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viernes, 12 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Lutos



Crematorio del Cementerio Sur de Madrid. Europa Press


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los que no pudieron acompañar a sus muertos habrán experimentado el mismo dolor que el mito de Antígona refleja, comenta en el A vuelapluma de hoy [El síndrome de Antígona. El País, 28/5/2020] el escritor Jesús Ferrero.

"Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía -comienza diciendo Montero-. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca".







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jueves, 12 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Falsos mitos (Publicada el 1 de septiembre de 2009)




La diosa Clío, musa de la Historia



Hay mitos y mitos. Destruir los falsos mitos, los que se construyen sobre datos erróneos, tergiversados, mal intepretados o lisa y llanamente inventados o prefabricados con alevosía y premeditación, es labor primordial de los historiadores.

Entre mis libros de cabecera hay uno, "Lecciones sobre la filosofía de la historia universal", de G.W.F. Hegel (1770-1831), al que le profeso especial estima. Lo tengo en dos ediciones, una de la Biblioteca Universal-Círculo de Lectores (Madrid, 1996) y otra de Alianza Universidad (Madrid, 1980).

Es en esta última en la que figura un extenso y clarificador prólogo del filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955) en el que hay una frase que contrapone la labor del "filósofo" a la del "historiador". No me me resisto a reseñarla: "Tener 'ideas' es cosa para los filósofos. El historiador debe huir de ellas. La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos. Nada más, nada menos".

Hoy, uno de septiembre, se cumplen 70 años justos de la entrada de los ejércitos alemanes en Polonia, y con ello del inicio de la II Guerra Mundial. El historiador Ángel Viñas dedica hoy en El País a la efemérides un documentado artículo titulado "Un tiempo de sangre y fuego" en el que desmonta algunos falsos mitos, entre ellos, el existente sobre el pacto Stalin-Hitler que para algunos fue el paso previo necesario para la invasión, pero también sobre otros antecedentes que tuvieron como escenario la guerra civil española de 1936-1939. Espero que les resulte interesante. HArendt




1 de septiembre de 1939. Los alemanes invaden Polonia



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miércoles, 15 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Mitos




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El mito de Sherezade


En el famoso libro del antropólogo Claude Levi-Strauss titulado Mitológicas. Lo crudo y lo cocido (Fondo de Cultura Económica, México, 1968), todo un clásico de la antropología y la etnografía, se analiza y desmenuza con absoluto rigor científico el mito de referencia de los "bororo", una tribu indígena del Brasil central, a la que el insigne investigador francés dedicó la mayor parte de su vida.

Con toda seguridad no es la pretensión del escritor Gustavo Martín Garzo la misma que la del profesor Levy-Strauss, aunque su artículo de hoy en El País, Las enseñanzas de Sherezade, se inicie con una definición bastante académica del concepto de mito, sino que se centra en la contraposición paradójica entre el mundo del "mito" y el de las "historias inventadas" con la conclusión de que el mundo del mito -y con él, el de la "verdad" de "su historia"- da a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños...



Claude Levi-Strauss


Un mito es una historia, comienza diciendo Martín Garzo,  que afectando a toda una comunidad, es juzgada por sus miembros como verdadera. Según esto, frente a las historias inventadas, con las que los hombres entretienen su tiempo y avivan su fantasía, existirían las historias verdaderas, que nos hablarían de lo que íntimamente son.

Por ejemplo, las historias que se refieren al origen de las cosas son míticas. La historia del paraíso lo es para el universo cristiano y judío porque en ella se habla de la causa por la que empezó el exilio del hombre en la tierra. Y, en el mundo griego, la historia de Prometeo o la de Demeter y Proserpina son míticas, ya que en ellas se habla, respectivamente, del descubrimiento del fuego y de los ciclos productivos asociados a las estaciones.

Las historias míticas abarcan un espectro muy amplio y pueden referirse desde a grandes dramas del espíritu humano, como la expulsión o el éxodo, hasta a asuntos menores como la creación del vino o el origen de las flores. El narciso surge de la metamorfosis de un joven y bello pastor que se enamora de su reflejo en el agua; el heliotropo, que siempre mira al sol, es la forma que toma la ninfa Clitia al languidecer de amor; el laurel oculta el cuerpo tembloroso de Dafne; y los lirios son gotas de leche vertidas por la diosa Hera cuando alimentaba al pequeño Hércules.

