martes, 19 de marzo de 2024

De la sociedad abierta y sus nuevos enemigos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Karl Popper advertía, escribe en la revista Ethic el politólogo Manuel Arias Maldonado, de que la sociedad abierta solo puede mantenerse como tal si conserva la estructura de la democracia liberal. Y para ello requiere, justamente, una cultura política capaz de renunciar a las llamadas de la tribu. Sin embargo, hoy en día, la lista de enemigos de la sociedad abierta es larga. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Nuevos enemigos de la sociedad abierta
MANUEL ARIAS MALDONAD
11 MAR 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

Acaso el gran problema de la sociedad abierta consista en que pocos quieren vivir en una sociedad abierta. Es difícil llegar a una conclusión diferente a la vista de la realidad política contemporánea: las democracias liberales sufren el embate de los viejos nacionalismos y del nuevo populismo, mientras se dibujan en el exterior los contornos de una nueva Guerra Fría que esta vez enfrenta a las democracias contra los autoritarismos. Todo ello en un mundo donde, según, el índice de la revista The Economist, apenas el 8% de la población vive en una «democracia plena» y solo un 7% lo hace en «democracias defectuosas»; en total, solo el 15% de la población mundial está constituida por ciudadanos y no por súbditos, que es como el eminente jurista austríaco Hans Kelsen llamaba a quienes carecían de derechos políticos. Para quienes esperábamos algo más del fin de la Historia en su versión finisecular, se trata de un resultado decepcionante; las olas democratizadoras parecen morir hoy en la orilla. Pero así funcionan los ideales: sufren en contacto con la realidad. Máxime cuando son tan exigentes como el que aquí nos ocupa.
¿Y qué es una sociedad abierta? El concepto es de Karl Popper, quien lo presenta en La sociedad abierta y sus enemigos, historia del pensamiento político en dos volúmenes que aparece en 1945. Es el año que conoce la derrota del imperialismo japonés y del totalitarismo nazi; el soviético estaba sin embargo a punto de cerrar su puño de hierro sobre Europa Oriental y los comunistas chinos no tardarían en llegar al poder. Aunque el historiador Samuel Moyn incluye a Popper entre los representantes del «liberalismo de la Guerra Fría» en su reciente Liberalism Against Itself, en compañía de Judith Shklar o Isaiah Berlin, el pensador vienés se adelanta a la contienda entre los bloques liberal y comunista; su genealogía del pensamiento totalitario –distinta a la que Hannah Arendt publicaría seis años más tarde– se alimenta de la amarga experiencia política suministrada por el periodo de entreguerras. Su tesis central es que una sociedad en la que se ejercita pacíficamente la razón crítica se distingue de aquellas que se organizan alrededor de la reverencia a la autoridad, el respeto al tradicionalismo o el rechazo del pensamiento científico.
Persuadido como su conciudadano Friedrich Hayek de la falibilidad humana y de las limitaciones de nuestro conocimiento, Popper es escéptico acerca de la posibilidad de alcanzar la verdad: porque lo irrefutable no es necesariamente lo verdadero. De ahí que la búsqueda de la verdad sea compatible con la oposición feroz contra el dogmatismo intelectual. Popper establecía un vínculo entre este último y el autoritarismo político; quien busca imponer una cosmovisión o ideología termina recurriendo a la coerción violenta y al gobierno autoritario, ya que de otro modo no logrará reprimir la natural tendencia del ser humano a producir nuevas ideas. Es natural que tales premisas desembocasen en la vindicación de la democracia liberal como única forma de gobierno posible para la sociedad abierta: aquella que permite expulsar pacíficamente del poder a los malos gobernantes y antepone la reforma gradual a la gran ingeniería social. Justo es subrayar, en todo caso, que el realismo político de Popper no le impedía reconocer la importancia de las condiciones materiales que permiten al ciudadano desarrollar su plan de vida: las políticas sociales no son un capricho de los colectivistas.
En cualquier caso, Popper conceptualiza una sociedad que es gobernada por medio de una democracia representativa; el énfasis no recae en la morfología del régimen político, sino en el tipo de sociedad que ese régimen político hace posible. Dicho de otro modo, la democracia liberal sería la forma política natural de la sociedad abierta; ninguna otra cumple con los requisitos que esta última exige. Entre ellos, el principio del gobierno limitado que establece restricciones a lo que el poder público está autorizado a decidir; el reconocimiento de los derechos fundamentales que proporciona al individuo una esfera de libre disposición; el mantenimiento del imperio de la ley y la separación de los poderes del Estado; la existencia de una esfera pública donde operan medios de comunicación independientes y los ciudadanos expresan sus opiniones de distintas maneras; el funcionamiento de un mercado libre donde individuos y empresas operan bajo la supervisión de los poderes públicos. Es evidente que no tiene sentido separar sociedad abierta y democracia liberal: cada una es condición de la otra.
Ahora bien: la sociedad abierta requiere una cultura política capaz de producir ciudadanos que ejerzan la tolerancia cívica y renuncien al tribalismo. Aceptar el pluralismo es renunciar a imponer a los demás nuestra cosmovisión, y hacerlo por las razones correctas: por entender que la cualidad «abierta» de la sociedad tiene un fundamento a la vez moral (derecho igual de todos a atesorar sus ideas) y epistemológico (no existe el conocimiento perfecto). Las sociedades cerradas no son capaces de progresar al mismo ritmo que las sociedades abiertas; no son justas, ni pueden serlo. Si Popper definía la sociedad abierta como aquella en la que el individuo es responsable de sus decisiones personales, por oposición a una de carácter tribal o colectivista, podemos ampliar el concepto y designar con ese término a la sociedad que pone en su centro la libertad personal y se mantiene abierta al resultado de los intercambios que tienen lugar en su interior. Y aunque renuncia a fijar su forma definitiva, la sociedad abierta solo puede mantenerse abierta –a nuevas ideas, tecnologías, moralidades– si conserva la estructura institucional del Estado de derecho y la democracia liberal. Cuando estas se debilitan, la sociedad se vuelve más «cerrada».
