sábado, 27 de abril de 2024

De Sánchez y el caos

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Con su carta, comenta el escritor Ignacio Peyró en El País, el presidente vuelve a tomar la iniciativa y recoloca las piezas en el tablero, igual que tras las generales de 2023. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Solo Sánchez reina sobre el caos
IGNACIO PEYRÓ
25 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Después de su carta a la ciudadanía, podríamos bromear con que Sánchez sabe hilar como nadie puentes y moscosos, apuntar que tenemos el primer presidente de la historia que se retira de ejercicios espirituales o mostrar, en fin, nuestra envidia por alguien que ha realizado el sueño dorado de la contemporaneidad: renunciar por unos días a nuestra agenda pública y, si me apuran, a la privada también. Pero la ligereza no solo es una rareza entre nosotros; también es un motivo de reproche en tanto implica el frío de la distancia en un momento de duelo a garrotazos. En un momento en que no solo no se nos permite ser árbitros, sino que únicamente podemos ser “observadores comprometidos” —como quería Aron— en la medida en que ese compromiso sea la identificación indubitada con un contendiente. La opinión deja así de ser crítica para ser solo militante y toda voluntad de comprensión o descripción será sospechosa de angelismo. España lleva unos años encadenando una excepcionalidad tras otra y una taquicardia tras otra, pero la gravedad de un momento inédito aconsejaría no encanallar ni encanallarse o, al menos, que los actores institucionales dejen por un momento de tuitear a la yugular. Por supuesto, esto es como exigir la paz en el mundo canturreando Imagine, pero es una inocencia en la que hay que afirmarse: el envenenamiento de la esfera opinativa tiene efectos que estamos acusando ya. Lamentablemente, hay que concluir, con más melancolía que sorpresa, que quizá de lo que se trata es de eso. Y, por lo que hemos visto en estos últimos años, quien reina sobre este caos siempre es Sánchez.
Con la carta a la ciudadanía, Sánchez vuelve a tomar la iniciativa y recoloca las piezas en el tablero al igual que —por buscar los precedentes más cercanos— tras las generales de 2023. La coartada sentimental puede ser verdad o mentira, aunque cuesta creerla en el político que, tras hacer una leyenda de su capacidad de sobrevivir, tiene una piel de incomparable resistencia a la abrasión. Y sería de agradecer que la empatía —pienso en los acosos a Barberá o Arrimadas— nunca vaya por barrios ideológicos. Pero es una coartada muy útil en un momento de áspera pugna electoral con las elecciones catalanas y europeas en semanas. Muchos votantes se verán seducidos por su desacostumbrada dimensión afectiva. Su propio partido correrá, como ya se ha visto, a compactar las filas en torno al presidente para enaltecer su liderazgo. Además, la percepción de un ataque inicuo a su figura —y a su familia— servirá también para que la izquierda de la izquierda, ahora mismo desorientada, se vea tentada a dar su apoyo al bastión más visible en la lucha contra las fuerzas de la reacción. Las propias elecciones catalanas cobran de esta manera una dimensión más nacional y, por tanto, más favorable para él. Y distrae la atención de las investigaciones judiciales —y de las comisiones parlamentarias— para redirigir la sospecha a una oscura alianza entre jueces, medios y partidos. La propia estrategia de zarandeo de la oposición queda desarbolada. Y durante unos días o semanas, el presidente centra toda la conversación pública en sí mismo. Mi vaticinio: no dimitirá, sino que buscará erigirse de nuevo como adalid del progresismo frente a “la derecha y la ultraderecha”. Le ha funcionado hace bien poco. Puede volver a funcionarle ahora: ya sabemos que sobre el caos solo reina Sánchez. Otra cosa es que nos merezcamos este caos. Ignacio Peyró es escritor y director del Instituto Cervantes en Roma.