Las historias verdaderas se oponen a las historias inventa-das en que, mientras que aquellas dicen la verdad de lo que somos, éstas no serían sino fórmulas complacientes que nos ayudarían en la tarea de hacer más gratas nuestras horas de soledad.

En nuestro universo cristiano, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una historia verdadera, mientras que el cuento de La Bella Durmiente es una inventada. La primera afecta a toda la comunidad de creyentes; la segunda, pertenece a ese ámbito de la intimidad que es el espacio de la crianza de los niños. Pero no siempre es fácil distinguir unas de otras. Nada diferencia, por ejemplo, la historia de la Anunciación de las historias de Rapónchigo o de Blancanieves. Una muchacha que recibe la llegada de un ángel, y que concibe un niño llamado a ser el rey de los hombres, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas?

Pero el niño posee un pensamiento mágico en que realidad y ficción se compenetran y fecundan y no tiene claro los límites que separan los dos mundos. Un niño pequeño cree con naturalidad pasmosa la historia de Noé, pero también la de San Jorge y el Dragón o la de Peter Pan, que es ese malicioso personaje que vive anclado en la infancia; por lo que esa distinción entre lo real y lo ficticio siempre le será extremadamente difícil de llevar a cabo, y sólo la intervención del adulto podrá ayudarle en esa tarea.

Al hombre arcaico le pasaba algo parecido. Pensemos, por ejemplo, en las historias de aparecidos. Nuestros antepasados tenían que enfrentarse al enigma de la muerte y aquellas his-torias de familiares que regresaban de sus tumbas a intervenir en el mundo de los vivos, lejos de ser un mero entretenimiento, tenían el carácter de historias verdaderas que estaban en la base de la constitución misma de lo real. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo es rico en información pero pobre en historias memorables, queriendo advertir, según creo, del empobrecimiento que había supuesto para el mundo del relato la pérdida de su sustrato mítico.

Curiosamente, la falta de referencias a esas historias verdaderas que constituyen la base del mito ha provocado un empobrecimiento tanto de la realidad como de la ficción. De lo que es sin duda un ejemplo ese mundo tan comentado de las leyendas urbanas, que en el mejor de los casos apenas sirven para otra cosa que para hacernos más grata la sobremesa. La ficción entendida como mero entretenimiento, como mundo paralelo que nos permite sortear el aburrimiento y el cansancio de lo real, termina por convertirse en un juego banal que apenas es capaz de provocarnos algún que otro estremecimiento. O dicho de otra forma, las ficciones nos pertenecen; las historias verdaderas no. Aún más, son ellas las que nos dicen lo que somos y lo que cabe esperar de nosotros. Es la misma diferencia que existe entre el mundo del secreto y el del misterio. El mundo del secreto pertenece al ámbito de la ficción, el del misterio al de la verdad. Somos dueños de nuestros secretos, pero es el misterio el que nos posee.

Pero el mito y el misterio han desaparecido de nuestras vidas, y el hombre contemporáneo ha dejado de creer que existan historias verdaderas. ¿Quiere decir esto que su vida se ha hecho más real? Más bien sucede lo contrario. Es la paradoja de los mitos, que a su manera son dadores de realidad. En los evangelios se nos dice que uno de los discípulos descubre al Jesús resucitado por la forma en que éste parte el pan en la mesa. Los restaurantes actuales entregan cartas de panes a sus clientes, pero es difícil que el pan llegue a tener para ellos la materialidad que tenía para los creyentes que escuchaban aquel relato. Incluso unas simples lentejas nunca serán las mismas para quien, tras crecer bajo el influjo misterioso de la Biblia, haya escuchado la historia de la traición de Jacob a Esaú. Es la paradoja del mundo del mito, y de sus historias verdaderas, que dan a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños.

