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lunes, 27 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Triste felicidad





Por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí, comenta en este primer A vuelapluma de la semana [La nueva felicidad y el tango de moda. El País, 24/7/2020] la escritora Nuria Labari.

“Nunca imaginé que en la felicidad hubiera tanta tristeza” -comienza dicendo Labari-. Yo debía de tener unos dieciséis años cuando me topé con esta frase leyendo a Mario Benedetti. La misma edad que tienen ahora las chicas de la playa que llevan el tanga de moda del verano para tomar el sol. Pandillas enteras uniformadas con brasileñas negras y la parte de arriba de otro color como única diferencia entre unas y otras. Pienso en el inmenso trabajo que habrá supuesto para ellas ir a la tienda, seleccionar la prenda, probársela con su mascarilla y con esos plásticos imposibles que llevan las bragas del biquini, mirarse en el espejo bajo la luz vertical del probador… También en las razones por las que han elegido esa prenda y no otra. Hay una visión del mundo detrás de cada uno de esos tangas, una ideología tan exigente como el rigor con que se exponen al sol. Por la tarde, cuando la playa se vacía, algunas de esas chicas salen corriendo al agua como las niñas que aún son mientras que algún chico (o chica) las persigue como las mujeres que están empezando a ser. Entonces recuerdo la frase de Benedetti que leí cuando tenía su edad.

A estas alturas, todos nos hemos dado cuenta de que este verano todo lo que antes nos parecía normal se ha cubierto con un velo de tristeza, todo tiene un sentido nuevo que además nos parece peor. Porque, de alguna manera, todos sentimos que ya no volveremos a ser felices, al menos no de la misma manera. Creo que es porque, hasta ahora, la felicidad la veníamos declinando en futuro, igual que el éxito. Así que era algo que estaba lejos y que estallaba de pronto en instantes de consecución de un logro o de un objetivo. Un momento de gloria que nos impulsaba hasta la siguiente meta. Pero la covid-19 nos ha dejado a todos desnudos, con o sin el tanga puesto, ante el futuro. Porque esta pandemia ha invertido la flecha del tiempo y ahora la felicidad ya no es algo que está por llegar sino aquello que nos pasó sin darnos cuenta. El paradigma ha cambiado: éramos felices y no lo sabíamos, recordamos ahora mientras estrenamos una felicidad que se declina en pasado.

Vivimos una vida sin pandemia y ni siquiera nos enteramos de nuestra fortuna. Fuimos tan libres que nunca imaginamos que pudiéramos vivir encerrados. La pregunta obligatoria es qué hicimos con aquella felicidad, a qué dedicamos nuestra vida y nuestros esfuerzos. “La vida mejor no es la más agradable”, me silba Séneca desde la tumba. Sin duda no supimos vivir la vida mejor. Cuando todo iba bien, nos hicimos expertos en anestesiar todo lo que estaba mal. Y ahora, atravesados por la flecha del tiempo, la felicidad nos parece algo que dejamos atrás y no tenemos ni idea de qué vamos a hacer con la vida que nos queda por delante. Las noticias hablan de primas de riesgo, de paro, de ERTE, de muertes, de Europa, cada vez menos de Siria o del hielo de los glaciares, aunque allí siguen. Y mientras tanto, nosotros intentamos ser felices incluso en el peor verano de nuestras vidas.

Quizás sea hora de recordar que antes de la covid-19, cuando las cosas nos iban mejor y éramos más felices de lo que ahora somos, la felicidad fue también una forma de domesticarnos, de aprobar exámenes, de conseguir trabajo, de ligar. De avanzar hacia lugares a los que no sabíamos si realmente queríamos ir. La ideología de la felicidad flotaba en el aire hasta volverlo asfixiante. Entonces los jóvenes nos parecían siempre más felices que los mayores, por más que lo estuvieran pasando fatal. Porque en la medida en que la felicidad se declinaba en futuro, los niños y los adolescentes se consideraban sin duda los seres más afortunados de la tierra. Y se daba por hecho que a los viejos les quedaba ya poca o ninguna plenitud por descubrir. Esto no se decía, claro, pero se sentía. Y se ha sentido mucho más duro con la gerontofobia de esta pandemia. Por lo demás, no puede haber una ideología más triste que aquella empeñada en que el avance de la propia vida está reñido con la esencia misma de la felicidad. ¿Quién no estaría triste en un mundo así?