 






















[ARCHIVO DEL BLOG] De profesión, activista. [Publicada el 18/05/2017]












Según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia un activista es un militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas; una persona que practica la acción directa frente a la pasividad. Tomado el término en su acepción señalada, ni por asomo me considero un activista; y político muchísimo menos, aunque a algunos les pueda parecer lo contrario. Me limito a denunciar en lo que puedo las injusticias del mundo, y sobre todo, la estupidez de que hacen gala orgullosa algunos elementos que se consideran asimismo como pertenecientes a la especie Homo Sapiens (bípedos pensantes). Dentro de un orden, eso sí, pues la violencia, ni siquiera la dialéctica, está dentro de lo que podríamos denominar mi ADN personal. Es lo que hay, y no lo puedo remediar
El compromiso del activismo exige integridad práctica, disposición a asumir costes personales e implicarse por buenas razones. De entrada, debe ejercerse sin invocarse. Algunas virtudes se desbaratan cuanto se ostentan, dice el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero en un reciente artículoLa virtud no hace ruido, dice en él. Algunas virtudes incluso se desbaratan cuando se ostentan. No cabe invocar la modestia sin desmentirse. Con el compromiso sucede algo parecido. El activista entrega sus talentos o su tiempo a una causa. Por amor al arte. Por eso, me desconcertó leer a un firmante de no recuerdo qué manifiesto presentarse como “activista”. Me parecía, además de innecesario por redundante —dada la naturaleza del acto de firmar—, un tanto indecoroso, como si blasonara del “compromiso”, como si flaqueara el arte por el arte. Definitivamente, no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como “activistas”, incluso recibiendo subvenciones por ello.
Desde entonces, sigue diciendo, he seguido la pista al activismo como mérito y, sin descartar sesgos, la cosa ha ido a mayores y peores. He encontrado currículos profesionales y fichas de alumnos en donde “activista” aparecía como ocupación. Incluso hay un concejal de las CUP en mi ayuntamiento que basó en el activismo un currículum oficial subjuntivo. No contaba lo que era, sino lo que podía haber llegado a ser. Algo así como: “yo iba para Nobel pero se interpuso el sistema, me entregué a luchar contra él y me atasqué”.
Como, a mi parecer, el activismo es cosa seria, añade Ovejero, creo que se impone alguna precisión sobre qué es el activismo, el defendible, aunque solo sea para protegerlo de ciertos activistas. Desde luego, el compromiso sin más no lo hace bueno. Los del KKK o los chicos de la gasolina, que tanto apreciaba el PNV, empleaban mucho tiempo en defender de manera miserable sus indecentes causas. El activismo digno de elogio es algo más que actuar de acuerdo con lo que se cree. Los independentistas que, con la tolerancia de las autoridades académicas, intimidan en la UAB a los jóvenes de Societat Civil Catalana, sin duda acompasan su vida con su pensamiento y están, por así decir, a la altura rastrera de sus convicciones rastreras. Son coherentes en un sentido en el que, por ejemplo, no lo es el diputado Espinar en su consumo de refrescos. Pero, ciertamente, no parece que estemos ante conductas valiosas. No basta la integridad práctica.
Algo que impide otorgar mérito a los casos citados, añade, es su bajo coste. Resulta difícil apreciar un comportamiento que cuenta con la complacencia de las autoridades. El coraje resulta prescindible a favor de la corriente. Los activistas mencionados únicamente asumen el coste del tiempo empleado, lo que dejan de ganar por no dedicar esas horas a otras actividades. Su coste de oportunidad. No pocas veces ese coste no existe, porque no tienen nada mejor que hacer o, incluso, es negativo, una inversión en una carrera política. Sobran los ejemplos.
El coste de oportunidad, continúa diciendo, de quien no tiene oficio es cero. Al dedicarse al activismo —o a la política profesional, a estos efectos es lo mismo— solo asumen costes quienes renuncian a ingresos superiores a las nuevas retribuciones. La diferencia, lo que dejan de ingresar, es una medida de las convicciones, del compromiso. Lo que dejan de ingresar o lo que pueden perder, lo que arriesgan. Por cierto, entre nosotros hay activistas insuperables: aquellos conciudadanos —entre ellos, destacadamente, los militantes vascos del PP o del PSOE— que se jugaban la vida por la democracia de todos. Lo apostaban todo.
El olvido del coste de oportunidad, señala más adelante, produce distorsiones cognitivas y valorativas. Por ejemplo, cuando, con precipitación, se elogian los fervores moralistas que tanto se exhibieron en recientes campañas electorales: alcaldes en metro; rebajas de sueldo; renuncias a coches oficiales, etc. Una política gestera que, de facto, suponía una mala asignación del tiempo y, por tanto, del dinero público. Por supuesto, al final, se impusieron las necesidades prácticas y los fervores duraron lo que duraron, contribuyendo en más de una ocasión a saturar con un plus de hipocresía a la imprescindible en las actividades públicas, como sucedió con aquellas autoridades que escondían el coche oficial a dos manzanas del acto al que acudían. Ante la imposibilidad de mantenerse a la altura de exigencias imposibles, la duplicidad moral asoma. Al final, con las mejores intenciones, la nueva política, en su enfático moralismo, recala con frecuencia en la superioridad moral, esa variante del fariseísmo que tanto complica el debate democrático: si uno se siente esencialmente mejor no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura.
