confinamiento dictadas en los distintos estados, un numeroso grupo de expertos sanitarios, al menos mil trescientos, han firmado un manifiesto en que, entre otras cosas, dicen que las protestas eran vitales para la salud pública nacional y especialmente para la amenazada salud de la gente negra. Se añadía que, por el contrario, protestas contra el confinamiento, cimentadas en el nacionalismo blanco, son contrarias al respeto por las vidas de los negros y deben, por tanto, ser prohibidas. A ambos lados del Atlántico parece que el riesgo para la salud cambia dependiendo de qué sea aquello contra lo que se protesta. Más ejemplos: un antiguo director del Centro para la Prevención de Enfermedades pasaba, en cuestión de días, de decir que el virus no iba a desaparecer si no nos quedamos en casa, permitiendo así que se fortalezcan los sistemas sanitarios, a afirmar que el riesgo de expandir el Covid por las protestas del movimiento Black Lives Matter es minúsculo comparado con el riesgo que genera la enfermedad cuando la sociedad pierde la confianza en su gobierno.  Una epidemióloga sostenía recientemente que no manifestarse para exigir el fin del racismo sistémico en estos momentos envolvía peligros para la salud mucho más graves que los producidos por la propagación del virus. La pregunta es obvia, ¿en qué absurdos criterios científicos se basan todas estas afirmaciones?

No tranquiliza que se pueda predecir el color político de los expertos basándose en los análisis y las recomendaciones que, supuestamente, hacen en tanto que expertos, es decir, a partir de criterios puramente científicos. Y no parece tampoco razonable que los políticos se escuden detrás de presuntos criterios científicos para evitar cualquier crítica. Cuando se invoca el aval de la ciencia para tomar decisiones que se muestran dramáticamente erradas, no previenen crisis graves o resultan burdamente arbitrarias, aumenta por fuerza la desconfianza en los expertos y, por extensión, su supuesta ciencia. Todo ello nos aparta de lo deseable: una situación en que, más allá de las pasiones personales y burdas manipulaciones partidistas, existan criterios objetivos que nos ayuden a mantener discusiones civilizadas en las que basar las grandes decisiones colectivas. Criterios científicos que son aceptados mayoritariamente por su carácter imparcial, atemporal y universal.

En el contexto actual, y si nada hace cambiar esta dinámica, el distanciamiento social que persista una vez superada la pandemia no va a ser el físico sino, sobre todo, el moral. Una cosa es diferir en algún punto concreto dentro de una coincidencia básica sobre puntos fundamentales. Otra, que la sociedad se polarice en grupos irreconciliables. En el primer caso, la convivencia es posible. No en el segundo".






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Entrada núm. 6269
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