A vivir y a morir hay que aprender toda la vida, decían los clásicos. Pero hace mucho que esa asignatura nos la quitaron del programa de estudios y hasta del vital. En su lugar nos dieron un currículo y un smartphone. Las redes sociales usaron tecnología punta para convertir la idea de felicidad en una mentira social monetizable. Y nosotros hicimos el resto. Pero aquí estamos, inaugurando juntos un tiempo nuevo. Porque, por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos (individuos y sociedades) quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

Es hora de asumir que aquella idea de felicidad que hoy añoramos, no nos trajo nada bueno. Nada tan bueno, desde luego. La mayoría de las veces no hizo que encontráramos nuestro sitio en el mundo ni que fuéramos capaces de conquistar el placer sin olvidarnos de todo lo que estaba mal. Y por tanto, en cierto sentido, fue inútil. Me gustaría que mi sociedad, mi ciudad y mi cultura no volvieran a olvidarse de todo lo que está mal. Que la felicidad deje de ser moneda de cambio y el placer un anestésico. Siento cómo empieza a soplar el viento de otra vida por vivir, como en la novela de Theodor Kallifatides. Y me digo que, con un poco de suerte, la felicidad nunca volverá a ser lo que fue".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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martes, 21 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Tristeza y consuelo



Una residencia de ancianos en Madrid. Foto de Biel Aliño


Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos, afirma en el A vuelapluma de hoy [Sin tristeza no hay salida. El País, 10/7/2020] la escritora Nuria Labari.

"Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 2 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Reinos



Una calle de Barcelona. Foto de Albert García


Nuestras son ahora nuestras casas como nuestro es el futuro de nuestro pequeño reino. Es hora de ordenar las lindes de nuestras pequeñas tierras. Porque de ellas está hecho el mundo, afirma en el A vuelapluma de hoy jueves [Presidentes de salón. El País, 27/3/2020] la escritora Nuria Labari. 

"No me considero una ciudadana dócil -comienza escribiendo Labari- y además creo que estoy razonablemente bien informada. Puedo ver la situación en que se encuentra la sanidad madrileña, entender cómo ha llegado hasta donde está y saber que no es (o no solo) por culpa del virus. Igual que puedo valorar algunas de las decisiones que se tomaron al inicio de esta crisis en España, cuando había información suficiente para hacer ciertas cosas y cancelar ciertas otras y se eligió sueño, que diría Jabois.

Sin embargo, sé que no es el momento de la cacerola ni del pataleo. Es el momento de gobernarnos con altura, que diría Rosalía, por citar una fuente políticamente fiable. Y no me refiero a los políticos, sino al microgobierno de todos aquellos ciudadanos que estamos encerrados en nuestras casas y que tenemos tantas decisiones cruciales que tomar por nuestro país.

Entre todos los confinados, somos muchos los que estamos sanos y tenemos, además, ingresos o recursos suficientes para continuar con nuestros pagos básicos e incluso afrontar alguno más. Millones de españoles estamos en esta privilegiada situación y de nuestro Gobierno depende el futuro de muchos. Porque las decisiones de las presidentas y presidentes de cada salón decidirán también el futuro y las secuelas del coronavirus.

Pienso por ejemplo en los recortes que podrían llevarse a cabo en las mejores familias. En todas aquellas donde limpian, cuidan y cocinan empleadas de hogar (los hombres son minoría en este oficio) que no pueden teletrabajar y que a menudo no tienen contrato. Aun cuando lo tuvieran, no tendrán derecho al paro si son despedidas y de su salario dependen familias enteras. ¿Qué vamos a hacer los gobernantes de salón a este respecto? ¿Las dejaremos en su casa para evitar contagios o les haremos acudir al centro de trabajo en metro o autobús? Y en caso de que se queden en casa. ¿Les pagaremos por no trabajar dadas las circunstancias? ¿El mes completo o solo una parte? ¿Durante cuántos meses?

