El pensador. Auguste Rodin (1882). París
"Hace unos días -escribe en Revista de Libros el historiador y filosofo Rafael Núñez Florencio- leí unas declaraciones de un conocido periodista, asiduo contertulio e intelectual crítico de guardia, en las que señalaba con manifiesta displicencia —cito casi literalmente— que no había aprendido nada en la actual crisis porque no había nada que aprender. Discrepo por un doble motivo: primero, porque mantengo la ingenua opinión de que se puede o, mejor dicho, se debe aprender de casi todo y más cuando se trata de un acontecimiento fuera de lo común, como es el caso; segundo y más concretamente, porque esta excepcionalidad es tal en la más profunda acepción del término, con una ruptura abrupta de las pautas que han marcado nuestra vida desde que tenemos uso de razón, al menos para las generaciones actuales (los más longevos se pueden remitir a la guerra civil o la inmediata posguerra). No me refiero ahora tanto a las rupturas obvias —de la actividad económica, la circulación de mercancías o el comercio, por mencionar las más evidentes— como a la propia quiebra de la vida cotidiana, reducida por largo tiempo a un estado de hibernación que muchos hemos vivido como auténtico arresto domiciliario. Pero fuera de las derivaciones políticas, lo que me interesa subrayar es que la mencionada singularidad de la situación ha favorecido el cuestionamiento o, como mínimo, la reflexión sobre determinadas actitudes que antes dábamos por normales o naturales, en buena medida como reflejo del mundo en el que nos insertábamos.
Así, por citar un rasgo que a buen seguro compartirán algunos de los que puedan leerme, la prisa, el desasosiego y, más específicamente, la necesidad de organizar el día en función de hacer la mayor cantidad de cosas posibles: por lo que a mí respecta, descargado ahora de las clases, no pocas llamadas de teléfono, envío y lectura de decenas de mails, algunas citas profesionales, lectura de toda la prensa periódica posible, recepción de novedades editoriales, lectura de dos o más libros a la vez, redacción de artículos, críticas o estudios particulares, etc. Nunca menos de doce horas diarias dedicadas a esas labores que ciertamente me gustan o incluso —puedo conceder— me apasionan, pero también me generan un estrés que intento —o intentaba— por todos los medios no reconocer. Al terminar el día la sensación era siempre la misma, la necesidad de que la jornada tuviera cuarenta y ocho horas para dar salida a todo lo que tenía pendiente. Este ritmo de trabajo llegaba con frecuencia a impedirme conciliar un sueño reparador. Convertida en vicio dicha necesidad compulsiva de aprovechar el tiempo, de no perder un solo segundo, su satisfacción llevaba aparejada la más dura penitencia, una permanente ansiedad. El trapero del tiempo —como escuché decir en una ocasión a un filósofo— aprovecha los minutos sin darse cuenta de que desperdicia la vida.
El mal llamado confinamiento supuso, como antes apunté, una imprevista fractura en este orden de cosas. Hubo que anular varias citas inmediatas y progresivamente fueron cancelándose todas las demás, primero en cuestión de semanas y luego de meses, hasta completar todo el año. Reuniones varias, algunos seminarios, un par de congresos y algunos otros compromisos contraídos hacía algún tiempo corrieron la misma suerte. Las editoriales paralizaron su producción, se anularon las presentaciones previstas, se dilataron los plazos que afectaban a mis propios trabajos. Aun así, los seres humanos nos movemos muchas veces como el equino que da vueltas en la noria del molino y aunque lo liberen de la faena cotidiana, sigue girando como si todavía estuviese uncido al yugo. Los primeros días mantuve mi ritmo habitual hasta que la solidez de los hechos me puso frente al espejo y tuve por fuerza que admitir lo absurdo de mi situación. Con el país paralizado, las convocatorias rescindidas y las entregas pospuestas, ¿qué sentido tenía mi afán de continuar mi labor como si nada pasase? En esos primeros días de encierro forzoso leí un artículo de Carlos Mayoral en The Objetive que parecía retratar mis cuitas. Se titulaba «El mal de la impaciencia» y en realidad no era más que un breve comentario que remitía a un libro de Jorge Freire que había obtenido el XI Premio Málaga de Ensayo de este año y que acababa de aparecer bajo el sello editorial de Páginas de Espuma: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. Ya se pueden imaginar que me faltó tiempo —en este caso nunca mejor dicho— para adquirir el libro en su versión digital. De lo que saqué de su lectura les quiero hablar en los párrafos que siguen.
