Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)
Fue en el número de diciembre de 2005 de mi entrañable Revista de Libros en el que leí un artículo titulado Trilogía de Primo Levi, escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "superventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: Si esto es un hombre (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.
La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los Pensamientos, de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, airada, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, tan directa, fue un estímulo para mí. Lo leí casi de un tirón como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y hacerle a mis hijas de chófer en sus precompras navideñas y de Reyes. Y ahora, una vez leído, tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante.
Si esto es un hombre es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si no hubiera quedado nadie para contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testimonio.
Once años después, el escritor y crítico literario Rafael Narbona, vuelve a traer hasta Revista de Libros, en su blog "Viaje a Siracusa", el recuerdo de los últimos días de Primo Levi.
Primo Levi, dice Narbona, quizás el superviviente más cercano y humano de la Shoah, murió el 11 de abril de 1987. Aparentemente, se suicidó en su domicilio de Turín, arrojándose por el hueco de la escalera. No dejó ninguna nota, pero sabemos que llevaba un tiempo medicándose contra la depresión. No era el primer episodio de estas características. Ya había superado otra crisis con la ayuda de psicofármacos. Se ha barajado la posibilidad de un accidente. Algunos sostienen que se asomó a la barandilla y perdió el equilibrio. Minutos antes, había hablado cordialmente con la portera, que le entregó la correspondencia como cada mañana. Su muerte provocó una enorme conmoción y la necesidad de explicar un final tan trágico. Parecía inaceptable que uno de los principales cronistas de las políticas de exterminio de la Alemania nazi sucumbiera al pesimismo y la tristeza. Se comentó que no pudo superar los recuerdos de sus diez meses de cautiverio en Monowitz, campo subalterno de Auschwitz, que su muerte no era un suicidio, sino un homicidio aplazado, que la desesperación había vencido a la esperanza, que el propósito deshumanizador del Lager había obtenido un triunfo póstumo. Algunos supervivientes se sintieron defraudados, traicionados, definitivamente derrotados.
No suele mencionarse, añade, que la tristeza acompañaba a Primo Levi desde su adolescencia. Bajito, delgado y poco agraciado, no conseguía despertar el interés de las mujeres. Cuando llegó a Auschwitz, había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido una novia o una aventura. Si hubieran acabado sus días entre las alambradas, se habría despedido del mundo sin haber conocido el amor ni el sexo. En Primo Levi o la tragedia de un optimista, Myriam Anissimov ha contado que la idea del suicidio apareció muy pronto en la conciencia de un joven introvertido y torpe en sus relaciones con el otro sexo: «Su timidez con las chicas y su incapacidad para comunicarse con ellas lo atormentaban y lo desesperaban». Durante sus caminatas con Alberto Salmoni, un chico judío de su edad, se sinceró, reconociendo que se había planteado quitarse la vida. Salmoni era alto, atractivo y extrovertido. Su éxito con las mujeres era el polo opuesto al retraimiento de Primo, que ni siquiera se atrevía a insinuarse por miedo al rechazo. Antes de ser deportado, sólo había experimentado la calidez de un cuerpo femenino, cuando una amiga se abrazó a él, asustada por un bombardeo.
Primo Levi, continúa diciendo, sobrevivió al terrible viaje en tren hasta Auschwitz. Se adaptó al Lager, explotando su ingenio para realizar extenuantes trabajos físicos que ponían a prueba su débil resistencia. Más adelante, sus conocimientos de química lo salvaron de la cámara de gas, destino que parecía inevitable en un joven débil, tímido y reservado. La milicia fascista lo había entregado al ejército alemán por su condición de judío, ignorando que pertenecía a un grupo de partisanos, la mayoría estudiantes universitarios cuya voluntad de luchar contrastaba con su inexistente instrucción militar y su abrumador desconocimiento de todo lo relacionado con las armas y la munición. Primo Levi se libró de una ejecución inmediata gracias a que no se descubrió su efímera peripecia como guerrillero. Nunca llegó a combatir y tampoco disfrutó de la oportunidad de amar. Hasta ese momento, sus únicos placeres habían consistido en leer compulsivamente y doctorarse en Química, movido por su deseo de comprender el comportamiento de la materia. A su regreso de Auschwitz, conoció a Lucia Morpurgo y no tardó en enamorarse. Se casaron en 1947, de acuerdo con el rito judío. Primo no creía en Dios, pero quiso complacer a su prometida: «Estaba sumamente agradecido a Lucia por haber aceptado amarlo a él, un exdeportado, un joven tímido e inhibido –escribe Myriam Anissimov–. Su incapacidad para establecer una relación con las chicas que le atraían le resultaba dolorosa, pues sin duda su deseo era tan grande como su inhibición. Era un apasionado de apariencia fría». Apasionado por las mujeres, por los libros, por la química, por su casa de Turín, un edificio del siglo XIX donde pasó toda su existencia. Entre sus pasiones, despunta su amor a la montaña. Sus tempranas experiencias como alpinista le ayudaron a soportar sus fracasos juveniles, la experiencia de la deportación y el áspero ejercicio de la memoria, que percibió como un deber y no como una elección personal: «Cuando se está en una cordada –escribe Levi– se obtienen victorias que duran toda la vida. […] Me parece que sin esta preparación inconsciente para la montaña, mi generación habría vivido la guerra y la Resistencia mucho peor. Y muy posiblemente no habría sobrevivido. Aprendimos de verdad algunas de las virtudes fundamentales: resistir, soportar, no perder la fe, prepararse para el peligro y para lo imprevisto».
