Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. José Luis Feito, Técnico Comercial y Economista del Estado y exembajador de España en la OCDE, analiza en Revista de Libros el proceso que dio origen a la Revolución Industrial y la formación del capitalismo. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
Sobre la Revolución Industrial y la formación del capitalismo
JOSÉ LUIS FEITO HIGUERUELA
08 ABR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com
Los registros y estudios históricos sobre la evolución de las condiciones de vida de la humanidad desde el paleolítico hasta nuestros días reflejan una secuencia de dos eras radicalmente diferentes. Durante los cien mil o doscientos mil años hasta llegar al entorno de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX la renta per cápita mundial oscila alrededor de un nivel que se mantiene básicamente constante a lo largo de todo ese periodo. En los poco más de doscientos años transcurridos desde entonces, la renta per cápita se dispara, aumentando acumulativamente en términos de miles por ciento hasta alcanzar en la actualidad un nivel 14 veces superior al registrado a comienzos del siglo XIX. No solo se han multiplicado las condiciones materiales de vida del individuo, sino también las condiciones biológicas de la especie. Así, la esperanza de vida (al nacer), que durante todos esos milenios ha oscilado entre 20 y 35 o pocos más años, según las épocas y agrupaciones humanas, se ha triplicado o más que duplicado según las sociedades ¿Qué pasó hace más o menos doscientos años para que esto fuera posible? Lo que ocurrió fue la revolución industrial y la consiguiente cristalización del capitalismo.
Hasta ese momento a finales del XVIII y comienzos del XIX, las condiciones de vida de los seres humanos eran ciertamente diferentes según las sociedades y los tiempos históricos, pero su dinámica era similar en todo tiempo y lugar. Había periodos más o menos dilatados de mejora de las condiciones de vida individuales, impulsados por innovaciones institucionales o tecnológicas, o por el comercio o la expansión de territorios y recursos naturales disponibles. Estas mejoras producían crecimientos de la población, pero terminaban, sin embargo, erosionando y, finalmente, comiéndose los avances de la renta per cápita. Por concentrarnos en épocas relativamente más recientes, desde los asentamientos del neolítico hace unos doce mil años, los avances de la capacidad productiva se traducían en aumentos de la población, que pasó de unos 2,4 millones hacia el año 10.000 a. C. a poco más de 600 millones a comienzos del VIII, manteniéndose prácticamente inalterada la renta per cápita. Esa era la trampa malthusiana en la que la humanidad ha estado atrapada desde la aparición del homo sapiens hasta la cristalización del capitalismo y la revolución industrial acaecida hace poco más de doscientos años. Ciertamente, en Inglaterra y algunos otros países europeos hubo un aumento de la renta per cápita entre 1500 y 1700, de entre el 15 y el 30%, según las fuentes. Pero muchos, Malthus de manera prominente, pensaban que estos aumentos se disiparían con el notable crecimiento de la población que se estaba registrando durante el siglo XVIII
La Revolución Industrial es, sin duda, el fenómeno más relevante de la historia económica y, como tal, ha sido objeto de infinidad de estudios de todo tipo, al menos desde que un historiador económico, Arnold Toynbee (tío del abuelo del historiador generalista del mismo nombre del siglo pasado), acuñara el término en un ensayo publicado póstumamente a finales del XIX. El interés por una comprensión cabal del fenómeno, lejos de amainar, se ha intensificado en los últimos años. Las preguntas que una fructífera teoría de la Revolución Industrial ha de responder son varias: ¿por qué sucedió, ¿cuáles fueron las causas? ¿Por qué ocurrió en el entorno del comienzo del siglo XIX (o del comienzo del XVII, como sostienen algunos autores) y no antes? ¿Por qué en Inglaterra e inmediatamente después en Europa y Estados Unidos y no en Asía, en China o en Japón?
Las respuestas a estas preguntas no tienen solo un mero interés histórico ―como no lo tiene nunca el estudio de la historia―, sino que tienen también una gran relevancia para los problemas económicos de hoy día. Después de todo, si las respuestas son correctas, han de contener las claves del crecimiento autosostenido y las razones por las que unas sociedades han llegado a ser mucho más ricas que otras. En lo que sigue se resumen concisamente las principales teorías propuestas para explicar el fenómeno1.