Huelga decir que Popper no pensaba que los occidentales vivieran ya en sociedades abiertas. Al igual que sucede con la Ilustración tal como la define Kant en su momento, estamos ante ideales regulatorios que fijan un objetivo digno de ser perseguido. La pregunta es si hoy estamos más lejos de alcanzarlo que ayer; si el mundo ha retrocedido en su lento progreso hacia la sociedad abierta. Y la respuesta, de nuevo, depende de las expectativas. A comienzos de la década de los 90, se esperaba que las sociedades post-soviéticas –incluida la propia Rusia– se democratizasen sin excepción; lo mismo valía para una China que estaba llamada –Tiananmén dejó ver a una juventud descontenta– a sustituir el régimen de partido único por un gobierno multipartidista. Pero es evidente que la sociedad abierta no ejerció la fuerza centrípeta necesaria para que aquellas esperanzas se hicieran realidad.
Ahora sabemos que aquel fue un momento excepcional, malinterpretado por quienes lo vivieron como el comienzo de una nueva era; la derrota del comunismo soviético se confundió con el abrazo global de la democracia liberal. Breve primavera: los atentados del 11-S y la crisis de 2008 acabaron con la complacencia occidental. El panorama es hoy desalentador: tenemos delante una China más alejada que nunca de la democracia (el caso de Hong Kong es elocuente) y una teocracia iraní que no ha concedido terreno a sus reformistas. Hay pocos avances en Latinoamérica, donde alguna democracia ha dejado de serlo (Venezuela) y otras han perdido estabilidad (Chile, Perú) o sucumbido a los encantos del liderazgo populista (México, Brasil); no terminan de completar su tránsito a la democracia países asiáticos tan poblados como Indonesia o Tailandia, si bien Malasia conserva su estabilidad y Filipinas no termina de desestabilizarse. Y mientras, África ha recuperado la tradición del golpe de Estado militar (Níger, Gabón, Burkina Faso), algunas de sus sociedades parecen estar aprendiendo a cambiar de gobierno sin violencia (Sierra Leona, Liberia). Puede decirse que la democracia liberal, aun sufriendo, resiste; lo que no se puede decir es que avance.
Si volvemos la mirada al interior de las democracias, hay poco que celebrar; el ideal de la sociedad abierta no está precisamente de moda. ¿Y cuándo lo estuvo? Es conveniente abrir los ojos: en las décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas europeos mantuvieron una considerable fuerza en las sociedades europeas y la juventud que se movilizó a finales de los 60 enarbolaba con alegría el Libro Rojo de Mao. Se produjo un auge de la violencia política en los años 70; hubo terrorismo de extrema izquierda, como lo hubo anarquista y de extrema derecha e incluso –ahí están ETA o el IRA– nacionalista. Francia vivió un turbulento proceso de descolonización y hubo disturbios raciales en Estados Unidos. O sea: los Treinta Gloriosos tuvieron su miga. Claro que no se trata de comparar la contenciosidad de dos momentos históricos separados entre sí ya más de medio siglo, sino de ahorrarnos un espejismo: aquel que dibuja en el horizonte del pasado un apoyo masivo a la causa de la sociedad abierta.
Flash forward: las democracias liberales vienen sufriendo fuertes turbulencias desde el estallido de la crisis financiera de 2008. Allí donde pierde credibilidad la promesa del crecimiento económico indefinido –confrontadas como están las sociedades desarrolladas con los efectos indeseados de la modernización y la globalización: cambio climático, desigualdad económica, tensiones migratorias– aparecen movimientos ideológicos y fuerzas políticas que empujan en dirección opuesta a la sociedad abierta. Es una lista larga: el populismo que explota el ideal democrático del gobierno popular para estimular el malestar social y, si llega al poder, desactiva los controles liberales e impone una visión antipluralista de la sociedad; el nacionalismo etnocéntrico que actúa en su propio nombre o permea el discurso populista, reclamando el derecho a la autodeterminación o el abandono de entidades supranacionales como la UE; las políticas de la identidad que cuestionan el universalismo ilustrado y perturban la conversación pública mediante la aplicación de la cultura de la cancelación en el marco de las guerras culturales; el despliegue de versiones extremas de doctrinas políticas conocidas (conservadurismo, feminismo, ecologismo) y la difusión de nuevos discursos (teoría decolonial, ideología woke, decrecimiento), siendo rasgo común a todos ellos el rechazo del pluralismo en nombre del bien superior –dogma– que sus defensores dicen representar.
Estos fenómenos no se producen en el vacío. El estilo político del populismo ha contaminado las democracias liberales y son pocos los partidos que renuncian a usar sus herramientas para competir por el poder. Ahí tenemos la personalización creciente de la política, con el renovado protagonismo de los hombres fuertes y los líderes cesaristas de orientación providencial; la importación del método norteamericano de las elecciones primarias a los partidos europeos ha reforzado esta funesta tendencia plebiscitaria. Tampoco los ciudadanos que participan en la esfera pública a través de las redes sociales se privan de manifestar el deseo de que su tribu política prevalezca sobre el resto: ni la tolerancia ni la deliberación pasan por su mejor momento. Es así razonable preguntarse cuántos ciudadanos son realmente demócratas. O lo que es igual: ¿cuántos aceptarían sin pestañear vivir en un régimen político iliberal –una democracia aclamativa– donde los suyos gobernasen para siempre? Súmense el regreso del estatalismo y la nueva legitimación del intervencionismo público, que a la vista de lo sucedido durante la pandemia no tendrá dificultades para llevarse a la práctica.
Se diría entonces que la causa de la sociedad abierta se debilita a ojos vista. Eso no quiere decir que vaya a desaparecer: sigue siendo la mejor forma de organizar políticamente la convivencia pacífica de grupos humanos heterogéneos sin renunciar al ejercicio de la libertad personal y el autogobierno colectivo. Pero sus nuevos enemigos ya están aquí. Y no dan tregua. Manuel Arias Maldonado es politólogo.