El planteamiento de una obra como El Decamerón no es, en el fondo, distinto al de estos concursos en que un grupo de hombres y mujeres jóvenes se ven obligados a permanecer ais-lados frente a las cámaras de televisión. En El Decamerón era la peste la que les hacía huir, y entonces daban en contarse historias con las que trataban de distraerse de sus angustias, pero en las que también se preguntaban por el mundo del deseo, por el significado de la dicha y del dolor, y con las que trataban, en definitiva, de conjurar a la muerte. Lo que no sucede en absoluto en los programas aludidos, en los que asistimos a un cúmulo de despropósitos y tópicos que ratifican el radical descrédito de lo real que padece el mundo actual.

Sherezade visitaba al sultán cada noche y gracias al arte de sus relatos no sólo logró salvarse, sino salvar la vida de cuantas muchachas habrían tenido que sucederle en su lecho. El mundo del relato siempre ha ido unido a la pregunta por el poder de la muerte, y a la necesidad de encontrar una manera de burlarla. Y es cierto que el mundo de la ficción no pertenece exactamente al mundo del mito, pero aspira a reflejar una parte de su verdad. Y así el mito vuelve a nosotros y, al hacerlo, la realidad se abre y nos entrega sus frutos más sabrosos. Bien mirado, ¿no es ésa la aspiración del narrador? Un puente entre la verdad y el mundo real, eso son todas las historias que merecen la pena. 



Gustavo Martín Garzo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4898
Publicada originariamente el 11 de mayo de 2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 2 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Conspiranoia





Los hechos y los argumentos racionales no son muy eficaces a la hora de alterar las creencias de la gente. La gente cree en las teorías de la conspiración, y no es fácil conseguir que cambie de opinión, dice Mark Lorch, catedrático de Química y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Hull, en un reciente artículo publicado originalmente en inglés en la página web The Conversation y reproducido por El País y otros medios de comunicación de todo el mundo.

Iba yo sentado en el tren, comienza diciendo el profesor Lorch, tren cuando un grupo de hinchas de fútbol entró en tropel. Acababan de salir del partido ‒era evidente que su equipo había ganado‒ y ocuparon los asientos libres que había a mi alrededor. Uno de ellos cogió un periódico que alguien había dejado y empezó a soltar risitas burlonas mientras leía los últimos "hechos alternativos" difundidos por Donald Trump.

Los demás se apresuraron a contribuir con sus ideas acerca de la afición del presidente a las teorías de la conspiración. La conversación no tardó en poner rumbo a otras conspiraciones y yo disfruté escuchando disimuladamente mientras el grupo se mofaba sin piedad de los seguidores de la teoría de la tierra plana y de la última idea de Gwineth Paltrow, y remedaba los chistes en Internet sobre las estelas químicas.

Entonces se produjo una pausa y uno de ellos aprovechó la oportunidad para hacer la siguiente aportación: "Vale que todo este rollo son chorradas, pero no iréis a decirme que te puedes fiar de las ideas con las que nos llenan la cabeza normalmente. Por ejemplo, los alunizajes. Está claro que los simularon, y encima bastante mal. El otro día leí un blog que decía que nos fijásemos en que ni siquiera había estrellas en ninguna de las imágenes".

Para mi sorpresa, el grupo se le sumó añadiendo más "pruebas" que reforzaban que el alunizaje había sido un fraude: las extrañas sombras de las fotografías, la bandera que ondea cuando en la Luna no hay atmósfera, y cómo pudieron grabar a Neil Armstrong poniendo el pie en la superficie si no había nadie para sostener la cámara.

Hacía un minuto parecían personas racionales capaces de valorar las pruebas y de llegar a una conclusión lógica, pero luego las cosas dieron un giro hacia el terreno del absurdo, así que inspiré profundamente y decidí intervenir: "La verdad es que todo esto tiene una explicación sencilla..."

Los hinchas se volvieron hacia mí, estupefactos ante el hecho de que un extraño osase meter baza en su conversación. Yo proseguí sin dejarme intimidar, bombardeándolos con una lluvia de hechos y explicaciones racionales.

"La bandera no ondeaba al viento, solo se movía mientras Buzz Aldrin la plantaba. Las fotos se hicieron durante el día lunar y, como es obvio, de día no se puede ver las estrellas. Las sombras son raras debido a los objetivos ultra gran angular que utilizaron, que distorsionaban las imágenes. Y nadie filmó a Neil bajando por la escalerilla; había una cámara montada en el exterior del módulo lunar que lo grabó dando ese paso de gigante. Si esto no es suficiente, la prueba irrefutable definitiva se encuentra en las fotografías de los puntos de alunizaje hechas por el Orbitador de Reconocimiento Lunar, en las que se puede ver claramente las huellas que dejaron los astronautas al recorrer la superficie".
"Ahí queda eso", me dije a mí mismo.

