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jueves, 14 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Wikipedia. Publicada el 28 de noviembre de 2009







Hace unas semanas acompañé a mi hija Ruth y su marido, Ramón, al inicio de sus cursos respectivos en Lengua y Literatura española y Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en Las Palmas. Fue un emotivo reencuentro con mi Universidad, por la que hacía varios años que no pasaba y que me dio ocasión para saludar a "viejos" profesores amigos. En la presentación del Curso 2009-2010 a los nuevos alumnos, uno de esos "viejos" amigos, profesor titular en la Universidad de Las Palmas de Derecho Romano y coordinador de los estudios de Derecho y profesor-tutor en el centro asociado de la UNED, les dijo a modo de introducción: "Las fuentes del Derecho son (según el artículo 1.1 del Código Civil) la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, y ahora, además, la Wikipedia". Lo dijo en broma, supongo, pero estaba corroborando de manera implícita una opinión generalizada: la de que hoy por hoy, la Wikipedia, la enciclopedia universal en línea, es un instrumento de información utilísimo e imprescindible. ¿Qué tiene imperfecciones y presenta errores? Por supuesto que sí, pero si no la sacralizamos y aprendemos a movernos a través de los datos que nos facilita de manera casi instantánea, separando lo que contiene de "información", "opinión" y "fuentes", su utilidad es manifiesta. Un consejo, lean el artículo de que se trate hasta el final, accedan a los vínculos electrónicos que estimen de interés de entre los que aparezcan en pantalla, y muy especialmente, visiten las fuentes de referencia que se citan al final de cada uno de sus artículos. Y ya me contarán después. Prueben con cualquier tema que se les ocurra y búsquenlo en Google, por ejemplo, y abran el enlace que venga referenciado a Wikipedia: Obama, Al-Qaeda, Homer Simpson, F.C. Barcelona, Cambio climático, Natación sincronizada, Dios, o Derecho Romano, porque no...

Revista de Libros, en su número de noviembre, le ha dedicado uno de sus artículos de cabecera, titulado "Planeta Wikipedia", que pueden leer en el enlace anterior, escrito por el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. Es una historia exhaustiva e interesantísima de los orígenes, fundación, desarrollo, expansión, ¿y crisis de crecimiento? de Wikipedia. Y de sus posibilidades y problemas. Espero que lo disfruten. HArendt



El profesor Manuel Arias Maldonado



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 27 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Conocimiento




Dibujo de Raquel Marín para El País


"Por primera vez desde que tenemos memoria, -comenta ["El regreso del conocimiento". El País, 25/3/2020] el escritor Antonio Muñoz Molina en el A vuelapluma de hoy-, las voces que prevalecen en la vida pública española son las de personas que saben; por primera vez asistimos a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia, y al protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de campos diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene siempre el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas especializados en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora aparecen médicos de familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se enfrentan a diario a una enfermedad que lo ha trastocado todo y que en cualquier momento puede atacarlos a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho, sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. Ahora, salvo en los reductos consabidos, no escuchamos eslóganes, ni consignas de campaña diseñadas por publicistas, ni banalidades acuñadas por esa especie de gurús o aprendices de brujo que diseñan estrategias de “comunicación” y a los que aquí también, qué remedio, ya se llama spin doctors: engañabobos, embaucadores, vendedores de humo.

La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben comprobar y confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los fenómenos que pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de precisión posible. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma.

Yo iba por la calle y me fijaba en que casi todo el mundo a mi alrededor se las arreglaba para vivir dentro de su espacio privado, exactamente igual que si estuviera en el salón de su casa, en su dormitorio, hasta en su cuarto de baño: la diadema de los cascos gigantes para no oír el mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a sus preferencias; la mirada no en la gente con la que te cruzas, sino en la pantalla a la que miras; la voz que habla en el mismo tono que en una habitación cerrada, tan descuidada de los otros que era habitual asistir involuntariamente a conversaciones íntimas embarazosas, a peleas, a estallidos de lágrimas.

“Usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos”, escribió el gran senador demócrata y activista cívico Patrick Moynihan. Lo dijo antes de que un portavoz de Donald Trump acuñara el término “hechos alternativos”, y de que la penuria económica de los medios de comunicación los llevara a alimentarse de opiniones más que de hechos, ya que siempre será mucho más caro, más trabajoso y hasta más arriesgado investigar un hecho que emitir una opinión. Se suma a esto una difusa hostilidad colectiva, que los medios alientan, hacia todo lo que parezca demasiado serio, pesado, poco lúdico. El entrevistador no disimula su impaciencia ante el invitado que suena premioso en cuanto se esfuerza en una explicación. Lo interrumpe: “Dame un titular”. Investigar con rigor y explicar con claridad requiere conocimiento y experiencia, que es el conocimiento más profundo que solo se obtiene con el tiempo y la práctica: son las cualidades necesarias para ejercer una tarea pública comprometida, desde asistir a un enfermo en una sala de urgencias a mantenerla limpia, o conducir una ambulancia, o montar de la noche a la mañana un hospital de campaña.

Pero entre nosotros la experiencia había perdido cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo y hasta burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la última novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se convierte en una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que puede vivir instalado en la burbuja de su narcisismo privado o de ese otro narcisismo colectivo que son las fantasías identitarias, el conocimiento es una sustancia maleable que adquiere la forma que uno desee darle, igual que su presencia personal queda moldeada por los filtros virtuales oportunos. Y la política deja de ser el debate sobre las formas posibles y siempre limitadas de mejorar el mundo en beneficio de la mayoría para convertirse en un teatro perpetuo, en un espectáculo de realidad virtual, no sometido al pragmatismo ni a la cordura, una fantasmagoría que se fortalece gracias a la ignorancia y que encubre con eficacia la cruda ambición de poder, el abuso de los fuertes sobre los débiles, la propagación de la injusticia, el despilfarro, el robo de dinero público.

En España, la guerra de la derecha contra el conocimiento es inmemorial y también es muy moderna: combina el oscurantismo arcaico con la protección de intereses venales perfectamente contemporáneos, que son los mismos que impulsan en Estados Unidos la guerra abierta del Partido Republicano contra el conocimiento científico, financiada por las grandes compañías petrolíferas. La derecha prefiere ocultar los hechos que perjudiquen sus intereses y sus privilegios. La izquierda desconfía de los que parezcan no adecuarse a sus ideales, o a los intereses de los aprovechados que se disfrazan con ellos. La izquierda cultural se afilió hace ya muchos años a un relativismo posmoderno que encuentra sospechosa de autoritarismo y elitismo cualquier forma de conocimiento objetivo. Ni la izquierda ni la derecha tienen el menor reparo en sustituir el conocimiento histórico por fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de victimismo y emancipación.

Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se han puesto siempre de acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas dotadas de conocimiento y experiencia en el ámbito público, y someterlas al control de pseudoexpertos y enchufados. Maestros y profesores de instituto llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los cargos políticos.

Nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos y de la fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata las voces de las personas que saben de verdad, las que merecen nuestra admiración y nuestra gratitud por su heroísmo de servidores públicos. Ahora nos da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo al descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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jueves, 29 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Desconectar



Dibujo de Diego Mir para El País


Con la llegada del teléfono inteligente, escribe la ensayista Olivia Muñoz-Rojas, no basta con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. 

¿Desde cuándo utilizamos la palabra desconectar para referirnos al acto de abandonar momentáneamente nuestra rutina doméstica y laboral?, se pregunta Muñoz-Rojas. La RAE no reconoce este significado coloquial de la palabra; quizá porque se desprende ya de su segunda acepción: “interrumpir la conexión entre dos o más cosas”. En este caso, entre nuestra mente y nuestros problemas y preocupaciones cotidianas. En su tercera acepción, desconectar equivale a “interrumpir el enlace… entre aparatos y personas para que cese el flujo entre ellos”. Esto sucede cuando apagamos nuestro ordenador o nuestro móvil. Aunque, cuando lo hacemos, también desconectamos, en ese otro sentido figurado, nuestra mente de estas potenciales fuentes de inquietud. El solapamiento de ambos sentidos, literal y figurado, es quizá la razón por la que, en la actualidad, se ha impuesto el uso de desconectar como sinónimo de descansar, reposar, darse una pausa.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la posibilidad para el grueso de la población de desconectar fue muy reducida. En casi todas las culturas, los días de asueto estaban destinados a atender obligaciones religiosas. Los meses de interrupción entre ciclos escolares que disfrutan los estudiantes estaban motivados, originalmente, por la necesidad de que ayudaran en la cosecha. No es hasta bien entrado el siglo XX cuando se institucionalizan las vacaciones. Según algunas fuentes, los primeros días pagados de descanso los negocian los sindicatos alemanes en 1905, extendiéndose este logro social en las décadas siguientes a otros países europeos, incluido el nuestro a principios de los años 1930. Las vacaciones de verano se convierten así en el periodo de desconexión por excelencia en nuestro continente: millones de personas cambian su escenario de vida habitual por otro, generalmente, más propicio al bienestar físico y la evasión de la mente. Pero con la llegada de las tecnologías de la información y la comunicación y, más concretamente, el teléfono inteligente, no basta con cambiar de escenario, con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. Hoy es necesario, además, desconectar literalmente de esos aparatos que llevamos con nosotros a todas partes y que, si bien nos conectan con el mundo y son fundamentales para organizar nuestro ocio, también nos llenan de desasosiego. Pero, me interpela un amigo, ¿qué hacen aquellos a quienes les produce vértigo perder ese refugio virtual de un entorno inmediato que, incluso en vacaciones y lejos de casa, les resulta opresivo?