1. El crecimiento de la productividad. La trascendencia de la revolución industrial no consiste tanto en su impacto contemporáneo sobre los niveles de vida de Inglaterra y otros países donde se propagó, sino en que transformó la dinámica de crecimiento de estas sociedades. De hecho, el crecimiento medio anual de la renta per cápita en la Inglaterra del siglo XVIII fue muy débil y solo se aceleró significativamente a partir de la segunda mitad del XIX. Ahora bien, ese débil crecimiento se produjo a pesar de un notable aumento de la población que, a diferencia de lo acaecido en épocas anteriores, no deprimió acusadamente el nivel de vida de la sociedad. La población inglesa se triplicó en poco más de cien años, pasando de unos seis millones a mediados del siglo XVIII (los niveles máximos alcanzados en el siglo XIV, antes de que la peste exterminara a casi un 40% de los habitantes de la isla) a unos veinte millones hacia 1860. Con todo, entre 1700 y 1820 la renta per cápita aumentó en Inglaterra un 50%, mucho más de lo que lo había hecho en los trescientos años anteriores, y en los siguientes cien años más que se duplicó. Esto implica que las fuerzas transformadoras de la revolución industrial ya estaban operando en el siglo XVIII y, más potentemente, en el XIX, cuando un crecimiento medio anual de la renta per cápita del orden del 1% coexistió con otro excepcional aumento de la población. En fin, con la Revolución Industrial cristalizó el capitalismo y su manifestación más característica: el imparable crecimiento tendencial de las condiciones de vida.
La instalación en una senda de crecimiento tendencial de la renta per cápita se debió a la aceleración del ritmo de avance anual de la productividad y a su persistencia a través de los vaivenes del ciclo económico. Entender la Revolución Industrial, por tanto, exige conocer las causas de este revolucionario comportamiento de la productividad. A tal fin, para que los lectores no economistas puedan seguir mejor los razonamientos, puede ser conveniente introducir algunos rudimentos de economía.
La productividad es una relación entre los inputs utilizados en el proceso productivo y el output de dicho proceso; esto es, entre los servicios de los factores de producción y la renta nacional producida por los mismos. Los economistas usan habitualmente dos conceptos de productividad, entrelazados entre sí, la productividad laboral y la productividad total de los factores de producción (en lo que sigue, PTF).El primero expresa el nivel de renta producido a partir de las horas totales trabajadas; el segundo, el nivel de renta producido por el conjunto de factores productivos utilizados en la producción. Este segundo concepto, la PTF, es un indicador de la eficiencia agregada de la economía; un aumento del mismo significa que se está produciendo más renta por unidad de los diversos factores productivos utilizados. Sus movimientos al alza suelen estar primordialmente causados por las innovaciones y avances tecnológicos incorporados a la producción, pero también por crecimientos del capital humano o por aumentos del tamaño del mercado, ocasionados por la eliminación de trabas al comercio interior o al comercio internacional de bienes y servicios, o bien por mejoras en la asignación de los recursos productivos o en la organización y gestión de las empresas, así como en las facilidades legales o de otro tipo para hacer negocios. Los dos conceptos están entrelazados, de manera que el crecimiento de la productividad laboral se puede expresar básicamente como la suma del crecimiento de la PTF más el crecimiento de los recursos naturales y del monto de capital utilizados en proporción a las horas trabajadas(ponderadas, estas proporciones, por coeficientes que podemos ignorar a los efectos de este artículo). Esto es, la productividad laboral aumenta con las mejoras de la eficiencia del trabajo y de los demás factores con los que se combina en la producción (estas son las mejoras que mediría la PTF) y con el incremento de la cantidad de recursos naturales y de capital por unidad de trabajo aplicadas a la producción. El crecimiento anual de la productividad laboral determina un crecimiento idéntico de la renta per cápita anual si las horas trabajadas crecen anualmente en la misma proporción que la población(y será superior al de la renta per cápita si las horas trabajadas crecen menos que la población). Con estos elementos se puede abordar el enigma del proceso de crecimiento tendencial de la renta per cápita puesto en marcha por la revolución industrial.
La revolución industrial evoca imágenes de minas de carbón, telares, fundiciones, trenes, barcos y otras máquinas a vapor. Actividades, todas ellas, que suponían una ingente formación de capital físico y la consiguiente disponibilidad de ahorro acumulado para llevarlas a cabo. El capital era, sin duda, la categoría económica más conspicua de la época. De ahí proceden los términos capitalismo y capitalistas acuñados por Marx para definir la esencia del fenómeno que se estaba produciendo. Como él, muchos otros pensaron que la acumulación de capital físico por encima del crecimiento del empleo era el principal determinante del avance de la productividad laboral que caracterizó la Revolución Industrial. Pero los sucesivos estudios sobre los cada vez más abundantes datos disponibles, sin embargo, han rechazado contundentemente esta explicación.
