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martes, 8 de julio de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] UN CIELO TAN LÍMPIDO. PUBLICADO EL 16/04/2020











¿Lecciones del sabio virus?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Lecciones del sabio virus. El País, 15/4/2020] el escritor Manuel Jabois: ninguna, responde. "Hace unos días, -comienza diciendo Jabois- el periodista Nacho Carretero publicó en Twitter una foto del cielo de Madrid. Era un cielo tan azul y limpio que al fondo se podían ver las cumbres nevadas de la sierra. Era algo aún peor: una foto bella. Ya saben que entre tanta muerte y tanto dolor, la belleza siempre produce “una cierta cosa extraña”, que es lo que dijo Pla a Pániker con la misma soltura que un Meursault: “Mi madre murió hace 15 días, y esto, claro, siempre produce una cierta cosa extraña”. A Carretero le dijeron que la foto no venía a cuento y él tuvo que explicar que su posición editorial respecto a su propia foto no era la de mantener ese cielo limpio “cueste lo que cueste”. Hay pocas cosas más periodísticas que contar, en tu perfil sobre un asesino en serie, que el hombre promovía la caridad, defendía a los más débiles y ayudaba a cruzar la acera a los ciegos. De ahí a titular Un gran hombre querido por todos hay un trecho, del mismo modo que se puede decir que un mundo sin contaminación es un mundo mucho más bello y más limpio, pues como el mundo se ha vaciado de gente, el aire se ha vaciado de mierda, sin que eso signifique que la noticia más importante de la Covid-19 sea el paisaje, ni que haya que programar más pandemias.
Al menos todavía no estamos tan acostumbrados a la contaminación como para salir a la calle, ver el cielo tan claro y que se nos doblen las rodillas de miedo, del mismo modo que hay belleza en una playa vacía un día de sol, pero si te dicen que ese día de sol es el 18 de julio de 1936 la belleza se convierte en terror, como sabe Manuel Rivas.
Y sin embargo, poco a poco y sin darnos cuenta, el virus ha traído consigo un fenómeno inesperado: lecciones. Se supone que, si lo sobrevivimos, hay que aprender de él. Lecciones a partir de pequeñas noticias positivas que, reunidas, nos dan la oportunidad de cambiar: no era un virus, era un coach. Hasta Ricardo Darín se ha sumado al decir que la economía se tambalea porque consumimos cosas que no necesitamos, como si estrictamente necesitásemos algo más que agua, techo y pan. Qué economía se tambalea, ¿la de Amazon, especialista en productos de primera necesidad? ¿Por qué no vamos a poder disfrutar de lo que no necesitamos, pero nos apetece disfrutar o aspirar a disfrutarlo?
Más allá de esto, lo cierto es que desde los primeros días se produjo una especie de movimiento terapéutico que venía a contextualizar el virus, con lo que eso supone, cuando no directamente descargarlo de responsabilidad, que por supuesto era nuestra.
Y así, el virus lo mismo nos mata o nos encierra en casa que nos enseña cosas de la Tierra, expresa la cólera de Dios, nos habla de nuestro estilo de vida, nos señala la economía, nos reorganiza como sociedad, nos ha salido ecofriendly y promueve ahorro de energía, es un virus anticapi y, al mismo tiempo, un virus facha que le dice al feminismo las únicas prioridades sociales: las pandemias, los meteoritos y los terremotos. Un virus que, en esta carrera enloquecida de desencriptadores ideológicos, hará campaña electoral en las próximas generales para contarnos lo que debemos hacer para que no vuelva, como cuando ETA nos señalaba, generosa, el camino de la paz". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















jueves, 30 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Concesiones



Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press


Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. 

"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-.  Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?

El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.

Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.

Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 21 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Tristeza y consuelo



Una residencia de ancianos en Madrid. Foto de Biel Aliño


Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos, afirma en el A vuelapluma de hoy [Sin tristeza no hay salida. El País, 10/7/2020] la escritora Nuria Labari.

"Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 20 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Futuro imperfecto



El escritor Stefan Zweig. Foto Life/Getty


El cuidado y la responsabilidad personales son pobres paliativos ante la ausencia de cuidados y de responsabilización de los gobiernos, escribe en el A vuelapluma de hoy [El f]uturo de la nostalgia. El País, 18/7/2020] el periodista Lluís Bassets. 

"Claro que no es una guerra, -comienza diciendo Bassets- pero cerca debemos estar de lo que antaño fueron algunas guerras. Por las cifras de fallecidos y por el percance económico. Y, sobre todo, por esa idea inquietante de un corte con el pasado, un año cero que nos obligaría a comenzar de nuevo, una reconstrucción. La discusión versará sobre cómo debemos reconstruir, sobre los planos del pasado o con planos nuevos, los propios para un futuro que no repita los errores.