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lunes, 22 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La edad de la inconsistencia





La credulidad amenaza a las democracias, escribe el historiador José Andrés Rojo. Y llevamos una larga temporada sin que pase nada. Esa, por lo menos, es la impresión que se tiene cuando se hacen las cuentas y se mira el panorama con un poco de distancia, comienza diciedo. Hagan la prueba: desenchúfense una semana y verán cómo al regreso las cosas no han avanzado un milímetro. Habrá habido, eso sí, lo hay, un notable barullo, pero se empieza ya a hablar de nuevas elecciones. La misma cantinela que se escuchó hace no mucho y que pone los pelos de punta, una señal de una irremediable impotencia para hacer política que produce melancolía.

En La actualidad innombrable, el escritor, pensador y editor italiano Roberto Calasso habla de “delirio de omnipotencia” como una derivada de esa disponibilidad informática que tan bien define nuestro tiempo. Con un móvil en la mano nada parece resistírsele a nadie, y eso termina generando una sensación de extremo poderío: todo está bajo control, se puede encontrar una solución a cualquier problema. Basta conectarse y acceder a la información que resulte necesaria. Y, además, a toda pastilla. “Multiplicándose sin tregua y en todas las direcciones, las esquirlas informáticas se revelan al final autosuficientes. Capaces de difundirse sin recurrir a nada exterior. No tienen necesidad de ser pensadas”, comenta Calasso poco después. Y añade: “La información no tiende solo a sustituir a la conciencia sino al pensamiento en general, aliviándolo del peso de tener que elaborar y gobernar permanentemente”.

Así están las cosas. Unos políticos impotentes para armar un proyecto duradero, y la gente encantada con un móvil porque puede hacer de todo. ¿No son dos caras de la misma moneda? Las nuevas tecnologías han proporcionado al ciudadano corriente una notable variedad de herramientas que, por así decirlo, lo arman hasta los dientes. Ya no necesita de ninguna mediación y puede desenvolverse en las situaciones más extravagantes. Calasso, sin embargo, no termina de celebrar la buena nueva porque considera que, en estas condiciones, “cada sujeto se vuelve un férreo e irrelevante soldadito de silicio en un ejército del que todos ignoran dónde se encuentra —si es que existe— el estado mayor”. Y observa, de paso, que “la red ha obligado a todos a cargar con un enorme saber que no sabe, como si cada uno estuviese envuelto en un zumbido perpetuo e instructivo en cualquier dirección”.

Soldaditos de silicio que operan envueltos en un delirio de omnipotencia, sin tener ni la más remota idea del sentido ni del proyecto ni de las tácticas y las estrategias en las que se enmarca cada una de sus acciones. No hay estado mayor, igual ni siquiera pertenecen a un ejército y, a pesar de todo, deambulan con la soberbia de estar al tanto del plan cuando lo más seguro es que no exista ningún plan. Calasso se refiere a esta época como la edad de la inconsistencia. En su ensayo explora qué ha significado el triunfo de la secularización, y los peligros que entraña, y se acerca a la sociedad contemporánea a través de las dos figuras que sintetizan sus aspiraciones, la del turista y la del terrorista. Más que proponer un diagnóstico, levanta un mapa de inquietudes.