Con todo, comenta, si queremos elogiar al activista, no basta ni con la integridad práctica, con que la vida acompañe a las ideas, ni con la disposición a asumir costes. Un terrorista suicida se compromete con lo que piensa y, ciertamente, asume costes. Se necesita algo más: tomarse en serio, comprometerse por buenas razones, no, por ejemplo, por no quedar a la intemperie. En un libro dedicado a reconstruir la idea de intelectual comprometido, me referí a un afán de integridad intelectual que añadir a la integridad práctica, un afán del que carecen el intelectual frívolo o el sectario justiciero. Ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guión. Son reglas comunes a la actividad científica que cobran especial importancia para el intelectual “comprometido”: mientras en la ciencia la desidia propia se corrige con la vigilancia colectiva, en su caso, el quehacer inevitablemente solitario y la naturaleza mudadiza y menos perfilada de los asuntos invitan a las trampas al solitario. Se las ha de imponer a sí mismo. Ha de tomarse en serio.
Por supuesto, señala, no cabe pedir a quien se compromete en una causa lo mismo que a quien opina en papel impreso. Pero sí creo que cabe una exigencia negativa: mientras no se apueste por la integridad intelectual, mejor no invocar la integridad práctica, mejor evitar ese estilo, de camisa vieja, que descalifica a los otros con un “yo estaba en la calle… así que usted mejor se calla”. Sobre todo si la sobreactuación ahora llega desde un cargo público.
De momento, concluye diciendo, me conformaría con que el activismo se ejerciera sin invocarse. Ni golpes en el pecho ni superioridades morales. De otro modo, si el activismo acaba en manos de ciertos activistas de oficio, resignadamente, habrá que coincidir con Pascal en su melancólica reflexión: “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













viernes, 26 de abril de 2024

Del horror del comunismo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. En la entrada de hoy, reseña del libro Tres minutos, de Ismaíl Kadaré, el escritor Marc Casals, la extraña relación entre el escritor Boris Pasternak y Stalin. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Una investigación sobre el horror comunista
MARC CASALS
08 abr 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Tres minutos, de Ismaíl Kadaré. Alianza Editorial, Madrid, 2023
El sábado 23 de junio de 1934, se produjo en Moscú la llamada que ha inspirado a Ismaíl Kadaré su nueva novela, Tres minutos, finalista del Premio Booker Internacional. «Se ha determinado con exactitud el nombre de los dos interlocutores: Iósif Stalin, jefe supremo del Estado más amenazador de la época, y Borís Pasternak, distinguido escritor y a la vez malquisto por ese Estado y por su jefe», nos cuenta el principal autor balcánico vivo. Estos tres minutos de intercambio entre el Kremlin y el apartamento moscovita de Pasternak suscitaron numerosas versiones que, sin embargo, coincidían en lo fundamental: el amo y señor de la URSS había preguntado al escritor su opinión sobre el arresto del poeta Ósip Mandelshtam, quien en un epigrama se había referido despectivamente a él como «el montañés del Kremlin»; Pasternak se había distanciado de su colega caído en desgracia, y Stalin, tras despreciarle por su deslealtad, le había colgado el teléfono. Mandelshtam salió libre en esa ocasión, pero cuatro años más tarde caería víctima de la Gran Purga: fue deportado y murió de fiebre tifoidea en un campo de tránsito hacia el gulag.
Pese al desprecio del dictador, Pasternak sobrevivió al estalinismo ―por Moscú circulaba el rumor de que, cuando le propusieron su arresto, el Líder Supremo respondió: «A ese no le toquéis, que vive en las nubes»―, pero volvió a tener problemas con el régimen soviético en la era Jruschov. Consciente de que, en la URSS, su novela Doctor Zhivago jamás iba a ver la luz del día, Pasternak decidió publicarla en una editorial extranjera, la italiana Feltrinelli, en un auténtico desafío al poder. Al cabo de un año, en 1958, la Academia Sueca le proclamó ganador del premio Nobel de Literatura. Enseguida el régimen emprendió una campaña destinada a que Pasternak renunciase: fue vituperado en todos los medios y censurado por sus compañeros de profesión. Cuando las autoridades le comunicaron que, si asistía a la entrega del premio en Estocolmo, jamás volvería a entrar en la URSS, Pasternak optó por renunciar al Nobel. Luego atravesó un periodo depresivo con ideaciones suicidas y, al cabo de solo dos años, murió de un cáncer de pulmón.