   





















[ARCHIVO DEL BLOG] El saber entristece, pero ayuda a votar. [Publicada el 23/03/2019]











Por más que quiera cerrar los ojos, no saber, no entender..., ya veo, ya sé, ya entiendo, y es verdad, el saber entristece, pero te hace votar, escribe Edurne Portela, ensayista y novelista vasca, historiadora, filóloga, y profesora universitaria en Estados Unidos. 
Cuando me siento cada semana a pensar el tema de esta columna, comienza diciendo Portela, repaso la actualidad de los últimos días, actualidad que en la mayoría de los casos deja de serlo para cuando la columna se publica. Me gusta escribirla entre domingo y martes, es decir, una semana antes de su publicación. Me tomo este espacio muy en serio y, aunque no siempre lo consiga, me esfuerzo por dejar aquí una reflexión que merezca la pena, una visión de la realidad que ayude a lectores y lectoras a pensar o a mirarla de otra manera.
Cuando escribo esta columna lo hago con un fuerte deseo de compartir no sólo ideas; también lecturas, películas, obras de teatro que creo nos pueden ayudar a entender mejor la realidad o hacerla más vivible, más hospitalaria. Escribir aquí es una ofrenda y una invitación. Por eso cada semana pienso mucho el tema a tratar. Salvo en algunas ocasiones que escribo de forma reactiva ante un hecho o una noticia que me preocupa o me indigna, normalmente tengo un par de temas danzando durante varios días, también posibles enfoques.
Escribo y reescribo, dejo reposar el texto, vuelvo a él horas después, lo repaso varias veces antes de enviar la versión definitiva. A veces me quedo satisfecha, otras con la sensación frustrante de no haber conseguido llegar donde quería. En cualquier caso e invariablemente durante este proceso que comparto hoy con ustedes, y sobre todo mientras repaso la actualidad, tengo momentos de agotamiento y tristeza, de perplejidad y hasta desamparo, una especie de cansancio de realidad. A veces me gustaría no saber, no leer, no escribir, poder cerrar los ojos al mundo y vivir en modo ameba. Unas horas. Unos días.
Pienso en los meses que nos esperan, en esta campaña electoral que ya se me hace por momentos insoportable. Tanto odio, tanta mezquindad, tanta violencia en el lenguaje, tanta mentira. Y recuerdo cuántas veces me he abstenido y abstraído de la política porque seguirla y vivirla me causaba demasiado daño. Se habla estos días del peligro del abstencionismo. Si yo no tuviera la profesión que tengo, si no me viera en la obligación de estar informada, creo que ya estaría cerrándome al mundo, decidiendo que ningún representante político merece mi voto, como he hecho otros años electorales. Me refugiaría en mis lecturas, en el pensamiento abstracto, en lugares remotos en el tiempo y en el espacio para huir de una realidad que me asquea y me hiere. Pero es demasiado tarde, la realidad ya se me ha pegado a la piel.
Por eso mismo sé que este año sí voy a votar. Votaré en las elecciones generales y en las municipales, autonómicas y europeas. Votaré, lo confieso, en parte porque tengo miedo a que esa lista que reclamó Vox, esa lista de nombres y apellidos de los empleados públicos de las Unidades de Valoración Integral de Violencia de Género, sea sólo el principio de una realidad aún más espantosa que la presente. Votaré porque ya siento cómo la política del odio y la falsedad se expande imparable, como un vertido de petróleo en el mar.
Por más que quiera cerrar los ojos, no saber, no entender, ya veo, ya sé, ya entiendo. Ni esta columna ni nada que yo escriba puede cambiar la realidad o el panorama político de este país. Pero mi voto tal vez sí pueda contribuir a ello. Por eso votaré. Y por eso también seguiré escribiendo, para que no se me olvide que la realidad siempre, a mi pesar, está ahí afuera. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 













lunes, 18 de marzo de 2024

Del enemigo en el espejo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. La concepción del otro como monstruo, escribe en El País la socióloga  Olivia Muñoz-Rojas, nos impide desarrollar una aproximación más constructiva a nuestras relaciones con otras regiones, países o pueblos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Oriente-Occidente, el enemigo en el espejo
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
14 MAR 2024 -  El País - harendt.blogspot.com