Y comenta que no ha parado de crecer otro fenómeno: la credulidad. Las sociedades abiertas y democráticas están atravesando un momento delicado, y la tentación es buscar las amenazas que la debilitan afuera cuando quizá estén en realidad adentro. Igual el mayor peligro es esa inconsistencia, esa especie de irritante blandura, y esa santa credulidad en que la salida esté en convocar alegremente nuevas elecciones. Y que no pase nada.



Foto de Juan Barbosa para El País



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sábado, 13 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Abstinencia





Seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado, escribe en El País la periodista Cristina Manzano, directora de "Foreign Policy en español" y subdirectora general de FRIDE. El día que cobró conciencia de lo que había hecho, Justin Rosenstein decidió dejarlo todo, comienza diciendo Manzano. ¿Su pecado? Haber creado uno de los inventos más revolucionarios del siglo XXI; el botón del Me gusta de Facebook. Algo en apariencia inocuo, pero que activa al máximo un mecanismo psicológico que de la manera más sencilla produce satisfacción sin compromiso, lo que a su vez desencadena toda una dinámica de dependencia y manipulación hasta hace poco impensable.

Rosenstein es solo uno más de los frikis reconvertidos en abstemios tecnológicos. Que sea otra prueba del esnobismo de Silicon Valley o arrepentimiento genuino poco importa. Hay un movimiento cada vez mayor que alerta de los peligros de la adicción a la tecnología y su capacidad para penetrar en todos los resquicios de nuestras vidas.

En lo personal, junto a sus múltiples ventajas, la conexión permanente y las redes sociales han logrado que la atención se mute en distracción —con alteraciones incluso en la forma en que aprendemos y retenemos información— y está generando una dependencia que puede degenerar en enfermiza, literalmente. Según un reciente estudio, los españoles consultamos el móvil unas 150 veces al día; cada menos de diez minutos.

En lo público, han creado un espacio que, además de ampliar y democratizar la conversación, permite sacar a relucir lo peor del ser humano, con comportamientos inconcebibles en la vida “real”. Un espacio de verdades difusas donde la interferencia y la manipulación campan a sus anchas con sus consecuencias políticas.

En realidad, según el historiador británico Niall Ferguson en su último libro La plaza y la torre, el poder de las redes ha existido siempre, aunque no le hayamos prestado suficiente atención. Ahora cambia la rapidez y el alcance de su influencia. En una reciente visita a Madrid le preguntaron a Ferguson qué podemos hacer, como individuos, para preservar la libertad, y su respuesta fue: “Yo lo estoy dejando”. Él también. En boca de un intelectual público que ha alcanzado gran notoriedad en parte por las redes, sonaba como cuando los curas recomiendan la abstinencia para evitar los embarazos.

Pero sí es necesario aprender a gestionar esta nueva realidad. Algunos límites están llegando por las políticas públicas, como la decisión de Francia de prohibir los móviles en las escuelas, o como las leyes que reconocen el derecho de los empleados a desconectarse fuera de su horario laboral, además de los esfuerzos por combatir las noticias falsas y la injerencia.

En otros casos, la desintoxicación llegará por iniciativa particular, ya sea por hartazgo, autocontención o disciplina. Una encuesta en Estados Unidos revela que un 51%, ante la desconfianza hacia los medios, ha comenzado a contrastar la información con diversas fuentes. Un ejercicio de responsabilidad.

La política del avestruz no suele funcionar. Entre la abstinencia y la dependencia seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 2 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Conspiranoia





Los hechos y los argumentos racionales no son muy eficaces a la hora de alterar las creencias de la gente. La gente cree en las teorías de la conspiración, y no es fácil conseguir que cambie de opinión, dice Mark Lorch, catedrático de Química y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Hull, en un reciente artículo publicado originalmente en inglés en la página web The Conversation y reproducido por El País y otros medios de comunicación de todo el mundo.

Iba yo sentado en el tren, comienza diciendo el profesor Lorch, tren cuando un grupo de hinchas de fútbol entró en tropel. Acababan de salir del partido ‒era evidente que su equipo había ganado‒ y ocuparon los asientos libres que había a mi alrededor. Uno de ellos cogió un periódico que alguien había dejado y empezó a soltar risitas burlonas mientras leía los últimos "hechos alternativos" difundidos por Donald Trump.

Los demás se apresuraron a contribuir con sus ideas acerca de la afición del presidente a las teorías de la conspiración. La conversación no tardó en poner rumbo a otras conspiraciones y yo disfruté escuchando disimuladamente mientras el grupo se mofaba sin piedad de los seguidores de la teoría de la tierra plana y de la última idea de Gwineth Paltrow, y remedaba los chistes en Internet sobre las estelas químicas.