Desde hace tiempo, propiamente desde que se impuso una vaga sensación de fin de época, conviene leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, memorias elegíacas que empiezan con una exaltación de la seguridad en la que vivieron nuestras sociedades hasta 1914, cuando todo era sólido y duradero. “El siglo XIX, en su idealismo liberal, estaba sinceramente convencido de que se encontraba en la línea recta e infalible del mejor de los mundos posibles”.

Como lectura para estos tiempos inquietantes, el libro de Zweig sugiere de inmediato los paralelismos. Al igual que el escritor suicida, no sabemos cuándo, ni quiénes, ni cómo, ni tan solo si saldremos de ésta. Los economistas, buenos topógrafos de la vida social, advierten un nivel máximo de incertidumbre. Los epidemiólogos esgrimen el paradigma de la prueba y el error propio de la investigación científica: se refieren a las intervenciones no farmacéuticas, en las que todos somos conejillos de indias. Lo menos que podemos hacer, ante la vulnerabilidad de las personas y la fragilidad de las sociedades, es cuidarnos y ser responsables, de nosotros y de los otros, incluso cuando los Gobiernos no se atreven a asumir sus responsabilidades: mascarillas y distancia.

Cien años más tarde, otro escritor centroeuropeo, Ivan Krastev, anuncia la pandemia de nostalgia que sucederá a la del virus una vez derrotado. “Hay algo perturbador en el mundo de ayer —ha escrito en ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo (Debate)—. La diferencia entre el pasado y el presente es que nunca podemos conocer el futuro del presente, pero ya hemos vivido el futuro del pasado. Y conocemos el futuro de nuestro pasado; es esta pandemia de covid-19 que hoy sufrimos”.

Primero, vencer a la covid-19, luego, al virus de la nostalgia. Es decir, construir el futuro. Para evitar la oración del vencido entonada por Zweig: “Europa, nuestra patria, para la que nosotros hemos vivido, estaba destruida para un tiempo que se extendía más allá de nuestras vidas”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 6 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Utopía




 
Dibujo de Eduardo Estrada para El País

Seamos realistas, pensemos lo imposible: Si miramos a nuestro alrededor, -comenta en el A vuelapluma de hoy [Seamos realistas, pensemos lo imposible. El País, 26/6/20] la filósofa Joke J. Hermsen, es posible ver brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos voces que proclaman la necesidad de comprometernos en la construcción de un mundo más justo y sostenible.

"Después de un largo periodo de espera, preocupación y encierro en casa, -comienza diciendo Hermsen- ha llegado el momento de preparar nuestra vuelta al mundo público de los colegios, las oficinas, los restaurantes y los servicios públicos. ¿Pero cómo vamos a regresar a la sociedad? ¿Retomamos el hilo y seguimos adelante con nuestras vidas como si no hubiera ocurrido nada? ¿O acaso el periodo de confinamiento nos ha inspirado para reflexionar sobre el mundo y darnos cuenta de que es necesario cambiar si queremos salvar nuestro planeta para las generaciones futuras?

La crisis de la covid-19 nos ha vuelto a muchos más conscientes de las cosas que han salido mal durante los últimos decenios de políticas neoliberales en Occidente: las desigualdades económicas, el cambio climático, la falta de solidaridad, el fracaso de nuestros servicios públicos y la injusticia social, entre otras. Probablemente, muchos aspiramos a un mundo mejor, más sostenible y más justo. La pregunta, por tanto, es cómo vamos a cambiar esas cosas y vamos a hacer realidad un mundo mejor, sin volver a caer en los modelos de explotación irresponsable, agotamiento de los recursos y rentabilidad económica solo para unos pocos.

Distintos filósofos de diversas tradiciones han demostrado que una de las condiciones para poder cambiar es el poder de la esperanza. Antes de emprender ninguna iniciativa transformadora, tenemos que “aprender otra vez a tener esperanza”, como dijo el filósofo judío Ernst Bloch (1885-1977) en la introducción de su famoso libro El principio esperanza. Las primeras frases podrían haberse escrito hoy, y no hace 70 años: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué esperamos? Muchos se sienten confusos. El suelo tiembla, y no saben por qué ni de qué. [...]Se trata de aprender otra vez a tener esperanza. La esperanza, superior al miedo, no es pasiva ni está encerrada en la nada. La emoción de la esperanza da amplitud a las personas, en lugar de encerrarlas”.