Ciertamente, la dotación de capital físico creció por encima del empleo, a pesar de que este último aumentó notablemente, y contribuyó al avance de la productividad, como también lo hizo la explotación más intensiva de los recursos naturales. Pero más del 80% del crecimiento de la productividad laboral se debió al crecimiento de la PTF. Esto significa que el motor de la Revolución Industrial no fue tanto, ni principalmente, la variación cuantitativa del stock de capital o de los recursos naturales aplicados a la producción, sino la mayor calidad del nuevo capital. El origen de la Revolución Industrial, por tanto, reside esencialmente en las ideas, las innovaciones tecnológicas y organizativas que animaron los proyectos empresariales en los que se materializó la formación de capital. La acumulación de capital por sí sola, sin cambios de calidad del mismo, al igual que la utilización más intensiva de los recursos naturales, está sujeta a rendimientos marginales decrecientes, de manera que las sucesivas adiciones generan incrementos del output cada vez menores. Esto es, un crecimiento económico impulsado únicamente por esos factores se iría apagando gradualmente.
Este fue el error, uno de los múltiples errores económicos, de Marx (y de Engels): pensar que la acumulación de capital llevaría a una tasa decreciente del beneficio que terminaría colapsando el capitalismo. Impusieron su ideología de la inevitabilidad del socialismo, la conclusión preconcebida que querían obtener, a los hechos. Por eso, a pesar de que El capital se publicó en 1867, no vieron, no quisieron ver, la transformación de la dinámica de crecimiento que estaba produciendo la Revolución Industrial. No comprendieron que las innovaciones y las transformaciones productivas de su tiempo estaban poniendo en marcha un proceso autosostenido de crecimiento económico, esto es, un crecimiento tendencial persistente de la PTF. Por eso no hubo ni senda decreciente de la tasa de ganancia, ni empobrecimiento creciente de las condiciones de vida del proletariado (sino todo lo contrario), ni, consecuentemente, revolución comunista.
¿Cuáles fueron las causas de este crecimiento tendencial de la PTF y por qué se inició en Inglaterra y no en otros países? Como hemos dicho antes, la PTF puede aumentar por la eliminación de obstáculos al comercio nacional e internacional; Inglaterra abolió trabas mercantilistas y se abrió antes y más que otros países al comercio internacional, tanto por razones geográficas como ideológicas. Asimismo, hubo mejoras sustanciales en la gestión de empresas y la organización de la producción. También hubo mejoras del capital humano. Pero todos estos factores están sujetos, como las adiciones al stock de capital, a rendimientos marginales decrecientes. El comienzo del crecimiento tendencial de la PTF obedeció decisivamente a las continuas mejoras de la calidad del capital físico y del capital intangible, esto es, al avance de los conocimientos y las consiguientes innovaciones tecnológicas que no están sujetas a la ley de rendimientos cada vez menores. Dicho esto, ¿por qué estas innovaciones se produjeron en Inglaterra en aquel momento y no en otros países?2
2. Instituciones, factores económicos y cultura. Por innovaciones tecnológicas que propulsaron el crecimiento de la PTF no debe entenderse únicamente, ni principalmente, los grandes inventos asociados con la Revolución Industrial. Sobre todo en el comienzo de dicha revolución, tan importantes como estos inventos fueron las pequeñas y grandes invenciones desarrolladas por mecánicos e ingenieros, muchas de ellas anónimas, así como las mejoras organizativas de los procesos de producción. Los propulsores del avance tecnológico, por tanto, no fueron solo los conocidos inventores de máquinas revolucionarias o titulares de innovadoras patentes, sino también los desconocidos y mucho más numerosos empresarios, técnicos, artesanos y trabajadores de todo tipo que a través del ingenio, habilidad y experimentación impulsaron la productividad. Una característica común a todos ellos era el deseo de ganar dinero, de mejorar su situación económica mediante esas actividades. Esta posibilidad, la de emprender aventuras empresariales sin cortapisas estatales y poder ganar dinero sin otro límite que los beneficios de sus iniciativas o su mayor o menor contribución a los mismos, es la característica distintiva de la Inglaterra de la Revolución Industrial frente a otras sociedades, como China o Japón o el Imperio otomano. ¿Qué fue lo que lo hizo posible?