«Fue una corona de terror», afirma el narrador de Tres minutos. «Borís Pasternak expiró, abatido por su premio Nobel. Poco más de medio siglo después de que el premio fuera instituido, el poeta ruso era su primera víctima». La figura de Pasternak siempre ha obsesionado a Kadaré, quien vivió la campaña contra él de bien cerca. Por aquel entonces, el albanés era estudiante del Instituto Gorki de Moscú, adonde acudían jóvenes escritores procedentes de los países en los que se había implantado el socialismo. En su novela autobiográfica El ocaso de los dioses de la estepa, una crítica al realismo socialista y a la mediocridad e hipocresía de sus autores, la figura de Pasternak resulta crucial para la trama. A lo largo del libro, el protagonista encuentra una edición en samizdat de Doctor Zhivago, ve al propio Pasternak cavando la tierra frente a su dacha cerca de Moscú, asiste a la asamblea donde los alumnos del Instituto Gorki se unen a la condena general contra el flamante Nobel e incluso se cruza en la residencia con la hija de su amante, quien, a causa de la situación, tiene los ojos encharcados en lágrimas.
La primera parte de Tres minutos es autoficcional: un escritor que acaba de volver a Albania tras estudiar en el Instituto Gorki termina una novela sobre lo vivido allí, fácilmente identificable como El ocaso de los dioses de la estepa. Sin embargo, el escritor duda sobre si entregar el libro para su publicación por tratarse de un material de riesgo, ya que Albania ha roto relaciones con la URSS y las purgas se multiplican: «Era como mantener un hermoso pájaro, pero muy peligroso, en una jaula». Sigue un relato de las inquietudes del autor por los elementos de la novela que podrían enfurecer al régimen: aparecen escritores espías, se sugiere una identificación del narrador con Pasternak, la Moscú asfixiante del libro podría verse como un trasunto de Tirana… El manuscrito circula por un universo kafkiano, habitado por censores, comités y organismos desconocidos, pero potencialmente letales, ya que si uno de ellos advierte intenciones subversivas en el texto puede ser el fin del autor. Aquí Kadaré reproduce una vez más la atmósfera de la Albania socialista: el individuo no comprende exactamente qué está sucediendo ni por qué, pero tiene la certeza de que nadie está a salvo.
Más adelante, Kadaré procede a desglosar las trece versiones de la llamada de Stalin a Pasternak, «aquellos doscientos segundos fatales en los que el ritmo de la tragedia había hecho que se tropezaran el poeta y el tirano». Entre las versiones que detalla, figuran las dadas por personajes de los círculos íntimos de Pasternak (su esposa, su amante) y Mandelshtam (su viuda, Nadezhda); pero también por autores de estudios dedicados al tema y por literatos como Ana Ajmátova o Isaiah Berlin. Sin embargo, pronto queda claro que el objetivo de Kadaré en estas investigaciones no es tanto arrojar luz sobre el desarrollo de la conversación como reflexionar acerca de la relación entre escritores y dictadores o, por formularlo a su manera, entre «el poeta y el tirano»: «El poeta y el príncipe. La comparación, más exactamente, la antigua rivalidad, vieja como el mundo, se había convertido en una suerte de tormento en el régimen comunista. Se había obviado el calificativo de “príncipe”, sustituyéndolo por “guía” o “dirigente”, pero el paradigma subsistía».
Olga Ivinskaya, amante de Pasternak, dejó escrito en sus memorias: «Creo que, entre Stalin y Pasternak, existe un notable duelo silencioso». Este pulso sordo entre el literato y el autócrata tampoco resultaba ninguna novedad en la historia rusa, y Kadaré explora algunos de sus antecedentes. El más antiguo es el registro que efectuó la policía zarista en el domicilio de Pushkin buscando el manuscrito de su poema Exegi monumentum, en el que compara su obra ―un monumento «no hecho con las manos»― con una columna más alta que la de «Alejandro». Temerosas de que el lector interpretase que la alusión no se refería a Alejandro Magno, sino al zar Alejandro I, las autoridades sustituyeron el nombre del gobernante imperial por el de Napoleón. Ya durante el comunismo, el narrador constata que Lenin, hostil a la literatura ―«¡Abajo los hiperescritores!», reza su consigna más célebre al respecto― mostraba una benevolencia insólita con Gorki y le dejaba pasar toda clase de conductas: «Los errores, los caprichos, las maneras burguesas […], la ofensa que infligía a la Rusia soviética al no regresar a su país. […] Simplemente, cada vez que se le mentaba, la mirada de Lenin se volvía de hielo».
