martes, 2 de abril de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Idiosincrasia del frío. [Publicada el 13/03/2018]











Va para largas décadas que el alumbrado eléctrico acabó con las noches lóbregas. Desde entonces la niebla en los callejones, a la hora de los murciélagos, ya no es lo que era. Hoy día el turista pasea con gafas de sol y bermudas por el cementerio atendiendo a las explicaciones del guía y sacando fotos de sepulturas famosas. Oxidados los candelabros, el Romanticismo apenas asoma anecdótico y ornamental, desvaído en secuencias lacrimosas de películas o en citas de amor al viejo estilo, con una rosa sobre la mesa, en la penumbra del restaurante de postín. La extensa cita anterior es el comienzo de un interesante artículo publicado por el escritor Fernando Aramburu hace unas semanas en El Mundo sobre la idiosincrasia de los habitantes del norte europeo.
Hoy hay que traer extraterrestres para asustar a los críos porque aquí ya está todo iluminado y, como dejó escrito José Agustín Goytisolo, las brujas son hermosas; los piratas, honrados, y al lobito bueno lo maltratan los corderos (y las corderas), continúa diciendo. A la vuelta de cualquier esquina, uno se encuentra con versiones de Jauja popularmente llamadas supermercados. Ya no es necesario atravesar el océano en naves inseguras para conocer el sabor de la maracuyá. Internet ha convertido el planeta en un vecindario. Imre Kertész afirma en un apunte de 1995 que, debido a los medios de comunicación, el mundo actual lo habita una sola familia. Es cierto. Conjeturo que mis abuelos no vieron jamás un chino en persona. Cualquiera de nosotros se cruza con unos cuantos a diario sin salir de los límites de su barrio.
Los tiempos cambian con tanta rapidez que parecen quietos. Ocurre como con las hélices. Rebasada cierta velocidad de rotación, las aspas crean en las retinas la ilusión de una mancha inmóvil. Se diría que la hélice veloz se disuelve en el aire. Velázquez representó este efecto con maestría de pintor genial en la rueca de Las Hilanderas. Puede que, a pesar de los avances tecnológicos, los seres humanos, vistos de cerca, no hayan perdido un ápice de su simplicidad proverbial (o sigan siendo tan burros, que diría Cela); pero la trama de sus relaciones sociales guarda cada vez menos similitudes con los modos de convivencia de sus antepasados, gente que ignoró el papel higiénico, el correo electrónico o los radares de carretera. Algo queda, no obstante, de las circunstancias de antaño que repercute en cada uno de nosotros, moldeando nuestro carácter y determinando nuestros hábitos como lo hacían con las generaciones que nos precedieron. Incluyo en dichas circunstancias las condiciones climáticas, las reservas acuíferas, la necesidad de bebida y alimento o a la duración de los días y las noches.
No he olvidado que, hace unas décadas, los comercios de Alemania cerraban a las seis de la tarde; los sábados, mucho antes. En invierno, a la hora habitual de la merienda para los sureños, ya era noche cerrada y la luz macilenta de las farolas se reflejaba tristemente en la nieve pisoteada de las aceras. No bien echadas las persianas, las calles se vaciaban como si estuviera prohibido deambular por ellas. Quedaba algún que otro latino engañado por la esperanza de hallar sucedáneos de la vitalidad social de su tierra. Los latinos que buscan compañía, conversación y baile en el anochecer gélido del norte de Europa equivalen a los guiris nórdicos que se tuestan en las playas del Sur al sol de las dos de la tarde. No es que hagan lo mismo; pero inspiran en la población nativa la misma misericordia sonriente y parecidos chistes.
El frío y la noche temprana inducen al recogimiento. Por dicha razón, resulta difícil al forastero integrarse en las sociedades nórdicas. Las relaciones sociales evitan la intemperie. Predominan en consecuencia el club, el esparcimiento a puerta cerrada, las reuniones en locales. La gente se reúne en grupos limitados para jugar a los bolos, practicar el yoga, ejercitarse en el ajedrez o la alfarería. Van a un bar y allí se quedan hasta la hora de recogerse. Al principio, el recién llegado lo tiene difícil. No poca ayuda es tener un hijo inscrito en la guardería o en edad escolar. Los niños son a menudo la llave que abre amistades entre los adultos.
Otra posibilidad de integración es agenciarse un perro. La compañía de una mascota lo convierte a uno de forma instantánea en ciudadano cabal. Se apresura uno a recoger del suelo, en una bolsa de plástico, las cacas del animal y al instante las ventanas, los portales y las cornisas hacen gestos unánimes de aprobación. Cuando llevo a mi perra de paseo, no es raro que los desconocidos me saluden, me sonrían, incluso se paren a dirigirme la palabra. Si voy solo, sé de antemano que ni siquiera mereceré el honor de una mirada.
El nórdico es lento en la efusión. Cinco años de residencia fija me costó recibir el primer abrazo de un lugareño. He visto en Alemania a un hijo dar la mano a su madre a modo de saludo. ¿Son fríos? No exactamente. La Naturaleza les privó de ritmo en la sangre y ellos no lo ignoran. Se resarcen viajando a las costas del Sur. Allí hacen estallar el apocamiento y los horarios, pimplan sin medida, repostan desorden y delirio. Luego regresan a casa, a la legalidad vigente, rojos de sol y de sangría, y creen que el sureño es durante todo el año como ellos cuando se desmadran en los chiringuitos del litoral mediterráneo.
Un instinto ancestral los lleva a ponerse a la defensiva en presencia del extranjero. Ven en él un peligro para la despensa. En todo caso, un portador de problemas, suciedad y enfermedades. Es habitual en sus cuentos tradicionales que las historias partan de una situación de equilibrio social. De pronto, un extraño llega al reino, entra en el bosque, aparece de noche en la aldea, y a continuación se desata la desgracia que sólo se superará por la intervención intrépida de un príncipe local. Lo malo siempre viene de fuera.
A lo largo de la Historia, el nórdico no ha tenido más remedio que ser laborioso. La tierra le escatimaba el fruto fácil. El frío lo empujaba al interior de la cabaña. Su ingenio lo avezó al arte de las conservas. El nórdico es muy de mermeladas, salazón y truchas ahumadas. Acumula leña, ahorra caudales. La necesidad de superar los rigores del clima lo hizo previsor, propenso a inventar máquinas que le facilitaran la supervivencia y le proporcionaran comodidad. Como fuera está oscuro y casca el frío, el nórdico tiene tiempo para la filosofía. Junto a la chimenea, compone música, se entrega a la espiritualidad, concibe el superhombre, urde invasiones, conquistas y cláusulas de contratos. El nórdico es un hombre de interior. Al sureño, en cambio, le tiran la calle, la muchedumbre y la verbena. Un nórdico, en el Sur, gana color, se despliega, disfruta. Los sureños, en el Norte, aprendemos organización y método, y luego, en la noche prematura, tiritamos de nostalgia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Un interesante artículo ...