Aprender otra vez a tener esperanza significa, ante todo, superar nuestros sentimientos de impotencia, frustración y miedo. Esta difícil tarea solo puede llevarse a cabo gracias a nuestras aptitudes sociales para conectar con otros y nuestras aptitudes creativas para pensar de forma imaginativa. Aprender otra vez a tener esperanza significa tratar de concebir el mundo como si todavía no existiera. Es la exploración y el desarrollo de visiones utópicas de un mundo más justo y sostenible, en el significado griego original de la palabra outopos: un lugar inexistente, pero mejor. Las visiones y las ideas esperanzadas y utópicas no solo nos ayudan a criticar el statu quo actual de la sociedad occidental y descubrir sus defectos, sino también a imaginar un mundo en el que se destruya menos la biosfera y haya menos injusticias socioeconómicas.

Tenemos que “ser realistas y pensar lo imposible”, como escribió Bloch. Esta es otra definición de esperanza. Pensar lo imposible —o lo que aún no es realidad—, además de ser un requisito para el cambio, justifica nuestra naturaleza humana. Nuestra capacidad de hablar, pensar y crear nos convierte en “un sustrato de posibilidades”. Podemos imaginar lo que nosotros, y el mundo, podríamos ser, y esa perspectiva es precisamente lo que nos da esperanza.

Como seres humanos estamos anclados en el tiempo; podemos reflexionar sobre el pasado y podemos soñar sobre el futuro. El futuro todavía es desconocido, es aún una mera posibilidad. Por eso, Bloch puede escribir: “El tiempo es esperanza”. Debemos tomar en serio nuestro “estar en el tiempo” y nuestra capacidad de esperar e imaginar para poder ser fieles a nuestra humanidad.

Antes de volver a salir al mundo, tenemos que ser muy conscientes de este fundamento de esperanza en el que se apoya toda vida humana. No es el momento de abusar del cinismo, el escepticismo y la ironía. Seguramente asomarán más adelante y nos convertirán en objeto de humor, pero, por ahora, debemos aprender de nuevo a tener esperanza para poder transformarnos.

También debemos ser más conscientes de nuestro estar en el tiempo. En la sociedad capitalista occidental hemos vivido bajo una enorme presión temporal; en el último siglo, el tiempo se ha vuelto, cada vez más, un criterio exclusivamente económico. Como nos pagan en función de las horas que trabajamos, el tiempo se ha convertido en dinero. Los beneficios aumentan si se hace el mismo trabajo en menos horas; el tiempo se ha vuelto escaso y estamos en una dinámica acelerada que muchas veces nos causa cansancio y estrés crónicos. Esta fatiga no es buena. No solo nos enferma y nos deprime, sino que pone en peligro nuestra capacidad de imaginar y esperar.

Cuando el tiempo se convirtió en dinero se vinculó casi por completo al verbo “tener”; dejó de pertenecernos a nosotros y al verbo “ser”, ya no “éramos en el tiempo”. Esta reducción del tiempo al modelo económico y cronológico nos distanció de nosotros mismos, de nuestro trabajo, de los demás y del mundo, como señalaron Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt. Debemos comprender que no solo “tenemos” y medimos el tiempo, sino que también “somos” y experimentamos el tiempo. El tiempo del reloj económico no es más que una perspectiva abstracta y artificial que, bajo las leyes del capitalismo, ha ensombrecido casi cualquier otra experiencia del tiempo.

Si el tiempo es esperanza, como dice Bloch, solo puede emanar de nuestro estar en el tiempo, y no de los principios alienantes del tiempo económico. Debemos volver a prestar atención a esta experiencia interior del tiempo, que se presenta cuando estamos descansando, pensando, soñando despiertos, meditando, caminando, leyendo o pintando. Muchas personas han experimentado este “tiempo interior” sin querer durante el confinamiento, si es que no estaban esforzándose sin parar en hospitales y otros servicios públicos. Los que hemos tenido que quedarnos en casa hemos perdido el hilo del tiempo económico y, tras una primera fase de malestar y angustia, quizá hemos experimentado ya ese otro tiempo que Bloch llamaba “la captura de la eternidad en el momento”. La esperanza surge de ese “momento”, que señala el principio de cualquier cambio o creación.