2. 1. Instituciones. Un prerrequisito necesario para amparar estos comportamientos es la existencia de instituciones políticas y legales que protejan la propiedad privada de los individuos y no coarten su libertad para conseguirla y usarla como mejor consideren para satisfacer sus objetivos personales, con la salvedad de no atentar contra la libertad de los demás. Este ideario es la esencia básica del liberalismo, una filosofía política antagónica del feudalismo o estatismo hasta entonces vigente en la Europa preindustrial (y en China o Japón), que se abrió paso en Inglaterra con la revuelta de Cromwell en 1640 y alcanzó el poder con la Revolución gloriosade 1688, que coronó al holandés Guillermo de Orange como rey Guillermo III de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
El nuevo rey aprobó la Carta de Derechos que abolió el poder del monarca para suspender las decisiones parlamentarias y para subir impuestos o declarar guerras sin la aprobación del parlamento. Al ser un rey extranjero y depender menos que los monarcas anteriores de la nobleza local, la representación parlamentaria se abrió a un mayor abanico de intereses, en particular a los de la creciente clase empresarial. Además, con la llegada de Guillermo a Inglaterra llegaron también importantes innovaciones financieras holandesas, como la bolsa de valores, el Banco Central y el mercado de bonos para financiar los desfases entre ingresos y gastos públicos. Más importante aún, llegó una cultura de respeto a la burguesía que reforzó los desarrollos locales que se estaban moviendo en esa dirección.
Algunos historiadores han relativizado la importancia de estos cambios institucionales, aduciendo que la protección legal de la propiedad privada en la China de los siglos XV o XVI, por ejemplo, no era menor que la que había en Inglaterra. No onstante, la protección legal es una condición necesaria pero no suficiente para desarrollar todo el potencial de la propiedad privada. Pensar que en la China imperial, o en cualquier otra monarquía o forma de gobierno no parlamentaria, se podía innovar a título individual y retener los beneficios de la actividad sin el permiso o la tutela del poder político es una quimera. Un despropósito aún mayor es pensar que en esos contextos institucionales podría medrar una clase empresarial cuyos intereses, frecuentemente opuestos a los de la nobleza terrateniente, fueran tenidos en cuenta por el legislador. Por no hablar de la imposibilidad de que el emperador hubiera decretado o admitido la implantación de impuestos a la tierra (vale decir, a sí mismo) y la reducción de estos a las instalaciones industriales (hornos), como sucedió durante el mandato de Guillermo III, y en el siglo XIX, con la abolición de los aranceles a las importaciones de cereales.
Otro de los argumentos que cuestionan la importancia de los cambios institucionales consolidados en la Carta de Derechos como detonante de la Revolución Industrial sostiene que dichos cambios eran limitados y que en ella tuvieron mayor relevancia la adopción del sufragio universal y la consolidación de la democracia a finales del siglo XIX. La implantación de instituciones liberales, vale decir, capitalistas, aún con limitaciones del derecho de voto, sin embargo, puede tener efectos muy positivos sobre el crecimiento económico. Así lo prueba el caso de la Constitución de Estados Unidos a finales del siglo XVIII o, más recientemente, los de Singapur y Corea del Sur e, incluso, el de China. La democracia liberal plena, esto es, con sufragio universal, suele ser más la consecuencia que la causa del crecimiento económico3.
2. 2. Factores económicos. Las instituciones liberales son indudablemente una condición necesaria para que surja la innovación aplicada al proceso productivo, pero quedan por explicar los determinantes de la oferta de innovación y de la rentabilidad agregada de la misma. Con un mismo contexto institucional puede haber más o menos innovación, y las innovaciones pueden ser más o menos rentables, esto es, pueden llevar a mayores o menores crecimientos de la productividad.
Durante el desencadenamiento de la Revolución Industrial en Inglaterra se produjo un fuerte aumento tanto de la innovación como de su rentabilidad. Hay dos corrientes teóricas, más complementarias que contrapuestas, que explican por qué esto ocurrió en Inglaterra y no en otros países. La explicación centrada en el lado de la oferta, en el aumento más o menos autónomo de la innovación, la abordaremos en el apartado siguiente porque está relacionada con factores culturales. Según la explicación más estrictamente económica, dado el contexto institucional favorable, en Inglaterra se innovó más porque era más rentable innovar que en otros países, y era más rentable innovar por su dotación de factores y precios relativos en comparación con otros países, especialmente los de la Europa continental. Esta es la hipótesis de Robert Allen4. La Inglaterra preindustrial, en comparación con esos otros países, tenía relativamente más energía y su población estaba más alfabetizada, tenía mayores habilidades numéricas y mayores salarios relativos. Consecuentemente, las innovaciones se dirigieron a utilizar más intensamente la energía y a reducir la utilización del factor trabajo menos cualificado, lo que por definición entrañaba un sustancial avance de la productividad.