En la misma situación se encuentran muchos de nuestros autónomos cotidianos. Esos que nos dan clases de yoga, zumba, pilates, inglés o violín… ¿Qué hará con ellos nuestro microgobierno? ¿Daremos de baja sus servicios o mantendremos las clases por Skype? No es que las vayamos a aprovechar igual pero quizás tenga un significado diferente, el valor que damos a nuestros maestros cuando las cosas se ponen feas. ¿Y qué haremos respecto de las pymes? ¿Vamos a pedir que nos devuelvan las cuotas la escuela de arte del barrio? ¿Cómo de solidarios serán ahora unos coworkers con otros? Está claro que aquí la última palabra la tiene cada comunidad autónoma familiar.

Aunque existen algunas familias más importantes que otras. Algunas, las más ricas, tienen dinero invertido aquí y allá. Un dinero que de pronto se ve bajar en esa bolsa nerviosa y ciclotímica. ¿Cuál será la decisión de los jefes de Estado que cabecean preocupados en sus chaises longues? ¿Resistirán y confiarán o venderán para no perder más o más deprisa? La mayoría de inversores venden cuando ya han perdido, aunque esos mismos ahorradores no suelen vender cuando han ganado. En todo caso, en cada una de esas posibles ventas, ¿perderá solo cada pequeño inversor o habrá también una pérdida social, una pérdida de confianza, un pequeño paso atrás? Esa cascada.

Mención especial merece el abastecimiento de cada reino. Desde mi ventana puedo ver a los trabajadores de Glovo sentados en los mismos bancos de siempre a la espera de sus pedidos, sin guantes ni mascarillas y a pleno rendimiento. Trabajan porque hay mucho jefe de Estado caprichoso que no está dispuesto a privarse de nada. ¿Debería el Gobierno familiar alentar y sostener este tipo de consumo? ¿O deberíamos exigirnos cierta responsabilidad? Aunque el consumo del que un buen presidente debe preocuparse más en un momento así es el del wifi. Todos sabemos que las telecomunicaciones lo están haciendo bien pero que podrían colapsar. Lo sabemos como otros sabían otras cosas. Nuestra es pues la decisión de mandar o no ese meme.

Por otro lado, en los últimos días, hemos aprendido que los cuidados son más importantes que el dinero en cualquier buen Gobierno. Así que es urgente colgar en el recibidor un decreto ley con medidas urgentes al respecto. Todos tenemos amigos que están demasiado solos, que son demasiado viejos o que tienen demasiado miedo. Y necesitan tiempo y mimo. Dicho en presente: teletiempo y telemimos. Con su botella de vino delante de Skype y todo el rito.

Por no hablar del rito más importante de cualquier sociedad: la despedida ante la muerte. Irse sin ni siquiera un adiós es una despedida que nadie se merece. Por eso, a nosotros nos toca acompañar más que nunca el sentimiento de todos los que han perdido a alguien en estos días. Seamos pues ese espacio de escucha y consuelo. Quizás a nuestro Gobierno le toque dolerse por personas que ni siquiera conoció, pero es una labor de estado.

Estoy segura de que vamos a volver a las calles. Y estoy segura de que volveremos a tomarlas. Serán nuestras y las usaremos para bailar, para saltar y también para protestar. Pero nuestras son ahora nuestras casas como nuestro es el futuro de nuestro pequeño reino. Es hora de ordenar las lindes de nuestras pequeñas tierras. Porque de ellas está hecho el mundo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 27 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Los hijos que Pablo y Santi no tuvieron



Niños sevillanos. Fotografía de Paco Fuentes


Pienso en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales, comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Nuria Labari a cuenta de la polémica levantada por el tema del Pin parental.

