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sábado, 6 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Política y ciudadanía. Publicada el 12 de enero de 2010



El profesor Fernando Vallespín


El pasado 26 de diciembre publicaba El País un artículo del profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, titulado "¿Quiénes son peores, nuestros políticos o los ciudadanos?", que pueden leer en el enlace anterior. El comentario del profesor Vallespín, se centra en el análisis del barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas, en el cual aparece, en tercer lugar entre los principales problemas que más preocupan a los españoles, la actuación de la clase política y de los partidos políticos. 

He aprovechado el relativo descanso de las vacaciones navideñas para pensar en lo que supone esa creciente desafección ciudadana por los políticos, la clase política en su conjunto, y lo que es más grave, por la política en general, partiendo de los datos que se reflejan en la encuesta del CIS y del atinado comentario del profesor Vallespín. Les confieso no haber llegado a conclusión alguna, pero me ha impulsado a retomar algunas lecturas, pasadas unas y recientes otras, que me han resultado muy interesantes.

Entre las más recientes, encuentro una lapidaria frase del profesor Alfonso Ruíz Miguel, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, en su artículo "El libro de los hilos que se entrecruzan" (Revista de Libros, núm. 157, enero 2010), comentando el libro del escritor mexicano Jesús Silva-Herzog, titulado "La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política" (Fondo de Cultura Económica, México, 2009). Dice así: "En política, la búsqueda de la perfección, la utopía de una convicencia humana más allá del conflicto, es no sólo una ilusión vana, sino también dañina, como lo han demostrado los totalitarismos del siglo XX". Ese comentario parece coincidir en gran manera con el pensamiento sobre la función de la "política" de uno de los grandes filósofos políticos del pasado siglo, el norteamericano Richard Rorty (1931-2007), cuyo libro "Pragmatismo y política" (Paidós-UAB, Barcelona, 1998) ha sido, casualmente, una de las relecturas conque me entretuve en las pasadas fiestas navideñas.

En uno de los artículos que recopila el libro citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"), dice Rorty: "Si uno enseña filosofía, como yo, se supone que debe contar a los jóvenes que su sociedad no es sólo una de las mejores inventadas hasta el momento, sino la que personifica la Verdad y la Razón. Negarse a decir tales cosas se considera una traición, una abdicación de la responsabilidad moral y profesional. Sin embargo, -añade- mi perspectiva filosófica, me impide decir esas cosas". A pesar de ello, en un párrafo anterior, ha dejado explícita confesión -que comparto con él- de "que pese a sus vicios y atrocidades pasadas y presentes, y pese a su continua ansiedad por elegir tontos y truhanes para altos cargos, su país, (Estados Unidos, pero yo añadiría que cualquier sociedad liberal-democrática occidental) es un buen ejemplo del mejor tipo de sociedad inventada hasta el momento".

En la introducción del libro, el también profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Rafael del Águila, ha dejado escrito que "aunque no nos sea posible demostrar la superioridad racional o la universalidad de los valores que ligamos a la verdad o la justicia de la democracia, puede que merezca la pena luchar por esos principios y mostrarles una fuerte adhesión y un profundo compromiso". La estrategia rortyana ante las críticas a la sociedad liberal-democrática, dice el profesor del Águila, se condensa en una sola pregunta: "¿Se le ocurre a usted algo mejor?, discutámoslo".

Termino mis alusiones al libro de Rorty reproduciendo el párrafo inicial del artículo citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"): "Si hay algo de verdad en la idea de que la mejor posición intelectual es aquella atacada con igual vigor por izquierda y derecha, entonces estoy en buena forma". Dicho lo cual, aclaro, Richard Rorty estaba convencido de que "la utopía socialdemócrata de tolerancia e igualdad, de reformismo y Estado de bienestar, pese a sus enormes complicaciones contemporáneas, es la única que se sostiene ante la pérdida generalizada de referencias de la era posmoderna, transmoderna, metamoderna, o como queramos denominarla".

O lo que es lo mismo, que no es indiferente "ser" de izquierdas o de derechas. Y eso me lleva a mi segunda relectura navideña, con el también filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio (1909-2004), que en su libro "Derecha e izquierda" (Taurus, Madrid, 1998), comenta con lucidez que aquellos que dicen que "no son de izquierdas ni de derechas, son siempre de derechas". Y aunque el idioma español distinga entre los verbos "ser" y "estar", creo que Bobbio tiene toda la razón. Así que, a pesar de mis múltiples contradicciones, no se me equivoquen, "soy de izquierdas" y "estoy a la izquierda". Lo cual implica mi profunda confianza en que la política tiene que servir para resolver los problemas de la sociedad de nuestro tiempo y mi profundo rechazo, también, a los que entienden la política como una simple estrategia para conquistar y perpetuarse en el poder.

Y es que como cuenta el profesor del Águila de la religiosidad de los indios de la región de Chiapas (México), lo importante para éstos respecto de sus creencias religiosas no es si son "verdaderas", sino si son "buenas", es decir, si les "sirven". Algo que también podríamos aplicar a las ideas y creencias políticas. Pues eso... HArendt




El profesor Richard Rorty



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lunes, 27 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Los hijos que Pablo y Santi no tuvieron



Niños sevillanos. Fotografía de Paco Fuentes


Pienso en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales, comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Nuria Labari a cuenta de la polémica levantada por el tema del Pin parental.

"Tengo la sensación de que últimamente no hablamos de otra cosa que de los hijos de Pablo Casado y Santiago Abascal, -comienza diciendo Labari- dos políticos que han confundido el grupo de WhatsApp de padres del cole con la agenda política de sus respectivos partidos. “Mis hijos son míos y no va a venir un socialista o un comunista a decirme cómo educarlos”, sentencia Pablo Casado. Y la expresión se le derrite en la boca, como si se le fuera a caer la baba. “A mis hijos no los va a educar tu secta comunista”, escupe Santi Abascal vía Twitter a Pablo Iglesias. Como si el pin parental fuera el resultado de un ego paterno mal digerido.

