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sábado, 18 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La mujer del césar. (Publicada el 22 de junio de 2009)



La viuda y los hijos de Eduardo Puelles. 20/6/2009


Llevo varios días de absoluta sequía anímica para enfrentarme a la pantalla en blanco del portátil. Un poco antes del asesinato del inspector de policía Eduardo Puelles por esa pandilla de mafiosos que conforman ETA, tenía medio esbozado un comentario que se iba a titular "¿Por qué detesto el nacionalismo?". Ya no voy a escribirlo. No deseo que nadie piense que presupongo una relación causal entre el nacionalismo vasco, -en este caso-, y ETA. Me niego rotundamente a hacerle el juego a ninguno de los dos. ETA no es más que una organización mafiosa sin más objetivo que sojuzgar al pueblo vasco, al nacionalista y al no-nacionalista, en su propio interés, que confieso ignorar cual pueda ser. Pero saben, aun siendo despreciables los mafiosos etarras, me merecen mucho más desprecio quiénes les jalean y apoyan desde las instituciones, las urnas, las pancartas, las manifestaciones, los insultos y las amenazas. Estos últimos son doblemente cobardes porque se aprovechan de las libertades que les otorga una democracia en la que no creen. Pero no lo conseguirán. Como ha dicho con enorme entereza y valentía la mujer del policía asesinado, lo único que han conseguido es dejar a dos hijos huérfanos y a una mujer viuda. Y no van a conseguir nada más.

Irán es otra de las cuestiones que me tiene ensimismado. De niño, en Madrid, vivía muy cerca de la Embajada Imperial del Irán, en la avenida de Pío XII. Eran los tiempos del Sah y sus encantadoras esposas, y de los fastos de la coronación en Persépolis. Que el Sah era un sátrapa a la antigua usanza lo supe mucho más tarde. Pero también es cierto que llevó a su país a unas cotas de modernización que no había conocido nunca antes, aunque no seré yo quien se atreva a sugerir que todo tiempo pasado fue mejor. Desde mi inocencia, mantenía una curiosa relación de amistad y buena vecindad con el personal de la Embajada, incluyendo al embajador y su familia, que me regalaban libros, cuentos y folletos turísticos de su país en cada visita que les hacía . Es agua pasada, claro está, pero estos días recuerdo aquellos momentos con cariño, y estoy convencido de que la ola de libertad que se ha levantado en Irán es el prólogo irreversible del principio del fin del régimen teocrático impuesto por los imanes y que el pueblo iraní, más pronto que tarde, recuperará la libertad que sin duda merece.

En El País de hoy el escritor Julio Llamazares ha publicado un artículo: "Lectura estética de las últimas elecciones", que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, y que no se como calificar, si como irónico o como sarcástico, sobre la utilización del resultado de las mismas por parte del PP del Sr. Rajoy, -¿hay otro PP que no sea el del Sr. Rajoy?-, como salvoconducto de prácticas corruptas. Sin librar de crítica al partido del gobierno ni a toda la clase política española en su conjunto. A mi, lo digo con toda sinceridad, más miedo que el PP del Sr. Rajoy, muchísimo más, me dan sus votantes de Madrid, Valencia, o Canarias.

Casualmente, el sábado pasado me dio por ojear un viejo y estupendo libro del sociólogo norteamericano V.O. Key: "Política, partidos y grupos de presión" (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962) , que había leído hace al menos treinta años. Apenas iniciado, en las primeras líneas de su capítulo preliminar, afirma Key con rotundidad: "La Política no es más que la lucha por el poder". Una verdad que solemos olvidar, presos de la ingenuidad.

Dice un antiguo adagio que "la mujer del César no sólo tiene que ser honesta sino parecerlo". No creo que esa sea la situación actual en nuestro país. Para mí, la clase política española, salvo excepciones personales concretas, cada vez se parece más a un decadente prostíbulo lleno de viejas putas, dicho con todo el respeto debido a las putas, ya sean éstas viejas o jóvenes. HArendt



Ruinas de Persépolis, Irán


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domingo, 8 de diciembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Por qué el español es nuestra lengua común





El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensado en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El Especial de este domingo está escrito por Juan Claudio de Ramón, licenciado en Derecho y Relaciones Internacionales por ICADE y en Filosofía por la UNED, e interesado especialmente en la historia de las ideas políticas, el federalismo, el nacionalismo y el futuro de España y de Europa, y en él sostiene sin ambages que la persistencia de la propaganda nacionalista en que el español es una lengua sin raíces en Cataluña o País Vasco, importada y ajena, es algo que no se corresponde con la historia filológica de España.

"Dos libros de lectura reciente -comienza diciendo De Ramón- me han ayudado a comprender de forma cabal la historia de la convivencia de lenguas en España. El segundo ha dado cimientos fuertes a una creencia que yo ya tenía. La lectura del primero ha tenido para mí efectos emancipatorios. Empecemos con él. Se trata del El rumor de los desarraigados: Conflicto de lenguas en la península ibérica, del lingüista Ángel Lopez García-Molins. El carácter subversivo de la obra, Premio Anagrama de Ensayo en 1986, lo barruntó el exlíder independentista catalán, Ángel Colom: "un libro muy peligroso", dijo. ¿Por qué? Porque a través de una indagación filológica higienizada de ideología, López desarmaba la mentira con que el establishment nacionalista intenta polinizar la conciencia de los catalanes: que el español es una lengua sin raíces en Cataluña, ajena, importada, ilegítima; la lengua de los otros, en suma.  