Si miramos con cuidado a nuestro alrededor, es posible que veamos ya estos brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos cada vez más voces que proclaman en voz alta la necesidad de un mundo sostenible y vemos nuevas iniciativas democráticas en países como Bélgica, Irlanda y Dinamarca, con consejos cívicos en los que la gente se involucra más y se compromete con el mundo sociopolítico. Oímos protestas más sonoras contra las injusticias fiscales que favorecen a las multinacionales y al puñado de supermillonarios que dirigen el mundo, leemos con más seriedad las propuestas de una renta básica, vemos a grupos locales que organizan huertos comunitarios y fuentes de energía sostenible en sus pueblos o en sus barrios.

La esperanza ciega la razón, dirán quizá algunos políticos. Por supuesto, a veces. Pero vivir sin esperanza significa vivir sin imaginación ni compasión, que es no vivir en absoluto. Verdaderamente no tenemos más remedio. Si queremos salvar nuestro planeta y mantener nuestro mundo humano, debemos empezar a esperar e imaginar un mundo mejor ya. Oscar Wilde tenía razón cuando escribió: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni que se le eche un vistazo, porque deja fuera el único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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domingo, 5 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Homo agitatus




El pensador. Auguste Rodin (1882). París


"Hace unos días -escribe en Revista de Libros el historiador y filosofo Rafael Núñez Florencio- leí unas declaraciones de un conocido periodista, asiduo contertulio e intelectual crítico de guardia, en las que señalaba con manifiesta displicencia —cito casi literalmente— que no había aprendido nada en la actual crisis porque no había nada que aprender. Discrepo por un doble motivo: primero, porque mantengo la ingenua opinión de que se puede o, mejor dicho, se debe aprender de casi todo y más cuando se trata de un acontecimiento fuera de lo común, como es el caso; segundo y más concretamente, porque esta excepcionalidad es tal en la más profunda acepción del término, con una ruptura abrupta de las pautas que han marcado nuestra vida desde que tenemos uso de razón, al menos para las generaciones actuales (los más longevos se pueden remitir a la guerra civil o la inmediata posguerra). No me refiero ahora tanto a las rupturas obvias —de la actividad económica, la circulación de mercancías o el comercio, por mencionar las más evidentes— como a la propia quiebra de la vida cotidiana, reducida por largo tiempo a un estado de hibernación que muchos hemos vivido como auténtico arresto domiciliario. Pero fuera de las derivaciones políticas, lo que me interesa subrayar es que la mencionada singularidad de la situación ha favorecido el cuestionamiento o, como mínimo, la reflexión sobre determinadas actitudes que antes dábamos por normales o naturales, en buena medida como reflejo del mundo en el que nos insertábamos.

Así, por citar un rasgo que a buen seguro compartirán algunos de los que puedan leerme, la prisa, el desasosiego y, más específicamente, la necesidad de organizar el día en función de hacer la mayor cantidad de cosas posibles: por lo que a mí respecta, descargado ahora de las clases, no pocas llamadas de teléfono, envío y lectura de decenas de mails, algunas citas profesionales, lectura de toda la prensa periódica posible, recepción de novedades editoriales, lectura de dos o más libros a la vez, redacción de artículos, críticas o estudios particulares, etc. Nunca menos de doce horas diarias dedicadas a esas labores que ciertamente me gustan o incluso —puedo conceder— me apasionan, pero también me generan un estrés que intento —o intentaba— por todos los medios no reconocer. Al terminar el día la sensación era siempre la misma, la necesidad de que la jornada tuviera cuarenta y ocho horas para dar salida a todo lo que tenía pendiente. Este ritmo de trabajo llegaba con frecuencia a impedirme conciliar un sueño reparador. Convertida en vicio dicha necesidad compulsiva de aprovechar el tiempo, de no perder un solo segundo, su satisfacción llevaba aparejada la más dura penitencia, una permanente ansiedad. El trapero del tiempo —como escuché decir en una ocasión a un filósofo— aprovecha los minutos sin darse cuenta de que desperdicia la vida.

El mal llamado confinamiento supuso, como antes apunté, una imprevista fractura en este orden de cosas. Hubo que anular varias citas inmediatas y progresivamente fueron cancelándose todas las demás, primero en cuestión de semanas y luego de meses, hasta completar todo el año. Reuniones varias, algunos seminarios, un par de congresos y algunos otros compromisos contraídos hacía algún tiempo corrieron la misma suerte. Las editoriales paralizaron su producción, se anularon las presentaciones previstas, se dilataron los plazos que afectaban a mis propios trabajos. Aun así, los seres humanos nos movemos muchas veces como el equino que da vueltas en la noria del molino y aunque lo liberen de la faena cotidiana, sigue girando como si todavía estuviese uncido al yugo. Los primeros días mantuve mi ritmo habitual hasta que la solidez de los hechos me puso frente al espejo y tuve por fuerza que admitir lo absurdo de mi situación. Con el país paralizado, las convocatorias rescindidas y las entregas pospuestas, ¿qué sentido tenía mi afán de continuar mi labor como si nada pasase? En esos primeros días de encierro forzoso leí un artículo de Carlos Mayoral en The Objetive que parecía retratar mis cuitas. Se titulaba «El mal de la impaciencia» y en realidad no era más que un breve comentario que remitía a un libro de Jorge Freire que había obtenido el XI Premio Málaga de Ensayo de este año y que acababa de aparecer bajo el sello editorial de Páginas de Espuma: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. Ya se pueden imaginar que me faltó tiempo —en este caso nunca mejor dicho— para adquirir el libro en su versión digital. De lo que saqué de su lectura les quiero hablar en los párrafos que siguen.