Lo que yo me pregunto es cuándo llegará el momento de hablar de todos los niños que no son hijos de Santi Abascal ni de Pablo Casado. Quién defenderá los derechos de todos esos menores en medio de un debate colapsado por el linaje de estos dos sementales. Pienso, por ejemplo, en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual de 12 que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales y necesita conocer su cuerpo y entender su subjetividad. Pienso en el derecho de sus compañeros a respetar la igualdad y celebrar la diferencia.

Me pregunto también quién hablará del niño transgénero que intenta sentirse a gusto en su cuerpo si es que ese niño trans no tiene la suerte de ser hijo de Pablo Casado. Que entonces sí, entonces seguro que Pablo se sacaba de la manga algún programa diseñado para los intereses de “su hijo trans”. Y pienso en todas las niñas, claro está. Porque hasta ahora Pablo y Santi solo han nombrado a sus hijos, a pesar de que también tienen hijas. Pero ellos son los padres y nombran a su prole como quieren y en sus términos, que para eso son suyas. De todas formas, los discursos de Pablo y Santi me recuerdan el derecho de todas las niñas a ser nombradas en femenino. También pienso en el derecho de todas a crecer en un mundo sin violencia ni agresión sexual. En que todas tengan herramientas para identificar la agresión siempre que les roce. Porque en este país, eso ya lo sabemos, les rozará a casi todas y les tocará a muchas. A algunas hasta las matará.

Como madre puedo decir que, cuando te pones a pensar en todos los hijos que no son tuyos la realidad se hace cada vez más grande, el horizonte cada vez más amplio y complejo. A lo mejor por eso he pensado estos días en todos los niños y niñas que fueron violados en escuelas franquistas por curas pederastas. Me he acordado de cuando la ignorancia y el oscurantismo sexual favorecía los abusos sexuales en este país. Y he sentido el peso del silencio de años sobre los hombros de todos esos niños, hoy ya viejos. Son ellos quienes me han llevado a pensar en todos los niños que han sido víctimas de abusos sexuales en España en lo poco que llevamos de 2020. En todos esos niños invisibles que están siendo violados aquí y ahora. Los pienso haciendo su mochila para ir al colegio, poniéndose la bufanda, saltando los charcos. Me pregunto si entienden lo que les ha pasado, si saben ya que ninguna caricia puede ser secreta por mucho que un adulto les haya pedido que no digan nada. Pienso si alguien les ha explicado ya en casa o en el colegio cómo defenderse de algo así. Pienso si saben que pueden (y deben) hablar para salvarse.

Y estoy segura de que Santi y Pablo cambiarían su discurso si estuvieran hablando para todos estos niños, para todos los niños. Pero ellos solo cuidan de su prole. Ellos son machos muy machos y han tenido los mejores hijos. Ellos sienten que con una herencia genética (y fiscal) como la suya, sus hijos lo tienen ya todo hecho. Y solo les queda trabajar para que el sistema los respete y no los estropee.

Los pobres Santi y Pablo no han entendido nada. Porque el hecho cierto es que sus hijos, también los suyos, tienen el derecho a ser educados en igualdad de oportunidades solo por el hecho de haber nacido en España. La educación va justo de eso en nuestro país. Es lo que está por encima de la herencia y del linaje. Es lo que garantiza la igualdad de oportunidades y por tanto lo que sostiene la esencia misma de la democracia. Sin igualdad de oportunidades no hay democracia posible. Por eso la ultraderecha quiere colocar ahí su dichoso pin, justo en la línea de flotación del sistema. Ellos saben que no podemos vivir en democracia si las oportunidades se conceden en el nombre del padre. Y eso es justo lo que a ellos les gustaría. De nosotros dependerá que lo hagan posible".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 20 de mayo de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política





Hace escasos días terminé de leer Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), editado por Maximiliano Fuentes y Ferrán Achilés, profesores de Historia de las universidades de Gerona y Valencia, respectivamente. Llegué a él, en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, como en tantas otras ocasiones, a través de la reseña que del libro hacía en marzo pasado en Revista de Libros el historiador y profesor de Filosofía Rafaél Nuñez Florencio. 

Aunque este sea un libro de historia, comenzaba diciendo Núñez Florencio, es poco menos que inevitable que la primera cuestión que se desliza en el prólogo sea la consabida y peliaguda controversia acerca del compromiso intelectual aquí y ahora. ¿Tiene sentido plantear el tema del compromiso en el tiempo que vivimos? ¿Tiene acaso futuro la noción de compromiso tal y como se entendió durante casi todo el siglo XX? De las dos preguntas, quizá sea la segunda la que permita una respuesta menos dudosa o problemática. Para ser rotundos y no andarnos con rodeos, la respuesta en cuestión tiene que ser obviamente negativa. Desde cualquier punto de vista que se mire, el propósito clásico del compromiso intelectual –al modo sartriano, para entendernos‒ ya no tiene cabida en la sociedad del siglo XXI. Más aún: si alguien se empeña en mantenerlo de modo más o menos quijotesco, sufrirá el baño de realidad de la pura irrelevancia y hasta el ridículo, lo cual es casi lo peor que puede pasarle a la conciencia vigilante. Como todo el mundo sabe, el comunicador, el periodista, el contertulio o, simplemente, el habitual de los mass media goza en la actualidad de más eco e influencia que el escritor al viejo estilo, el catedrático o el humanista (otro término poco menos que obsoleto como carta de presentación profesional).

En realidad, este asunto de la viabilidad del intelectual comprometido viene de bastante atrás. Ya desde las décadas finales del propio siglo XX –las dos últimas décadas como mínimo, si no antes (Sartre muere en 1980)‒, el papel del intelectual en una sociedad democrática moderna (otra cosa eran las dictaduras residuales, por lo menos en el ámbito occidental) se había devaluado hasta poco menos que lo puramente testimonial, o acaso ni eso. Para poner las cosas en su justo punto y empezar por el principio, lo primero que hay que hacer es rendirse a la evidencia reconociendo que esto del intelectual engagé es una invención francesa, que adquiere pleno sentido en el ámbito francés y que luego se extiende, debido al prestigio de la cultura francesa y de la propia Francia como nación, a una parte considerable del mundo occidental. No sería exagerado establecer la ecuación de que cuanto mayor era la influencia del hexágono, aunque fuera en latitudes remotas, como Latinoamérica o Indochina, mayores posibilidades había de que surgiera en el entramado social este sector de la inteligencia militante. El caso ruso en el siglo XIX, luego transformado en el XX en caso soviético, sería uno de los pocos que mostraría una especificidad no asimilable al modelo francés. En todos los demás casos, la referencia ineludible era aquella con que había empezado todo: el escritor, artista o pensador que ambicionaba ser conciencia vigilante de la sociedad. Que aspiraba a convertirse en un nuevo Zola que levantase su voz, valiente y airada, ante cualquier nuevo conato de autocracia, de otro affaire Dreyfus, para entendernos.