"Tengo la sensación de que últimamente no hablamos de otra cosa que de los hijos de Pablo Casado y Santiago Abascal, -comienza diciendo Labari- dos políticos que han confundido el grupo de WhatsApp de padres del cole con la agenda política de sus respectivos partidos. “Mis hijos son míos y no va a venir un socialista o un comunista a decirme cómo educarlos”, sentencia Pablo Casado. Y la expresión se le derrite en la boca, como si se le fuera a caer la baba. “A mis hijos no los va a educar tu secta comunista”, escupe Santi Abascal vía Twitter a Pablo Iglesias. Como si el pin parental fuera el resultado de un ego paterno mal digerido.

Lo que yo me pregunto es cuándo llegará el momento de hablar de todos los niños que no son hijos de Santi Abascal ni de Pablo Casado. Quién defenderá los derechos de todos esos menores en medio de un debate colapsado por el linaje de estos dos sementales. Pienso, por ejemplo, en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual de 12 que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales y necesita conocer su cuerpo y entender su subjetividad. Pienso en el derecho de sus compañeros a respetar la igualdad y celebrar la diferencia.

Me pregunto también quién hablará del niño transgénero que intenta sentirse a gusto en su cuerpo si es que ese niño trans no tiene la suerte de ser hijo de Pablo Casado. Que entonces sí, entonces seguro que Pablo se sacaba de la manga algún programa diseñado para los intereses de “su hijo trans”. Y pienso en todas las niñas, claro está. Porque hasta ahora Pablo y Santi solo han nombrado a sus hijos, a pesar de que también tienen hijas. Pero ellos son los padres y nombran a su prole como quieren y en sus términos, que para eso son suyas. De todas formas, los discursos de Pablo y Santi me recuerdan el derecho de todas las niñas a ser nombradas en femenino. También pienso en el derecho de todas a crecer en un mundo sin violencia ni agresión sexual. En que todas tengan herramientas para identificar la agresión siempre que les roce. Porque en este país, eso ya lo sabemos, les rozará a casi todas y les tocará a muchas. A algunas hasta las matará.

Como madre puedo decir que, cuando te pones a pensar en todos los hijos que no son tuyos la realidad se hace cada vez más grande, el horizonte cada vez más amplio y complejo. A lo mejor por eso he pensado estos días en todos los niños y niñas que fueron violados en escuelas franquistas por curas pederastas. Me he acordado de cuando la ignorancia y el oscurantismo sexual favorecía los abusos sexuales en este país. Y he sentido el peso del silencio de años sobre los hombros de todos esos niños, hoy ya viejos. Son ellos quienes me han llevado a pensar en todos los niños que han sido víctimas de abusos sexuales en España en lo poco que llevamos de 2020. En todos esos niños invisibles que están siendo violados aquí y ahora. Los pienso haciendo su mochila para ir al colegio, poniéndose la bufanda, saltando los charcos. Me pregunto si entienden lo que les ha pasado, si saben ya que ninguna caricia puede ser secreta por mucho que un adulto les haya pedido que no digan nada. Pienso si alguien les ha explicado ya en casa o en el colegio cómo defenderse de algo así. Pienso si saben que pueden (y deben) hablar para salvarse.

Y estoy segura de que Santi y Pablo cambiarían su discurso si estuvieran hablando para todos estos niños, para todos los niños. Pero ellos solo cuidan de su prole. Ellos son machos muy machos y han tenido los mejores hijos. Ellos sienten que con una herencia genética (y fiscal) como la suya, sus hijos lo tienen ya todo hecho. Y solo les queda trabajar para que el sistema los respete y no los estropee.

