El rostro contemporáneo de la banalidad del mal
ESTHER PEÑAS
01 ABR 2024 - Ethic -harendt.blogspot.com
Pocos conceptos filosóficos han tenido tanta repercusión, han señalado consecuencias tan terribles o han sido empleados de manera tan insistente como el que acuñó Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal. Fue tal la polémica que suscitó al publicarse en 1963 que incluso su autora fue acusada de haber creado, más que una noción del alma humana, un mero eslogan. Así lo pensaba, entre otros, el experto en mística judía y referente del pensamiento israelí Greshom Scholen.
«La indolencia hecha normalidad es el mal. El que muere en la banalidad del mal y cree vivir jamás entendió la dignidad intrínseca de las personas, y ahí reside su esclavitud y peligrosidad: no saben, no quieren saber, hacen sin conciencia, pero con eficacia de autómata», explica el filósofo Álex Tarantino.
Parece un oxímoron: banalidad del mal. En primera instancia, sorprende la expresión, porque pareciera que el mal, esa palabra monosilábica cargada de una fuerza tectónica, pudiese ser cualquier cosa excepto banal. Banal es un galicismo de la Edad Media que alude a la posesión del señor feudal. Una tierra, un lavadero o un pajar podían ser banales. «La palabra comparte raíz con «bando», que no es lo poseído sino lo proclamado por dicho señor. Por eso los bandos recuerdan las obligaciones de los vecinos… ¡Triste manera de relacionarse con el mundo esa fórmula de ordeno y mando!», comenta el filósofo Jorge Freire.
Arendt, que asistió como corresponsal de la revista The New Yorker al juicio de Eichmann, uno de los principales burócratas del régimen nazi, responsable directo de «la solución final», advirtió que no presentaba el perfil de un psicópata, sino de una personalidad «normal». Así lo certificaron los psicólogos que lo analizaron. Fue una falta de criterio, la falta de pensamiento libre, lo que le impidió siquiera cuestionarse si las órdenes que ejecutaba eran o no justas. Eichmann, como tantos otros, se absolvía de cualquier culpa, arrepentimiento o contrición. No pensar en lo que se hace puede convertirse en una suerte de locura moral tremendamente peligrosa. Cuando se le prestó un ejemplar de Lolita, de Vladimir Nabokov, para que se distrajera en su celda, Eichmann lo devolvió al considerarlo un libro inmoral. «Mi único lenguaje es el burocrático», reiteraba en el juicio. Cumplía órdenes. No le pagaban por pensar. El burócrata, lo explica Arendt, solo conoce una culpa: contravenir las reglas, no cumplir con su deber.
Cuando Arendt -que para mucha gente «no es más que el icono de una mujer que fumaba, la autora de unas cuantas frases y la protagonista de algún episodio biográfico privado», lo cual es «inevitable en los autores verdaderamente importantes», en el decir del filósofo Antonio Valdecantos-, hizo pública su tesis, muchos colegas se indignaron por entender que exculpaba a Eichmann al asegurar que no tenía conciencia de lo que hizo. Porque, ¿puede haber delito sin la conciencia de haberlo cometido? «Lo que estás diciendo es que Eichmann carece de una cualidad humana intrínseca, la capacidad de pensar, de tomar conciencia: la conciencia. Pero, entonces, ¿no es sencillamente un monstruo? Si admites que es malvado de corazón, le estás dejando cierta libertad, y eso nos permite condenarlo», le escribió a Arendt la ensayista Mary McCarthy.
Pero la filósofa recuerda que la capacidad de pensamiento, por tanto, la conciencia, concurre en todos los seres humanos. Es potestad de cada cual ejercerla o no. No hacerlo no nos convierte en inocentes. Así como el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimento, Arendt refuta a Aristóteles cuando describe con palabras lo que cada cual, de algún modo, ya ha experimentado de primera mano: que hay gente mala sin remordimientos. Eichmann, como todos los demás acusados, tuvo la libertad de negarse, de decir no, de no colaborar. Pero no lo hizo. No se trata, explica Arendt, de que en cada uno de nosotros habite un Eichmann latente, pero tampoco se puede decir que Eichmann no está en nadie.
El filósofo y lingüista Noam Chomsky, en su ensayo La guerra de Asia, refiere un caso similar, el de William Calley, el oficial que dirigió la matanza de civiles (más de quinientos) del pueblo vietnamita de My Lai, en 1968. En el juicio argumentó que no había ido a la guerra para usar el sentido común sino para cumplir con el cometido encomendado. Una apatía moral que nos convierte en asesinos, en autómatas, en desalmados. El pensar práctico sustenta la responsabilidad de uno consigo mismo y con los demás.