Significativamente, está ausente este modelo en Inglaterra y, en general, en aquellos países fuertemente influidos por la cultura anglosajona. A la vez, en el propio reducto francés, el vistoso marchamo del compromiso de los intelectuales sólo podía mantenerse –y a duras penas‒ en la medida en que perdurasen determinadas ficciones, empezando, naturalmente, por una concepción no poco arbitraria de lo que era «ser intelectual» y siguiendo, por supuesto, por una no menos discutible noción de compromiso. Por decirlo sin ambages, el ensueño de unos hombres y mujeres íntegros, au dessus de la mêlée, consiguió durar mientras pudo admitirse la ilusión de que existía o podía existir un «intelectual total» (que abarcara grosso modo el conjunto del saber, aun sin ser especialista en determinados campos), genuinamente consagrado a la consecución de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Pero cuando se discutió la figura del «intelectual total» –el «intelectual específico» que planteaba Michel Foucault‒ y, sobre todo, y aún antes, cuando se rebatió el compromiso como militancia estricta, sujeta a los dictados de una determinada concepción política (marxista), todo se vino abajo. El caso Camus fue en el fondo otro affaire Dreyfus, sólo que al revés. Todo el prestigio acumulado iba a dilapidarse con un sectarismo difícilmente defendible a medio y largo plazo: el intelectual ya no era testigo incómodo e insobornable, sino mero «compañero de viaje».

Por todo ello, como es sobradamente conocido, no son pocos los analistas y estudiosos que han dado por muerto y enterrado, como categoría social, el compromiso de los intelectuales. En las páginas del libro que comento se trae a colación una cita de Antoine Prost que resume ese sentir: «El hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo esta figura pertenece al pasado». ¡Y esto lo escribía en 1998, hace ya más de veinte años! La implosión del socialismo real, el descrédito del marxismo y, en fin, lo que ha dado en llamarse el ocaso de los «grandes relatos» han sido golpes decisivos en esta difuminación del agitador intelectual. Por si fuera poco, el perceptible declive de la cultura francesa en el mundo, agudizado en estos últimos decenios, coadyuva a esa impresión de telón definitivamente bajado, función terminada. ¿Qué dicen hoy a las nuevas generaciones los grandes nombres de la cultura francesa del siglo XX, filósofos, escritores, artistas, científicos? Aun así, una vez concedido que tanto los conceptos de «compromiso» como de «intelectuales» no pueden ya usarse como en el pasado, considero –como se argumenta en el prólogo de este volumen‒ que, aunque el intelectual antañón haya pasado a mejor vida, la función que desempeñaba persiste de alguna manera. Es posible seguir hablando de «intelectuales», aunque renovados o, como hoy suele decirse, reinventados, tanto en su background profesional como en sus objetivos específicos, y, naturalmente, y por encima de todo, adaptados a las nuevas necesidades y los nuevos medios. Es el intelectual mediático, versátil y omnipresente que encarnan «¡una vez más, los franceses!‒ Bernard-Henri Lévy o Alain Finkielkraut, pero que es un modelo exportable, como demuestran Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Noam Chomsky, David Grossman, Orhan Pamuk y tantos otros.

Permítanme que añada tres argumentos que justifican la idea de una cierta continuidad o prolongación, por más reinventadas que estas se muestren. En primer lugar, sobre las ruinas del intelectual militante, al modo en que lo concebían los partidos comunistas, se mantiene una innegable demanda social de analistas prestigiosos –«expertos», aunque hoy no se sepa muy bien qué quiere decir esto‒ y supuestamente desapasionados para enjuiciar determinados problemas o elucidar ciertas encrucijadas. Una función que pueden desempeñar distintos personajes, pero que, sin duda alguna, está en mejores condiciones de cumplir alguien que se haya labrado una aureola de renombre profesional y conciencia crítica, normalmente en el campo de las letras y las artes. Aquí se situarían el intelectual y el compromiso de nuevo cuño. En segundo lugar, y de manera complementaria, este nuevo intelectual entronca con el antiguo o tradicional en su dimensión cívica: adopta ese papel clásico de conciencia crítica, alza su voz en nombre de los agraviados, perseguidos u oprimidos. Aspira a mantenerse libre de las salpicaduras de la lucha política cotidiana, porque lo suyo es una petición desinteresada de cuentas desde un observatorio privilegiado, una incontestable atalaya cuya auctoritas no es tanto un asunto político propiamente dicho como una cuestión ética: la superioridad moral del denunciante.

Por último, la cuestión medular: ¿quién ha dicho que puede conjugarse en singular –antes y ahora‒ el compromiso de los intelectuales? Si intelectuales hay muchos y muy diversos, y nada asimilables unos a otros, las formas de compromiso también difieren según latitudes, culturas, momentos históricos y hasta países concretos. Si algo ponen de relieve en su conjunto las múltiples aportaciones que constituyen el volumen que nos ocupa, ese común denominador es, precisa y paradójicamente, la absoluta disparidad que presenta el compromiso. Heterogeneidad en lo tocante al aspecto ideológico, por supuesto, desde ‒por ejemplo‒ el maoísmo más cerril al liberalismo más templado, pero también multiplicidad en el aspecto esencial de las implicaciones personales. La conciencia del intelectual comprometido ha sido tan dúctil que lo mismo ha servido para vivir dulcemente a las faldas del poder –el caso de Gabriel García Márquez y tantos otros con Fidel Castro‒ como para arrostrar penalidades sin cuento, desde la cárcel hasta la muerte. Así ha sido desde el principio y, por tanto, no debe extrañarnos que el momento que vivimos presente, aunque con otros rasgos, esa misma confusión de perfiles, conductas e ideas.