Supongo que al lector atento le habrá pasado ya algo parecido a lo que me sucedió en su momento, una cierta perplejidad nada más confrontar los conceptos contenidos en el título y subtítulo, pues agitación e impaciencia parecen dos cosas distintas, aunque puedan coincidir coyunturalmente. Para empezar, el segundo de los términos remite obligadamente a algo concreto, aquello que se espera pero no llega, mientras que uno puede estar agitado por todo o por nada, sin que necesariamente apunte dicha angustia a una circunstancia particular. En el caso de la intención —no ya subyacente, sino explícita— del ensayo que nos ocupa, se aborda la agitación como un estado permanente del alma moderna, lo que vamos a denominar siguiendo al autor Homo agitatus. Precisamente este matiz contribuye en mayor medida a diferenciar la agitación de la impaciencia, porque esta suele ser pasajera, dada su dependencia objetiva de lo esperado. Me reconozco impaciente cuando espero una llamada que no se produce, miro el correo electrónico para comprobar una vez más que no llega el documento solicitado o compruebo que aún faltan los datos que solicité encarecidamente a mi compañero, pero si solo es eso debo admitir que cuando llega la respuesta, desaparece la desazón. Es verdad que puedo encadenar impaciencias sucesivas o ser impaciente a varias bandas, pero aun así sé diferenciar claramente ese nerviosismo específico del estado permanente de agitación que, como confesé antes, constituye para mí una segunda naturaleza. Mi agitación es más que impaciencia por la sencilla razón de que a menudo no estoy esperando nada y por tanto no puedo calmarme con lo que ocasionalmente encuentre: puedo decir que estaba impaciente por terminar este trabajo, pero como la causa de mi desasosiego es estructural, cuando lo termine seguiré tan agitado como antes de ponerle punto final.
De hecho, esa misma parece ser en el fondo la actitud del autor, que prácticamente no hace uso de los conceptos de impaciencia o impaciente a lo largo de todo el texto. Al leer el libro en edición electrónica, el buscador me permite documentar de modo irrefutable lo que solo era una impresión: descontando su uso en el subtítulo, la búsqueda me da para ambos términos (impaciencia, impaciente) solo… ¡tres resultados! Antes utilicé una fórmula un tanto alambicada para referirme a las intenciones del autor y no fue casual porque, según uno avanza por las páginas de su breve ensayo, va albergando cada vez más dudas acerca de los verdaderos propósitos de Freire al escribir este libro: ¿era realmente de la agitación como estado anímico del hombre actual de lo que quería hablar? Si es así, la más piadosa de las conjeturas sería que él mismo es un magnífico espécimen de Homo agitatus porque su libro se dispersa en múltiples sentidos sin que finalmente logre trazar una trayectoria limpia. Freire parece sobre todo preocupado en mostrar al lector todo lo que ha leído y en ensartar cita tras cita para apuntar en múltiples dianas y quedarse siempre en tentativas un tanto frustrantes. Reconozco sin embargo que el principal mérito del libro —y por eso lo comento aquí— estriba en abordar un tema ciertamente crucial para entender al ser humano de nuestros días. Además, como pasa en otros muchos ensayos de similares características, entre tanta barahúnda pueden encontrarse no pocos hallazgos felices. Dicho sin ambages, su lectura es útil pese a todo.
En 2018 Freire publicó en Letras libres un artículo titulado «La cultura de la agitación», germen de lo que desarrolla en este volumen. Ya allí establecía que el movimiento continuo era el mandato inapelable de nuestra época, afirmación que reitera en el arranque del ensayo, sin que ello sea óbice para reconocer que el mal en sí es viejo como la humanidad, como establece la archiconocida referencia de Pascal responsabilizando a esa incapacidad personal de permanecer quietos y a solas en una habitación de todas las desdichas humanas. A pesar de ello, es en el tiempo presente cuando la dolencia adquiere proporciones de pandemia. Dicho de otra manera: “dejar de huir hacia delante”, como el ejército que escapa de un enemigo inexistente, constituye el gran reto de nuestra sociedad. La reflexión filosófica sobre el particular abraza la forma de consolatio, pues no en vano el Homo agitatus equivale al necio (ne-scio, carente de ciencia) y se perfila como «la figura a batir». El individuo agitado es, según Freire, el que se propone hacer muchas cosas de manera continuada: es la persona que se reconoce incapaz de parar, sin atender al conocido refrán de quien mucho abarca, poco aprieta. Ese dinamismo enloquecido convierte la trayectoria vital del agitado en una curiosa paradoja, pues tanto correr no le sirve para avanzar más. Su perpetuo ajetreo no puede representarse en forma de línea recta recorrida con celeridad, como en principio cabría esperar, sino en una carrera tan absurda como la del hámster dando vueltas a una rueda o el derviche girando sin parar sobre sí mismo. Parafraseando a Lampedusa, «que todo se agite para que nada cambie».