Los pobres Santi y Pablo no han entendido nada. Porque el hecho cierto es que sus hijos, también los suyos, tienen el derecho a ser educados en igualdad de oportunidades solo por el hecho de haber nacido en España. La educación va justo de eso en nuestro país. Es lo que está por encima de la herencia y del linaje. Es lo que garantiza la igualdad de oportunidades y por tanto lo que sostiene la esencia misma de la democracia. Sin igualdad de oportunidades no hay democracia posible. Por eso la ultraderecha quiere colocar ahí su dichoso pin, justo en la línea de flotación del sistema. Ellos saben que no podemos vivir en democracia si las oportunidades se conceden en el nombre del padre. Y eso es justo lo que a ellos les gustaría. De nosotros dependerá que lo hagan posible".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 4 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Profecía masculina



Manifestación feminista en Madrid. Getty Images


La igualdad que llegará en la próxima década es imparable y será mejor para nosotras y para vosotros, afirma en el A vuelapluma de este sábado la escritora Nuria Labari.

"Está claro -comienza diciendo Labari- que en 2019 termina un año y comienza una época, un tiempo nuevo, el de las mujeres. Y esta nueva era que se avecina está siendo percibida con cierto temor por nuestros compañeros hombres. En los taxis, en las aulas, en las empresas y en los bares se habla de “las feministas”, como si de un colectivo revolucionario que persigue, no la igualdad entre géneros, sino lo peor para los hombres. Se escuchan frases de varones confundidos del tipo: “ya no sabe uno cómo tratarlas” o “ahora hay que andarse con cuidado”.

Es como si la construcción de un nuevo relato de la identidad femenina viniera a arrinconar el relato de muchos hombres. No como si llegara un tiempo más justo y mejor para todo el mundo, sino como si el despegue de una identidad pusiera en riesgo de exclusión a la otra, la hasta ahora hegemónica, la de los hombres. La buena noticia es que los chicos no tienen nada que temer. Porque su viril concepción del mundo sobrevivirá en la nueva era en lo que auguro será una nueva identidad masculina. Y para despedir el año, propongo que juguemos a imaginar cómo sería un mundo así, el que está llamando a las puertas de la década que estrenamos, el mundo que arrinconará de una vez el relato patriarcal.

Si la cosa sigue avanzando como hasta ahora, en 2030 el nuevo relato masculino será ya un hecho cierto y será además minoritario. En los próximos años, aparecerá una nueva narrativa (transversal a todas las artes) que se llamará, por su origen literario, escritura masculina. Este tipo de creación construirá el “nuevo relato masculino” e incluirá cualquier forma de poética o pensamiento nacidos de varón. Entonces veremos a muchos hombres responder en los periódicos, los telediarios y las redes a las preguntas del futuro. Las que tendrán que contestar los niños que están naciendo hoy, hagan lo que hagan y piensen lo que piensen. ¿Se siente usted dentro de la corriente de narrativa masculina emergente? ¿Cuáles son los creadores hombres que más le han influido? ¿Se reconoce dentro de una genealogía masculina? Su último libro tiene tintes biográficos ¿cree usted que el diario es un género propiamente masculino? ¿Cómo explica que muchos más creadores hombres hayan tratado el tema de la guerra que las escritoras? ¿Qué le diría a las mujeres para que se acerquen a las historias escritas o contadas por hombres?

Para entonces, muchos de los creadores que publican o crean hoy (fotografía, música, pintura…) habrán sido extrañamente olvidados. Por suerte, hacia 2050 aparecerán en las ciudades más importantes del mundo las primeras “Librerías de Hombres” donde se rescatarán títulos de autores extrañamente silenciados por el azar o por su género. Por lo demás, estas librerías o pequeños centros culturales le parecerán de lo más normal a todo el mundo, incluso habrá festivales de creadores masculinos y hasta tendrán un día internacional solo para ellos. Será el “Día Mundial del Relato Masculino” y muchos hombres lo celebrarán con hashtags azules, que será el color de la masculinidad. Porque la masculinidad tendrá su propia bandera y ellos se pondrán camisetas y lazos de ese tono en fechas señaladas. Sin embargo, su entusiasmo no conseguirá convertir sus ideas en poder real.

Será entonces cuando empiecen a pedir cuotas masculinas, pero la mayoría de mujeres (incluso algunos hombres) estará en contra. Dirán que el hecho de que las mujeres ocupen los puestos más relevantes económica y políticamente se debe a que son, sin lugar a dudas, mejores que ellos. Y señalarán a los pocos hombres que hayan conseguido cierta relevancia como prueba irrefutable de su tesis.