La mayor parte de estos temas se tocan aquí brevemente, casi de soslayo, en una breve introducción –«El malestar en el compromiso»‒ que subraya, aunque no hacía falta, pues no podía ser de otro modo, que este libro colectivo, en el que han colaborado catorce especialistas de diversas universidades europeas y americanas, «no defiende una tesis única ni está construido sobre un paradigma teórico unitario». Basta ojear rápidamente el índice para vislumbrar que el peligro de una obra de estas características no es la uniformidad, sino su extremo opuesto, la absoluta dispersión en cuanto a los temas, enfoque y metodología. En este sentido, da la impresión de que los editores, vista la diversidad del material que tenían entre manos, han optado por la mera yuxtaposición de trabajos sin que se perciba –o, al menos, este reseñista detecte‒ un orden o un criterio en la relación de capítulos, ni desde el punto de vista cronológico, ni de acuerdo con otros parámetros, como la agrupación de estudios de figuras concretas o por ámbitos geográficos. Como las aportaciones, tomadas de una en una, rayan a un alto nivel y son de indudable calidad, puede recomendarse desde ya a los lectores interesados que se acerquen al libro de un modo selectivo, espigando aquellos capítulos que les resulten más atractivos o cercanos a su área de conocimiento.

No debería sorprender, en vista de lo apuntado más arriba, que haya en estas páginas un predominio relativo de estudios sobre diversas vertientes del caso francés (capítulos primero, octavo, noveno y decimocuarto). El primero (escrito por Gisèle Sapiro) y el último (cuyo autor es François Hourmant) tienen un carácter general, en tanto que los dos centrales (los de Jeanyves Guérin y Ferran Archilés) están dedicados a las dos figuras emblemáticas de la intelectualidad francesa comprometida del siglo XX, esto es, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Interesantes todos ellos, cabe destacar dos rasgos que de un modo u otro se repiten: en primer lugar, la ya comentada disparidad en el entendimiento del papel del intelectual, algo que está presente incluso en el propio título de uno de los trabajos, que aspira a establecer una suerte de tipología: «Modelos de implicación política de los intelectuales». El segundo rasgo es la reflexión sobre el papel de los intelectuales en esta época de descrédito de las grandes ideologías salvadoras. Una vez más, otro de los títulos nos pone en aviso: «Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés». A estas dos características podría añadirse una cosa más, producto de la reflexión que posibilita una cierta perspectiva histórica: cómo cambia la valoración del compromiso intelectual al compás de las vueltas de la historia. El modelo o incluso héroe de ayer es hoy el villano denostado por todos o casi todos (Sartre, el gran equivocado), mientras que el ‒en su momento‒ reputado traidor acapara ahora todos los parabienes (Camus, «un justo en la ciudad»).

Hay otros tres capítulos, estos sí ordenados consecutivamente, que giran en torno a la Primera Guerra Mundial. El primero (el capítulo segundo, escrito por Paula Bruno) se refiere a las «voces intelectuales entre la I Conferencia Panamericana y la Gran Guerra», es decir, trata en exclusiva del ámbito latinoamericano. Aparentemente, los otros dos análisis guardan más similitudes entre sí por centrarse en el espacio europeo, pero a la postre la impresión resulta engañosa, porque el de Maximiliano Fuentes aborda las actitudes intelectuales en general ante la guerra propiamente dicha, mientras que el de Patrizia Dogliani se refiere tan solo a los intelectuales socialistas y en un lapso posterior: la década de los veinte. Dogliani aborda además directamente una cuestión que no hemos mencionado hasta ahora, pero que constituye un tema recurrente en buena parte de los estudios: cómo se conjugan en cada circunstancia histórica concreta compromiso y patriotismo o, si se prefiere una formulación alternativa, cuál debe ser el ámbito privilegiado de transformación social cuando se acentúa la tensión entre los ideales internacionalistas, por una parte, y las necesidades nacionales, por otra. Esa es la línea medular que atraviesa la contribución de Enzo Traverso en un capítulo, el quinto («Intelectuales judíos y cosmopolitismo») que, aunque ciertamente notable, queda un poco descolgado del conjunto, como un islote sin comunicación con el resto. Otro tanto le pasa a la contribución de Albertina Vittoria, dedicada a estudiar la evolución de los intelectuales italianos en la órbita del Partido Comunista Italiano entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terremoto cultural de 1968.

Llegados a este punto, supondrán –con buen criterio‒ que he dejado para el final las reflexiones sobre el caso español y, probablemente, apostarán a que este queda mejor representado en el libro. Pues relativamente, ¡qué quieren que les diga! Por una parte, yendo a lo tangible, el lector encontrará tres capítulos sobre el compromiso intelectual en las coordenadas españolas, pero no es menos cierto, por otro lado, que son tan disímiles, en todos los sentidos, que difícilmente pueden servir para trazar no ya un panorama general, sino unas líneas comunes a los tres. Juzguen ustedes: el capítulo (el sexto) que firma Ismael Saz, el más generalista, examina el conjunto de las «trayectorias intelectuales» a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, es decir, grosso modo, el tránsito «del liberalismo al antiliberalismo». Se trata, como no podía ser menos, de una visión panorámica, pues incluye, en diversos epígrafes, el 98 y sus secuelas, la Gran Guerra, la República y el primer franquismo. El capítulo escrito por Ángel Duarte (el undécimo) representa todo lo contrario, el análisis de un caso individual y, además, completamente excéntrico incluso para los parámetros españoles: Duarte se ocupa de ese intelectual atípico por múltiples conceptos que fue Carlos Castilla del Pino, ajeno a la universidad, profesional de la sanidad y provinciano, tres rasgos que conformaron una influencia «desde la periferia», concepto que debe entenderse tanto en sentido literal como simbólico. El capítulo (decimosegundo) de Giaime Pala se ocupa del «compromiso político-cultural y antifranquismo» en un ámbito muy concreto –se circunscribe a Cataluña‒, examina sólo una ideología ‒la comunista‒, se limita básicamente a un partido ‒el Partido Socialista Unificado de Cataluña‒ y se mueve en un lapso relativamente corto, entre mediados de los años cincuenta y la Transición (1954-1977). Baste pues esa somera descripción para resaltar hasta qué punto se distancian entre sí las mencionadas contribuciones. Hay otros dos capítulos (el décimo y el decimotercero) que podrían sumarse a los tres anteriores para constituir un gran fresco iberoamericano: el de José Neves sobre el historiador y ensayista portugués António José Saraiva y el de Carlos Aguirre sobre los intelectuales izquierdistas latinoamericanos entre 1959 y 1990. Lo deslavazado de la obra se acentúa así más, si cabe, pues la representatividad de Neves en el contexto del país vecino es bastante discutible, mientras que, en el caso de Aguirre, todo gira en torno a la revolución cubana y sus réplicas regionales.