Supongo que al lector atento le habrá pasado ya algo parecido a lo que me sucedió en su momento, una cierta perplejidad nada más confrontar los conceptos contenidos en el título y subtítulo, pues agitación e impaciencia parecen dos cosas distintas, aunque puedan coincidir coyunturalmente. Para empezar, el segundo de los términos remite obligadamente a algo concreto, aquello que se espera pero no llega, mientras que uno puede estar agitado por todo o por nada, sin que necesariamente apunte dicha angustia a una circunstancia particular. En el caso de la intención —no ya subyacente, sino explícita— del ensayo que nos ocupa, se aborda la agitación como un estado permanente del alma moderna, lo que vamos a denominar siguiendo al autor Homo agitatus. Precisamente este matiz contribuye en mayor medida a diferenciar la agitación de la impaciencia, porque esta suele ser pasajera, dada su dependencia objetiva de lo esperado. Me reconozco impaciente cuando espero una llamada que no se produce, miro el correo electrónico para comprobar una vez más que no llega el documento solicitado o compruebo que aún faltan los datos que solicité encarecidamente a mi compañero, pero si solo es eso debo admitir que cuando llega la respuesta, desaparece la desazón. Es verdad que puedo encadenar impaciencias sucesivas o ser impaciente a varias bandas, pero aun así sé diferenciar claramente ese nerviosismo específico del estado permanente de agitación que, como confesé antes, constituye para mí una segunda naturaleza. Mi agitación es más que impaciencia por la sencilla razón de que a menudo no estoy esperando nada y por tanto no puedo calmarme con lo que ocasionalmente encuentre: puedo decir que estaba impaciente por terminar este trabajo, pero como la causa de mi desasosiego es estructural, cuando lo termine seguiré tan agitado como antes de ponerle punto final.

De hecho, esa misma parece ser en el fondo la actitud del autor, que prácticamente no hace uso de los conceptos de impaciencia o impaciente a lo largo de todo el texto. Al leer el libro en edición electrónica, el buscador me permite documentar de modo irrefutable lo que solo era una impresión: descontando su uso en el subtítulo, la búsqueda me da para ambos términos (impaciencia, impaciente) solo… ¡tres resultados! Antes utilicé una fórmula un tanto alambicada para referirme a las intenciones del autor y no fue casual porque, según uno avanza por las páginas de su breve ensayo, va albergando cada vez más dudas acerca de los verdaderos propósitos de Freire al escribir este libro: ¿era realmente de la agitación como estado anímico del hombre actual de lo que quería hablar? Si es así, la más piadosa de las conjeturas sería que él mismo es un magnífico espécimen de Homo agitatus porque su libro se dispersa en múltiples sentidos sin que finalmente logre trazar una trayectoria limpia. Freire parece sobre todo preocupado en mostrar al lector todo lo que ha leído y en ensartar cita tras cita para apuntar en múltiples dianas y quedarse siempre en tentativas un tanto frustrantes. Reconozco sin embargo que el principal mérito del libro —y por eso lo comento aquí— estriba en abordar un tema ciertamente crucial para entender al ser humano de nuestros días. Además, como pasa en otros muchos ensayos de similares características, entre tanta barahúnda pueden encontrarse no pocos hallazgos felices. Dicho sin ambages, su lectura es útil pese a todo.