Ante lo errado de esta doctrina, y advertido de que los españoles carecen de información clara respecto de la historia de la que, en la mayoría de casos, es su lengua materna, López desarrolló su tesis. Parte de asumir que castellano y español no son, como suele creerse, sinónimos. En sentido técnico, el castellano fue un dialecto centropeninsular, como el leonés o el navarro-aragonés. El español era otra cosa: una lengua de urgencia que hablantes de vasco, es decir, los únicos peninsulares que no disponían de un romance, articularon para entenderse con sus vecinos.

Esto es: el español nace como un latín mal aprendido con fuertes influjos del euskera, en un área de frontera vascoparlante. Conjetura consistente con el hecho de que el primer testimonio escrito de la nueva lengua coincida con el primer registro del euskera: las glosas emilianense conservadas en el monasterio de San Millán, en La Rioja. Ahí tenemos, en el siglo X, al primer bilingüe conocido en euskera y español: el monje copista que hace acotaciones en una y otra lengua mientras escudriña un texto latino. A partir de ahí, el español, esa koiné central, simplificada y sin adscripción nacional, se extiende por el Norte de España como un rumor de desarraigados, de hombres y mujeres sin raíces locales o espaciales fijas: peregrinos, cruzados, mercaderes, frailes, mesnadas reales y gente llana llamada a repoblar los burgos ganados a Al-Andalus, que arrastraban consigo un nuevo vehículo comunicativo, una lengua que era de todos y de ninguno.

Es decir, frente a la tendencia a pensar que el castellano fue primero la lengua de Castilla que después se impuso, por fuerza o grado, al resto de territorios españoles, López ofrece pruebas filológicas para afirmar que el "castellano" nace ya como lengua común, es decir, como español, y conoce su primera expansión cuando Castilla carece de importancia política. Cuando más tarde, al calor del apogeo militar, político y económico de Castilla –reino que ha adoptado la koiné como cosa suya y le ha dado ortografía– toda la nobleza peninsular empiece a hablar y escribir en esa lengua común –sin por ello abandonar las otras: nadie piensa aún en los maniqueos términos del nacionalismo–, el proceso de expansión se completa.

La prueba palmaria de esta realidad se encuentra en el testimonio de un anónimo que en 1559 publica en Lovaina una gramática de la koiné. En el prólogo, discutiendo las lenguas que en España se hablan, y tras mencionar la "vazquense", la "aráviga" y la catalana, alude a la que será su objeto de estudio: "El quarto lenguaje es aquel que io llamo Lengua Vulgar de España porque se habla i entiende en toda ella generalmente i en particular tiene su asiento en los reinos de Aragón, Murcia, Andaluzía, Castilla la nueva i vieja, León i Portugal; […] A esta que io llamo Vulgar, algunos la llamaron Lengua Española".

¡Hablada y entendida en toda ella generalmente! ¡En 1559! Porque 1559, conviene notarlo, está a dos siglos de distancia de la Nueva Planta y a cuatro de Franco. En suma, si bien es cierto que en la Edad Moderna el español ha sido a trechos idioma impuesto, lo que no podrá decirse es que haya sido nunca un idioma extranjero. Una parte esencial de la historia de las comunidades bilingües españolas está escrita, sin violencia, en español, en la koiné, en esa Lengua Vulgar de España, que a todos pertenece.

Para corroborarlo, acudamos al segundo libro invocado: Otra Cataluña: Seis siglos de cultura catalana en castellano, de Sergio Vila-Sanjuán (Destino, 2018). Escrito por un gran cronista de Barcelona, el libro documenta cómo durante seis siglos, los que van de Enrique de Villena a Eduardo Mendoza, una parte fundamental de los creadores catalanes han utilizado el español como vehículo de expresión, y que solo al precio de una mutilación terrible de la propia herencia, se puede pretender ocultar la condición bilingüe de Cataluña en su historia.

Dos libros, por tanto, complementarios. Sus autores se citaron hace poco en una jornada sobre convivencia lingüística en Barcelona organizada por Societad Civil Catalana. Desde el público se preguntó: ¿castellano o español? Mientras López manifestaba su preferencia por "español", y subrayar así su condición de lengua común entre españoles, Vila-Sanjuán se acogía al razonable argumento de que al llamarlo "castellano", liberamos la categoría "español" para las restantes lenguas del país, que serían igualmente españolas. Dos puntos de vista sensatos, aunque si me preguntan a mí, últimamente me inclino por "español": la razón es que al decir "castellano", convertimos, subliminalmente y a oídos de gallegos, vascos, navarros, catalanes, valencianos y baleares, la lengua común en la "lengua de los castellanos", es decir, en la lengua de los otros. Cosa que, como hemos explicado, históricamente no se corresponde con el itinerario histórico de la koiné. 

En cualquier caso, ambos usos son corrientes y no hay obligación de escoger. Lo importante es conservar el afecto por esta inveterada lengua franca entre españoles, que el azar de la historia hizo potente koiné internacional, y hacer lo posible por que quien lo haya perdido, lo recupere. Naturalmente, el resto de lenguas que se hablan en nuestro país también son españolas y la democracia del 78 así lo supo reconocer.