Entonces se produjo una pausa y uno de ellos aprovechó la oportunidad para hacer la siguiente aportación: "Vale que todo este rollo son chorradas, pero no iréis a decirme que te puedes fiar de las ideas con las que nos llenan la cabeza normalmente. Por ejemplo, los alunizajes. Está claro que los simularon, y encima bastante mal. El otro día leí un blog que decía que nos fijásemos en que ni siquiera había estrellas en ninguna de las imágenes".

Para mi sorpresa, el grupo se le sumó añadiendo más "pruebas" que reforzaban que el alunizaje había sido un fraude: las extrañas sombras de las fotografías, la bandera que ondea cuando en la Luna no hay atmósfera, y cómo pudieron grabar a Neil Armstrong poniendo el pie en la superficie si no había nadie para sostener la cámara.

Hacía un minuto parecían personas racionales capaces de valorar las pruebas y de llegar a una conclusión lógica, pero luego las cosas dieron un giro hacia el terreno del absurdo, así que inspiré profundamente y decidí intervenir: "La verdad es que todo esto tiene una explicación sencilla..."

Los hinchas se volvieron hacia mí, estupefactos ante el hecho de que un extraño osase meter baza en su conversación. Yo proseguí sin dejarme intimidar, bombardeándolos con una lluvia de hechos y explicaciones racionales.

"La bandera no ondeaba al viento, solo se movía mientras Buzz Aldrin la plantaba. Las fotos se hicieron durante el día lunar y, como es obvio, de día no se puede ver las estrellas. Las sombras son raras debido a los objetivos ultra gran angular que utilizaron, que distorsionaban las imágenes. Y nadie filmó a Neil bajando por la escalerilla; había una cámara montada en el exterior del módulo lunar que lo grabó dando ese paso de gigante. Si esto no es suficiente, la prueba irrefutable definitiva se encuentra en las fotografías de los puntos de alunizaje hechas por el Orbitador de Reconocimiento Lunar, en las que se puede ver claramente las huellas que dejaron los astronautas al recorrer la superficie".
"Ahí queda eso", me dije a mí mismo.

Pero, al parecer, mis oyentes distaban mucho de estar convencidos. Se pusieron como unas fieras contra mí haciendo afirmaciones cada vez más absurdas. Según ellos, Stanley Kubrick lo había filmado todo, miembros clave del equipo habían muerto en misteriosas circunstancias, y así sucesivamente.

El tren se detuvo en una estación. No era la mía, pero de todas maneras aproveché para largarme. Abochornado, al tiempo que prestaba atención al hueco entre al vagón y el andén me preguntaba por qué mis hechos habían sido tan estrepitosamente inútiles para hacerlos cambiar de opinión.

La respuesta sencilla es que, en realidad, los hechos y los argumentos racionales no son muy eficaces a la hora de alterar las creencias de la gente. Esto se debe a que nuestro cerebro racional está equipado con unos mecanismos neurológicos evolutivos no demasiado avanzados. Una de las causas por la que las teorías de la conspiración surgen periódicamente es nuestro deseo de imponer una estructura al mundo y nuestra increíble capacidad para reconocer pautas. De hecho, un reciente estudio ha mostrado que existe una correlación entre la necesidad individual de estructura y la tendencia a creer en las teorías de la conspiración.

Por ejemplo, tomemos la siguiente secuencia: 0 0 1 1 0 0 1 0 0 1 0 0 1 1. ¿Ve alguna pauta en ella? Posiblemente sí. Y usted no es el único. Un rápido sondeo en Twitter (que reproducía un estudio mucho más riguroso) indicó que el 56% de las personas coincidían con usted, aunque la secuencia la había generado yo lanzando una moneda al aire.

Por lo que parece, nuestra necesidad de estructura y nuestra capacidad de reconocer pautas son más bien hiperactivas, lo cual origina una inclinación a reconocer patrones ‒como las constelaciones, las nubes que parecen perros y las vacunas que provocan autismo‒ donde en realidad no los hay.