Leía Hambre de Åsa Ericsdotter, una palpitante distopía en la que el primer ministro sueco instaura un régimen totalitario basado en la obesofobia, mientras veía la popular serie Narcos de Netflix. La distopía de Ericsdotter llega a su fin cuando la prensa estadounidense denuncia los crímenes que está cometiendo el Gobierno sueco contra su población obesa y hay una intervención en el país para destituir al primer ministro. En Narcos, basada en la historia real de los cárteles de la droga colombianos y mexicanos, el espectador asiste a las tensiones entre la DEA y la CIA y la presunta ambigüedad de la Administración estadounidense en la lucha contra el narcotráfico. Si en Hambre Estados Unidos responde al imaginario europeo de posguerra en el que constituye el garante de la libertad, la tolerancia y la democracia; en Narcos emerge por momentos la imagen de una superpotencia arrogante, violenta e hipócrita que comparten muchos ciudadanos fuera de Occidente. Este contraste sirve como punto de partida para reflexionar, primero, sobre la conceptualización secular del mal y, seguidamente, sobre la construcción social del otro y del enemigo en un mundo marcado por la memoria del colonialismo europeo y de la Guerra Fría y embarcado en una multipolaridad todavía incierta.
En The Myth of Evil (El mito del mal), el filósofo político Phillip Cole ofrece cuatro conceptos seculares del mal. Cole distingue entre la concepción monstruosa, el concepto del mal puro, la concepción filosófica y la psicológica. La primera entiende que “algunos humanos pueden elegir libre y racionalmente hacer sufrir a otros por el simple deseo de hacerlo y sin ningún otro fin”, pero al hacerlo “traspasan la frontera de la humanidad”, en otras palabras, son monstruos. La segunda establece que “la capacidad para el mal puro existe en todos los humanos sin distinción”. La tercera “rechaza el mal absoluto como una característica humana”: los humanos somos capaces solamente de un mal impuro, es decir, causamos sufrimiento a otros para obtener algún otro fin como el poder, la riqueza, la seguridad o un bien colectivo. La cuarta entiende que los actos que consideramos malvados tienen una explicación empírica asociada a nuestro contexto social, estado mental y/o unas circunstancias extremas.
De acuerdo con Cole, es la concepción monstruosa, para la cual no cabe ambigüedad alguna en la frontera que separa al humano del monstruo, la que sustenta la construcción de la otredad y del enemigo. Afirmaba el historiador de la psicología Robert W. Rieber que “definir una imagen del enemigo a escala masiva es el requisito psicológico previo para la guerra moderna”. Rieber redundaba en la profundidad emocional y psicológica que entraña este proceso. “Tener un enemigo va mucho más allá de simplemente tener un competidor o un adversario”, escribía, “es, en cierto sentido, estar poseído, uno ya no se siente completamente al mando de su propio destino: hay un enemigo ahí fuera, y el propio destino está ligado al suyo”.
En Occidente, sostiene Hamid Kbiri, “esa otredad del enemigo ha sido frecuentemente llevada al escenario de la orientalización, incluso cuando el enemigo no era oriental”. La consolidación de determinados estereotipos sobre las culturas asiáticas, en particular, y no occidentales, en general, con el fin de revalidar su inferioridad frente a la civilización occidental, acompañó al proceso de colonización europea y cimentó la hegemonía de Occidente como referente civilizatorio. Sin embargo, como sugiere Kbiri, una vez Oriente se vuelve sinónimo del otro, normalmente bárbaro, nos encontramos con que el concepto pierde su especificidad geográfica y cultural.
Podemos pensar en los primeros conquistadores españoles que trazaban paralelismos entre los pueblos americanos y los musulmanes que habitaron la Península. Kbiri alude a los británicos que “retrataban a los irlandeses como una ‘raza inferior’ y como el ‘Oriente del patio trasero’ europeo para justificar su colonización”. Del mismo modo, señala, muchos europeos y americanos dejaron de ver a la Alemania nazi como parte de Occidente y calificaban a la Unión Soviética como ejemplo de ‘despotismo oriental’. Podríamos añadir fenómenos similares, dentro del propio Oriente, como la construcción del enemigo musulmán en la India. Conforme se ha reforzado el nacionalismo político hindú en las últimas décadas, no sólo se ha perpetuado “el tópico del musulmán inherentemente arrogante y el hindú supuestamente tolerante”, explica el politólogo Sanjeev Kumar en su análisis de las producciones de Bollywood, sino que parte de la cultura popular representa inexorablemente a los musulmanes como “terroristas, extremistas religiosos […] y traidores”.
Arguye Kbiri que “la simple invocación de la figura amenazante del oriental sirve como justificación para la violencia”. Sin embargo, denuncia el autor marroquí, “mientras que los occidentales se enorgullecen de librar la guerra como un instrumento al servicio de la política”, esto es, sus actos malvados buscan otros fines como la seguridad, “relegan la motivación de los orientales para la guerra o cualquier otra forma de violencia armada a su forma primordial, es decir, a la autoexpresión religioso-cultural”. Sus acciones se interpretan como “gestos culturales, fanáticos o irracionales e incomprensibles”, es decir, monstruosos.
Si la percepción occidental de un mundo dividido entre civilizados y bárbaros o humanos y monstruos ha moldeado la autopercepción de muchas sociedades no occidentales, tampoco debe sorprender que las percepciones negativas sean mutuas. Hay tantas miradas sobre Occidente como países no occidentales (entre ellos los que forman parte de eso que a veces llamamos Sur Global), pero la desconfianza y el resentimiento, fruto de la experiencia colonial y la persistencia de estructuras poscoloniales, junto con el cuestionamiento del individualismo, son denominadores comunes. Por otra parte, Occidente no se percibe necesariamente como un todo como ilustra una reciente encuesta realizada en China, donde entre el 47 y el 70 por ciento de los encuestados tenía una visión positiva de distintos países europeos, mientras que sólo un 23 por ciento la tenía de Estados Unidos. Está, además, el lugar ambiguo o híbrido que ocupan regiones y países como América Latina, Japón y Rusia en lo que entendemos por Occidente. En un interesante informe publicado en el año 2000, esto es, antes del conflicto en Crimea, los politólogos Guerman Diligensky y Sergei Chugrov concluían que “cualquier síntoma de aspiraciones hostiles, actitudes denigrantes hacia los problemas e intereses rusos pueden provocar cambios negativos en la percepción rusa de Occidente”. Pero, sostenían seguidamente, “lo contrario también sucede: cualquier gesto de simpatía, compasión o estima hacia Rusia es capaz de fortalecer el prestigio de los valores occidentales, sus instituciones económicas y políticas en la sociedad rusa.”
Cabe concluir que la concepción monstruosa del otro, rápidamente transformado en enemigo, nos impide desarrollar una aproximación más constructiva a nuestras relaciones con otras regiones, países o pueblos. El psicólogo estadounidense de origen ruso Urie Bronfenbrenner ya lo puso de manifiesto durante la Guerra Fría con su teoría del espejo distorsionado. Según esta, en los conflictos, “cada parte, a menudo en contra de sus propios deseos, se ve impulsada a comportarse cada vez más de una manera que cumple con las expectativas del otro.” Haríamos bien en aplicar una noción más ambigua a la naturaleza del otro-enemigo, quizá una como la que representaba para los antiguos griegos la figura del daimon. Esta criatura intermedia entre lo humano y lo divino, evoca Cole, “oscila entre ser útil y dañina” y, aun siendo impredecible, podemos orientarla hacia nuestro lado, si actuamos con inteligencia.Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. 

