Pero, al parecer, mis oyentes distaban mucho de estar convencidos. Se pusieron como unas fieras contra mí haciendo afirmaciones cada vez más absurdas. Según ellos, Stanley Kubrick lo había filmado todo, miembros clave del equipo habían muerto en misteriosas circunstancias, y así sucesivamente.

El tren se detuvo en una estación. No era la mía, pero de todas maneras aproveché para largarme. Abochornado, al tiempo que prestaba atención al hueco entre al vagón y el andén me preguntaba por qué mis hechos habían sido tan estrepitosamente inútiles para hacerlos cambiar de opinión.

La respuesta sencilla es que, en realidad, los hechos y los argumentos racionales no son muy eficaces a la hora de alterar las creencias de la gente. Esto se debe a que nuestro cerebro racional está equipado con unos mecanismos neurológicos evolutivos no demasiado avanzados. Una de las causas por la que las teorías de la conspiración surgen periódicamente es nuestro deseo de imponer una estructura al mundo y nuestra increíble capacidad para reconocer pautas. De hecho, un reciente estudio ha mostrado que existe una correlación entre la necesidad individual de estructura y la tendencia a creer en las teorías de la conspiración.

Por ejemplo, tomemos la siguiente secuencia: 0 0 1 1 0 0 1 0 0 1 0 0 1 1. ¿Ve alguna pauta en ella? Posiblemente sí. Y usted no es el único. Un rápido sondeo en Twitter (que reproducía un estudio mucho más riguroso) indicó que el 56% de las personas coincidían con usted, aunque la secuencia la había generado yo lanzando una moneda al aire.

Por lo que parece, nuestra necesidad de estructura y nuestra capacidad de reconocer pautas son más bien hiperactivas, lo cual origina una inclinación a reconocer patrones ‒como las constelaciones, las nubes que parecen perros y las vacunas que provocan autismo‒ donde en realidad no los hay.

La capacidad de reconocer pautas debió de ser una cualidad útil para la supervivencia de nuestros ancestros. Mejor equivocarse al distinguir los indicios de un depredador que pasar por alto a un gran felino hambriento de verdad. Sin embargo, si trasladamos automáticamente esa tendencia a nuestro mundo con su abundancia de información, veremos relaciones causa efecto inexistentes ‒teorías de la conspiración‒ por todas partes.

Otro motivo por el cual somos tan propensos a creer en las teorías de la conspiración es que somos animales sociales, y es mucho más importante (desde un punto de vista evolutivo) nuestra posición en la sociedad que estar en lo cierto. En consecuencia, comparamos constantemente nuestras acciones y nuestras creencias con las de nuestros semejantes, y luego las cambiamos para que se ajusten a ellas. Esto significa que si nuestro grupo social cree algo, es más probable que sigamos al rebaño.

Este efecto de la influencia social en el comportamiento tuvo una bonita demostración, allá por 1961, en el experimento de la esquina que llevó a cabo el psicólogo social estadounidense Stanely Milgram (más conocido por su trabajo sobre la obediencia a las figuras de autoridad) junto con sus compañeros. El experimento era lo bastante sencillo (y divertido) como para que usted pueda reproducirlo. Elija una esquina concurrida y mire al cielo durante 60 segundos.

Lo más probable es que muy poca gente se pare y compruebe qué está mirando. Milgram vio que, en estas condiciones, se añadía alrededor del 4% de los viandantes. Luego haga que unos cuantos amigos le acompañen en sus elevadas observaciones. A medida que el grupo aumente, cada vez más extraños se pararán y mirarán hacia arriba. Cuando el grupo haya alcanzado los 15 observadores celestes, alrededor del 40% de los transeúntes se habrán detenido y habrán estirado el cuello junto con ustedes. Seguramente habrá visto cómo funciona ese mismo efecto en los mercados, en los que se habrá sentido atraído hacia el puesto a cuyo alrededor había una multitud.