Aunque se le regateen sus méritos, el aprendizaje plurilingüe del Estado en estos años ha sido notable. Cuando algunas personas hemos pensado que era hora de culminarlo y desarrollar normativamente el artículo 3 de nuestra Constitución, a fin de regular los derechos de los hablantes y poner fin a las amargas disputas lingüísticas entre ciudadanos y administraciones, hay quien ha sospechado que, queriéndolo o no, una ley de lenguas podía terminar rebajando el estatus de lengua común para el español, dando otra victoria a los nacionalistas.

No comparto esa suspicacia pero la comprendo: el cariz excluyente de las políticas lingüísticas de las comunidades bilingües –en grado variable y con Cataluña a la cabeza– ha escalado tales cotas de sinrazón que buena parte de la opinión publica no entendería que el Estado profundizase en su compromiso con el plurilingüismo si antes las comunidades no dan marcha atrás en políticas que deliberadamente buscan poner un estigma al uso del español; a esa Lengua Vulgar de España, hebra principalísima con la que se tejió la historia cultural de los españoles, también, lo sepan o no, la de quienes no quieren serlo". 





Bosque de laurisilva en La Gomera. Islas Canarias, España



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miércoles, 4 de septiembre de 2019

[NUESTRA EUROPA] Extrema derecha. El club de la discordia



El ministro del Interior italiano Matteo Salvini (Foto de Yara Nardi, Reuters)


Los desencuentros entre los países son cada vez mayores, pero aunque a veces parezca el club de la discordia, a pesar de todo, la Unión Europea sigue funcionando razonablemente bien, escribe Dirk Schümer, corresponsal para Europa del diario alemán Die Welt.

La solidaridad recíproca entre los distintos países de Europa no pasa por su mejor momento, comienza diciendo Schümer. Numerosos europeos occidentales reniegan de la derecha nacionalista de Polonia y Hungría. Ya durante la crisis del euro, cuando en Grecia se exhibían imágenes de la canciller Angela Merkel en uniforme nazi y se quemaban en público banderas alemanas, se endureció el tono contra la supuesta arrogancia de una Alemania económicamente todopoderosa. La política de fronteras abiertas de Merkel ha azuzado todavía más los ánimos contra Alemania en muchos lugares. El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, se ha despachado verbalmente contra los buenistas alemanes que, a sus ojos, desprecian la soberanía y las leyes italianas.

Podría seguir y seguir con la lista de conflictos intraeuropeos: muchos catalanes desprecian a la Unión Europea (UE) porque no ha querido zanjar su conflicto con el poder central. Incluso en Bruselas, funcionarios y políticos se indignan con los “europeos orientales” que se embolsan mucho dinero de los fondos estructurales, pero no muestran solidaridad alguna a la hora de acoger a inmigrantes.

Sin embargo, en las cumbres de la Unión Europea no se oye nada de que estos mismos países pierden de forma masiva a sus médicos e ingenieros, que los abandonan por trabajos mejor remunerados en los Estados de Europa septentrional y occidental, lo que amenaza con la miseria a muchas zonas de Bulgaria, Rumanía y Croacia.

En estos tiempos turbulentos, la Unión Europea actúa —incluso dejando fuera el caos del Brexit— como un club de la discordia organizada. Si la UE fuera un club de fútbol, las disputas entre la delantera y la defensa, los entrenadores y el presidente hace ya tiempo que habrían precipitado su descenso. De forma sarcástica, también se puede defender la conclusión contraria: que a pesar de la rampante desconfianza y los reproches mutuos, la Unión Europea sigue funcionando pasablemente; además, el hecho de que pese a toda la gresca se hayan podido poner de acuerdo para elegir una nueva presidenta de la Comisión es casi un milagro y un indicio de que la formidable idea básica de la cooperación transnacional es más fuerte que el egoísmo nacional.

Y, al contario, también podríamos preguntarnos alguna vez con calma si, personalmente, somos ajenos a los prejuicios nacionales que se deslizan en las noticias e incluso en los comunicados gubernamentales. Hace poco me preguntó irónicamente una francesa qué tal me iba, como alemán, en Italia, “el país de Salvini”. Mi digna respuesta —“en las elecciones presidenciales francesas el Frente Nacional de Marine Le Pen ha recibido el doble de votos que la Liga Norte de Salvini en Italia”— fue rechazada con grandeur por la dama: “Son cosas completamente distintas”, observó.

Es precisamente esta manera de pensar la que termina socavando la Unión Europea. Quien considera que para sí y para los suyos rigen otras normas que para “los otros”, quien quiere solo para sí lo ancho del embudo, está profundamente preso de una estrecha forma de pensar nacional.

Por eso no debería ser ninguna sorpresa que los italianos teman más a la inmigración masiva a través del Mediterráneo que los irlandenses, daneses o letones. Es en Italia donde desembarcan los migrantes. Lo mismo puede decirse de la solidaridad que se exige a los europeos orientales a la hora de acogerlos. ¿Por qué Estados como Bulgaria, que sufre la sangría demográfica de sus ciudadanos mejor formados, debe hacerse cargo de numerosas personas sin formación, que a fin de cuentas acuden atraídos por Europa occidental? Todos debemos cuidarnos de las cómodas generalizaciones nacionales.