Se ha dicho, añade Narbona, que las tendencias depresivas de la adolescencia afloraron de nuevo cuando una madre nonagenaria y gravemente enferma empezó a exigir su presencia a todas horas. Nunca habían dejado de convivir juntos, salvo el tiempo que Primo pasó desde su deportación hasta su accidentado regreso a Turín. Se ha comentado que la negativa de sus hijos a hablar sobre sus penalidades en Auschwitz le causó un profundo malestar, apenas exteriorizado por su invariable discreción. Sin embargo, un mes antes de morir mostró abiertamente sus sentimientos a David Mendel, un cardiólogo inglés: «He caído en un estado de depresión bastante grave. He perdido todo interés por la escritura e incluso por la lectura. Estoy tremendamente abatido y no deseo ver a nadie. Te pregunto como médico qué debo hacer». Mendel le sugirió buscar un psicoterapeuta, pero Levi rechazó la idea, pues no confiaba en la psicología. Una operación de próstata empeoró su estado de ánimo. Cada vez le resultaba más penoso enfrentarse al papel en blanco. En una entrevista con Roberto Di Caro que se publicó póstumamente en L’Espresso confesó que su actividad como escritor quizás había llegado a su fin: «Tengo la impresión de haber agotado mi reserva de cosas que decir, de historias que contar». Admitió que su salud mental se había deteriorado: «La verdad es que vivo una vida neurótica, con vacíos aplastantes entre cada libro». Negó ser una persona estable: «He atravesado largos períodos de desequilibrio, por supuesto ligados a mi experiencia en el campo de exterminio. Además, no sé hacer frente a las dificultades. Y eso, no lo he escrito nunca… En realidad no soy un hombre fuerte». Cuando el periodista elogió su coraje, alegando que había sido capaz de escribir un elocuente y esclarecedor testimonio sobre su estancia en Auschwitz, contestó que se había limitado a poner orden en «un mundo caótico». Durante un paseo por el parque del Valentino, a orillas del Po, su mujer –cada vez más preocupada– le preguntó por qué se encontraba tan desanimado. Primo contestó de una forma misteriosa: «¿Piensas que estoy deprimido por Auschwitz? Creo que no. He sobrevivido, he contado. He testimoniado». Poco antes de su muerte, llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, relatándole su angustia: «No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre sufre cáncer y cada vez que miro su rostro veo el de aquellos hombres que yacían sobre las tablas de los jergones de Auschwitz».