En un contexto así, los hombres del futuro dedicarán mucho tiempo y esfuerzo a “nombrar lo masculino”, como si no hubiera cosas más importantes de las que ocuparse. Y denunciarán la exclusión del pensamiento masculino del discurso dominante. Los más radicales asegurarán que en los debates más relevantes política y económicamente, siempre habrá más mujeres que hombres. Y que en ellos, además, la temática masculina queda excluida o relegada una y otra vez. En estos foros se tratarán temas como el cuerpo, la intuición, la pedagogía, los derechos de la tierra, el consuelo, la frontera, la clínica reproductiva, la integración, la subjetividad… Los temas que marcarán la agenda política mundial, en definitiva. Al otro lado, quedarán los temas típicamente masculinos, como la productividad, la competitividad, el progreso, el matrimonio y toda suerte de tesis biologicistas. Como si, en el futuro, las mujeres pensaran para la humanidad y los hombres solo para sus colegas del futbol o el gimnasio.

Evidentemente, esta línea no guardará relación alguna con la calidad de las obras o las ideas producidas por los hombres pero será en todo caso infranqueable. La buena noticia es que nacerán nuevos héroes. Como el ganador del Nobel de Literatura del año 2045 con un relato propiamente masculino. Pero incluso él tendrá que responder en su momento a las preguntas de rigor. ¿Cree que con este galardón ayuda a visibilizar la narrativa masculina?

Vale. Ya paro, no tengan miedo. Nada de esto va a pasar. Este texto es solo un juego. La igualdad que llegará en la próxima década es imparable y será mejor para nosotras y para vosotros. Feliz año nuevo".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 3 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Miedo de vivir



Fotograma de la película "Years and years"


En el actual estado de decepción mundial, tememos tanto lo malo que nos puede pasar, que salimos corriendo hacia ello. Y es porque tenemos miedo de vivir, comenta la escritora Nuria Labari. 

"La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”, comienza diciendo Labari. Les pareceré una frívola, pero no puedo dejar de experimentar una pequeña liberación íntima cuando escribo esta frase. No se asusten, no es mía. Es la provocación con que arranca la serie Years and Years, una de las últimas delicias de HBO. Quien habla así es la política populista Vivienne Rook, interpretada por Emma Thompson en una distopía sobre el futuro político de Europa, donde todo lo malo que nos puede pasar, nos pasa. Les adelanto que España tiene un papel fundamental.

¿Soy rara? ¿Votaré próximamente a un partido populista? ¿O es que hay algo realmente liberador en afirmar que Israel y Palestina me comen el coño? Otra vez. Es decirlo y me sonrío. Aunque creo que no por la provocación. Sospecho que lo más eficaz en la frase no son Israel ni Palestina. Ni siquiera la palabra coño. Lo que funciona es el sentido. Porque esta frase dice que puedo mandar a la mierda cualquier asunto social y político, por importante que sea, simplemente por el hecho de ser demasiado general, demasiado abstracto o suceder demasiado lejos.

Y yo claro, me vengo arriba. Porque no son solo Israel y Palestina. Es que tengo la sensación de que me paso la vida preocupada por asuntos que están demasiado lejos, que no logro entender del todo y sobre los que no tengo ninguna experiencia concreta. Aparte del conflicto árabe-israelí están también el cambio climático, el cáncer, el tipo de interés variable, los meteoritos, la extinción de especies, el big data, la alteración democrática vía Facebook, los robots inteligentes… y muchos otros asuntos igual de generales, abstractos y lejanos. ¿De verdad puedo mandarlos todos a la mierda? El populismo lo tiene claro, la respuesta correcta es sí. Y esto, quieras que no, la gente como yo lo agradece.