Un ejemplo más: no hay “polacos populistas”, porque no todos los ciudadanos de Polonia, ni de lejos, han votado al partido Ley y Justicia. Y, al mismo tiempo, una ojeada al sangriento pasado polaco, con las ocupaciones nazi y soviética, nos ayuda a entender la mayor desconfianza de Polonia a un poder central que dé órdenes desde el extranjero. Lo mismo ocurre con todas las naciones de la UE y sus historias divergentes. Cada país es distinto, funciona de forma distinta, reacciona de manera distinta. Eso es precisamente lo fascinante de la UE. Si reducimos esto a un tosco relato sobre Oriente y Occidente, sobre derecha e izquierda, sobre el bien y mal, la Unión Europea ya ha perdido su diversidad.



La Victoria de Samotracia. Museo del Louvre, París



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miércoles, 29 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El opio del pueblo






A las nueve menos cuarto de una mañana de mediados de mayo de 2008 he dejado a mi hija en su trabajo, en la ciudad de Telde, y espero leyendo el periódico en el aparcamiento de ALCAMPO a que abra el comercio para hacer unas compras. A las nueve en punto escucho en el boletín de noticias de la SER los gritos de algunas personas llamando traidores a Rajoy y Gallardón y pidiéndoles que se marchen del PP... Unos momentos antes he leído dos artículos en El País: "Identidad", de la escritora Elvira Lindo, y "El Dos de Mayo y la nación", del insigne catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortella. Con esos mimbres, no me cuesta mucho hilvanar la digresión de este día...

Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho", de G.W.F. Hegel, donde Karl Marx deslizó esa frase suya, que ha hecho fortuna, acusando a la religión de ser "el opio del pueblo". Aunque descreído total, no me atrevería yo a tanto. Sí, en cambio, a estas alturas del siglo XXI, cada vez estoy más convencido que el "opio del pueblo" de esta época que nos ha tocado vivir es algo muy parecido a lo que hoy representa el nacionalismo; de cualquier tipo. O lo que es lo mismo, todo aquello que ponga la patria, la nación, el estado o el partido por encima de las personas y los ciudadanos, añado yo para no confundir.

Hay una frase en el artículo de Elvira Lindo que suscribo plenamente, la que dice que "los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica (el nacionalismo, la identidad racial o lingüística o de patria, esto es mío), estamos deslegitimados." Para aclararnos, Elvira Lindo está criticando el análisis del presidente del gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, cuando dice lamentarse "del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca". Es decir, que para él, el asunto principal es la identidad vasca (o catalana, o canaria, o española); y el muerto es lo anecdótico...

El artículo del profesor Tortella analiza el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario estamos conmemorando. Comparto con él que "una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales". No sé si eso quiere decir lo mismo que ese "patriotismo constitucional" al que apelaba en su primera investidura el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, tomándolo prestado del concepto de "republicanismo cívico" elaborado por Philip Pettit. Pero si no lo es, se le parece bastante.

Dice el profesor Tortella que para los revolucionarios americanos (1776) y los franceses (1789) el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía".

Lo mismo pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz, al decir en su artículo primero: "La Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Y con ello la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían por vez primera en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia...




Elvira Lindo


Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, comienza diciendo la escritora Elvira Lindo, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida. (El País, 21/5/2008).




Gabriel Tortella


Con sentimientos encontrados, dice por su parte el historiador Gabriel Tortella, se está celebrando el segundo centenario del Dos de Mayo; los sentimientos son encontrados porque mientras los que lo celebran en general lo hacen atribuyéndole el origen del sentimiento nacional español, otros no lo celebran precisamente por esa razón: porque les parece que el nacionalismo español no es digno de encomio sino de execración. A las personas que, como yo, que creen que una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales, tales celebraciones les parecerán deseables si estiman conveniente la existencia de tal nación. Conversamente, a las que no les parece conveniente no compartirán el júbilo de tales conmemoraciones.

En mi modesta opinión, los españoles que no se sienten tales y que quieren demoler o trocear el país son como los pasajeros de un barco que quisieran desguazar la nave en plena travesía y construirse ellos otra a su gusto con los materiales del desguace y con total indiferencia acerca de la suerte de sus compañeros de travesía, alegando con insuperable frivolidad que "no se sienten cómodos" en el navío que los transporta. Y los que los dejan hacer para no ser llamados centralistas, o para no herir susceptibilidades, se me antojan dignos tripulantes de "la nave de los locos".

Todo ello no es óbice para que en ocasiones las manifestaciones que se hacen sobre la nación española y el Dos de Mayo me parezcan desorbitadas y algo pueblerinas. A menudo se habla y se escribe como si el único nacionalismo que hubiera aparecido sobre la faz de la Tierra a principios del siglo XIX fuera el español. En realidad se trata de un fenómeno universal, o casi. El término "nación" es utilizado por los revolucionarios franceses en un sentido muy diferente del que hoy se le concede: los revolucionarios contrastan "la nación" como conjunto de ciudadanos libres e iguales frente a la monarquía del Antiguo Régimen cuyos componentes eran súbditos no libres, sino sometidos a la voluntad de un monarca. El término "nación" de los revolucionarios franceses se asimilaba más al actual de "democracia" o de "ciudadanía" o de "pueblo" en el sentido de la Constitución de Estados Unidos (We, the People) que a la acepción tribal o comarcal, cuando no racista, que adquirió más tarde y que casi siempre tiene ahora.