Así las cosas, poco más puede añadir el reseñista a la hora de establecer un balance. El libro deja una sensación agridulce: tomados de uno en uno, la mayoría de los capítulos se leen con interés sostenido, están bien escritos –aunque a veces algunos autores abusan de esa prosa farragosa que se prodiga en el ámbito universitario‒ y, sobre todo, acusan un alto nivel de elaboración conceptual y base bibliográfica. A la vez, es inevitable una cierta decepción en cuanto al conjunto resultante, como la que se produce ante un plato de ingredientes de alta calidad que no terminan de cuajar o integrarse en un todo armónico. De hecho, cuando uno termina de leer el libro comprende mucho mejor el título que han elegido los editores, ese tan impreciso y ambiguo Ideas comprometidas, o ese subtítulo genérico de Los intelectuales y la política, que, paradójicamente, a nada compromete. En efecto, a los organizadores del volumen les ha fallado en cierta medida el compromiso, es decir, una implicación decidida para confeccionar una obra que proporcionara una panorámica más coherente y homogénea sobre el papel de los intelectuales en el pasado siglo.

Personalmente, los capítulos que me han resultado más interesantes, aun compartiendo la sensación agridulce de la que habla Núñez Florencio en su reseña, son los dedicados a Albert Camus: "Un justo en la ciudad" (páginas 185-204); a Sartre: "Equivocarse con Sartre. El precio de la (in)coherencia o Jean-Paul Sartre" (páginas 205-236); a Carlos Castilla del Pino: "El intelectual comprometido en España (décadas de 1950 a 1970). Algunas consideraciones a cuenta de Carlos Castilla del Pino y de una instantánea" (páginas 257-284); el dedicado a "Los intelectuales de izquierda y la revolución latinoamericana. Sueños y pesadillas (1959-1990)" (páginas 313-344); y el último capítulo del libro, titulado: "Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés" (páginas 345-372). Pero sobre gustos no hay nada escrito... 

Termino esta entrada de hoy, que espero les haya resultado de interés, con unas palabras de Rosa Luxemburgo, citadas en la página 132, que me han impresionado profundamente: "Mi casa es cualquier lugar del mundo en donde haya nubes, pájaros y lágrimas".







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 3 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Nosotros somos los patriotas



Dibujo de Enrique Flores


Cataluña es mestiza y reivindicamos también la España mestiza; estamos hartos de exaltaciones como las de la plaza de Colón. No queremos más redentores ni destructores de la patria o “salteadores de la nación”, escribe el profesor español Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los que no acudimos a la concentración de Colón queremos manifestarnos. Hablo en mi nombre, pero creo que comparto la opinión de cientos de miles de catalanes, y de otros muchos españoles, que no nos sentimos identificados ni con la deriva soberanista ni con el nacionalismo de golpes en el pecho que vimos el domingo en Madrid. Se nos acusa de permanecer silenciosos, pero nos sentimos silenciados. Si vives en Sevilla, Burgos o la Huesca de mi infancia, sacar la rojigualda al balcón no tiene costes. Si eres un empresario de Vic, un funcionario de Barcelona o un empleado de Tarragona, te juegas el negocio, las posibilidades de promoción o la estima de tus colegas y amigos. Unas perspectivas de vida amenazadas por la posibilidad, pequeña y lejana en el tiempo, de secesión de Cataluña, y por la probabilidad, grande y cercana, de conflicto social en esta hermosa tierra.

Nuestra voz no está representada por ningún partido político. Y está manipulada por casi todos. No, no somos equidistantes entre los dos nacionalismos. Somos españoles, porque lo dicen el DNI y todos los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales, habidos y por haber. Y nos sentimos españoles, porque compartimos lazos afectivos y de sangre con el resto de españoles. Y no es porque los apellidos más frecuentes en Cataluña sean todos de origen español —a diferencia de lo que ocurre en Noruega, cuya independencia de Suecia es un ejemplo para los independentistas catalanes, y donde los apellidos eran y son… noruegos—, sino porque compartimos la misma cotidianidad y maneras de vivir. Nos compungimos con las mismas tragedias, como el accidente de Utrera, y nos elevamos con las mismas heroicidades, como tener el sistema de donación de órganos más alabado del mundo. O el gol de Iniesta, que culés y periquitos celebramos con idéntica pasión.

También en Cataluña vemos Dónde estabas..., el programa de La Sexta. No vemos Où étiez-vous... en la televisión francesa o Where were you... en la inglesa. Nuestro marco de referencia es España. Cada jueves noche, españoles de dentro y fuera de Cataluña compartimos la melancolía de los veranos en los que bailábamos las mismas canciones, el orgullo de los avances en el reconocimiento de las minorías sexuales o la vergüenza por el tratamiento mediático del crimen de Alcàsser. Y recordamos, con estupefacción, cómo, desde la llegada de la democracia, hemos pasado de la retaguardia a la vanguardia del mundo avanzado en casi cualquier indicador de calidad de vida.