Porque ¿saben qué nos pasa a la gente como yo? A los que pensamos el mundo así, en general. A todos los que sabemos más sobre el cambio climático que sobre los niños que pasan hambre a siete paradas de metro de nuestro piso con hipoteca variable. ¿Quieren saber lo que nos pasa? Pues nos pasa que tenemos miedo. Muchísimo miedo. Miedo de vivir, así en general.

A veces estoy en mi cama y noto cómo me cubre un finísimo velo de terror blanco, de miedo a todo lo que no puedo evitar y me amenaza a mí y a los míos. Miedo también a todo lo que amenaza al planeta, ni siquiera a mi ciudad, ni siquiera a mi país, ni siquiera a Europa, ni siquiera al mundo entero. Miedo en general de todo cuanto está lejos y es inmenso y es inevitable. Miedo incluso de hacer el amor, porque el miedo al contagio debe ir por delante del deseo. Un terror tan universal como la mismísima cadena Starbucks. Y justo ahí, justo en ese temor y en esa desconexión con la realidad es donde golpea la frase. “La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”. Y digo yo, gracias señora populista, que pena que exista usted solo en la ficción.

Lo malo es que la gente como yo es la que va arruinarlo todo. Somos los futuros votantes de Gobiernos populistas que arrasarán con lo poco bueno que hemos construido. Y hay pocas salidas. Porque los políticos al final son personas y se han vuelto tan desconfiados y asustadizos como los demás. Solo los populistas parecen no tener miedo. Miren si no a Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, que también se preocupan mucho por todo lo general. Dos tíos capaces de convertir a su cómplice en adversario por puro acojone. ¿Qué pasa entonces? ¿Estamos condenados al desastre o a la ineficacia más bochornosa? Podría parecer que sí. Aunque siempre queda la salida local y nacionalista, que tampoco tiene miedo, tan sexy y peligrosa como cualquier populismo de tres al cuarto pero dirigida a ciudadanos geográficamente escogidos, así que esta opción no cuenta para la mayoría.

Así pues, llegados a este punto, la única acción política urgente y responsable es dejar de tener miedo. Empezar a vivir con feliz despreocupación porque, además, no sirve absolutamente para nada preocuparnos por lo que no podemos controlar y, encima, empeora las cosas.

Yo aún recuerdo a esa generación que vivió mayo del 68 y que cantaba canciones que mi generación aún tararea, canciones que le encantan a Pablo Iglesias, por cierto. Aquella generación, quizás peor informada, creía de verdad que podía cambiar el mundo y tenía mucho menos miedo. Después, su decepción nos preparó para lo peor. Y en este estado de decepción, que es hoy mundial, tememos tanto todo lo malo que nos puede pasar, que no hacemos otra cosa que correr hacia ello. Por eso, ¿saben qué les digo a todos mis miedos? Que me pueden comer el mismísimo. Pedro y Pablo, si me leéis haced lo mismo. Y ya de paso, levantad vuestro miembro de la mesa.






La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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domingo, 5 de mayo de 2019

[DOMINICAL] Las primeras madres





A todas las madres del mundo
HArendt

El mito (o timo) que cae sobre la idea de maternidad se ha mantenido intacto y medieval, dice Nuria Labari, escritora y periodista, y autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House). El Día de la Madre, comienza escribiendo Nuria Labari, es un buen día para regalar flores, para abrazar, para agradecer, para acompañar, para gastar, para comprar una joya, para ir a comer con la familia. Ese tipo de cosas.

Pero el Día de la Madre debería empezar a ser un espacio político y de lucha, porque muchas de las batallas más importantes por la igualdad y la justicia social nos las vamos a jugar precisamente ahí, en el espacio simbólico que ocupa la maternidad en la sociedad del siglo XXI. Y en el espacio social y político que le demos.

Muchas abuelas dicen que las madres de ahora estamos locas, que creemos que nadie ha tenido hijos antes. Y tienen razón, porque las madres de los 2000 nos sentimos, en muchos sentidos, las primeras madres del mundo. Lo que, desde luego, nos vuelve un poco idiotas. Pero lo cierto es que somos, por ejemplo, las primeras preocupadas en congelar nuestros óvulos porque sabemos que llegaremos tarde, las primeras que fichamos por empresas dispuestas a congelar nuestros óvulos (gratis) como una medida de conciliación laboral, las primeras en tener hijos con los óvulos donados de otras mujeres, las primeras en tener hijos con otras mujeres, las primeras en compartir de forma generalizada la custodia de nuestros hijos con nuestras exparejas.