Lo original del Dos de Mayo español y del alzamiento en armas que siguió fue que se luchó contra el invasor francés haciendo uso de los conceptos y la retórica que la Revolución Francesa había alumbrado. Cierto es que en el alzamiento hubo diferentes idearios, y que en unos dominó la xenofobia, el apego a la monarquía y la religión tradicional, mientras que para otros la nación española significaba un país moderno y constitucional de ciudadanos libres e iguales. Pero contradicciones hubo en todas partes: los propios franceses eran una mezcla de súbditos imperiales y republicanos jacobinos, y muchos de los que vitoreaban al Emperador poco después aceptaron de buen grado ser siervos de la monarquía restaurada. Lo mismo ocurrió en toda Europa: la simpatía hacia el igualitarismo y la libertad proclamados por la revolución se mezclaban con el odio al invasor y al héroe tornado déspota: recordemos que Beethoven dudó si dedicar o no su Sinfonía Heroica a Napoleón.

El Estado-nación es producto de la gran revolución moderna que se inicia en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII y que se generaliza un siglo más tarde con la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, que, en realidad, es una Revolución Europea. Todo esto ya lo establecieron hace medio siglo Louis Gottschalk y Jacques Godechot, entre otros. Lo interesante del caso español no me parece ser su pugna por ser una nación moderna en el siglo XIX. Eso les ocurre a todas, empezando por Francia, e incluyendo a las anglosajonas, donde también hay una larga y compleja pugna por la modernidad.

La originalidad española estriba en que, siendo un país atrasado económica e intelectualmente a comienzos del siglo XIX, lucha con una gallardía extraordinaria por preservar su identidad a la vez que se esfuerza por adoptar y adaptar lo mejor del programa revolucionario: el parlamentarismo, la Constitución, la soberanía popular, las libertades básicas. Lo que España logra en ausencia de Fernando VII y en nombre de ese "rey felón" es algo que se antoja muy por encima de sus flacas fuerzas económicas, sociales y militares: combatir a la potencia hegemónica con sus mismas armas intelectuales y políticas. Que la hazaña estaba por encima de su fuerza real lo prueba la dificultad con la que a lo largo del siglo XIX se alcanzó el ideal político de las Cortes de Cádiz, el continuo tejer y destejer constitucional y la propensión al golpe de Estado. La lentitud del progreso económico llevó consigo el estancamiento social y político.

La paradoja absurda es que hoy, alcanzada la madurez social y económica, contemplemos con indiferencia cómo se intenta derrocar piedra a piedra un edificio tan trabajosamente construido.
(El País, 21/05/08)







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Publicada originariamente el 21/5/2008
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miércoles, 9 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobre identidad y nacionalismo






En recientes estudios sobre el nacionalismo, concretamente sobre el nacionalismo español, apunta con fuerza la tendencia a considerar como una misma realidad nacionalismo y sentimiento nacional, es decir, a considerar que el sentimiento de quienes con más o menos precisión se sienten españoles no es sino una forma de nacionalismo, escribe el abogado José María Ruiz Soroa, nacionalismo que no se percibe como tal por estar amparado y diluido en un Estado de larga duración, por lo que tendería a vivirse poco menos que como “natural” o “de sentido común”. Pero, continúa diciendo, algunos estudiosos consideran, que aunque sea como “nacionalismo banal”, ese sentirse españoles (o vascos o catalanes) es también y en el fondo nacionalismo, con lo cual, prácticamente toda la población sería nacionalista de alguna nación, concluyen. 

Esta idea confunde dos realidades muy diversas y, sobre todo, convierte en inexplicable la existencia y perduración de España como comunidad política. Por un lado, no tiene en cuenta que el nacionalismo incluye necesariamente un elemento dogmático o doctrinal característico, el de la exclusividad. Las naciones de los nacionalistas son por definición excluyentes de cualquier otra, de manera que una persona y un territorio sólo pueden corresponderse con una nación. Esta exclusividad se traduce en la noción de soberanía, entendida a la manera antigua de Bodino: la nación aspira a ser soberana, a constituirse como la última y única fuente de poder constituyente para una sociedad concreta. En términos más concretos, una persona no puede ser a la vez nacionalista española y nacionalista vasca. 

Bueno, pues resulta que muchas personas, dos de cada tres en el País Vasco (tomo los datos del Euskobarómetro de otoño 2018) se sienten a la vez vascas y españolas, aunque sea con intensidad diversa de ambas identidades (igual en la mayoría). Y esta identificación nacional subjetiva se produce tanto entre los sujetos nacionalistas como en los no nacionalistas: el 65,3% de los votantes del PNV se sienten de ambas identidades, sólo el 30,2% se siente exclusivamente vasco. Les ahorro parecidas encuestas de otras naciones, nacionalidades y regiones españolas. Y, ¿qué significa esto? Pues si no me equivoco mucho, significa precisamente que por ser la de nación una realidad social construida o imaginada sobre la base de sentimientos e ideas, no una realidad objetiva derivada de datos naturales, las personas somos perfectamente capaces de sentirnos miembros de más de una nación, de identificarnos como miembros de más de una comunidad simbólica de pertenencia y afectos. La idea de soberanía exclusiva no nos atenaza con su dualismo inexorable porque los sentimientos nacionales no son pura ideología (como sí lo es el nacionalismo) sino una construcción personal lábil y barroca que cada uno construye a su gusto, o al gusto de sus recuerdos e infancias. Sólo cuando a las personas se les fuerza en situaciones de polarización empiezan a construir su sentimiento nacional como exclusivo o antagónico, en situaciones normales pueden hacer perfectamente lo que los nacionalismos no pueden: poseer varias naciones. ¡Y allá cuidados con la soberanía y el poder constituyente, uno no vive cotidianamente en un cielo dogmático! 

