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lunes, 22 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La edad de la inconsistencia





La credulidad amenaza a las democracias, escribe el historiador José Andrés Rojo. Y llevamos una larga temporada sin que pase nada. Esa, por lo menos, es la impresión que se tiene cuando se hacen las cuentas y se mira el panorama con un poco de distancia, comienza diciedo. Hagan la prueba: desenchúfense una semana y verán cómo al regreso las cosas no han avanzado un milímetro. Habrá habido, eso sí, lo hay, un notable barullo, pero se empieza ya a hablar de nuevas elecciones. La misma cantinela que se escuchó hace no mucho y que pone los pelos de punta, una señal de una irremediable impotencia para hacer política que produce melancolía.

En La actualidad innombrable, el escritor, pensador y editor italiano Roberto Calasso habla de “delirio de omnipotencia” como una derivada de esa disponibilidad informática que tan bien define nuestro tiempo. Con un móvil en la mano nada parece resistírsele a nadie, y eso termina generando una sensación de extremo poderío: todo está bajo control, se puede encontrar una solución a cualquier problema. Basta conectarse y acceder a la información que resulte necesaria. Y, además, a toda pastilla. “Multiplicándose sin tregua y en todas las direcciones, las esquirlas informáticas se revelan al final autosuficientes. Capaces de difundirse sin recurrir a nada exterior. No tienen necesidad de ser pensadas”, comenta Calasso poco después. Y añade: “La información no tiende solo a sustituir a la conciencia sino al pensamiento en general, aliviándolo del peso de tener que elaborar y gobernar permanentemente”.

Así están las cosas. Unos políticos impotentes para armar un proyecto duradero, y la gente encantada con un móvil porque puede hacer de todo. ¿No son dos caras de la misma moneda? Las nuevas tecnologías han proporcionado al ciudadano corriente una notable variedad de herramientas que, por así decirlo, lo arman hasta los dientes. Ya no necesita de ninguna mediación y puede desenvolverse en las situaciones más extravagantes. Calasso, sin embargo, no termina de celebrar la buena nueva porque considera que, en estas condiciones, “cada sujeto se vuelve un férreo e irrelevante soldadito de silicio en un ejército del que todos ignoran dónde se encuentra —si es que existe— el estado mayor”. Y observa, de paso, que “la red ha obligado a todos a cargar con un enorme saber que no sabe, como si cada uno estuviese envuelto en un zumbido perpetuo e instructivo en cualquier dirección”.

Soldaditos de silicio que operan envueltos en un delirio de omnipotencia, sin tener ni la más remota idea del sentido ni del proyecto ni de las tácticas y las estrategias en las que se enmarca cada una de sus acciones. No hay estado mayor, igual ni siquiera pertenecen a un ejército y, a pesar de todo, deambulan con la soberbia de estar al tanto del plan cuando lo más seguro es que no exista ningún plan. Calasso se refiere a esta época como la edad de la inconsistencia. En su ensayo explora qué ha significado el triunfo de la secularización, y los peligros que entraña, y se acerca a la sociedad contemporánea a través de las dos figuras que sintetizan sus aspiraciones, la del turista y la del terrorista. Más que proponer un diagnóstico, levanta un mapa de inquietudes.

Y comenta que no ha parado de crecer otro fenómeno: la credulidad. Las sociedades abiertas y democráticas están atravesando un momento delicado, y la tentación es buscar las amenazas que la debilitan afuera cuando quizá estén en realidad adentro. Igual el mayor peligro es esa inconsistencia, esa especie de irritante blandura, y esa santa credulidad en que la salida esté en convocar alegremente nuevas elecciones. Y que no pase nada.



Foto de Juan Barbosa para El País



Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 6 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Con las ropas del XIX






Los discursos nacionalistas recuperan hoy viejos reclamos identitarios y evitan enfrentarse a los retos del presente. Es como si quisiesen vivir en pleno siglo XXI con los ropajes del XIX, escribe en El País el historiador y sociólogo José Andrés Rojo. 

Hay algunos episodios que están ocurriendo ahora que parecen remedar a otros que sucedieron en el siglo XIX. Mejor dicho, durante el último tercio del siglo XIX. Por entonces se produjo ya una primera globalización que conectó a gentes de países distintos y que facilitó enormemente la comunicación entre mundos que antes habían vivido de espaldas, ignorándose por completo. Se produjeron, además, un montón de atentados: la rabia y el rencor crecieron en los márgenes del sistema y floreció el nihilismo. Muchos anarquistas encarnaron esa furia y, como hacen hoy los terroristas islamistas (salvando las distancias, los métodos, los objetivos y todo lo que se quiera), procedieron a liquidar a jefes de Estado, primeros ministros, políticos de la más variada ralea e, incluso, a la emperatriz Sissi. Iba paseando con una de sus damas de compañía, se le acercó un tipo con un estilete, se lo clavó en el corazón. Fin.

Fue también una temporada en que florecieron los nacionalismos. Esta fiebre, que arrancó con los románticos, fue tomando posiciones cada vez más agresivas y sofisticadas. El gran desafío era el de seducir a las masas y el camino más rápido pasaba por encender sus emociones. La nueva política decidió entonces explotar a fondo los símbolos. Himnos, marchas, monumentos, mitos. “Había que inventar juegos y deportes públicos, festejos y ceremonias, con el fin de que el pueblo pudiera imbuirse de la virtud del patriotismo y resistirse a distracciones como la de teatros, óperas o comedias”. La recomendación era de Rousseau, y los nacionalistas la siguieron al pie de la letra.

Richard Wagner fue uno de los grandes artífices en la recuperación de las auténticas esencias de Alemania. Supo trasladar a sus óperas los anhelos utópicos de la clase media, y lo hizo a través de una fórmula feliz: el alma debía hacer un esfuerzo para alzarse por encima del mundo presente “hasta alcanzar una unidad superior mediante memorias ancestrales”. Así explicó el historiador George L. Mosse en su libro sobre la nacionalización de las masas el poder del mythos, el camino más rápido para conectar con lo más profundo del Volk, del pueblo, e instalarse en el ser verdadero e inmutable.

En ésas andamos. Y lo peor de todo es que ya no son sólo los nacionalismos los que reclaman a las masas que recuperen su verdadero ser. También le han entrado esos apretones a la izquierda, que ya no anda pensando en políticas concretas que favorezcan a los más desprotegidos, sino que no deja de mirarse en el espejo para reconocer quién de todos los que la encarnan es de verdad el más auténtico.

Nietzsche estuvo muy próximo a Wagner y la ruptura con su gran amigo fue para él devastadora. Cuando luchaba por superarla escribió El viajero y su sombra. Harto de todos los curadores de almas que invitaban a realizar grandes viajes para encontrar esas esencias remotas, reclamaba ocuparse de “las cosas más cercanas”, que son las que de verdad importan. Quizá sea un buen momento para escucharlo, ahora que en el siglo XXI tan fascinados estamos por las cuitas del XIX.



Representación de "Parsifal", de Richard Wagner (2005)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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