En 2018 Freire publicó en Letras libres un artículo titulado «La cultura de la agitación», germen de lo que desarrolla en este volumen. Ya allí establecía que el movimiento continuo era el mandato inapelable de nuestra época, afirmación que reitera en el arranque del ensayo, sin que ello sea óbice para reconocer que el mal en sí es viejo como la humanidad, como establece la archiconocida referencia de Pascal responsabilizando a esa incapacidad personal de permanecer quietos y a solas en una habitación de todas las desdichas humanas. A pesar de ello, es en el tiempo presente cuando la dolencia adquiere proporciones de pandemia. Dicho de otra manera: “dejar de huir hacia delante”, como el ejército que escapa de un enemigo inexistente, constituye el gran reto de nuestra sociedad. La reflexión filosófica sobre el particular abraza la forma de consolatio, pues no en vano el Homo agitatus equivale al necio (ne-scio, carente de ciencia) y se perfila como «la figura a batir». El individuo agitado es, según Freire, el que se propone hacer muchas cosas de manera continuada: es la persona que se reconoce incapaz de parar, sin atender al conocido refrán de quien mucho abarca, poco aprieta. Ese dinamismo enloquecido convierte la trayectoria vital del agitado en una curiosa paradoja, pues tanto correr no le sirve para avanzar más. Su perpetuo ajetreo no puede representarse en forma de línea recta recorrida con celeridad, como en principio cabría esperar, sino en una carrera tan absurda como la del hámster dando vueltas a una rueda o el derviche girando sin parar sobre sí mismo. Parafraseando a Lampedusa, «que todo se agite para que nada cambie».

Pese a sus múltiples derivaciones, el ensayo en su conjunto puede interpretarse como una reivindicación del aburrimiento como antídoto de la agitación contemporánea. El autor entiende dicho concepto de un modo que me ha recordado a Fernando Aramburu («Elogio del aburrimiento»), cuyo planteamiento remite a su vez al inevitable Pascal: «Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina». Freire lo dice de un modo parecido: «aburrirse no es fácil» y por ello hay que «aprender a aburrirse». No se trata —obvio es decirlo— del frívolo aburrimiento adolescente, sino, al modo de Walter Benjamín, de una especie de reposo lúcido que conlleva previamente el rechazo o la resistencia frente al ritmo delirante de nuestro tiempo. La bulimia de productos culturales genera insatisfacción porque es imposible devorarlo todo, siempre se pierde uno algo. La pulsión contemporánea por estar al día nos somete a una convulsión inacabable. Quienes se enfrentan a estos requerimientos buscan una cierta «paz de espíritu» o aquel sosiego que señalaba Nietzsche: «Por falta de sosiego nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie». Algunas de las facetas de nuestra vida actual ilustran claramente esta barbarie convulsa del cambio por el cambio: así, el viajero, convertido en turista, constituye una de las expresiones más genuinas de esa sed de variaciones sin otro fin que el hecho mismo de la novedad. Más aún cuando se trata de recorrer miles de kilómetros y varios países para toparse en todos los lugares con las mismas cosas revestidas de diferentes oropeles.

Precisamente esta variedad aparente es una de las dianas preferidas de Freire, que argumenta en diversas ocasiones que la diversidad es el trampantojo del mundo en que vivimos. Si algo define nuestra época, insiste, es la homogeneidad, no la diferencia o la multiplicidad. Recuerda con pertinencia en este sentido que el truco comercial o propagandístico de numerosas marcas es que piquemos el señuelo de que comprando sus productos nos convertimos en seres diferentes. Por supuesto el mismo mensaje les llega, no a miles, sino a millones de otros receptores-consumidores en forma de «eres único», «eres especial», «tú marcas la diferencia», etc. Si algo supone la tendencia creciente de mundialización o globalización es la tozuda realidad de que en todos lados tenemos lo mismo y por tanto se hace cada vez más absurdo buscar en otras partes aquello que permanece al alcance de nuestra mano sin apenas salir de nuestro entorno. No es el único contrasentido que halla el autor: más bien al contrario, su texto se solaza en las paradojas, como, por ejemplo, las recomendaciones de buscar la alegría, pero huir de la felicidad, o procurarnos el goce, no la diversión. En contra de lo que suele pregonarse, argumenta Freire, la clave de la civilización reposa no «sobre el cumplimiento de las voliciones sino, precisamente, sobre su renuncia». En este contexto se entenderá mejor la recomendación de inacción o pasividad a la que antes aludíamos. Frente a la obligación de divertirse, la felicidad forzosa o la algazara compulsiva —¡la chispa de la vida!—, la lucidez de la quietud o la meditación del que se despoja de todo, al modo estoico.

