Visité Portugal por vez primera en octubre de 1970. Había llegado en barco a Algeciras, desde Gran Canaria, junto con mi mujer y nuestra hija Myriam, que aun no había cumplido dos años. En Algeciras nos estaban esperando mis padres que habían venido desde Madrid. Pasamos allí la noche y al día siguiente partimos para Portugal, al que entramos por Rosal de la Frontera. En Lisboa nos alojamos en un pequeño hotel cuyo encargado, español, parecía odiar cordialmente a sus paisanos. Nos encantó la ciudad, aunque la encontramos "decadente". Por las noches, después de cenar, cuando mis padres ya estaban descansando, mi mujer y yo salíamos a pasear por la calles de la ciudad vieja con la niña en su cochecito.
Desde Lisboa, subimos hacia el norte, hasta Oporto. Nos encantaron Nazaré, con sus barcos de pesca sobre la orilla de la playa, y Coímbra, un encanto de ciudad. Oporto, no tanto. Pero lo que más nos impresionó del viaje fue la escena que vimos en Fátima, a la que llegamos un 12 de octubre: decenas y decenas de soldados, con sus uniforme de campaña, recorriendo de rodillas en compañía de esposas, madres e hijas la gran explanada que da acceso a la basílica.
Supusímos que eran soldados que daban gracias a la Virgen por haberles devuelto con vida de la sangrienta guerra que Portugal, la última potencia colonial de Europa, mantenía en sus posesiones africanas. Impresionaba de verdad el espectáculo.
Tres años y medio después, jóvenes oficiales del ejército, con la llamada "Revolución de los Claveles", que se iniciaba un 25 de abril de 1974, ponían fin a aquella anacrónica dictadura y a la guerra y devolvían su libertad a los portugueses. Y hacían que el régimen franquista en España pusiera sus barbas a remojar.
Una canción, "Grândola, Vila Morena", que treinta y siete años después aún hace que se me humedezcan los ojos cuando la escucho, se convirtió en icono de una revolución casi incruenta: la "Revolución de los Claveles". Las prisas de algunos estuvieron a punto de llevarla al traste, pero como la Historia demuestra una y otra vez, las democracias cuando son reales tienen recursos para solventar todas las crisis. La portuguesa lo era y la solventó. Como solventará la que sufre ahora, con su propio esfuerzo y con la ayuda del resto de los europeos. No tengo la menor duda al respecto. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
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