Nosotras somos esas mujeres que estábamos un día viendo una serie en Netflix con nuestro compañero de piso y amor de la vida, cuando supimos que estábamos embarazados. Las que ganábamos igual que ellos en ese momento, las que habíamos estudiado lo mismo (o un poco más), trabajábamos las mismas horas y salíamos de fiesta juntos cuando nació el bebé. De hecho, nosotras somos las primeras que fuimos iguales que ellos hasta que tuvimos hijos. Porque fue entonces cuando el padre disfrutó de tres o cuatro días de baja de paternidad a modo de puente de la Constitución y nosotras nos quedamos solas en casa, criando y flipando. Menos mal que en eso algunas fuimos primeras y últimas. Porque juntos hemos conquistado esos dos meses de baja para ellos.

Seguimos siendo nosotras quienes nos quedamos más tiempo en casa con nuestros bebés y nos sentimos solas como nunca antes nos habíamos sentido. Muchas veces sin saber dónde van los niños en una ciudad donde ni siquiera crecimos. A menudo, en una ciudad realmente grande donde no hay ni guarderías suficientes para cuidar de nuestros niños, solo bares y asfalto de repente. La de al lado de mi casa recibió 264 solicitudes para 8 plazas cuando nació mi hija mayor.

También somos las primeras en tener hijos rozando los 50 años, incluso habiéndolos cumplido. Y somos también todas las que, por primera vez, habiendo elegido no tener hijos exigimos que no nos toquen la moral con el tema hasta más allá de la menopausia. Somos las primeras que reivindicamos un espacio para la no maternidad tan respetado como el de la no paternidad.

Somos las primeras hembras fértiles que vivimos en una sociedad abiertamente decidida a mercantilizar la maternidad, que ha puesto precio a la idea de ser madre. Un precio que, por lo demás, no todas podemos permitirnos. Pero sobre este asunto apenas hay debate, ni promesas en ningún programa político (por mucho que algunos defiendan las familias como un nuevo amanecer) porque, a fin de cuentas, si cada día tenemos menos hijos es por culpa de las madres perezosas que nos empeñamos en estudiar antes de parir. O sea, que si llegamos tarde a la maternidad, lo normal es que paguemos por ello.

Somos las primeras que asistimos a la regulación del precio que corresponde pagar a otra mujer para que geste los hijos que otras u otros no podemos parir. Y cuando la gestación no tiene precio (así, en plan canadiense), entonces se supone que tendrá un contrato firmado por la gestante, que viene a ser lo mismo. Un contrato que va mucho más allá del útero porque cede los derechos de filiación del nacido (sin consentimiento de la criatura, por supuesto) a otra persona y sin posibilidad de vuelta atrás. Es gracioso, porque la filiación implica derechos tan importantes para los hijos, como una parte legítima de la herencia de sus padres que nadie les puede arrebatar. Pero bueno, esto no tiene importancia mientras los vientres alquilados sean pobres o anónimos.

Muchas cosas han cambiado en torno al espacio que ocupan las madres en la sociedad. Sin embargo, el mito (o timo) que cae sobre la idea de maternidad se ha mantenido intacto y medieval. Nosotras, las madres, tenemos desde el momento en que parimos una capacidad de abnegación y sacrificio individual nunca vistas. A lo mejor por eso los anuncios que invitan a la compra el Día de la Madre dicen cosas como: ella nunca se queja, ella se come el peor filete cada noche, ella es una mártir… Ella es madre.

En fin. Con la que está cayendo, creo que este año no deberíamos conformarnos con una rosa. Pero esto es solo la opinión de una madre.



Mural en la ciudad de Valencia, de Mónica Torres


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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