Pero también nos sentimos catalanes. De una Cataluña que es parte de España. Una parte mestiza, no pura. Los catalanes queremos que niños y niñas aprendan catalán, la historia de España y la propia de Cataluña, que conozcan las canciones de Serrat, pero también las de Llach. Muchos vivimos en Barcelona, una de las urbes más cosmopolitas, y uno de los destinos turísticos más deseados, del planeta. Pero disfrutamos también de la Cataluña rural, ascendemos sus montañas mágicas y honramos sus tradiciones, de los castellers al derecho matrimonial catalán, nos casemos en Montserrat o en un juzgado de El Prat. Cataluña es mestiza. Y, defendiendo ese mestizaje, reivindicamos también la España mestiza.

No somos equidistantes. Somos patriotas. Y ser patriota no es una aséptica adhesión a la Constitución, sino una emoción. Pero una emoción que busca la unión, no la confrontación. Y, en estos momentos, en el debate público español tenemos demasiados salvadores de la patria y pocos patriotas. Si algo aprendimos en el siglo XX es que los salvadores de la patria son quienes destruyen las patrias. No queremos más redentores ni tampoco destructores de la patria o “salteadores de la nación”, como llamó Alfonso Guerra a los independentistas. Estamos empachados de ambos.

Estamos hartos de que los independentistas hayan utilizado el procés para poner bajo la alfombra los problemas reales de los catalanes, de una sanidad pública que exige reformas inaplazables a una política de movilidad urbana que, de momento, ha dejado la ciudad organizadora del Mobile World Congress sin Uber ni Cabify. Un ejemplo palmario de negligencia es la escasa discusión sobre el modelo educativo, más allá, claro está, de los aspavientos de unos y otros sobre el “adoctrinamiento” o la “nostra llengua”.

En estos momentos se está produciendo un debate académico interesante sobre los efectos de la inmersión lingüística sobre lo que de verdad importa a los padres y madres catalanas: ¿cuánto aprenden sus hijos? Y lo que debería importar a políticos y analistas: ¿tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades de todos los niños, o beneficia a quienes tienen más recursos o hablan un determinado idioma en casa? Empieza a haber estudios empíricos, unos mostrando los efectos negativos, y otros los positivos, de la inmersión lingüística. Son estos datos, y la necesidad de elaborar más, y más rigurosos, estudios, lo que debería hacer pivotar la discusión política.

Y estamos hartos de exaltaciones nacionalistas como las de la plaza de Colón. Quienes, en Girona, Barcelona, Lleida o Tarragona, padecemos el desgobierno en Cataluña, quienes somos acusados de traidores y botiflers, quienes vivimos en una burbuja donde tienes que vigilar tus palabras en cada conversación, trivial o profesional, quienes sufrimos en nuestras carnes lo que otros observan desde fuera con la comodidad de los espectadores de un evento deportivo (y la irresponsabilidad de los hooligans), sabemos que manifestaciones como la del domingo, que inevitablemente desatan las pasiones más rancias, son el mejor combustible para el independentismo.

La evidencia está ahí. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut hubo desaprensivos que, a preguntas de periodistas, contestaban algo del tipo “estoy aquí para firmar contra los catalanes”. Y estas expresiones fueron, y siguen siendo, instrumentalizadas por los independentistas: “¿Veis? No nos quieren en España. Tenemos que irnos”. La base del argumentario independentista reposa, en el fondo, sobre la premisa de que los españoles son catalanófobos.

La intención de quienes convocaron la manifestación, y de muchos de los que, con buen espíritu, acudieron a la llamada, no era desatar la catalanofobia. Pero en política no cuentan las intenciones, sino los resultados, que serán los mismos que los de la infausta recogida de firmas contra el Estatut: azuzar el fuego independentista.

Espero que cuando en 2039 veamos ¿Dónde estabas en 2019? nos avergoncemos de la locura nacionalista de unos y otros. Los patriotas debemos rebelarnos.




El profesor Víctor Lapuente Giné



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




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miércoles, 23 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Abstemios y abstencionistas





El filósofo Fernando Savater hacía días atrás un juego de palabras entre abstemios y abstencionistas... Quienes se abstienen en materia nacionalista quieren quedar como héroes de la intemperie y vivir bajo techado. Abstenerse entre nuestros derechos y los radicalismos que pretenden desmontarlos es ser un cínico o un imbécil, señalaba en un reciente artículo.

En su Diccionario del diablo, comenzaba diciendo, Ambrose Bierce define al abstemio como “una persona de carácter débil, que cede a la tentación de privarse de un placer”. Los bebedores, que somos un grupo humano de excepcional tolerancia y amplitud de miras, no tenemos prejuicios contra los abstemios, pese a recordar que Adolf Hitler y Donald Trump figuran en sus filas. No se debe juzgar a un colectivo por sus miembros más defectuosos, tal es nuestro lema. De modo que nada tenemos contra quienes reconocen que no beben porque les sienta mal el alcohol, no les gusta su sabor, padecen dispepsia o se marean enseguida, lo que les lleva a conductas inapropiadas como cantar jotas o confesar desfalcos. Nuestro respeto y compasión fraterna para todos ellos. Pero a quienes no podemos aguantar es a los que para justificar su abstinencia calumnian a la bebida como fuente de todos los males imaginables, violencia familiar, accidentes de tráfico, acoso a vírgenes de ambos sexos, cirrosis, calvicie y otras plagas más. Estos vocingleros pretenden situarse más allá de todas las bodegas de la vida y miran por encima del hombro a quienes consumen plácidamente su aperitivo. No se dan cuenta de que confunden el uso con el abuso y consideran abuso a todo uso que ellos no comparten. Ni que decir tiene que algunos exalcohólicos suelen ser los más intransigentes... lo cual tiene un punto disculpable.