Aunque el ensayo es muy breve, a su autor le da tiempo o encuentra espacio para mencionar otras muchas cosas, un poco al desgaire, como decía anteriormente, como si él mismo se revelara en el fondo contagiado del mal que diagnostica. Llama la atención que no se mencione aquí el impacto de las nuevas tecnologías y el mundo digital, una de las escasas vertientes características de nuestra época que no encuentra hueco en el nervioso discurrir de Freire, quien, sin embargo, picotea en temas tan variopintos como los nacionalismos, la especialización, los deportes de riesgo, los supermercados culturales, la escasa autoestima española, el malestar de la civilización, la literatura noventayochista o las trampas de la libertad. Asuntos —si no todos, por lo menos bastantes de ellos— tan alejados objetivamente de su camino principal, que da la impresión de que a menudo se pierde el hilo de Ariadna, para decirlo ahora con una cierta pedantería que refleje el tono de estas páginas. Supongo que el ensayista podría replicar que su tratado no hace más que nutrirse de las fuentes heterogéneas que han conformado el género desde Montaigne y en ello habría que concederle parte de razón. En todo caso, como simple lector, me limito a dejar constancia de mis dudas, al tiempo que me prometo a mí mismo aplicarme de aquí en adelante algunas de las enseñanzas que me ha deparado su lectura: ahora mismo, cuando termine este último párrafo, apartaré mi agenda de asuntos pendientes y la perderé de vista como mínimo hasta mañana. Cerraré el ordenador, apagaré el móvil y saldré a la terraza para contemplar el mar en silencio, hasta que llegue la noche. Solo con pensarlo me siento mejor".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 



El historiador Rafael Núñez Florencio



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 22 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Conejos blancos




Dibujo de Quintatinta para El País


Habíamos olvidado que la vida siempre ha estado en peligro, comenta en el A vuelapluma de hoy [Memorias de la fragilidad. El País, 18/6/20] la escritora Irene Vallejo. Hemos vivido la amnesia de los afortunados gracias al progreso de la medicina. Ahora es preciso fortalecer la salud, la investigación y la ciencia. 

"Cuántas veces, antes de nacer, nuestras vidas estuvieron en peligro -comienza diciendo Vallejo-. Los zarpazos de la epidemia han amenazado siempre el fino hilo del futuro. En el pueblo de la infancia de mi abuelo, todas las mujeres embarazadas murieron en los años de la letal gripe española, menos su madre, que misteriosamente sobrevivió durante aquellos meses de terror, y pudo dar a luz. Mis padres eran niños cuando la polio se extendió dejando en sus colegios una estela de pupitres vacíos y huecos en las fotos familiares. Una brizna de mala suerte, y todos sus descendientes habríamos quedado borrados. Nosotros, los vivos, somos victorias frente a la fragilidad.

Muchos habíamos olvidado esa fragilidad, junto con las historias en sepia de nuestros padres y abuelos. La nuestra era la amnesia de los afortunados. El progreso de la medicina ha sido tan prodigioso en unas pocas generaciones que a nosotros una vida larga y sana nos parecía —nos sigue pareciendo— lo habitual. Hemos dejado de asombrarnos ante un éxito que, en esta parte del mundo, se ha disfrazado de normalidad. Casi nadie, a lo largo de la historia, había podido permitirse el lujo de ese olvido nuestro. En La favorita, el cineasta griego Yorgos Lanthimos resume la vulnerabilidad humana en una perturbadora imagen. La protagonista de la historia, la reina Ana de Inglaterra, cuida y acaricia en su dormitorio a 17 conejos blancos, uno por cada hijo que murió antes de llegar a la edad adulta. Si una reina a las puertas del siglo XVIII, protegida por el lujo de su palacio, sus médicos y sus riquezas, criaba esa blanca camada de duelo, no cuesta imaginar cómo serían las existencias más precarias. Fiebres, un parto, una diarrea, una coz de un caballo en el pecho, y un rápido fundido en negro. Así era el mundo de antaño, así es todavía hoy en demasiados lugares.

Nuestros cuerpos están fabricados de materiales delicados; como escribió el poeta griego Píndaro, somos la sombra de un sueño. Una larga esperanza de vida no es un dato de la naturaleza, es un avance inaudito del cuidado. Quienes nos cuidan han conseguido logros más y más extraordinarios durante los últimos siglos; mientras, nosotros nos hemos habituado a los éxitos como a la monotonía de un paisaje conocido. Cuando en 1955 se anunció en Estados Unidos la vacuna contra la poliomielitis, sonaron las campanas, se cerraron las escuelas, dieron día libre en el trabajo, la gente brindaba, acudía a las iglesias, sonreía y abrazaba a los desconocidos. Cuando mis padres eran niños, les daban a leer biografías en viñetas de Louis Pasteur, Marie Curie y otros científicos que revolucionaron las formas de vivir y morir. En los últimos años, otros ídolos atrajeron los aplausos, las miradas se volvieron desatentas, los héroes infantiles se quitaron la bata blanca. Los trabajos del cuidado quedaron en la penumbra de las noticias, del interés y la conversación pública, mientras nos suministraban suculentas y rentables dosis de un falso ideal de dorado individualismo, de fuerza, de victoriosa soledad.