En el caso de Pasternak y Stalin, la timorata reacción del poeta a la llamada ―ya fuese por sorpresa, por cobardía o por cualquier otro motivo― parece haber otorgado la victoria al tirano, como el Estado ruso venció al lograr que Pasternak renunciase al Nobel. Mandelshtam se convirtió en mártir por atacar explícitamente al dictador, pero las ambigüedades de Pasternak forman parte de una historia mucho más común en Europa del Este: «El tránsito de los grandes escritores de la época burguesa a la comunista se vivió dolorosamente en todos los países del campo socialista, tras la Segunda Guerra Mundial. El terror y las cárceles fueron la parte más tangible del cuadro. La otra, la de los dramas interiores, la de las rupturas y concesiones, que continúa sin ser analizada hasta el presente, ha acabado por ser la más incomprensible». Ante esta frase, cualquier conocedor de la biografía de Kadaré no puede evitar pensar en las acusaciones que, desde hace décadas, persiguen al autor por su tacticismo al tratar con el régimen de Enver Hoxha. En la eterna lucha entre poetas y tiranos, Kadaré se habría alejado de la confrontación de Mandelshtam para aproximarse al posibilismo de Pasternak.
El autor albanés se ha defendido de estos reproches alegando que debía calibrar al milímetro tanto lo que escribía como su difusión posterior «para no llamar la atención del monstruo». El tema del enfrentamiento entre el literato y la dictadura ya figuraba en su libro Invitación al taller del escritor, donde Kadaré comparaba a sus críticos con espectadores del circo romano que «contemplando al gladiador aislado, peleando en la arena cubierta de sangre, se dedican a darle lecciones de moral», y sus exigencias con «pedirle a un individuo que, de golpe, se encuentra bregando con una serpiente o un tigre […] que afronte el combate frente a frente». La vulnerabilidad que mostró Pasternak frente a Stalin no resulta ajena ni a Kadaré ni al narrador de Tres minutos, quien fantasea con recibir una llamada idéntica a la que da pie al libro, pero realizada por Hoxha: «Va a hablar con usted el camarada Enver». Este Hoxha imaginado le pregunta su opinión acerca de varios autores albaneses ―algunos encarcelados, otros en libertad― y el narrador vacila en responder. Hasta que el dictador le inquiere sobre sí mismo: «Yo, como todos, pienso escribir sobre la vida…».
Todas estas investigaciones sobre poetas y tiranos vienen envueltas en un halo de misterio, generado según el método particular de Kadaré: el suceso ―aquí la llamada de Stalin a Pasternak― se difumina, en este caso por la acumulación de versiones, hasta que la única certeza parece ser que llegó a producirse, e incluso eso se pone en duda. Kadaré también introduce transiciones bruscas entre algunos pasajes referidos a Pasternak y otros centrados en el narrador autoficcional para plantear, al tiempo que la emborrona, la posibilidad de identificación entre ambos. Todos estos procedimientos destinados a ofuscar la narración responden a la voluntad de recrear la incertidumbre exasperante que reinaba en las sociedades comunistas: «Quizá el principal rasgo de los enigmas del comunismo es precisamente su aparición donde menos se los espera». Sin embargo, el narrador de Tres minutos sugiere que hay una clave de interpretación en la literatura: «El caos campaba por sus respetos. Las palabras resultaban incomprensibles, igual que los pensamientos, por no hablar de los hechos mismos. ¿No comprende nada?, había preguntado un buen día el director Meyerhold medio en broma. Para añadir de inmediato: para llegar a comprender algo lea Macbeth».
En el trasfondo de la novela se halla la impugnación del comunismo, empezando por sus padres político y filosófico: Lenin y Marx. El narrador evoca la implacabilidad de Lenin a la hora de fusilar al zar Nicolás II junto a toda su familia e impulsar el Terror Rojo, pero es en Marx en quien se detiene como supresor de la conciencia moral: «Con solo hojear a Karl Marx se podía comprender sin dificultad que el hombre que había consagrado su vida a derrocar por medio de la violencia el orden establecido no había dedicado ni media página en sus decenas de libros al desasosiego y arrepentimiento que produce el hecho de verter sangre humana […]. Se podría decir que Karl Marx le propone a la humanidad la gran carnicería, pero sin acompañarla, al menos, de esta sencilla recomendación humana: ¡cuidado, no obstante, con el remordimiento de conciencia!». Es el propio Marx quien aplana el camino a los crímenes de Lenin y Stalin, una responsabilidad que Kadaré presenta como no depurada. Cuando un compañero letón del Instituto Gorki le predice que, un día, serán juzgados todos los terrores, el narrador se repite a sí mismo: «Incluso a Marx le llegará la vez».