Pese a sus múltiples derivaciones, el ensayo en su conjunto puede interpretarse como una reivindicación del aburrimiento como antídoto de la agitación contemporánea. El autor entiende dicho concepto de un modo que me ha recordado a Fernando Aramburu («Elogio del aburrimiento»), cuyo planteamiento remite a su vez al inevitable Pascal: «Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina». Freire lo dice de un modo parecido: «aburrirse no es fácil» y por ello hay que «aprender a aburrirse». No se trata —obvio es decirlo— del frívolo aburrimiento adolescente, sino, al modo de Walter Benjamín, de una especie de reposo lúcido que conlleva previamente el rechazo o la resistencia frente al ritmo delirante de nuestro tiempo. La bulimia de productos culturales genera insatisfacción porque es imposible devorarlo todo, siempre se pierde uno algo. La pulsión contemporánea por estar al día nos somete a una convulsión inacabable. Quienes se enfrentan a estos requerimientos buscan una cierta «paz de espíritu» o aquel sosiego que señalaba Nietzsche: «Por falta de sosiego nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie». Algunas de las facetas de nuestra vida actual ilustran claramente esta barbarie convulsa del cambio por el cambio: así, el viajero, convertido en turista, constituye una de las expresiones más genuinas de esa sed de variaciones sin otro fin que el hecho mismo de la novedad. Más aún cuando se trata de recorrer miles de kilómetros y varios países para toparse en todos los lugares con las mismas cosas revestidas de diferentes oropeles.
Precisamente esta variedad aparente es una de las dianas preferidas de Freire, que argumenta en diversas ocasiones que la diversidad es el trampantojo del mundo en que vivimos. Si algo define nuestra época, insiste, es la homogeneidad, no la diferencia o la multiplicidad. Recuerda con pertinencia en este sentido que el truco comercial o propagandístico de numerosas marcas es que piquemos el señuelo de que comprando sus productos nos convertimos en seres diferentes. Por supuesto el mismo mensaje les llega, no a miles, sino a millones de otros receptores-consumidores en forma de «eres único», «eres especial», «tú marcas la diferencia», etc. Si algo supone la tendencia creciente de mundialización o globalización es la tozuda realidad de que en todos lados tenemos lo mismo y por tanto se hace cada vez más absurdo buscar en otras partes aquello que permanece al alcance de nuestra mano sin apenas salir de nuestro entorno. No es el único contrasentido que halla el autor: más bien al contrario, su texto se solaza en las paradojas, como, por ejemplo, las recomendaciones de buscar la alegría, pero huir de la felicidad, o procurarnos el goce, no la diversión. En contra de lo que suele pregonarse, argumenta Freire, la clave de la civilización reposa no «sobre el cumplimiento de las voliciones sino, precisamente, sobre su renuncia». En este contexto se entenderá mejor la recomendación de inacción o pasividad a la que antes aludíamos. Frente a la obligación de divertirse, la felicidad forzosa o la algazara compulsiva —¡la chispa de la vida!—, la lucidez de la quietud o la meditación del que se despoja de todo, al modo estoico.
Aunque el ensayo es muy breve, a su autor le da tiempo o encuentra espacio para mencionar otras muchas cosas, un poco al desgaire, como decía anteriormente, como si él mismo se revelara en el fondo contagiado del mal que diagnostica. Llama la atención que no se mencione aquí el impacto de las nuevas tecnologías y el mundo digital, una de las escasas vertientes características de nuestra época que no encuentra hueco en el nervioso discurrir de Freire, quien, sin embargo, picotea en temas tan variopintos como los nacionalismos, la especialización, los deportes de riesgo, los supermercados culturales, la escasa autoestima española, el malestar de la civilización, la literatura noventayochista o las trampas de la libertad. Asuntos —si no todos, por lo menos bastantes de ellos— tan alejados objetivamente de su camino principal, que da la impresión de que a menudo se pierde el hilo de Ariadna, para decirlo ahora con una cierta pedantería que refleje el tono de estas páginas. Supongo que el ensayista podría replicar que su tratado no hace más que nutrirse de las fuentes heterogéneas que han conformado el género desde Montaigne y en ello habría que concederle parte de razón. En todo caso, como simple lector, me limito a dejar constancia de mis dudas, al tiempo que me prometo a mí mismo aplicarme de aquí en adelante algunas de las enseñanzas que me ha deparado su lectura: ahora mismo, cuando termine este último párrafo, apartaré mi agenda de asuntos pendientes y la perderé de vista como mínimo hasta mañana. Cerraré el ordenador, apagaré el móvil y saldré a la terraza para contemplar el mar en silencio, hasta que llegue la noche. Solo con pensarlo me siento mejor".
El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.
El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.
El historiador Rafael Núñez Florencio
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