Hay otros factores económicos que contribuyeron a fomentar el aumento de la productividad, como el mayor peso del comercio internacional en la economía inglesa y los mercados más amplios que ello suponía para beneficiarse de las ganancias de productividad, o la mayor eficiencia del sistema financiero del país. Es interesante consignar al respecto que, a diferencia de lo que ocurría en otros Estados, en Inglaterra desde el siglo XVI los beneficios del auge del comercio transatlántico recalaron básicamente en agentes privados, que dirigieron parte de las ganancias a financiar las inversiones en las nacientes industrias. En España, por el contrario, la corona ejerció un monopolio sobre este comercio e invirtió los beneficios especialmente en gastos militares y suntuarios. En todo caso, el punto débil de esta teoría es que las ganancias de productividad ocasionadas por esos factores tienden a agotarse: pueden explicar una primera oleada de innovaciones, pero no su continuidad. Por otra parte, desatiende el aspecto de la oferta de innovación y su elevada elasticidad, que se explica porlas expectativas de los innovadores de conseguir beneficios y prestigio gracias a sus iniciativas. Por tanto, estos elementos económicos, por sí solos, no bastan para explicar el crecimiento continuo de la productividad.
2. 3. Cultura. Existe otra corriente que pone el énfasis en los elementos culturales como la causa efectiva de que el salto de la innovación y la consiguiente aceleración del crecimiento de la productividad tuvieran lugar en Inglaterra.
La mayor rentabilidad de la innovación acarrea sin duda un aumento de la oferta de innovación, pero para ello previamente tiene que existir la oferta capaz de expandirse en respuesta a la elevación de la productividad. Según esta corriente, esta oferta, una aleación de conocimientos científicos y empresa privada, se habría configurado por el contexto cultural fraguado en los dos siglos anteriores a la revolución industrial. El concepto de cultura que manejan estos autores, usado habitualmente en las ciencias sociales, es un concepto neutro, sin connotaciones positivas o negativas, y comprende el conjunto de conocimientos, creencias, ideas, valores y preferencias vitales compartidas por, al menos, una parte amplia y significativa de la sociedad. La cultura, así entendida, se transmitiría generacionalmente mediante el aprendizaje, la imitación y otras formas de transmisión social. Es un concepto relativamente fácil de detectar y de comparar entre países, pero difícil de medir cuantitativamente. Por eso, muchos economistas han sido reacios a concederle un papel explícito en sus modelos de crecimiento, limitándose a identificar las variables económicas en las que los elementos culturales surtirían sus efectos. Pero estos modelos han mostrado precisamente que la mayor parte del crecimiento económico es atribuible a factores no económicos. Los análisis de la historia económica, y especialmente la investigación de la Revolución Industrial y los orígenes de la era del crecimiento sostenido, buscan desvelar esa relación entre cultura y variables económicas.
Dentro de esta corriente, cabe destacar la obra de Mokyr y de McCloskey5. Para Mokyr, el origen del progreso tecnológico sostenido radica, fundamentalmente, en un cambio cultural en el ámbito científico acaecido a partir del siglo XV y con especial intensidad en los siglos XVII y XVIII. Este cambio se puede resumir en tres factores:
Primero, la creciente confianza en la capacidad de la ciencia para descubrir el funcionamiento de la naturaleza, del mundo físico. Segundo, la convicción de que la ciencia puede hacer avanzar la tecnología y aplicarse a la producción para mejorar el bienestar de los seres humanos. Tercero, la concepción de la ciencia como una aventura colaborativa y cosmopolita, de forma que se produjo una creciente interconexión de los centros de conocimiento en Europa. Se fue así fraguando una comunidad científica en la que se compartían conocimientos y se competía en la creación de ideas, impulsando todo ello los descubrimientos de nuevas técnicas, instrumentos y métodos para controlar la naturaleza en beneficio del ser humano. La especificidad del conocimiento científico en la Inglaterra preindustrial frente a otros países europeos era su orientación más práctica y más privada, menos dirigida desde arriba y, por lo uno y por lo otro, más involucrada en las actividades empresariales.