En la novela, la llamada que hizo Stalin a Pasternak condensa el horror de la época comunista, la misma que el compañero del narrador define como «la más pérfida que jamás haya existido». Incluso afirma que, por el simple hecho de haberla vivido, le embarga el sentimiento de culpa: «Pienso que también tú habrás tenido ese deseo, ¿verdad? El deseo de no sentir tanta vergüenza de esta época puesto que, al fin y al cabo, habíamos pecado por culpa suya». La voluntad de expiación mueve al narrador a escribir sobre aquel tiempo, resumido en tres minutos de conversación entre el poeta y el tirano: «Fue, sí, un contacto de mal agüero, que no debió acontecer y sin embargo sucedió, para desgracia de aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre. Por eso nosotros, que algo sabemos al respecto, debemos dar testimonio de ello, incluso cuando esto resulte improbable […]. Lo mismo que él y aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre habían dado testimonio quizá por él, sin que nadie lo supiera y sin ponerse de parte de nadie. Porque el arte, al contrario que el tirano, no aspira a la piedad. Solo la ofrece». Marc Casals es escritor y traductor especializado en los Balcanes. 

























[ARCHIVO DEL BLOG] Añoranzas. [Publicada el 06/05/2020]









Nuestras libertades son grandes y minúsculas. Y tu hijo tiene razón: no hay nada más extraordinario que las rutinas, comenta en el A vuelapluma de hoy [Habitantes de la extrañeza. El País Semanal, 26/4/2020] la escritora Irene Vallejo. 
Sonríes cada vez que tu hijo de cinco años -comienza diciendo Vallejo- pronuncia esa frase con toda seriedad y gesto rotundo: cuando era pequeño, me divertía. A su avanzada edad, está seguro de haber dejado atrás las aduanas de la infancia y haber llegado a tierra de gigantes. Es mayor. Y con la experiencia de toda una vida —nada menos que un lustro—, ya siente nostalgia. Echa de menos otros tiempos, un ayer nebuloso pero más feliz. No hay duda, somos seres añorantes.
Aferrado a la barandilla del balcón, tu hijo quisiera regresar al territorio perdido de los sencillos acontecimientos cotidianos: tirar piedras al río, vaciar la regadera en el jardín de los abuelos, la algarabía del recreo, la biblioteca de barrio de vuestro amigo Albano. A su lado piensas que, hasta hace pocas semanas, la rutina era solo el engranaje aburrido y repetitivo que la vida nos impone y del que nos gustaría huir para ser más libres. Ahora soñamos con esa monótona libertad. De hecho, la palabra “rutina” es un diminutivo cariñoso de “ruta”. La explicación remonta al lenguaje del campo, a tiempos remotos cuando las rutas —rotas— se desbrozaban cortando la maleza y rompiendo los obstáculos. Después de todo, la palabra contiene ecos aventureros, la imagen de un viajero abriendo caminos en la vegetación impenetrable: el sendero del bosque, el érase una vez de los cuentos. Cuando la realidad nos cierra las calles, descubrimos en las antiguas rutinas el placer extraño de lo conocido.
Ahora permanecer en casa se ha convertido en una tarea insólita, tejida de tantas renuncias que a veces nos sentimos exiliados en el propio hogar. No éramos conscientes de que nuestro mundo de ayer nos gustase tanto. De amar esas pequeñas cosas en las que ni siquiera deteníamos la mirada. Entre prisas y ajetreos, vivíamos distraídos de tantos privilegios conquistados. ¿Reconocemos los mejores tiempos solo cuando quedan atrás? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? Emily Dickinson escribió: “El agua, se aprende de la sed. La tierra, por los océanos atravesados. El arrebato, mediante la angustia. La paz, la cuentan las batallas. El amor, los huecos de la memoria. Por la nieve, los pájaros”.