El principio se aplica con la misma potencia a las ideas. Cuanta más gente crea en una información, más probable será que la aceptemos como verdadera. Y así, si estamos excesivamente expuestos a determinada idea a través de nuestro grupo social, esta se convierte en parte de nuestra visión del mundo. En suma, la demostración social es una técnica de persuasión mucho más eficaz que la demostración basada puramente en las pruebas, lo cual explica, como es lógico, por qué esta clase de demostración es tan apreciada en publicidad ("el 80% de las mamás lo cree así").

La demostración social no es más que una de las muchas falacias lógicas que también hacen que ignoremos las pruebas. Un tema relacionado con ella es el omnipresente sesgo de confirmación, o la tendencia por la cual la gente busca y se cree los datos que apoyan su punto de vista, mientras que descarta los que no lo hacen. Todos lo sufrimos. Basta con que piense en la última vez que escuchó o vio un debate en la radio o en la televisión ¿Hasta qué punto le pareció convincente el argumento que iba en contra de su visión de las cosas en comparación con el que coincidía con ella?

Lo más probable es que, fuese cual fuese la racionalidad de ambas partes, usted desestimase en gran medida los argumentos de la oposición mientras aplaudía los que concordaban con los suyos. El sesgo de confirmación se manifiesta también como una tendencia a seleccionar la información de fuentes que ya están de acuerdo con nuestros puntos de vista (lo cual es probable que tenga igualmente su origen en el grupo con el que nos relacionamos). Por consiguiente, seguramente sus ideas políticas dictan sus canales de noticias favoritos.

Por supuesto, existe un sistema de creencias que identifica las falacias lógicas tales como el sesgo de confirmación e intenta subsanarlas. Mediante la repetición de las observaciones, la ciencia convierte las anécdotas en datos, reduce el sesgo de confirmación y acepta que las teorías se pueden actualizar a la vista de las pruebas. Esto significa que la ciencia está abierta a corregir sus textos fundamentales. No obstante, el sesgo de confirmación nos contamina a todos. Como es bien conocido, el famoso físico Richard Feynman describió un ejemplo procedente de uno de los más rigurosos campos de la ciencia: la física de partículas.

"Millikan midió la carga de un electrón mediante un experimento con gotas de aceite que caían y obtuvo una respuesta que ahora sabemos que no era del todo correcta. La causa de la ligera inexactitud era que su valor de la viscosidad del aire era erróneo. Es interesante examinar la historia de las mediciones de la carga del electrón después de Millikan. Si las representamos en un gráfico como una función del tiempo, veremos que una es un poco mayor que la de Millikan, la siguiente un poco mayor que la anterior, y lo mismo ocurre con la que viene después, hasta que, al final, se estabilizan en una cifra más alta.

"¿Por qué no descubrieron enseguida que la nueva cifra era más alta? Los científicos se avergüenzan de esta historia porque es evidente que se hicieron cosas como esta: cuando obtenían una cifra que estaba por encima de la de Millikan, pensaban que tenía que haber algún error y buscaban y encontraban alguna razón para ello. Cuando obtenían una cifra más parecida al valor de Millikan, no se fijaban tanto".

Uno puede sentirse tentado a seguir el ejemplo de los medios de comunicación más populares y plantar cara a los falsos juicios y a las teorías de la conspiración mediante la estrategia consistente en desmontar los mitos. Hacer referencia al mito al mismo tiempo que a la realidad parece una buena manera de confrontar los hechos con las afirmaciones falsas de manera que emerja la verdad. Pero una vez más, resulta que este planteamiento es equivocado, ya que al parecer da lugar a lo que se conoce como efecto contraproducente, por el cual acabamos por acordarnos más del mito que del hecho.

Uno de los ejemplos más notables se observó en un estudio que evaluaba un folleto sobre "mitos y hechos" relacionados con las vacunas contra la gripe. Nada más leerlo, los participantes recordaban con precisión los hechos como hechos y los mitos como mitos. Pero, al cabo de solo 30 minutos, las cosas habían dado un vuelco en su mente y los mitos se recordaban con mucha más frecuencia como "hechos".

Esto hace pensar que la mera mención del mito contribuye en la práctica a reforzarlo. Después, a medida que pasa el tiempo, uno olvida el contexto en el cual oyó hablar de él ‒en este caso, un ejercicio de desmitificación‒ y solamente le queda el recuerdo del propio mito.