Las teorías de Mokyr se han criticado señalando que, prácticamente, la totalidad de los inventos punteros iniciales de la Revolución Industrial en la minería, el textil o el vapor fueron realizados por personas de extracción humilde, poco instruidas y por tanto sin formación científica alguna. Admitiendo esto, Mokyr sostiene que, sin la eclosión de la cultura científica, cultura de crecimiento la denomina, esos avances tecnológicos tempranos se hubieran disipado, como ocurrió en otros tiempos y en otros lugares, sin dar paso a la era de crecimiento tecnológico sostenido.
McCloskey pone el énfasis en otros elementos del espectro cultural, más difusos y difíciles de identificar empíricamente, pero no menos importantes, como son los valores, las costumbres y las ideas políticas o sociales. Para ella, y para otros autores6., el factor decisivo que puso todo en marcha fue la emergencia y gradual consolidación de una cultura, una ética si se prefiere, de respeto a los negocios, al éxito comercial y al empresario. Una causa y consecuencia de esta cultura fue la creciente confianza y las posibilidades también crecientes de los ciudadanos ordinarios para mejorar sus condiciones de vida mediante el ejercicio de lo que McCloskey denomina las virtudes burguesas: la valoración de esfuerzo y la responsabilidad personal, la prudencia, el respeto a los contratos, el respeto al éxito de los demás y la tolerancia de las desigualdades que procedan de dicho éxito, etc. Las revoluciones religiosas de los siglos XV y XVI, la imprenta y el consiguiente auge de la alfabetización, así como el asentamiento en Inglaterra de las instituciones liberales y del liberalismo mencionado anteriormente, desencadenaron el cambio cultural. De los ideales aristocráticos, el engrandecimiento de la monarquía y la gloria militar, se pasó a los ideales burgueses, a poner en el centro de la constitución política la libertad del individuo para procurarse su bienestar. Se pasó de un mundo donde los altos cargos y procuradores juraban fidelidad a la corona a otro en que los reyes, y los altos cargos y procuradores, juraban fidelidad al parlamento, a una constitución que prioriza las libertades civiles. La protección estatal y el aliento ideológico y cultural a la libertad individual permitió que floreciera la creatividad en todas sus dimensiones, incluyendo la de imaginar nuevas empresas, nuevos métodos de producción, nuevos productos. Todo ello, en conjunción con el avance del conocimiento científico, que no fue ajeno a la ampliación de las libertades individuales, propulsó el crecimiento de la productividad. Así fue como en los años de la revolución industrial se creó la matriz del mundo moderno, un sistema de generación endógena e incesante de innovación.
3. ¿Revolución o evolución? Fechar la revolución industrial en un lugar y tiempo histórico determinado, la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII o del XIX, no implica necesariamente que obedeciera exclusivamente a fuerzas desplegadas en el entorno de ese contexto temporal. No implica, esto es, que fuera causada únicamente por una combinación de choques tecnológicos o de otro tipo acontecidos en ese entorno o unas pocas décadas antes. La datación indica meramente un periodo a partir del cual se consolida un proceso ininterrumpido de crecimiento de la renta per cápita. Las innovaciones técnicas e institucionales relativamente cercanas o contemporáneas a la revolución industrial ciertamente tuvieron un impacto muy positivo sobre el avance de la renta per cápita. Ahora bien, como hemos visto en la sección anterior, estas innovaciones no hubieran sido posibles sin otros avances tecnológicos y sin cambios económicos, sociales, científicos, culturales e institucionales acaecidos durante al menos los dos siglos anteriores. La explicación de la Revolución Industrial como la consecuencia de un proceso evolutivo de cambios graduales, con raíces más o menos lejanas, es dominante en los análisis históricos más recientes.
Esa concatenación de cambios se produjo, con especial intensidad, en Inglaterra (y Holanda) y después se fue extendiendo con relativa rapidez a otros países europeos y a los dominios británicos en Norteamerica y Oceanía. La revolución industrial fue un fenómeno inglés y europeo, y no asiático, porque en China o Japón no se produjeron todos los cambios necesarios para hacerla posible, especialmente las transformaciones institucionales y culturales. Pero los historiadores no se han quedado aquí y han seguido interrogando ¿Por qué esos cambios institucionales y culturales se produjeron en Inglaterra y la mayor parte de Europa y no en Asía? Como veremos a continuación, la respuesta a esta pregunta sitúa la maternidad europea de la revolución industrial en un proceso evolutivo aún más dilatado del que contemplaban los autores analizados en la sección anterior.