[ARCHIVO DEL BLOG] Cádiz, 1812: Nación española y Constitución. [Publicada el 18/03/2012]











Me sumo con enorme respeto y admiración al homenaje que el pueblo español rinde en estos días a esos otros españoles de "ambos hemisferios", hijos de la Ilustración, que mañana hace justamente doscientos años, promulgaban en la ciudad de Cádiz la primera Constitución de nuestro país,  la primera constitución liberal de Europa, y que con ello hacían nacer la Nación española como sujeto y protagonista de la historia patria.  
Pueblo, patria, país, nación, estado: He utilizado cinco términos que coloquialmente pueden ser considerados como sinónimos pero que histórica, jurídica y políticamente designan realidades distintas. En el Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994) de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, ni tan siquiera figuran las voces "patria" o "país", y las tres restantes reciben tratamiento desigual: diez páginas la de "estado", cinco la de "nación", y dos la de "pueblo". 
Que el 19 de marzo de 1812 nacía la "Nación española", no es una afirmación gratuita. Contra lo que suele pensarse habitualmente el "Estado" no es una creación de la "Nación", sino, precisamente, lo contrario: es el Estado el que crea la Nación como entidad política. Por supuesto que España existía como Estado antes de esa fecha, pero no como nación. Antes de la Revolución Francesa y de la proclamación solemne de la Declaración de los Derechos del Hombre y de los Artículos de Constitución, en Octubre de 1789, existía el Estado francés, pero no la Nación francesa. Es el cambio de súbditos a ciudadanos que conlleva la revolución (en Estados Unidos, en Francia, en España, Iberoamérica, Alemania e Italia) y la promulgación de  sus respectivas Constituciones las que crean las nuevas realidades nacionales como sujetos y protagonistas de la Historia.
Desde la página electrónica de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, creada en 1988 por la Universidad de Alicante, y sostenida en la actualidad por la Fundación de ese mismo nombre que preside Mario Vargas Llosa, pueden acceder al portal dedicado a la Constitución española de 1812. Un portal temático que, bajo la dirección científica del profesor Ignacio Fernández Sarasola, de la Universidad de Oviedo, y en colaboración con Fernando Reviriego Picón, de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, ofrece un amplio e impresionante catálogo de textos sobre la primera Constitución promulgada en España: contexto histórico, documentos, cronología, bibliografía, estudios, imágenes y enlaces de interés. Les animo a visitarlo y disfrutar de su contenido, así como de los vídeos que incorporo a la entrada.
También pueden ustedes acceder al monográfico especial que la Revista de Historia Constitucional, su número 13, editada también por la Universidad de Oviedo, dedica a la Constitución de Cádiz con motivo de su bicentenario. Más de 800 páginas con decenas de artículos publicados por los más eminentes y prestigiosos historiadores, profesores y politólogos en homenaje a nuestra primera constitución-
Con cierta dosis de nostalgia, no exenta de cariño, rememoro con ocasión de la fecha que conmemoramos dos entradas anteriores del blog sobre este mismo asunto del bicentenario de la Constitución de Cádiz: Una, publicada el 20 de abril de 2009, con el título de Los fastos de Cádiz. Carta abierta a la ministra de Cultura; la otra, de fecha 9 de abril de 2010, titulada Historiadores y fastos patrios, que espero les resulten interesantes.
Y como colofón de la efeméride pueden leer el artículo 1812: Cuando España quiere ser moderna e ilustrada" que en El País del 19 de marzo publicaba José María Lasalle, secretario de estado de Cultura; el editorial de ese mismo periódico titulado Las preguntas de Cádiz;  y los enlaces a otros artículos de opinión sobre el hecho que nos ocupa a los que pueden acceder desde los mismos. Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 17 de marzo de 2024

Sobre el retorno de la ética

 






El retorno de la ética
JAVIER CERCAS
16 MAR 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com