La capacidad de reconocer pautas debió de ser una cualidad útil para la supervivencia de nuestros ancestros. Mejor equivocarse al distinguir los indicios de un depredador que pasar por alto a un gran felino hambriento de verdad. Sin embargo, si trasladamos automáticamente esa tendencia a nuestro mundo con su abundancia de información, veremos relaciones causa efecto inexistentes ‒teorías de la conspiración‒ por todas partes.

Otro motivo por el cual somos tan propensos a creer en las teorías de la conspiración es que somos animales sociales, y es mucho más importante (desde un punto de vista evolutivo) nuestra posición en la sociedad que estar en lo cierto. En consecuencia, comparamos constantemente nuestras acciones y nuestras creencias con las de nuestros semejantes, y luego las cambiamos para que se ajusten a ellas. Esto significa que si nuestro grupo social cree algo, es más probable que sigamos al rebaño.

Este efecto de la influencia social en el comportamiento tuvo una bonita demostración, allá por 1961, en el experimento de la esquina que llevó a cabo el psicólogo social estadounidense Stanely Milgram (más conocido por su trabajo sobre la obediencia a las figuras de autoridad) junto con sus compañeros. El experimento era lo bastante sencillo (y divertido) como para que usted pueda reproducirlo. Elija una esquina concurrida y mire al cielo durante 60 segundos.

Lo más probable es que muy poca gente se pare y compruebe qué está mirando. Milgram vio que, en estas condiciones, se añadía alrededor del 4% de los viandantes. Luego haga que unos cuantos amigos le acompañen en sus elevadas observaciones. A medida que el grupo aumente, cada vez más extraños se pararán y mirarán hacia arriba. Cuando el grupo haya alcanzado los 15 observadores celestes, alrededor del 40% de los transeúntes se habrán detenido y habrán estirado el cuello junto con ustedes. Seguramente habrá visto cómo funciona ese mismo efecto en los mercados, en los que se habrá sentido atraído hacia el puesto a cuyo alrededor había una multitud.

El principio se aplica con la misma potencia a las ideas. Cuanta más gente crea en una información, más probable será que la aceptemos como verdadera. Y así, si estamos excesivamente expuestos a determinada idea a través de nuestro grupo social, esta se convierte en parte de nuestra visión del mundo. En suma, la demostración social es una técnica de persuasión mucho más eficaz que la demostración basada puramente en las pruebas, lo cual explica, como es lógico, por qué esta clase de demostración es tan apreciada en publicidad ("el 80% de las mamás lo cree así").

La demostración social no es más que una de las muchas falacias lógicas que también hacen que ignoremos las pruebas. Un tema relacionado con ella es el omnipresente sesgo de confirmación, o la tendencia por la cual la gente busca y se cree los datos que apoyan su punto de vista, mientras que descarta los que no lo hacen. Todos lo sufrimos. Basta con que piense en la última vez que escuchó o vio un debate en la radio o en la televisión ¿Hasta qué punto le pareció convincente el argumento que iba en contra de su visión de las cosas en comparación con el que coincidía con ella?

Lo más probable es que, fuese cual fuese la racionalidad de ambas partes, usted desestimase en gran medida los argumentos de la oposición mientras aplaudía los que concordaban con los suyos. El sesgo de confirmación se manifiesta también como una tendencia a seleccionar la información de fuentes que ya están de acuerdo con nuestros puntos de vista (lo cual es probable que tenga igualmente su origen en el grupo con el que nos relacionamos). Por consiguiente, seguramente sus ideas políticas dictan sus canales de noticias favoritos.

Por supuesto, existe un sistema de creencias que identifica las falacias lógicas tales como el sesgo de confirmación e intenta subsanarlas. Mediante la repetición de las observaciones, la ciencia convierte las anécdotas en datos, reduce el sesgo de confirmación y acepta que las teorías se pueden actualizar a la vista de las pruebas. Esto significa que la ciencia está abierta a corregir sus textos fundamentales. No obstante, el sesgo de confirmación nos contamina a todos. Como es bien conocido, el famoso físico Richard Feynman describió un ejemplo procedente de uno de los más rigurosos campos de la ciencia: la física de partículas.

"Millikan midió la carga de un electrón mediante un experimento con gotas de aceite que caían y obtuvo una respuesta que ahora sabemos que no era del todo correcta. La causa de la ligera inexactitud era que su valor de la viscosidad del aire era erróneo. Es interesante examinar la historia de las mediciones de la carga del electrón después de Millikan. Si las representamos en un gráfico como una función del tiempo, veremos que una es un poco mayor que la de Millikan, la siguiente un poco mayor que la anterior, y lo mismo ocurre con la que viene después, hasta que, al final, se estabilizan en una cifra más alta.