La pandemia ha hecho añicos el espejismo y hemos vuelto a verles las orejas a los conejos blancos de la fragilidad. De pronto, los cuidados han abandonado el sótano de las telarañas y se han convertido en el eje de todas las decisiones. Al parecer, ha sido preciso que todo se trastoque y perdamos la cabeza para volver a pensar sensatamente. Otra vez hemos tomado conciencia del valor de la atención y el conocimiento, colocamos de nuevo nuestra esperanza en los expertos del cuidado. Ojalá no enmudezca la memoria de los balcones.

Esos expertos saben bien que atender a los que sufren nos enfrenta a un constante dilema: cuántos sacrificios asumimos para salvar a los demás. A lo largo de la historia, en las recurrentes epidemias que desde tiempos remotos han acechado a la humanidad, la disyuntiva reaparece una y otra vez, retándonos a conjugar los terrores de los sanos y de los enfermos. Hasta hace relativamente poco tiempo, se solía condenar con tablas clavadas las puertas y las ventanas de las casas donde se detectaba la presencia de contagiados y, en el mejor de los casos, les lanzaban alimentos separando las tejas del tejado. Hubo islas donde se abandonaba a su suerte a los infectados en tiempos de peste; Jack London escribió un fascinante relato sobre la rebelión de un leproso destinado a Molokai, cárcel para enfermos en el paraíso de las islas Hawái. En el pasado no era infrecuente aplicar ese apartheid despiadado. Nosotros, en cambio, hemos optado por confinarnos todos los sanos para proteger a los más vulnerables y, aunque parezca una paradoja, aislados somos más que nunca una comunidad. En ese dilema —trágico— hemos tomado una decisión que contradice la apología de la eficacia y la idolatría del éxito imperante en las últimas décadas. Queremos proteger a los más frágiles, con todas nuestras fuerzas, pagando el alto precio que exigirá el futuro. Hemos apostado sin titubeos por los cuidados.

Hace 25 siglos, Sófocles se preguntó en una tragedia cómo actuar ante el dolor ajeno. No es fácil vivir enfermo, pero tampoco lo es vivir con un enfermo. Filoctetes, que da nombre a la obra, es un combatiente griego en el asedio a la ciudad de Troya. Cierto día, una flecha envenenada le provoca una terrible herida en la pierna. Hartos del insoportable hedor que desprende Filoctetes, de sus gritos y quejas, sus propios compañeros deciden abandonarlo en una isla desierta con su arco mágico, que nunca yerra el tiro, para que pueda alimentarse de la caza. Durante 10 años sobrevive en soledad, oyendo el estruendo de las olas que rugen en los acantilados, sin que nadie lo atienda ni se preocupe por él. Transcurrida esa década, una profecía revela a los griegos que solo podrán ganar la guerra gracias al arco de Filoctetes. Ulises y el hijo de Aquiles se embarcan en busca del hombre al que desahuciaron cuando creyeron que era prescindible. En la isla se hacen patentes las consecuencias del abandono sobre los que lo decidieron y sobre el que lo sufrió. Filoctetes les dirige unas palabras con resonancias actuales: “Atrévete. Sálvame”. Sé osado, arriésgate a cuidar del débil, porque eso te hará más fuerte.

Filoctetes es una tragedia singular porque alberga un final feliz. En esta obra los personajes sufren para llegar a aprender que toda armonía es siempre el resultado de una fuerte tensión. Sófocles creía que es posible reconciliar el miedo y la comprensión, la autoridad y la libertad, la costosa protección al frágil con la solidez moral del futuro, y por eso este texto queda abierto al optimismo. Estas enseñanzas del pasado forman ya parte de nuestra mejor tradición humanista. El futuro, ese país desconocido, necesita fortalecer la salud, la investigación y la ciencia. Sin olvidar esa red tejida de relatos e historias, ideas y reflexiones, imágenes y canciones que nos han transmitido el valor incalculable de la fragilidad, la mejor herencia de nuestros mayores. Esas mismas historias que, en tiempos de encierro, nos han aliviado dialogando con nuestras sombras y sueños. El conocimiento, la ciencia y la cultura son cadenas frágiles, tan frágiles como nosotros mismos. No volvamos a descuidar los cuidados".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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