La sociedad que habita en ese ámbito territorial que denominamos España se siente mayoritariamente como parte integrante de una comunidad política y cultural muy vieja, pero también de otras más pequeñas comunidades, tanto culturales como políticas, igual de viejas y más próximas a su ámbito de experiencia (no sólo naciones, sino también ciudades y pueblos). Y no encuentra ninguna contradicción en ello porque en general no es nacionalista, sino sólo nacional. Y de varias cosas a la vez. Es más, todos los estudios sobre la cuestión han destacado desde antiguo la elevadísima fuerza que tiene el sentimiento de identificación subestatal en el caso de los españoles, algo llamativamente característico en Europa. No es algo en absoluto exclusivo de las consideradas como naciones propiamente dichas (Euskal Herria o Cataluña), sino que aparece con igual o superior pujanza para Extremadura o León. El español es característicamente muy territorial en sus identificaciones sentimentales, e incluso a veces construye su idea de España no directamente sino a través o por medio de su tierra próxima. 

Si todos esos abigarrados, mezclados y superpuestos sentimientos nacionales fueran de verdad nacionalismo en sentido estricto, España habría dejado de existir hace mucho. Porque serían incompatibles, cada uno reclamando angustiado su plaza exclusiva en ese lugar llamado soberanía y dando codazos eslovenos al otro. Y no es así, lo demuestra la historia. Mientras no se polaricen por la pasión estúpida de los dogmáticos, los españoles convivimos con nuestras variadas pertenencias sin necesidad de recluirnos en nuestras ínsulas. Discutimos sobre la distribución del poder, pero eso es normal en toda sociedad compleja y no nos debe llevar a caer en la unidimensionalidad nacionalista. Es la que peor se adecua a España. Incluso para entenderla.



Plaza de España, Madrid

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miércoles, 22 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Atila, a las puertas de Europa





Las elecciones europeas de mayo pueden tener consecuencias desastrosas para el destino de Europa. La posibilidad más que real del rapto de Europa por los fascistas está a las puertas. Lo dice en El País Massimo Riva, analista político de La Reppublica, el más prestigioso de los diarios italianos.

¡Por fin!, comienza diciendo Riva. Ha hecho falta cierto tiempo para que las advertencias sobre las convulsiones de la política europea capturasen las mentes y los corazones de la intelectualidad continental. Y hace al menos un par de años que varios países de Europa del Este —encabezados por la Hungría de Viktor Orban— lanzan peligrosos ataques contra los valores fundacionales de la Unión Europea, y el primero de todos, la defensa de las libertades políticas a través del Estado de derecho. Y además, en el delirio autocrático del viktador de Budapest,con el propósito de reivindicar un futuro común para la UE bajo la bandera de la “democracia iliberal”, un oxímoron político tras el que no es difícil vislumbrar el empeño agresivo de fomentar el regreso de una de las bestias más sanguinarias y destructivas de la historia reciente de Europa: el fascismo.

La próxima renovación del Parlamento de Estrasburgo —se votará en mayo— es lo que ha empujado a las conciencias más despiertas a hacer un llamamiento desesperado. Desesperado con razón, porque las elecciones de mayo pueden tener consecuencias desastrosas para el destino de Europa. Un éxito de los movimientos nacionalistas y soberanistas no solo indicaría el fin del camino unitario —con todas sus vacilaciones— recorrido hasta aquí, sino también el regreso a un modelo de relaciones conflictivas entre los Estados, que volvería a colocar a Europa a merced de aquella maldición secular tan bien sintetizada en el célebre aforismo de Carl von Clausewitz: la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.

Ahora bien, para que la señal de alarma de estos doctores por fin resucitados no se quede en nada, hace falta que se transforme en una bandera de batalla, en primer lugar por parte de las fuerzas políticas organizadas que tienen sus raíces culturales en la democracia y el Estado de derecho. Con los fascistas a las puertas, no queda ya tiempo para pararse a pensar qué cosas dividen a los socialistas de los liberales y los populares. Y, una vez más, la solución está sobre todo en Alemania. Allí se dice que Angela Merkel está meditando sobre la posibilidad de presentarse como candidata a la presidencia de la Comisión Europea, una decisión que tal vez se debe a motivos tácticos y específicos de la política alemana. El cuarto mandato está resultando complicado para la canciller, y la posibilidad de que un hombre del Bundesbank suceda al frente del BCE a Mario Draghi está encontrándose con mayores resistencias de las previstas. Esta situación quizá haga aconsejable impulsar una candidatura alemana no en Frankfurt sino en Bruselas, donde podría comenzar con fuerza, entre otras cosas, porque ya hoy Merkel encabeza una coalición entre las dos principales familias políticas europeas, la popular cristiana y la socialdemócrata.