He notado que frente a ese brebaje embriagador que es el nacionalismo se da una actitud parecida. Me refiero ante todo al gremio de literatos y artistas, lo que nuestro padre Hegel llamaba “almas bellas”, es decir, quienes “temen empañar con la acción la honestidad de su interior y que para no renunciar a su refinada subjetividad sólo se expresan con palabras y cuando pretenden elegir se pierden en absoluta inconsistencia”. Ante la droga arrebatadora del nacionalismo, se encabritan como potros que ven una víbora en su camino. No comparten los fervores separatistas del nacionalismo en Cataluña o el País Vasco porque abominan de cualquier planteamiento nacional, sea el que sea. No quieren tener nada que ver con la nación porque siempre contagia y mancha de vulgaridad procelosa a los espíritus superiores. Adscribirse a una nación es cosa anticuada y sumamente peligrosa, que arrastra a los mayores desafueros. Nunca se han sentido españoles, ni un minuto, ni en sueños y por tanto tampoco vascos, catalanes o lo que sea. Todo lo más palpitan por una aldea del recuerdo, un barrio, un paisaje de infancia... Detestan las banderas, cualquiera que sea su juego cromático, porque todas obligan a la bandería y acotan la amplitud sin puertas del campo en la estrechez del terreno para la liza o la batalla. Y todas las fronteras les resultan igualmente odiosas, sea vistas del lado de aquí o del de allá. Ellos se sienten libres de la obligación obnubiladora de elegir que esclaviza a los ingenuos y a los devotos.

Como todo lo individualista suele serme simpático, también siento un momento de cercanía hacia estos estrépitos. Después de todo, tengo escrito un libro titulado Contra las patrias (aunque resulta ser poco abstemio más allá del nombre, la verdad). Pero el postureo estético cada vez me resulta más indigerible. Cosa de los años, sin duda. Pienso que en un mundo en que tantos sufren por culpa de la traición de las palabras, ninguno debemos hacer piruetas (siempre con red, desde luego) con ellas y sobre ellas. Es nuestro deber explicar claramente lo que tenemos por imprescindible, aunque nos haga desmerecer a los ojos más ilusionados. Los abstemios en materia de nacionalismo a los que me refiero son personas inteligentes que sólo se permiten adoptar el disfraz festivo de la insensatez ante los medios de comunicación. Privadamente conocen y valoran su ciudadanía nacional, aunque prefieran disfrutar de sus cívicas ventajas discretamente, sin hacer pedagogía de tales beneficios para aquellos que viven sometidos sin remedio a la devastación populista. Quedar como héroes de la intemperie y vivir bajo techado, ése es su ideal. Los más articulados, para justificarse, nos dicen que naciones, banderas y ardores patrióticos han traído sangre y dolor, lo cual es indudable. Pero también los lazos familiares y el amor son motivo de corruptelas, nepotismo, celos fatales, venganzas, ceguera interesada o simple ridiculez beata y no hay muchos que proclamen: “Nunca me he sentido ni por un minuto padre de mis hijos”, “aborrezco el amor fraterno”, “me da lo mismo mi madre que la del vecino” o “enamorarse es exagerar enormemente la diferencia que hay entre una persona y otra” (esto es de Bernard Shaw, claro).

Uno puede querer a los suyos sin caer en nepotismo ni tampoco volverse nacionalista, lo mismo que todos tenemos apéndice pero no todos padecemos apendicitis (y esto es de Julián Marías, quede constancia). Como señala Timothy Snyder: “Un nacionalista nos anima a ser la peor versión de nosotros mismos, y después nos dice que somos los mejores”. Pero es sensato y muy aconsejable apreciar el Estado de derecho y los símbolos nacionales que lo acompañan porque es el respaldo de la ciudadanía que nos permite la libertad dentro de la igualdad, o sea, “ser diferentes sin temor” (Odo Marquard, última cita, lo juro). Ser abstemio entre las convenciones que consagran nuestros derechos y los radicalismos que pretenden desmontarlas es ser un cínico si la duda es fingida o un imbécil si es falsa.

Pero lo que pretenden sobre todo evitar estos abstemios es que les tomen por gente de derechas, defensores de “lo establecido” (en lo cual, sea lo que fuere, tan favorablemente viven). Ser de izquierdas es optativo, pero no parecer de derechas es obligatorio. Coram populo, la única trinchera segura y aceptable es siempre la que está contra el Gobierno. Por eso nunca olvidarán, si arriesgan alguna crítica al separatismo antilegal en Cataluña, mencionar enseguida el “inmovilismo” de Rajoy. Es algo reflejo, una sinapsis, Pavlov habría disfrutado: si el Gobierno dijese que la tierra es redonda y la izquierda que es plana, ellos dirían que no es plana pero que ya están hartos de la arrogancia de quienes dicen que es redonda. Desde luego, no faltan razones para censurar el inmovilismo gubernamental: en mi opinión, si hubiera actuado con la contundencia debida cuando empezaron los desacatos, algunos personajes o personajillos del procés habrían pasado una temporada en la cárcel y ahora estaríamos hablando de problemas importantes y no del referéndum de nunca acabar. 

Pero claro, concluye diciendo, no es esto lo que los abstemios hubieran querido tampoco. Porque lo que ellos quieren es... pero ¿qué quieren los abstemios, además de agua, mucha agua para lavarse las manos de lo que pasa?



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 25 de julio de 2017

[Pensamiento] La derecha española en el siglo XX





Andrés de Blas Guerrero, catedrático de Ciencia Política en la UNED, realiza en el último número de Revista de Libros la reseña del libro El pensamiento de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración (1898) a la crisis del Estado de partidos (2015) (Madrid, Tecnos, 2016), del historiador Pedro Carlos González Cuevas, segunda edición, corregida y aumentada, de un libro aparecido originalmente en 2005. El autor, comienza diciendo el profesor Blas Guerrero, se ha consagrado en estos últimos años como uno de nuestros primeros especialistas en el estudio de la historia de las derechas españolas. Inició esta empresa con una monografía sobre Acción Española (1998) y la ha seguido con un libro de conjunto sobre el tema desde la Ilustración a nuestros días (2000), una espléndida biografía intelectual sobre Ramiro de Maeztu (2003) y una biografía político-intelectual sobre Gonzalo Fernández de la Mora (2015). No son éstas sino algunas de las principales contribuciones que ha hecho Pedro Carlos González Cuevas a un tema fundamental de nuestra historia política a lo largo de estas décadas.

