El poeta catalán Antoni Puigverd escribe sobre el viaje y los grandes viajeros de la historia, tanto reales como literarios. La moda de visitar un país para hacer turismo comenzó en el siglo XVIII, dice Puigverd. Por supuesto: viajeros por razones de comercio, peregrinaje, migración, descubrimiento o colonización los hubo siempre. Podríamos decir, por ejemplo, que Ulises es uno de los primeros turistas, aunque él no tenía previsto visitar la isla del Cíclope, de la que se escapó por los pelos, ni tampoco el país de los lotófagos (quien probaba la melosa pulpa del loto perdía la voluntad y no quería volver a casa; sentimiento que, por cierto, embarga también estos días a los que terminan vacaciones, hayan probado o no el loto homérico).
Eso sí: a Ulises le encantó pasar un año en la isla de la maga Circe, mujer fatal que convertía a sus amantes en cerdos. Felizmente, gracias a un antídoto que le regaló un dios olímpico, pudo irse a la cama con ella sin despertarse al día siguiente en un establo. Devueltos los compañeros a sus formas humanas, Ulises decide pasar una larga temporada entre las sábanas de Circe, ya que, como dice Sylvain Tesson, “ya puestos, sería de tontos largarse de una isla en la que se broncea Greta Garbo” ( Un verano con Homero, Ed. Taurus, libro amenísimo, modesto, recomendable).
También en la Biblia abundan los viajes: empezando por Adán y Eva, que, al ser expulsados del Edén, descubren el sudor en el mundo real; y continuando con Noé, quien, cargando las bestias en su nave, se desplaza por un mar infinito causado por un desastre que hoy llamaríamos climático. La lejana circunstancia de Noé conecta con la actualidad: si queremos salvar nuestra descendencia, no hay más remedio que proteger, no sólo las bestias, sino la entera vida natural.
El viaje bíblico por antonomasia es el de Moisés, quien guía el pueblo de Israel, a través del desierto, hasta la tierra prometida. Según Steiner, este viaje fundacional de la cultura judeocristiana inspira la obra de tres pensadores de la modernidad. Marx, Freud y Lévi-Strauss, quienes, por caminos muy distintos, habrían creado una mitología sustitutoria de la visión religiosa del mundo, al recrear, curiosamente, y quizá por el origen judío de los tres, grandes horizontes finales: la tierra prometida de la igualdad humana (Marx); la tierra prometida de la estabilidad emocional (Freud); y más inquietante es la visión de Lévi-Strauss: la relación de poder que los humanos ejercemos sobre el entorno y sobre nuestros orígenes animales desembocaría en una promesa de apocalipsis. (Steiner, Nostalgia del absoluto, Siruela). Perdonen, amables lectores, la comprimida síntesis.
Pero yo quería hablarles de los viajeros del siglo XVIII, inventores del turismo que ahora nosotros imitamos en agobiados viajes de agosto. Tendrá que ser mañana. El verano de Goethe en Roma es instructivo. En cambio, los espectáculos que se procura el caballero Hamilton en Nápoles recordarán al lector malévolo los que organizaba en su isla el millonario Jeffrey Epstein, pederasta que se suicidó el otro día en la cárcel de Nueva York.
Quien quiera seguir leyendo la serie de Antoni Puigverd sobre viajes y viajeros puede hacerlo en La Vanguardia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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