Si no aprendemos a reconocer la felicidad con facilidad, corremos el riesgo de extrañar lo cotidiano, como el héroe Aquiles. Cuenta la leyenda que Aquiles recibió el don de elegir su futuro: podía optar, rodeado de hijos y nietos, por una vida común y ordinaria que sería devorada por el hambriento olvido. En cambio, si acudía al asedio de Troya, maravillaría a todos con sus hazañas pero moriría en lo mejor de la juventud. Aquiles escogió la muerte gloriosa y su destino se cumplió. En la Odisea, el poema homérico sobre la posguerra, Ulises desciende al reino de los muertos y se reencuentra con su antiguo compañero de batalla. Ulises le dice: “Allá arriba todos honran tu memoria”. Y entonces Aquiles, repentinamente enamorado de la vida, contesta: “Preferiría ser labrador en tierra ajena que ser el soberano de los muertos”. Desde las sombras, el gran Aquiles envidia el transcurrir rutinario de nuestros días.
En épocas de política apocalíptica, algunos discursos encendidos reivindican la grandeza perdida de un pasado heroico, extraña nostalgia de tiempos en que los niños morían de una diarrea, las madres en los partos y las pestes mataban millones. Ahora has aprendido a añorar las pequeñas virtudes de la vida corriente, las asombrosas conquistas cotidianas. Abrimos el grifo y mana agua. Salimos de casa y las aceras están limpias. Si enfermamos, un médico nos atenderá. La algarabía de las escuelas. Los abuelos cuidando a sus nietos en el parque. La primavera abriéndose paso entre los racimos de adolescentes absortos en sus deseos y su vértigo. Quedar para tomar un café sin motivo particular un día cualquiera. Rozar el brazo del desconocido al que adelantas en la prisa de las ocho de la mañana. El bullicio de los sábados, la vida callejera, las multitudes. Nuestras libertades grandes y minúsculas. Tu hijo tiene razón: no hay nada más extraordinario que esas rutinas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 25 de abril de 2024

De los socialistas de antaño

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Celebrar a los antiguos líderes de la izquierda, dice en El País el escritor y académico Antonio Muñoz Molina, es una manera que tiene la derecha de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Socialistas de antaño
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
20 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Ha habido escritores varones eminentes que elogiaban con fervor a mujeres escritoras a condición de que llevaran muertas mucho tiempo (ahora se detecta una tendencia intelectual y varonil parecida pero inversa, que es la de elogiar a mujeres escritoras que sean fotogénicas y no pasen de los 30 años). Los mecanismos del elogio son siempre complicados en España, porque proceden muchas veces más de un cierto cálculo que del entusiasmo o la admiración verdadera. Hay políticos y periodistas de derechas que se permiten, con un aire de grandeza de miras, elogiar a personas de izquierdas, a condición tan solo de que ya hayan vuelto al menos tan de derechas como ellos, y a ser posible además que renieguen de sus anteriores lealtades con la apropiada vehemencia de recién convertidos. Así se viene dando el caso de que la nostalgia por los socialistas de antaño la suelen manifestar personas que jamás los habrían votado cuando estaban en activo. Pasan los años y el enemigo de entonces al que se denostaba y en caso necesario se calumniaba ahora es invocado como un hombre íntegro y un gran estadista, a diferencia de los botarates que han usurpado las nobles siglas de otros tiempos. Como me acuerdo bien de cómo trataron los políticos y los medios de derechas a Felipe González en sus últimos años de gobierno, entre 1993 y 1996, cuando ya no controlaban las ganas de echarlo de cualquier manera del poder, me sorprende ahora la reverencia que muchos de aquellos mismos personajes le muestran. También me sorprende el propio Felipe González, que ha sido siempre un hombre un poco estratosférico, asomado desde las alturas del pedestal histórico en el que se acomodó muy pronto, como quien se acomoda después del retiro en la poltrona anatómica de un consejo de administración.
No tengo nada contra los cambios de opinión, ni de intención de voto, ni de partido. Me gusta la interrogación amable de John Maynard Keynes: “Cuando cambian los hechos, cambian mis opiniones. ¿Y usted, señor, qué hace?”. Cuando era joven yo estaba convencido de que la República Democrática Alemana era democrática, y la Cuba de Fidel Castro no era una dictadura. Ahora mi modelo político es aquella socialdemocracia que en la posguerra de 1945, colaborando con el centroderecha de la democracia cristiana, levantó el Estado del bienestar sobre las ruinas de Europa. Uno de los socialistas más cabales a los que he conocido, Mario Onaindía, había militado en su primera juventud en la banda ETA. Mi abuelo materno, que había sido simpatizante socialista y miembro de la Guardia de Asalto durante la Guerra Civil, se hizo franquista por inercia o distracción con el paso de los años, y porque estaba agradecido por el seguro de enfermedad y la pensión de jubilado que disfrutó en su vejez. Pero en las elecciones de 1977 volvió a votar al Partido Socialista, igual que lo había votado por última vez en las de febrero de 1936. En los primeros ochenta, después de la victoria desmedida de octubre de 1982, muchos antiguos militantes de la extrema izquierda y del Partido Comunista se pasaron a las filas del PSOE, bastantes por el arrimo provechoso al poder, y otros muchos por verdadera convicción, por ganas de contribuir a la transformación del país, igual que habían hecho unos años antes con plena integridad los profesionales de muy variados saberes que participaron en la UCD.