Según Gregory Clark7, los cambios se produjeron en Inglaterra por la operación de una suerte de selección darwiniana impulsada por variables demográficas. En comparación con otros países, Inglaterra gozó de relativa estabilidad política desde la conquista normanda a finales del siglo XI. Esta relativa estabilidad permitió la acumulación de parcelas significativas de propiedad privada fuera de la aristocracia, como atestigua la evidencia de registros de herencias desvelada por Clark, entre arrendatarios y pequeños propietarios de tierras, así como entre artesanos y comerciantes. La existencia de esta propiedad era prueba del éxito alcanzado por sus poseedores a través de sus habilidades y su esfuerzo personal. El otro conjunto de datos documenta las tasas de fertilidad de esta clase de pequeños o medianos propietarios, mucho mayor que las tasas de fertilidad de la aristocracia ―que además suministraba proporcionalmente más contingentes al ejército que cualquier otra clase― y que las de la población en general. Los ricos, más que los muy ricos, tenían una ventaja reproductiva. La mayoría de los herederos de esta propiedad contaban individualmente con muy poco y tenían que buscarse la vida descendiendo por la escala social, pero en el proceso llevaban consigo los valores burgueses y el espíritu emprendedor que gradualmente fueron permeando la sociedad. Esto no ocurrió en otros países con similares instituciones de protección a la propiedad privada e igualmente dilatados periodos de estabilidad política, por ejemplo, China o Japón, donde las tasas de fertilidad de los estratos relativamente acomodados e ilustrados eran comparativamente muy bajas.
La otra aportación, verdaderamente monumental, al estudio de las causas de la maternidad europea de la Revolución Industrial es la obra de Joseph Henrich8. Para Henrich, el origen último de la cultura y las instituciones que desencadenaron la revolución industrial y abrieron la era de crecimiento y prosperidad se ha de atribuir al éxito de una religión, comparativamente radical en la época cuando surgió y que se difundió rápidamente por Europa: el cristianismo. Aunque las subsume, su conclusión no tiene nada que ver con la hipótesis de Weber sobre el impacto del protestantismo en la formación del capitalismo, ni con las de otros autores que han criticado o complementado la obra de Weber documentando la contribución de la iglesia católica o del cristianismo en general al desarrollo de la civilización occidental9. Todas estas y similares obras ilustran aspectos valiosos de la construcción del mundo moderno, pero no identifican, como teórica y empíricamente lo hace Henrich, la palanca que pone en marcha todo el proceso. Merece la pena detenerse brevemente en exponer su hipótesis.
La palanca que empieza la revolución, lo que diferencia fundamentalmente a Europa de Asía y otras civilizaciones, es lo que Henrich denomina el programa de matrimonio y familia de la iglesia cristiana (MFP, por las siglas inglesas de marriage and family program). Este programa, iniciado en el siglo IV y que consistía básicamente en un conjunto de prohibiciones, tenía como objetivo adecuar las prácticas y la moral sexual a los preceptos de la religión cristiana, pero tuvo múltiples consecuencias no buscadas o ajenas a los fines religiosos. La consecuencia fundamental de la aplicación metódica y sostenida de dicho programa fue primero debilitar y luego abolir por completo la estructura de clanes, tribus o linajes que caracterizaba las sociedades de Europa, una estructura que aún hoy día sigue siendo dominante en muchos países de África y Oriente Medio. Las medidas revolucionarias del programa eran la institución del matrimonio por consentimiento de ambos cónyuges y de la familia nuclear, prohibiéndose la poligamia y el concubinato. Más relevante, si cabe, para la liquidación de la estructura social precristiana fue la prohibición del matrimonio entre parientes, cercanos primero e incluso lejanos después, así como del matrimonio entre o con no cristianos, a no ser que se convirtieran. También fue importante la instauración de la obligación de transmitir post mortem las propiedades mediante testamento personal, decidiendo libremente la distribución del legado. Todo esto, unido a la moral universal del cristianismo – ―si todos los seres humanos (hombres y mujeres) eran iguales a los ojos de Dios, antes o después tendrían que serlo también frente a las leyes humanas―-, trastocó por completo el orden europeo antiguo y configuró la cultura psicológica del mundo avanzado moderno, la cultura que Henrich denomina, por sus siglas en inglés, cultura WEIRD (west, educated, industrialized, rich, democratic). Esta cultura no difiere gran cosa de la cultura de valores y virtudes burguesas que refiere McCloskey (si bien tiene raíces psicológicas más profundas): confianza en el esfuerzo personal, proveer para las necesidades futuras de uno y de los suyos, respeto al éxito de los demás y aceptación de las diferencias de renta que ello conlleva, sentido económico del tiempo, valorar la libertad y la consiguiente responsabilidad para conducir la propia vida, confianza en los extraños para establecer relaciones reguladas por leyes impersonales y acatamiento de estas leyes, convicción o al menos intuición de que, contra lo que dicta el instinto, la vida en sociedad no es un juego de suma cero.