No ocurrió lo mismo con Claude Eatherly, el piloto norteamericano que conducía el Straight Flush, un avión que participó en los bombardeos de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. Fue recibido como un héroe, pero su sentimiento de culpa lo llevó a cometer distintos delitos para ser juzgado y encarcelado. Necesitaba pagar por lo que hizo, que lo culparan por lo que fuese. Finalmente, enloqueció. La conciencia de lo que había hecho no le permitió vivir como una persona normal.
Arendt descarta en su razonamiento la puerilidad de concluir que el uso del pensamiento garantice distinguir el bien del mal, pero sabe que hacerlo, pensar y actuar con criterio, sí nos libera de asumir cualquier veleidad impuesta, por monstruosa o inofensiva que sea. La vida, ya nos lo enseñó Sócrates, no es moralmente neutra, no puede serlo, siempre está sometida a examen.
Hasta entonces, para la comisión de un delito era requisito indispensable el dolo, la voluntad deliberada de hacer daño, que el sujeto pudiera distinguir el bien del mal. Pero lo que Arendt plantea es algo novedoso de raíz: la responsabilidad no está ligada necesariamente a la intención criminal. Lo que justifica la actitud de Eichmann no fue la maldad ni la locura, sino su desempeño dentro de un sistema establecido basado en el exterminio.
«Uno de los grandes aciertos de Arendt fue mostrar que entre la vida normal y el mal absoluto puede haber solo un pequeño paso. En realidad, si no fuera así, el mal descomunal no existiría. La tesis es sencilla y todo el mundo la entiende, pero, si se toma en serio, puede que impida seguir respirando con tranquilidad», apunta Valdecantos. Asumir una actitud crítica ante la vida no es poca cosa si reparamos en la ambigüedad de muchos criterios por los que se puede atentar contra la vida y la dignidad. Pensar, un proceso en continua actividad y nunca extático, como el tejer y destejer de Penélope, impide adoptar una actitud pasiva, sumisa u obediente hacia lo que digan los demás, venga de donde venga. Es indigno para la condición humana asumir decisiones extremas e indolentes respecto de los otros, como si los otros fueran objetos, cosas, olvidando el principio ético básico de que cualquier ser humano merece respeto.
Eichmann, que fue secuestrado en Argentina por los servicios secretos israelíes, el Mossad, contraviniendo todas las leyes vigentes, fue condenado a la horca. Murió el 1 de junio de 1962. Hannah Arendt respaldó el veredicto.
Arendt fue precursora del fact checking, la verificación de los hechos, hoy tan común ante la proliferación de noticias falsas. Para la filósofa lo espantoso no es la mentira en sí, sino que esta sea creída: «Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia quiere escuchar». Alentar un contenido que no verificamos es, también, banalidad del mal.
Susan Sontag advirtió que la saturación de imágenes a través de los medios de comunicación provocaba una indolencia espeluznante. Ella distingue entre «sujeto espectador», capaz de interpretar aquello que recibe, y «sujeto consumidor de imágenes», que no se detiene a pensar en el significado de lo que presencia. Es necesario que tomemos conciencia de lo que ocurre en el mundo, pero «todo bien es susceptible de convertirse en mal al banalizarse», apunta Freire.
«Seguimos empeñados en que las personas abominables han de parecerse a Orban, Berlusconi, Aznar, Mohamed VI, Rubiales o Trump, a Boris Johnson y Charles Manson, pero son solo toscos epítomes de una corrupción de marca blanca que está más en la neozelandesa Jacinda Ardern, con su radiante sonrisa, que en esa cohorte de hediondos orcos», asegura el filósofo Ignacio Castro. Argumenta también que «su cálculo silencioso, la obediencia estratégica a una agenda, la capacidad de adaptación a cualquier circunstancia que permita mantenerse en el poder, les convierte antropológicamente en mutantes. Es la punta estadística de una banalidad del mal. Su primera corrupción es que hace —digamos— treinta años que no bajan solos a la calle, sin la compañía de un seguro equipo de asistentes y guardaespaldas. Y ante todo, la sordera de la estrategia partidista y la agenda del día. Arendt denuncia la perversión de la democracia por el automatismo normativo, una nueva élite de expertos que nos expropian el más elemental sentido común, la comunidad y la sabiduría que brota de ella».
«Ver, pero hacer como que no se ve, es el lugar de la patología. Como en Un mundo feliz, de Huxley, vivimos en reservas digitales, como creyentes que confían en el paraíso del engaño, del engañado, tan normal, tan normales, en un mal sin flores… Es esta indolencia normalizada por el neoliberalismo capitalista que hemos de pagar para no ser excluidos de lo social. ¿Quién puede ser valiente en el decir? Solo el ser que se abisma y siente vértigo, solo el que comprende lo trascendente del bien, y lo grita, y lo escribe…», concluye Tarantino. Esther Peñas es escritora.
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