¿Pero tendrá la Kanzlerin la fuerza necesaria para dar dimensión europea a sus ambiciones? ¿Estará dispuesta a dejar claro que el propósito de la operación es oponerse al bloque soberanista? Para que tenga éxito, convendría despejar el terreno de varias ambigüedades que resultan embarazosas. Por un lado, es indispensable que Merkel abandone la tentación de contener el ascenso de la derecha populista a base de invadir su propio territorio, como desean sus aliados bávaros: la canibalización de Silvio Berlusconi por parte de la Liga Norte en Italia es una lección sobre la que deberían reflexionar en Berlín.

Por otro lado, es urgente que se expulse al “demócrata iliberal” Orban del Partido Popular Europeo. Si los moderados alemanes no cortan los lazos con él, no solo repetirían el trágico error de los que, a la manera de Von Papen, avalaron el ascenso de Hitler, sino que, igual que entonces, arrebatarían a Europa toda esperanza de ponerse a salvo del fascismo-nacionalismo que se nos avecina. 



El primer ministro húngaro, Viktor Orban.



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4558
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 9 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Las emociones nacionales





El artículo en el diario El Mundo del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, sobre las "emociones nacionales", justo un día antes de la votación de censura en el Congreso de los Diputados que abriría las puertas a la presidencia del gobierno de España a Pedro Sánchez, adelanta un debate que se estima necesario entre las concepciones de lo que se denomina "patriotismo cívico", por unos, y "España ciudadana", por otros, o las diferencias, nada semánticas, entre "Nación" y "Estado" o "Estado nación" y "Estado plurinacional". Por el bien de los españoles, convendría aclararlas cuanto antes.

Es sabido que la ciencia-ficción constituye, entre otras cosas, un mecanismo de distanciamiento, comienza diciendo Arias Maldonado. Al presentarnos comunidades humanas imaginarias que conservan rasgos familiares en contextos futuristas, el género nos ofrece la oportunidad de contemplarnos desde fuera. Viene esto a cuento, aunque parezca mentira, de nuestro debate sobre la nación, el nacionalismo y el Estado: un debate que podría encontrar nuevas aplicaciones prácticas si triunfase hoy la moción de censura y un Gobierno de Pedro Sánchez abriera el diálogo con las fuerzas nacionalistas. El candidato socialista apeló ayer a un "patriotismo cívico" capaz de dejar a un lado "las retóricas excluyentes" que dificultan forjar nuevos consensos territoriales. Fue una crítica velada a la "España ciudadana" presentada por Ciudadanos, plataforma insólita en el marco de una historia constitucional caracterizada hasta el momento por la ausencia de todo exceso patriótico. O mejor dicho: una donde los excesos patrióticos han corrido siempre a cargo de los nacionalismos periféricos. Es un debate intrincado, cuya importancia electoral en los próximos meses fue anticipada ayer por Rajoy cuando afirmó misteriosamente que él, en todo caso, "seguiría siendo español". ¿A qué atenerse? La ciencia-ficción proporciona una interesante vía de entrada.

Pensemos en Star Trek o cualquier narración que nos muestre naciones radicadas en otros planetas. Todas despliegan los símbolos a los que estamos acostumbrados en éste: banderas, himnos, mitos. Sus habitantes tienen nombres imposibles y un aspecto a menudo chocante, pero no difieren tanto de nosotros. Y de eso se trata: de reconocer en esa otredad imaginaria algo que creíamos propio y exclusivo, viéndonos a nosotros mismos como otros. Situados a prudente distancia, comprobamos que no hay diferencias sustanciales entre las naciones de la imaginación y las naciones reales en las que vivimos: todas se basan en algún sentimiento de pertenencia articulado en torno a una simbología común. La ciencia-ficción nos convierte a todos en antropólogos.

Sin embargo, la lección fundamental es que no existe comunidad que pueda prescindir por completo de la parafernalia sentimental. Banderas, himnos, historia: las encarnaciones simbólicas de una nación. ¡Ni en el espacio exterior! Y lo mismo vale para ese artefacto hiperracional que es el Estado: en paralelo a su legitimación instrumental (ser una institución que nos permite alcanzar determinados fines colectivos, como la igualdad o la libertad) existe una adhesión emocional que facilita su existencia y remite a la idea de nación. Nos lo enseña la Historia: los nacionalismos se convirtieron en religiones laicas sobre las que se apoyó el Estado moderno, que se dedicó a fomentar emociones nacionales mediante la escuela, el discurso público, la enseñanza de la historia o el servicio postal. Apoyándose, claro, en la base psicobiológica que proporciona el gregarismo del animal humano.

Nótese que hablo de realidades fácticas, no de prescripciones normativas sobre lo deseable. Si atendemos a la turbulenta historia de las naciones, de hecho, lo deseable sería lo contrario: una fundamentación puramente racional del Estado. El mismo Habermas se ha referido alguna vez al hecho de que, si bien las nuevas naciones del XIX sirvieron, en alianza coyuntural con el liberalismo, como instrumento emancipador frente al Antiguo Régimen y los Imperios, la historia del siglo XX mostró su sangrienta cara B y con ello la necesidad de desactivar afectivamente la peligrosa idea de nación. De ahí el desarrollo de conceptos como el patriotismo constitucional, o la exitosa construcción de la Unión Europea. O sea: el Estado, cuanto más frío más hermoso.