El sábado 11 de abril, sigue diciendo, Lucia salió a hacer la compra. Al regresar, se topó con el cadáver de su marido, aplastado contra el suelo. «¡No! –gimió–. ¡Ha hecho lo que siempre dijo que haría!» Angelo Pezzana, librero de Turín, hizo un comentario que corrobora la exclamación de Lucia: «Primo no se mató a causa de su madre o de Auschwitz: se trataba de algo muy profundo dentro de él». Es imposible determinar si se trató de un suicidio o un accidente, pero alguien ha señalado que Auschwitz ayudó a vivir a Primo Levi, pues le obligó a luchar, recordar, testimoniar. La aparición de las tesis revisionistas que negaban la existencia de cámaras de gas le afectó mucho, pues sintió que no se había equivocado, afirmando que la Shoah no era un fenómeno irrepetible, sino algo que podía reproducirse en determinadas situaciones. El genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en los Balcanes demostraron que su advertencia no era simple catastrofismo. No me atrevo a aventurar ninguna hipótesis sobre la muerte de Primo Levi, pero sí creo que el mejor estímulo para el ser humano es mantenerse despierto, denunciando cualquier signo de barbarie. El prisionero 174517 quizá perdió la esperanza cuando advirtió que no es suficiente regresar a casa, que la vida no concede treguas y que vivir exige estar en tensión permanente, escalando una montaña tras otra, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Primo Levi, dice Narbona, quizás el superviviente más cercano y humano de la Shoah, murió el 11 de abril de 1987. Aparentemente, se suicidó en su domicilio de Turín, arrojándose por el hueco de la escalera. No dejó ninguna nota, pero sabemos que llevaba un tiempo medicándose contra la depresión. No era el primer episodio de estas características. Ya había superado otra crisis con la ayuda de psicofármacos. Se ha barajado la posibilidad de un accidente. Algunos sostienen que se asomó a la barandilla y perdió el equilibrio. Minutos antes, había hablado cordialmente con la portera, que le entregó la correspondencia como cada mañana. Su muerte provocó una enorme conmoción y la necesidad de explicar un final tan trágico. Parecía inaceptable que uno de los principales cronistas de las políticas de exterminio de la Alemania nazi sucumbiera al pesimismo y la tristeza. Se comentó que no pudo superar los recuerdos de sus diez meses de cautiverio en Monowitz, campo subalterno de Auschwitz, que su muerte no era un suicidio, sino un homicidio aplazado, que la desesperación había vencido a la esperanza, que el propósito deshumanizador del Lager había obtenido un triunfo póstumo. Algunos supervivientes se sintieron defraudados, traicionados, definitivamente derrotados.
No suele mencionarse, añade, que la tristeza acompañaba a Primo Levi desde su adolescencia. Bajito, delgado y poco agraciado, no conseguía despertar el interés de las mujeres. Cuando llegó a Auschwitz, había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido una novia o una aventura. Si hubieran acabado sus días entre las alambradas, se habría despedido del mundo sin haber conocido el amor ni el sexo. En Primo Levi o la tragedia de un optimista, Myriam Anissimov ha contado que la idea del suicidio apareció muy pronto en la conciencia de un joven introvertido y torpe en sus relaciones con el otro sexo: «Su timidez con las chicas y su incapacidad para comunicarse con ellas lo atormentaban y lo desesperaban». Durante sus caminatas con Alberto Salmoni, un chico judío de su edad, se sinceró, reconociendo que se había planteado quitarse la vida. Salmoni era alto, atractivo y extrovertido. Su éxito con las mujeres era el polo opuesto al retraimiento de Primo, que ni siquiera se atrevía a insinuarse por miedo al rechazo. Antes de ser deportado, sólo había experimentado la calidez de un cuerpo femenino, cuando una amiga se abrazó a él, asustada por un bombardeo.
Primo Levi, continúa diciendo, sobrevivió al terrible viaje en tren hasta Auschwitz. Se adaptó al Lager, explotando su ingenio para realizar extenuantes trabajos físicos que ponían a prueba su débil resistencia. Más adelante, sus conocimientos de química lo salvaron de la cámara de gas, destino que parecía inevitable en un joven débil, tímido y reservado. La milicia fascista lo había entregado al ejército alemán por su condición de judío, ignorando que pertenecía a un grupo de partisanos, la mayoría estudiantes universitarios cuya voluntad de luchar contrastaba con su inexistente instrucción militar y su abrumador desconocimiento de todo lo relacionado con las armas y la munición. Primo Levi se libró de una ejecución inmediata gracias a que no se descubrió su efímera peripecia como guerrillero. Nunca llegó a combatir y tampoco disfrutó de la oportunidad de amar. Hasta ese momento, sus únicos placeres habían consistido en leer compulsivamente y doctorarse en Química, movido por su deseo de comprender el comportamiento de la materia. A su regreso de Auschwitz, conoció a Lucia Morpurgo y no tardó en enamorarse. Se casaron en 1947, de acuerdo con el rito judío. Primo no creía en Dios, pero quiso complacer a su prometida: «Estaba sumamente agradecido a Lucia por haber aceptado amarlo a él, un exdeportado, un joven tímido e inhibido –escribe Myriam Anissimov–. Su incapacidad para establecer una relación con las chicas que le atraían le resultaba dolorosa, pues sin duda su deseo era tan grande como su inhibición. Era un apasionado de apariencia fría». Apasionado por las mujeres, por los libros, por la química, por su casa de Turín, un edificio del siglo XIX donde pasó toda su existencia. Entre sus pasiones, despunta su amor a la montaña. Sus tempranas experiencias como alpinista le ayudaron a soportar sus fracasos juveniles, la experiencia de la deportación y el áspero ejercicio de la memoria, que percibió como un deber y no como una elección personal: «Cuando se está en una cordada –escribe Levi– se obtienen victorias que duran toda la vida. […] Me parece que sin esta preparación inconsciente para la montaña, mi generación habría vivido la guerra y la Resistencia mucho peor. Y muy posiblemente no habría sobrevivido. Aprendimos de verdad algunas de las virtudes fundamentales: resistir, soportar, no perder la fe, prepararse para el peligro y para lo imprevisto».