Hay formas pragmáticas de idealismo mucho más útiles para el bien común que los grandes ademanes de pureza ideológica. Y quizás las derivas más estériles y autodestructivas de la izquierda proceden de una obsesión ideológica que tiene mucho de fiebre religiosa y acaba en un activismo de catacumbas, alimentado por la expulsión de los desviados, que suelen ser además los que se muestran desafectos a un mesías de intransigencia egocéntrica.
El conocimiento de primera mano es el mejor antídoto contra la nostalgia. Vi de cerca las actitudes de algunos de aquellos socialistas victoriosos a los que ahora celebra tanto la derecha y encontré en ellos una ebriedad arrogante de poder, una falta de escrúpulos que se justificaba muchas veces por la necesidad de cambiar rápidamente las cosas, venciendo los obstáculos de un aparato administrativo ineficiente y hostil. Pero la prisa, la falta de miramientos, la arrogancia de tener razón, les provocaron una ceguera que no les permitía distinguir a los corruptos, y a veces un cinismo que les llevaba a aceptarlos como un efecto secundario, pequeños gestos confidenciales para premiar la lealtad.
Celebrar a los socialistas de antaño, como a las escritoras muertas, es una manera no muy sutil de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Aquellos sí que eran socialistas. Y lo eran tanto que a la vuelta de los años y en nombre de aquella lejana integridad se han vuelto propagandistas de una bronca derecha que al acogerlos en su seno se felicita a sí misma por una falta de sectarismo de la que sería incapaz esta izquierda de ahora: con mezquindad, con rencor, el Partido Socialista expulsó a Joaquín Leguina, sin más motivo que su ardoroso apoyo electoral a Isabel Díaz Ayuso; con una generosidad que los antiguos correligionarios de Leguina nunca tendrían, el Gobierno regional premia sus muchos méritos con la presidencia del Consejo de la Cámara de Cuentas, en la que el beneficiario confiesa que no sabe lo que tendrá que hacer, sin que esa ignorancia le impida aceptar un sueldo anual de más de 100.000 euros. Que un gobierno tan partidario de la extrema austeridad en el gasto en salud pública y educación pública sea así de generoso con quien al fin y al cabo fue su adversario es un gesto que el quizás todavía socialista de corazón Joaquín Leguina sabrá apreciar. Quizás por eso ha sido tan elegante al expresar su reacción a las críticas que está recibiendo de la izquierda. Dice que se la sudan.
Es fácil que a uno lo exasperen las tonterías de la izquierda. El peligro es que ese hartazgo lo lleve a uno casi insensiblemente a aceptar las tonterías de la derecha. A mí me harta de una gran parte de la izquierda establecida su autocomplacencia, su abandono del espíritu crítico en favor de una ortodoxia que se disfraza de rebeldía, su entrega a los papanatismos lingüísticos y a las jergas de moda de las identidades. A la izquierda más radical me aproxima la conciencia ecologista, pero me aleja de ella irremediablemente su fascinación por los nacionalismos antiespañoles y más todavía su desdén hacia las formalidades de la democracia y su romanticismo de la violencia política y de los caudillos que se declaran antiimperialistas. No entiendo qué tiene que ver la defensa de la igualdad y del medio ambiente o el trato digno hacia los animales con la incapacidad de condenar los crímenes terroristas o el despotismo ruso. Pero miro al otro lado y veo a personas inteligentes a las que tuve aprecio celebrando la fiesta de la matanza de los toros y la épica de la conquista de América, y sumándose a la extrema derecha y a las multinacionales del petróleo en el negacionismo del cambio climático.
Creo que el mayor aprendizaje político de mi vida fue que las libertades personales y la justicia social son inseparables la una de la otra, y las formalidades legales de la democracia la mejor garantía contra la irracionalidad humana y la propensión al despotismo y al servilismo. Como algunos socialistas de antaño que apenas salen en los periódicos y a los que ni reivindica la derecha ni hace caso la izquierda —con algunos de ellos tengo amistad— me gusta pensar que aún es posible una lucidez sin sectarismo, y que la antigua causa progresista aún merece ser defendida. Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española.