Ahora que empieza la temporada de novedades literarias, comenta el escritor catalán Sergi Pàmies, es probable que, en el fragor de la promoción, a los autores les pregunten por qué escriben. Es una pregunta cíclica, dice Pàmies, con una sólida tradición periodística. A partir de esta pregunta, la revista The Paris Review se consolidó, con conversaciones con autores tan conocidos como Vladimir Nabokov o William Faulkner. A menudo los autores esquivaban la curiosidad del entrevistador y acababan hablando más de cómo escribían (a mano, a máquina, tumbados, de pie...) que de por qué. Cambiando el punto de vista, quizá sería bueno preguntarse por qué leemos y, sobre todo, por qué seguimos leyendo cuando la oferta de acceso a la ficción se ha multiplicado tanto. Y una vez hemos adquirido el vicio de leer, ¿cuáles son los estímulos que nos atraen?
En mi caso, hay una corriente principal de curiosidad y de necesidad de alimentar físicamente el vicio –es decir: de conseguir materia prima que pueda transformarse en horas de lectura–. Pero las excusas para comprar un libro u otro son diversas y no siempre racionales. La recomendación es una de las posibles motivaciones. Que alguien con criterio te recomiende un libro no es una apuesta infalible pero sí lo bastante fiable para correr el riesgo. Luego está la elección salvaje, en la que, cual buscador de setas, te mueves por las mesas de novedades alternando contracubiertas, solapas, portadas, fotografías de autor, primeras frases, citas ampulosas de faja y sonoridad de títulos para acabar, o no, con el libro en el cesto. Este tipo de elección tiene más riesgos pero genera subidones a consecuencia de los cuales puedes acabar llevándote el libro porque te gusta la inexpresividad del autor o que tenga un pasado como intrépido sexador de pollos.
Como buscador de libros soy demasiado impaciente y suelo llevarme alguno indigesto, aunque, por suerte, ninguno mortalmente venenoso. Y a veces constato que la motivación para interesarme por un libro es enfermiza. El caso más reciente tiene que ver con una mezcla de envidia y mitomanía. Lisa y llanamente: me gusta Juliette Binoche. Siempre me ha gustado, pero en los últimos años me gusta todavía más. Leí que Binoche había convivido unos años con el argentino Santiago H. Amigorena, escritor, productor, guionista, pintor y actor. También fue el maromo de Julie Gayet, la actriz asediada por los paparazzi cuando se descubrió que tenía una relación con el presidente Hollande. Compré un libro de Amigorena con el furor chafardero de querer saber qué clase de encanto podía tener el hombre capaz de seducir (o ser seducido) a Binoche y Gayet. Elegí la novela 1978, que cuenta la vivencia del hijo adolescente de una familia de argentinos políticos exiliados y su proceso de adaptación al París de finales de los setenta. Lo confieso: deseaba que el libro no me gustara, pero no sólo me gustó sino que me acabó seduciendo. Moraleja: Amigorena ha seducido directamente a Binoche y Gayet y, de un modo indirecto, a un servidor. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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