El libro ahora comentado dedica un primer epígrafe a la crisis de la Restauración, en el que pasa revista al ocaso del conservadurismo liberal representado especialmente por la personalidad de Cánovas del Castillo, al regeneracionismo, a la renovación del tradicionalismo a cargo fundamentalmente de Juan Vázquez de Mella, al primer catalanismo y al espíritu del 98. Quizá pueda ser discutible la inclusión, dentro de este panorama de la derecha en la crisis de la Restauración, del complejo movimiento regeneracionista. Porque si es legítima la introducción en el mismo de autores como César Silió, Julio Senador Gómez o Joaquín Sánchez de Toca, resulta más discutible la relación con la derecha de regeneracionistas que permanecen leales a una tradición progresista o republicana, como es el caso del propio Joaquín Costa, Ricardo Macías Picavea, Luis Morote o Santiago Alba. Y algo parecido podría decirse de la inclusión en este apartado del espíritu del 98. Pese al significado de autores como Azorín o Ramiro de Maeztu, no debería asociarse a la derecha a autores noventayochistas tan representativos de esta generación como Antonio Machado, Pío Baroja o el mismo Miguel de Unamuno. La presencia del primer catalanismo político dentro de la tradición conservadora española parece suficientemente justificada. Con independencia de su indirecta contribución a una modernización política de la vida española, tal como señaló Vicente Cacho, resulta evidente el peso de una cosmovisión tradicionalista y de un influjo maurrasiano en hombres como el obispo Josep Torras i Bages y un político e intelectual tan importante como Enric Prat de la Riba. La consideración de este momento histórico se cierra con el examen de la renovación del conservadurismo llevada a cabo por Antonio Maura. En este apartado quizá se eche en falta una mayor atención a los escritores neocatólicos como inspiradores de una tradición nacional-católica que, vía Menéndez Pelayo, concluirá en los años treinta en el discurso político-intelectual de los hombres de Acción Española.

Continúa el libro con la revisión del conservadurismo autoritario en el período que va de la Primera Guerra Mundial al fin de la dictadura de Primo de Rivera, en la que pasa revista, fundamentalmente, a la actitud de los intelectuales ante el nuevo conservadurismo (Azorín, José María Salaverría, Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset). Es posible que la dictadura primorriverista hubiera merecido una atención más detallada a la vista de su influjo posterior en el régimen de Franco. Por lo que hace al momento de la Segunda República, el autor fija su interés en el fracaso en la formación de una derecha republicana más allá de los trabajos de Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Melquíades Álvarez y, probablemente, también los ligados a la acción del Partido Radical. En este sentido, se llama la atención sobre el fracasado intento de Ortega y Gasset de poner en pie una opción de derechas compatible con la democracia de los años treinta. Se centra la atención después, en el grupo de Acción Española, en el entorno cultural de la CEDA, en el fascismo español expresado en la obra de Ramiro Ledesma Ramos, Ernesto Giménez Caballero y José Antonio Primo de Rivera, así como en los que el autor califica de «solitarios» del pensamiento derechista español antirrepublicano (José María Salaverría, Salvador de Madariaga y Eugenio D’Ors).

El estudio de la derecha en el régimen de Franco está orientado al estudio del difícil sincretismo ideológico que, presidido por los manejos del dictador, aglutina a los teóricos de la Falange, a los autores nacionalcatólicos, a la derecha monárquica, a los teorizadores del Estado tecnoautoritario y a la débil oposición conservadora a la dictadura. Pasa revista a continuación a la sustitución del falangismo como consecuencia fundamentalmente de la coyuntura internacional y su sustitución por un catolicismo político desbordado por la propia evolución de la Iglesia católica. Nacionalcatolicismo y falangismo residual habrían de ser finalmente sustituidos por un ánimo tecnocrático, por el impulso al crecimiento económico y al «Estado de obras», en la difícil empresa legitimadora de la dictadura. Llama la atención el estudio en este momento sobre la relativa facilidad de un proceso de transición a la democracia como consecuencia de la vitalidad de una sociedad civil que no había sido anulada por el peso de una dictadura totalitaria que la evolución del franquismo había transformado en autoritaria. Como se ha señalado en alguna ocasión, la inexistencia de un Estado de Derecho en el franquismo no implicaba la inexistencia de un Estado con Derecho susceptible de evolucionar hacia un orden liberal-democrático.

A partir de este momento aborda brevemente Pedro Carlos González Cuevas el estudio del complejo y difuso pensamiento político ligado a la UCD, caracterizado por la amalgama de corrientes ideológicas no siempre fáciles de compatibilizar. Se estudia después la etapa dominada por el liderazgo de José María Aznar en el seno del Partido Popular y la existencia de otras manifestaciones de una derecha de propensión autoritaria que se manifiesta en lo fundamental a través de una acción de carácter cultural. El libro se cierra, en la presente edición, con un nuevo capítulo sobre la etapa política dominada por los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y la acción de un Partido Popular bajo la dirección de Mariano Rajoy que concluye en un vacío doctrinal por parte de la derecha española.

El autor recorre todas estas etapas con precisión y buena información. Por lo que hace a esta segunda circunstancia −la de la información−, el lector puede, sin embargo, echar en falta un manejo más pormenorizado de la gran prensa diaria identificada con la derecha, una fuente de conocimiento quizá más productiva que alguna de las publicaciones doctrinales manejadas por González Cuevas. En todo caso, la utilización de estas últimas permite al autor una informada aproximación a la evolución de una derecha radical en estos últimos años.

Debe destacarse, concluye diciendo Blas Guerrero, y así se subraya en el libro de Pedro Carlos González Cuevas, la recuperación realizada por el PP, atribuible fundamentalmente a José María Aznar, de una tradición liberal española, lo que permitirá a la derecha enlazar con una línea de interpretación de nuestro pasado que la ha liberado en buena medida de su conexión con la dictadura franquista y su traumático origen en la Guerra Civil. Se trata, en definitiva, de un libro de alta divulgación, escrito con claridad, que ayudará al lector informado, y no solamente al especialista, a una aproximación a la complejidad del pensamiento político de la derecha española a lo largo del siglo XX. Un libro que pone de manifiesto una vez más que las buenas síntesis están únicamente al alcance de aquellos especialistas que tienen a sus espaldas un conocimiento detallado y un estudio pormenorizado de las cuestiones abordadas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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