"¿Por qué no descubrieron enseguida que la nueva cifra era más alta? Los científicos se avergüenzan de esta historia porque es evidente que se hicieron cosas como esta: cuando obtenían una cifra que estaba por encima de la de Millikan, pensaban que tenía que haber algún error y buscaban y encontraban alguna razón para ello. Cuando obtenían una cifra más parecida al valor de Millikan, no se fijaban tanto".

Uno puede sentirse tentado a seguir el ejemplo de los medios de comunicación más populares y plantar cara a los falsos juicios y a las teorías de la conspiración mediante la estrategia consistente en desmontar los mitos. Hacer referencia al mito al mismo tiempo que a la realidad parece una buena manera de confrontar los hechos con las afirmaciones falsas de manera que emerja la verdad. Pero una vez más, resulta que este planteamiento es equivocado, ya que al parecer da lugar a lo que se conoce como efecto contraproducente, por el cual acabamos por acordarnos más del mito que del hecho.

Uno de los ejemplos más notables se observó en un estudio que evaluaba un folleto sobre "mitos y hechos" relacionados con las vacunas contra la gripe. Nada más leerlo, los participantes recordaban con precisión los hechos como hechos y los mitos como mitos. Pero, al cabo de solo 30 minutos, las cosas habían dado un vuelco en su mente y los mitos se recordaban con mucha más frecuencia como "hechos".

Esto hace pensar que la mera mención del mito contribuye en la práctica a reforzarlo. Después, a medida que pasa el tiempo, uno olvida el contexto en el cual oyó hablar de él ‒en este caso, un ejercicio de desmitificación‒ y solamente le queda el recuerdo del propio mito.

Para colmo de males, ofrecer información rectificadora a un grupo con creencias firmes puede acabar por reforzar sus opiniones a pesar de que los nuevos datos las desautoricen. Las nuevas pruebas generan contradicciones en nuestras creencias, y con ello, nos producen un malestar emocional. Sin embargo, en vez de modificar nuestras ideas, solemos tratar de justificarnos y desarrollar una antipatía todavía mayor por las teorías que se nos oponen, lo cual puede hacer que nos obcequemos más en nuestras opiniones. Es lo que se conoce como el "efecto bumerán", que constituye un enorme problema a la hora de intentar dar un empujoncito a la gente para que mejore su manera de proceder.

Por ejemplo, los estudios han demostrado que los mensajes informativos dirigidos a reducir el consumo de tabaco, alcohol y drogas han tenido el efecto contrario. Entonces, si no podemos servirnos de los datos, ¿cómo podemos conseguir que la gente deseche sus teorías de la conspiración u otras ideas irracionales?

Es probable que la alfabetización científica sea de ayuda a largo plazo. Con ello no me refiero a la familiaridad con los hechos, las cifras y las técnicas científicas. Más bien lo que hace falta es conocer el método científico, como el pensamiento analítico. Y, efectivamente, los estudios muestran que el rechazo a las teorías de la conspiración está relacionado con el predominio de este último. La mayoría de la gente nunca se dedicará a la ciencia, pero nos topamos con ella y la utilizamos a diario, así que la ciudadanía tiene que tener la capacidad necesaria para evaluar críticamente las afirmaciones científicas.

Por supuesto, cambiar los planes de estudios de un país no sería muy útil para una discusión como la que tuve en el tren. Con el fin de lograr una estrategia más inmediata es importante darse cuenta de que formar parte de una tribu ayuda muchísimo. Antes de empezar a predicar el mensaje, busque una base común.

Al mismo tiempo, para evitar el efecto contraproducente, prescinda de los mitos. Ni siquiera los mencione ni admita su existencia. Limítese a los puntos fundamentales. Las vacunas son seguras y reducen la posibilidad de contraer la gripe en un 50% o 60%. Punto. No haga referencia a las ideas erróneas, ya que suelen ser más fáciles de recordar.

Tampoco encolerice a sus detractores desafiando su visión del mundo. Ofrézcales más bien explicaciones que estén en armonía con sus creencias previas. Por ejemplo, es mucho más probable que los conservadores que niegan el cambio climático cambien de opinión si también se les exponen las oportunidades de negocio favorables al medio ambiente.