“Quien la hace, la paga”, declaró el presidente del Gobierno al estallar el llamado caso Koldo: era una forma de decirle a su ex-íntimo colaborador José Luis Ábalos que la ética del PSOE le obligaba a abandonar su escaño en el Congreso por no haber vigilado a su ex-íntimo colaborador Koldo García, acusado de robarnos a todos 1,5 millones de euros por adjudicación fraudulenta de contratos públicos durante la pandemia. Era una broma, claro está: lo que quería decir el presidente es que quien la hace, la paga, pero sólo si nos conviene; Carles Puigdemont la hizo muchísimo más gorda que Koldo y está acusado de delitos muchísimo más graves que los que se le imputan a éste —no digamos que los que se le imputan a Ábalos, a quien no se le imputa ninguno—, pero, gracias a la amnistía, no va a pagar nada por sus presuntos desafueros, el más leve de los cuales consistió en robarnos a todos millones y millones de euros. Así que lo que en realidad quería decir el presidente es que, si olvidar la ética significa mantener el poder —eso es la amnistía—, nos olvidamos de la ética; pero, si olvidar la ética significa perder el poder —eso podría ser el caso Koldo—, la sacamos en procesión.
Michael Reid, durante años corresponsal de The Economist en España, observa que, con el engaño de la amnistía —”hacer lo que durante años juró que no haría en un tema de tanta importancia”—, nuestro presidente, empeñado en dar la razón a sus peores enemigos, pasa a jugar en la misma liga calamitosa de Donald Trump y Boris Johnson; también escribe que, en el Reino Unido o Francia, esa estafa “habría provocado una rebelión parlamentaria dentro del partido gobernante”. Spain is different. De hecho, cuando algunos votantes de izquierda denunciamos el fraude no sólo fuimos acusados de fachas —eso se daba por supuesto—, sino de ingenuos, de confundir la ética con la política y de pegarnos “un atracón de moral”. Lo curioso es que los acusadores de entonces son los mismos que ahora, con el caso Koldo, claman junto al presidente por la ejemplaridad ética de la política; Dios santo, eso sí que es un atracón de moral: yo me conformo con que los políticos cumplan las reglas que cumplimos los demás, como no robar y no engañar, esta última según Montaigne la primera regla de la ética. No entraré a juzgar si Ábalos debía dimitir o no (aunque confieso que soy incapaz de entender que Ábalos tenga que dimitir por no haber vigilado a su ex-íntimo colaborador Koldo y el presidente no tenga que dimitir por no haber vigilado a su ex-íntimo colaborador Ábalos); importa señalar, sin embargo, que, aunque el caso Koldo posea una dimensión ética obvia, es mucho más relevante desde el punto de vista político. Ignacio Varela ha recordado que el 80% de la corrupción política en España está vinculado al tráfico de influencias en la adjudicación de contratos públicos y, en este mismo periódico, Víctor Lapuente ha puesto el dedo en la llaga: “La corrupción no es un problema de nuestros partidos, sino de nuestras instituciones”. En otras palabras: si se quiere atajar de verdad la corrupción, no basta con sustituir a los corruptos por los honrados; hay que arbitrar mecanismos que impidan que los honrados se vuelvan corruptos. Cambiar a las personas no es suficiente: es necesario cambiar el sistema. ¿Por qué no se cambia? La respuesta salta a la vista: porque, para hacerlo, los grandes partidos políticos tendrían que alcanzar grandes acuerdos, y no les interesa alcanzarlos; les resulta muchísimo más rentable electoralmente crear inútiles comisiones de investigación donde tirarse los trastos a la cabeza, acusándose unos a otros de corruptos, que poner medios eficaces para acabar con la corrupción, o para reducirla al mínimo. El problema no es Koldo: el problema son el PSOE y el PP, Sánchez y Feijóo.
Pero no hay mal que por bien no venga. Gracias al caso Koldo, el Gobierno ha redescubierto lo que no habíamos olvidado los votantes a quienes engañó, y es que, aunque ética y política sean cosas distintas, la política no debe emanciparse de la ética; ahora sólo falta que no sólo lo aplique al caso Koldo. Ánimo, compañeros: así empieza la remontada. Javier Cercas es escritor.












Sobre hablar bien y tener razón

 






Hablas tan bien que parece que tienes razón
SERGIO DEL MOLINO
08 MAR 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