Se ha dicho, añade Narbona, que las tendencias depresivas de la adolescencia afloraron de nuevo cuando una madre nonagenaria y gravemente enferma empezó a exigir su presencia a todas horas. Nunca habían dejado de convivir juntos, salvo el tiempo que Primo pasó desde su deportación hasta su accidentado regreso a Turín. Se ha comentado que la negativa de sus hijos a hablar sobre sus penalidades en Auschwitz le causó un profundo malestar, apenas exteriorizado por su invariable discreción. Sin embargo, un mes antes de morir mostró abiertamente sus sentimientos a David Mendel, un cardiólogo inglés: «He caído en un estado de depresión bastante grave. He perdido todo interés por la escritura e incluso por la lectura. Estoy tremendamente abatido y no deseo ver a nadie. Te pregunto como médico qué debo hacer». Mendel le sugirió buscar un psicoterapeuta, pero Levi rechazó la idea, pues no confiaba en la psicología. Una operación de próstata empeoró su estado de ánimo. Cada vez le resultaba más penoso enfrentarse al papel en blanco. En una entrevista con Roberto Di Caro que se publicó póstumamente en L’Espresso confesó que su actividad como escritor quizás había llegado a su fin: «Tengo la impresión de haber agotado mi reserva de cosas que decir, de historias que contar». Admitió que su salud mental se había deteriorado: «La verdad es que vivo una vida neurótica, con vacíos aplastantes entre cada libro». Negó ser una persona estable: «He atravesado largos períodos de desequilibrio, por supuesto ligados a mi experiencia en el campo de exterminio. Además, no sé hacer frente a las dificultades. Y eso, no lo he escrito nunca… En realidad no soy un hombre fuerte». Cuando el periodista elogió su coraje, alegando que había sido capaz de escribir un elocuente y esclarecedor testimonio sobre su estancia en Auschwitz, contestó que se había limitado a poner orden en «un mundo caótico». Durante un paseo por el parque del Valentino, a orillas del Po, su mujer –cada vez más preocupada– le preguntó por qué se encontraba tan desanimado. Primo contestó de una forma misteriosa: «¿Piensas que estoy deprimido por Auschwitz? Creo que no. He sobrevivido, he contado. He testimoniado». Poco antes de su muerte, llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, relatándole su angustia: «No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre sufre cáncer y cada vez que miro su rostro veo el de aquellos hombres que yacían sobre las tablas de los jergones de Auschwitz».
El sábado 11 de abril, sigue diciendo, Lucia salió a hacer la compra. Al regresar, se topó con el cadáver de su marido, aplastado contra el suelo. «¡No! –gimió–. ¡Ha hecho lo que siempre dijo que haría!» Angelo Pezzana, librero de Turín, hizo un comentario que corrobora la exclamación de Lucia: «Primo no se mató a causa de su madre o de Auschwitz: se trataba de algo muy profundo dentro de él». Es imposible determinar si se trató de un suicidio o un accidente, pero alguien ha señalado que Auschwitz ayudó a vivir a Primo Levi, pues le obligó a luchar, recordar, testimoniar. La aparición de las tesis revisionistas que negaban la existencia de cámaras de gas le afectó mucho, pues sintió que no se había equivocado, afirmando que la Shoah no era un fenómeno irrepetible, sino algo que podía reproducirse en determinadas situaciones. El genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en los Balcanes demostraron que su advertencia no era simple catastrofismo. No me atrevo a aventurar ninguna hipótesis sobre la muerte de Primo Levi, pero sí creo que el mejor estímulo para el ser humano es mantenerse despierto, denunciando cualquier signo de barbarie. El prisionero 174517 quizá perdió la esperanza cuando advirtió que no es suficiente regresar a casa, que la vida no concede treguas y que vivir exige estar en tensión permanente, escalando una montaña tras otra, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Muy bueno...
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