Llevaría más espacio del que podemos dedicarle aquí detallar la mecánica transformadora de todas estas medidas. Baste señalar al respecto que la debilitación y eventual desaparición del clan como marco de socialización entrañaba para el individuo una pérdida de seguridad y, simultáneamente, una ganancia de libertad. Tenía que tomar decisiones por sí mismo que antes tomaban otros por él, encontrar pareja o buscar trabajo, o trabajadores, o clientes o proveedores, expandiendo para ello sus relaciones con miembros de otras comunidades, cristianas en unos casos o paganas en otros. En el proceso, se fue fortaleciendo la confianza con extraños para establecer vínculos regulados por leyes impersonales que permitieron extender los mercados de bienes, de trabajo y de capital. Todo ello acarreó una afirmación de la individualidad frente a lo colectivo y la consiguiente aparición de la idea de que el individuo era portador de derechos que debían ser respetados por el poder político.
Tras siete siglos de aplicación del MFP, surgió la revolución comercial y la eclosión de las ciudades y las universidades en Europa, ciudades y universidades formadas por miembros de familias nucleares y regidas por asambleas participativas cuyas decisiones no estaban dominadas por los intereses de unos clanes u otros. A los diez siglos, vieron la luz la revolución del protestantismo y el renacimiento; y, finalmente, tres siglos después, la Revolución Industrial. Henrich muestra cómo, en los países europeos donde se aplicó antes y más plenamente este programa, Inglaterra y los Países Bajos, el despegue económico empezó antes y fue más intenso y sostenido que en otros países. En amplias zonas del sur de España e Italia el programa no empezó a aplicarse hasta el siglo XV, en Iberoamérica hasta el XVI. Nada de esto ocurrió en China o Japón, dominados por estructuras sociales de linajes patriarcales hasta su abolición por arriba, por la revolución comunista de Mao en el primer caso y por las reformas Meiji en el segundo. En África y Oriente Medio continúa el predominio de estructuras esencialmente tribales y patriarcales.
4. Conclusiones. No se puede hablar tanto de teorías erróneas sobre la Revolución Industrial como de teorías incompletas, de manera que las sucesivas aportaciones ponen de relevancia orígenes causales de fuerzas o comportamientos humanos que no se habían detectado o analizado con suficiente profundidad en las teorías anteriores. Todos los autores considerados en este artículo han contribuido a mejorar la comprensión de la larga y ramificada cadena de causas que desemboca en lo que podemos denominar el big bang de la era del crecimiento que caracteriza el mundo moderno. Inevitablemente, en aras de la originalidad y el reconocimiento académico, cada autor pone el énfasis en (y minusvalora) unos u otros factores. En el conjunto de todos ellos residen las causas de la maternidad europea de la Revolución Industrial y del progreso económico.
El estudio de la Revolución Industrial, de sus causas inmediatas, mediatas y remotas es imprescindible para entender el crecimiento económico en el mundo actual, esto es, para entender por qué unos países crecen más que otros y por qué unos países son más ricos que otros. También para entender el retroceso de países cuyo avance no estaba sostenido en instituciones y culturas suficientemente sólidas o la inutilidad de la ayuda al desarrollo de países que por su cultura e instituciones no la utilizarán para desarrollarse. Sobre todo, permite comprender lo que uno de los autores analizados denomina «la materia negra del crecimiento económico», los factores no estrictamente económicos, que son fundamentales para explicar las claves de la innovación incesante y, por ende, del crecimiento. Estos factores son esenciales para entender por qué las reformas económicas no son suficientes o no son posibles para hacer avanzar sostenidamente la renta per cápita en países cuya estructura de valores y cultura psicológica son antitéticas con el progreso material del conjunto de la sociedad.
Queda por discutir la supervivencia futura de la estructura de valores que nos ha traído hasta aquí, su posible debilitamiento o reafirmación. Pero esa es otra historia, la del futuro. José Luis Feito es Técnico Comercial y Economista del Estado, ha sido embajador de España en la OCDE y director y presidente del Instituto de Estudios Económicos.
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