Es costumbre en España que los halagos se expresen como reproches, y viceversa. Por eso, algunos de los cumplidos más bonitos que colecciono en mi carrera han sido involuntarios y tenían un ánimo de injuria. Guardo con cariño uno sucedido en una tertulia de radio, en la que yo participaba como invitado circunstancial. Una de las participantes, que lo era por activista y no tenía muchas tablas en los medios, me dio una réplica maravillosa, más dirigida al vacío y hacia sí misma que hacia mí: «Es que Sergio habla tan bien que parece que tiene razón».
La literatura y la mitología están llenas de embaucadores. El mejor consejo contra ellos es no escucharlos, como Ulises hizo con las sirenas. Desconfiad de los elocuentes y de los verbosos, pues a veces consiguen haceros cambiar de opinión y desviaros de la doctrina recta, esto es, la ortodoxia, para caer en opiniones torcidas o heterodoxas. El buen feligrés se comporta como el buen tuitero y no atiende a las palabras que pueden llevarle a dudar de sí mismo. Por eso las fábulas y los cuentos ponen a los charlatanes al lado de las bestias y los lobos: son peligros que acechan fuera de casa, donde todo es sencillo y los malos se distinguen de los buenos.
Me halagó mucho que aquella contertulia me relacionase con los secuestradores de niños, las sirenas y los nigromantes, pues nada le gusta más al discutidor que les reconozcan poderes mágicos y peligrosos a sus palabras, pero también me entristeció (es lo que tienen los reproches, que llevan su poquito de veneno y siempre hace algún efecto), porque me colocó en un lugar muy solitario. Yo había ido a la tertulia a discutir, y como siempre concedo con largura el beneficio de la duda, creía que los demás también habían ido a discutir. Una vez más me equivocaba: casi todos iban a tener razón. El único discutidor con ánimo polemista era yo, y eso me dejó discutiendo conmigo mismo.
Desconfiad de los elocuentes y de los verbosos, pues a veces consiguen haceros cambiar de opinión
Me gano parte del jornal discutiendo. Casi siempre en la radio, pero también en escenarios con público en directo, en eso que llaman mesas redondas y otros sitios análogos. No se me debe de dar del todo mal porque ya soy casi veterano y el de discutir es un negocio muy competitivo en el que pocos se jubilan: hay muy pocos gallineros y muchísimos gallos, por lo que no es fácil aguantar cacareando. En cuanto te relajas, otro gallo más joven y saleroso te saca del corral. Pero con los años he descubierto que todo ese ruido induce a engaño y, en el fondo, no hay tanta competencia como parece. Discutir, lo que se dice discutir, discutimos unos pocos.
Aunque la tertulia sea el género dominante de la radio y de la tele (también del podcast, donde la conversación reina sobre el documental o la ficción) y las redes sociales avienten el espejismo de que vivimos en una conversación total y cósmica (y un cuerno: allí llaman réplica al salivazo, y libertad de expresión, al acoso y al amedrantamiento), son muy pocos los que aprecian de verdad la discusión. A la mayoría de la gente le sucede como a la tertuliana que me reprochaba hablar bien: no salen a escena a discutir, sino a tener razón. No les gusta conversar, sino monologar por turnos. Encontrarse con un oponente que se lo pone difícil, que les señala sus contradicciones o desarma sus argumentos, lejos de estimularles y animarlos a discutir mejor, les irrita.
Esto sucede porque traen las tesis cerradas de casa y aspiran a exponerlas sin enmiendas, como el frutero que trae un cargamento de alcachofas de Tudela. De ahí salen tertulias insufribles para el público —pero estupendas para el hooligan, que es la parte más corrupta y despreciable del público, esa a la que debería prohibírsele la entrada—, pues en lugar de una discusión presencian una reiteración cansina de consignas impermeables las unas a las otras. El tertuliano A, significado partidario del partido X, dice X todo el rato, y el tertuliano B, significado partidario del partido Y, dice Y todo el rato, pero las líneas X e Y no se tocan nunca y salen de la tertulia como entraron.
Una conversación se parece a una narración en tanto que tiene arcos y se construye mientras sucede. La tertulia alcanza su verdad como arte cuando los tertulianos se fijan en lo que dicen los otros y contraargumentan. No se trae la razón de casa, sino que se gana en la arena, como en cualquier otro combate. Da lo mismo que tú te creas portavoz de la opinión recta: si no sabes defenderla, la pierdes. Nadie tiene razón a priori en una tertulia, todo se decide en el lance. Y bien saben los que se han enfrentado a discutidores profesionales que no es fácil salir victorioso frente a ellos. Yo he visto balbucear a sabios, incapaces de articular nada inteligente ante campeones del tertulianaje. Luego te los encuentras en la escalera, poseídos por el espíritu de la ídem, dándose cabezazos contra todas las réplicas elocuentes que no supieron decir en antena.
El buen tertuliano no solo tiene talento para la conversación, sino un entrenamiento olímpico que le hace temible para cualquiera que no tenga sus horas de cháchara. De la misma forma que ningún futbolista aficionado aspiraría a meterle un gol al Real Madrid, ningún amateur de sobremesa de casino debería confiarse en una tertulia de profesionales. A veces es doloroso verlos correr por el campo, sin atinar a ningún balón, intentando entender por dónde va el juego y cómo les han regateado.
¿Por qué acuden al martirio, pues? Si los ciclistas domingueros no aspiran a correr el Tour ni los músicos de las bandas municipales de pueblo, a tocar en la Filarmónica de Berlín, ¿por qué hay tanta gente sin experiencia ni dotes que se cree capaz de medirse con los virtuosos de la conversación?
Pues por la misma razón por la que hay tantísimos escritores inéditos que creen que pueden ganar el Nobel, porque no entienden el poder de la palabra. No han hecho caso de los cuentos infantiles, no les enseñaron a desconfiar de los brujos y los sofistas. El lenguaje, tanto el escrito como el oral, es la moneda más devaluada de estos tiempos. No siempre fue así: ha habido civilizaciones que lo apreciaban más que el oro. La China de los mandarines, el Egipto de los faraones o la Atenas del ágora divinizaban el lenguaje y concedían grandes poderes a quienes dominaban sus secretos. Hoy el lenguaje parece tan asequible y abunda tanto que cualquiera se cree capaz de rebatir a Cicerón. Basta con ponerle un comentario en Facebook.
De ahí que la figura del tertuliano no se eleve por encima de su parodia, que muchas veces es merecida. El tertuliano, para muchos, es un pobrecito hablador que despacha los asuntos con un catálogo de lugares comunes y muletillas intercambiables. La politización y la puesta en escena de discusiones que en verdad son monólogos sucesivos (y el hecho de que muchos tertulianos sean políticos aspiracionales o recolocados tras su caída) ha creado la ilusión de que discutir está al alcance del más gritón. Ha cundido la especie de que el matón de la clase, el más tonto, puede imponerse con unos cuantos zascas, pero cuando la discusión se plantea en los términos ideales, los alborotadores se dan cuenta de que quienes dominan el arte de la polémica son los empollones gafotas, y que hacen falta una finura y una inteligencia que casi ningún gritón posee.
Como tengo la suerte de discutir cada semana con algunos de los mejores discutidores de España he aprendido a apreciar su arte. Como los nadadores con el mar, sé que hay que tenerles respeto, pero no miedo. Quien minusvalora al tertuliano porque se cree mejor que él es el primero que cae ante sus artes, enredado en unas contradicciones y unos argumentos mal expresados que luego no sabe cómo desenredar.
Ojalá mucha más gente supiera discutir. Ojalá este gusto tan ibérico por la tertulia se tradujese en una sociedad más proclive a la conversación y menos a la consigna. Ojalá aprendiéramos en la escuela las armas retóricas del lugar común (que, en la oratoria clásica, no era un cliché de charlatanes, sino una herramienta del buen constructor de discursos, que permitía memorizar grandes parlamentos sin recurrir a textos), pero también las de la escucha, pues solo escuchando atentamente al otro se le puede rebatir. Así no tendríamos este bosque de monólogos sordos y la propia discusión nos llevaría a sitios interesantes e incluso placenteros. Ojalá no creyéramos que tenemos razón antes de salir de casa, sino que saliéramos con la voluntad de defenderla y la disposición generosa para perderla si otros son capaces de quitárnosla. Sergio del Molino es escritor.