Que esto sea deseable no significa que sea realizable, o que pueda realizarse siempre y en toda ocasión. Sin duda, hay quienes defienden la fundamentación racional del aparato estatal; me cuento entre ellos. Pero eso no significa que el número de ciudadanos que concibe así el Estado sea suficiente cuando éste padece la amenaza de un nacionalismo interior: los kantianos no se bastan contra los herderianos. Dicho de otra manera, ha sido imposible prescindir por completo de la nación en la vida del Estado; dado que ambos nacieron a la vez, es algo que no debería extrañarnos demasiado. Y bajo esta luz, ¿cuál debería ser la apuesta de la democracia española? ¿El "patriotismo cívico" de Sánchez o la "España ciudadana" de Rivera? ¿Es esta última expresión de un siniestro nacionalismo español, o su letra no se diferencia tanto del patriotismo constitucional defendido por el líder socialista? Es un terreno resbaladizo. Acusar a la plataforma presentada por Ciudadanos de "joseantoniana" constituye un exceso retórico solo comprensible en el marco de un debate público dominado por la hipérbole. No hay duda de que la puesta en escena adoleció de una estética mejorable: ni la bienintencionada Marta Sánchez puede concitar el entusiasmo generalizado, ni todos se reconocen en «el orgullo de ser españoles» invocado por Rivera. Se deja ver aquí que las sociedades plurales carecen de símbolos unánimes y que la ironía posmoderna corroe -¿felizmente?- cualquier conato de solemnidad: si los defensores del patriotismo cívico sacaran a escena a Ana Belén, el resultado sería igualmente divisivo. Pero se trató de un acto fallido, sobre todo, porque no supo comunicar con claridad la defensa de un modelo constitucional que reconoce de iure la diversidad española. Si uno dice ver ciudadanos españoles que también son gallegos o catalanes o andaluces, el discurso adopta de inmediato otro aire. Es algo que también podría decir un patriota constitucional, aunque el patriotismo constitucional en España apenas haya dicho eso.

Habrá que ver en qué se traducirá el "patriotismo cívico" de Sánchez, así como la orientación que dará Ciudadanos a su plataforma. Si unos pueden depender de los votos nacionalistas para sostener el Gobierno y sentirse por ello tentados a rescatar la confusa "España plurinacional", los otros podrían reforzar los aspectos más identitarios de su propuesta buscando aumentar su base electoral. No son procesos incompatibles, sino todo lo contrario: en la medida en que Sánchez insista en la idea expresada ayer en el Congreso, conforme a la cual España estaría compuesta de varias naciones, la formación liderada por Rivera encontraría beneficios electorales en el énfasis sobre una españolidad unidimensional. Pero Sánchez también dijo durante el debate que cree en la nación española; queda por aclarar si cual mero contenedor de sus regiones y nacionalidades, como entidad en pie de igualdad con esos "territorios que se sienten naciones" a los que hizo referencia o como nación con rasgos propios. Tal vez su partido sea el primero que demande, llegado el caso, esa aclaración.

Sobre el papel, el patriotismo cívico y la "España ciudadana" podrían converger sin mucho esfuerzo: atenerse a la letra del 78 supone afirmar un nacionalismo cívico sobre el que sostener al Estado con un mínimo de sentimentalidad y un máximo de eficacia. Huelga decir que esa tarea solo podrá acometerse cuando el nacionalismo se avenga a reconocer la ilegitimidad de una empresa de ruptura acometida contra la mayoría de los catalanes. Y acepte, de paso, que no ostenta monopolio alguno sobre la sociedad catalana, tan diversa y plural en su interior como el conjunto del país. Algo que también se hará necesario aclarar en el País Vasco, donde se discute un nuevo estatuto que habla de la "nacionalidad vasca" como algo separado de la "ciudadanía española". Ningún patriotismo cívico, por generoso que sea, puede ir tan lejos sin vaciar por el camino de contenido a la nación de la que ese patriotismo se predica.

Estamos ante un debate incómodo. Durante mucho tiempo, los símbolos nacionales han jugado en nuestro país el deseable papel secundario que les atribuyen las mejores versiones de la nación cívica: un repertorio afectivo más o menos banal que se mantiene en segundo plano, sin que sea obligatorio para nadie profesarle devoción alguna. ¡Algo que no puede decirse de las regiones gobernadas por el nacionalismo! Pero, por incómodo que sea el debate, ¿podemos prescindir de la nación para legitimar el Estado? Si no podemos, máxime en situaciones de crisis, ¿no será preferible que una «comunidad imaginada» se imagine a sí misma como nación cívica antes que como nación etnocultural?

Tiene razón Daniel Gascón cuando escribe que "deslizarse del nacionalismo cívico al étnico es más fácil de lo que parece". Sin embargo, la conversación que estamos manteniendo es inevitable en las actuales circunstancias y puede tener la virtud de aclarar qué relación debamos mantener con los símbolos nacionales. Ya veremos si es también una oportunidad para renovar el consenso sobre la legitimidad del modelo constitucional, o se convierte en la ocasión que aprovechan sus enemigos para dinamitarlo. Ese modelo, recordémoslo, hace de la diversidad el elemento consustancial de la moderna nación española y dota de legitimidad al Estado, de inspiración federal, sobre la base de una lealtad común hoy ausente. Y la verdad, díganla el capitán Kirk o su porquero, es que no hay otro lugar donde podamos encontrarnos. Más vale que todos, sin excepción, lo vayamos asumiendo.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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