Otra idea. Utilice historias para transmitir lo que quiera decir. Los relatos atrapan a la gente con mucha más fuerza que los diálogos argumentativos o descriptivos. Las historias enlazan la causa con el efecto, de manera que las conclusiones que usted quiere mostrar parecen casi inevitables.

Con todo esto no quiero decir que los hechos y el consenso científico no tengan importancia. La tienen, y es crucial. Pero ser conscientes de las deficiencias de nuestro pensamiento nos permite exponer lo que nos interesa de una manera mucho más convincente.

Es fundamental desafiar al dogma, pero en vez de conectar puntos inconexos e inventar una teoría de la conspiración, lo que tenemos que hacer es exigir las pruebas a los responsables políticos. Debemos pedir los datos que pueden apoyar una creencia y buscar la información que la ponga a prueba. Parte de este proceso implica el reconocimiento de nuestros propios instintos sesgados, nuestras limitaciones y nuestras falacias lógicas.

Por tanto, ¿cómo se podría haber desarrollado mi conversación en el tren si hubiese hecho caso de mi propio consejo? Retrocedamos al momento en el que señalé que las cosas daban un giro hacia el terreno del absurdo. Esta vez, inspiro profundamente e intervengo:

"¡Qué buen resultado el del partido, ¿eh?! ¡Lástima que no pudiese conseguir una entrada!"

Al momento nos vemos enfrascados en una conversación sobre las posibilidades del equipo esta temporada. Al cabo de unos minutos de charla, cambio de tema y saco a colación la teoría de la conspiración sobre los alunizajes. "Por cierto, estaba pensando en lo que acabas de decir sobre la llegada a la Luna ¿No había algunas fotos en las que se veía el Sol?"

Él asiente.

"Eso significa que en la Luna era de día, así que, igual que en la Tierra, ¿te parece que se verían las estrellas?"

"Pues supongo que no. No lo había pensado. A lo mejor el blog no tenía razón en todo".





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3790
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 6 de julio de 2008

Prometeo, o el afán de saber




Xavier Rubert de Ventós


Dice el filósofo Xavier Rubert de Ventós ("La red del pescador". Diario El País, 06/07/08) que al titán Prometeo le castigaron los dioses por "curiosear más de la cuenta"... Es una hermosa metáfora para explicar que el castigo le fue impuesto por robar el fuego a los dioses y ofrecérselo a los humanos. Les pasó "información privilegiada", que diríamos hoy, y por eso se quedó sin empleo en el Olimpo.

Todo el interesante artículo de Rubert de Ventós, plagado de citas filosóficas, está dirigido a hacer ver que el exceso de información existente hoy en día en la Red (la Red Global Mundial, traducción de su famoso y universal acrónimo WWW) puede generar confusión y acabar por dejarnos ciegos, mudos y colapsados. Pero él, y con él las bellas metáforas que cita de Castells, Aranguren, Nietzsche, Kant o Wiener, lo explican y justifican mucho mejor.... Y si tienen oportunidad de hacerlo no dejen de leer el "Prometeo encadenado", de Esquilo, o el "Frankenstein o el moderno Prometeo", de Mary Shelley. Entenderán, entonces, lo que los dioses no querían que supiéramos... (HArendt)



http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/5b/Heinrich_fueger_1817_prometheus_brings_fire_to_mankind.jpg
Prometeo lleva el fuego a la humanidad (H.F. Füger, 1817)





"La red del pescador", por Xavier Rubert de Ventós


Los dioses castigan tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google.

El término red -o en red- ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.

Pero no nos precipitemos: mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que "las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran". Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior.

Entonces la palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.

¿Y no será -me pregunto ahora- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del "calentamiento global", sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar "ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre".

Esta cuestión de acomodo o proporción ha sido abordada por Manuel Castells, pero parecen olvidarla en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo.

La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan "adolescer" de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.

Y así en todo: incluso en la memoria más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella "capacidad de olvido" ensalzada por Rousseau: "Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo".

Kant advirtió ya que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendemos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía "cantar" al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-).

Norbert Wiener fue más preciso todavía: "Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente". Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: "Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos".

Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
(El País, 06/07/08)



http://lh6.ggpht.com/_t-8ExGWD1es/R8EJxWpvnSI/AAAAAAAAHeo/ZBPvlXGqCLk/CIMG9226.JPG
Escultura a Prometeo (Rockefeller Center, Nueva York)