Sobre de donde nace el resentimiento

 






De donde nace el resentimiento
ELVIRA LINDO
17 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Últimamente escucho teorizar sobre las razones que provocan que haya hombres que se sienten excluidos, ninguneados, alimentados por el resentimiento, las ideas conspiranoicas, el rencor hacia las mujeres, la nostalgia de un pasado que creyeron sólido. Pero lo teórico, sea de orden sociológico o filosófico, se mueve con frecuencia en terrenos demasiados abstractos. Lo que hace la ficción es el mecanismo contrario: en vez de observar a un colectivo, concentra la mirada en seres humanos concretos; por eso cuando hablamos de verdad literaria nos referimos a estar sintiendo en ella los latidos de un corazón. He estado viendo las dos asombrosas versiones que sobre El tío Vania de Chéjov ha escrito y dirigido Pablo Remón, interpretadas por un excelente reparto, y en ellas he encontrado tanto los ecos de la verdad chejoviana como una manera poco frecuentada de contar el presente. Hay algo paralelo en aquel 1900 en que Chéjov estrenó su función y este 2024 que ahora nos atenaza. Un escritor tan intuitivo como él debió presentir, a cuatro años de su muerte, que un cambio brutal se iba a producir en Rusia, dado que sus personajes parecen estar al borde siempre de un abismo vital: no paran de rumiar deseos incumplidos, frustraciones, son protagonistas de biografías nada épicas que en algún momento de la juventud prometieron cierta grandeza. El tío Vania de esta doble función se convierte en un tío Iván del campo español, un hombre que se ve entrando en la vejez habiendo errado todos los tiros. No es un estúpido, intuimos en él trazas de hombre sensible, pero la suerte no le ha sonreído: las mujeres hermosas lo han rehuido y ha vivido alimentando los proyectos de otros, resignándose a una existencia estrecha que ahora le pesa como una losa. A pesar de que las tierras que administra no le han permitido vivir holgadamente, él ha perdido la vida ayudando a su cuñado, el pomposo intelectual, con la creencia de que valía la pena financiar a quien posee el conocimiento. Vania sobrelleva con humildad esa existencia de escasas emociones hasta que un verano aparecen por allí pontificando, dándoselas de no se sabe qué, el hombre de letras y su hermosa mujer, y entonces todas las rutinas que sostienen su día a día se desmoronan: el rencor le empuja a hacer recuento de su vida miserable.
El tío Vania, tan nuestro como ruso, está interpretado por Javier Cámara, que lo ha convertido en campesino riojano, dejándose mecer por sus propios recuerdos hasta el punto de que en cada función el cómico se nutre del espíritu de su padre, el hombre que fuera músico y agricultor en Albelda de Iregua, y quién sabe si es hasta posible que gracias a ese juego actoral algo se le haya desvelado del alma paterna, eso algo misterioso que jamás entendemos de los padres, y que aquí se nos descubre gracias a amalgamar el discurso de un campesino ruso con el de un agricultor español. Vania o Iván, ruso o riojano, es un pobre hombre que no entiende el presente y que observa la injusta diferencia entre aquellos que llegan de la ciudad, sea Madrid o San Petersburgo, sintiéndose profundamente estafado. Es al considerar el notable contraste entre los forasteros y los que se quedan cuando a este soñador frustrado la realidad se le desmorona. La literatura, al menos la buena, no juzga, sino que asiste asombrada a la comedia humana, mostrándose compasiva con la peripecia del que lleva las de perder, incluso en sus irritantes errores. Viendo este Vania entra uno de lleno en el corazón de un resentido.
Dice Vania, “Día y noche, como un espíritu maligno, me sofoca la idea de que he gastado mi vida sin remedio. No tengo un pasado, todo él lo he derrochado tontamente en fruslerías, y el presente me aterra por lo absurdo”. Cuando escucho una disertación sobre a qué responde la rabia de los que se creen olvidados, procuro imaginar los delirios de un hombre concreto. Elvira Lindo es escritora.