Para colmo de males, ofrecer información rectificadora a un grupo con creencias firmes puede acabar por reforzar sus opiniones a pesar de que los nuevos datos las desautoricen. Las nuevas pruebas generan contradicciones en nuestras creencias, y con ello, nos producen un malestar emocional. Sin embargo, en vez de modificar nuestras ideas, solemos tratar de justificarnos y desarrollar una antipatía todavía mayor por las teorías que se nos oponen, lo cual puede hacer que nos obcequemos más en nuestras opiniones. Es lo que se conoce como el "efecto bumerán", que constituye un enorme problema a la hora de intentar dar un empujoncito a la gente para que mejore su manera de proceder.

Por ejemplo, los estudios han demostrado que los mensajes informativos dirigidos a reducir el consumo de tabaco, alcohol y drogas han tenido el efecto contrario. Entonces, si no podemos servirnos de los datos, ¿cómo podemos conseguir que la gente deseche sus teorías de la conspiración u otras ideas irracionales?

Es probable que la alfabetización científica sea de ayuda a largo plazo. Con ello no me refiero a la familiaridad con los hechos, las cifras y las técnicas científicas. Más bien lo que hace falta es conocer el método científico, como el pensamiento analítico. Y, efectivamente, los estudios muestran que el rechazo a las teorías de la conspiración está relacionado con el predominio de este último. La mayoría de la gente nunca se dedicará a la ciencia, pero nos topamos con ella y la utilizamos a diario, así que la ciudadanía tiene que tener la capacidad necesaria para evaluar críticamente las afirmaciones científicas.

Por supuesto, cambiar los planes de estudios de un país no sería muy útil para una discusión como la que tuve en el tren. Con el fin de lograr una estrategia más inmediata es importante darse cuenta de que formar parte de una tribu ayuda muchísimo. Antes de empezar a predicar el mensaje, busque una base común.

Al mismo tiempo, para evitar el efecto contraproducente, prescinda de los mitos. Ni siquiera los mencione ni admita su existencia. Limítese a los puntos fundamentales. Las vacunas son seguras y reducen la posibilidad de contraer la gripe en un 50% o 60%. Punto. No haga referencia a las ideas erróneas, ya que suelen ser más fáciles de recordar.

Tampoco encolerice a sus detractores desafiando su visión del mundo. Ofrézcales más bien explicaciones que estén en armonía con sus creencias previas. Por ejemplo, es mucho más probable que los conservadores que niegan el cambio climático cambien de opinión si también se les exponen las oportunidades de negocio favorables al medio ambiente.

Otra idea. Utilice historias para transmitir lo que quiera decir. Los relatos atrapan a la gente con mucha más fuerza que los diálogos argumentativos o descriptivos. Las historias enlazan la causa con el efecto, de manera que las conclusiones que usted quiere mostrar parecen casi inevitables.

Con todo esto no quiero decir que los hechos y el consenso científico no tengan importancia. La tienen, y es crucial. Pero ser conscientes de las deficiencias de nuestro pensamiento nos permite exponer lo que nos interesa de una manera mucho más convincente.

Es fundamental desafiar al dogma, pero en vez de conectar puntos inconexos e inventar una teoría de la conspiración, lo que tenemos que hacer es exigir las pruebas a los responsables políticos. Debemos pedir los datos que pueden apoyar una creencia y buscar la información que la ponga a prueba. Parte de este proceso implica el reconocimiento de nuestros propios instintos sesgados, nuestras limitaciones y nuestras falacias lógicas.

Por tanto, ¿cómo se podría haber desarrollado mi conversación en el tren si hubiese hecho caso de mi propio consejo? Retrocedamos al momento en el que señalé que las cosas daban un giro hacia el terreno del absurdo. Esta vez, inspiro profundamente e intervengo:

"¡Qué buen resultado el del partido, ¿eh?! ¡Lástima que no pudiese conseguir una entrada!"

Al momento nos vemos enfrascados en una conversación sobre las posibilidades del equipo esta temporada. Al cabo de unos minutos de charla, cambio de tema y saco a colación la teoría de la conspiración sobre los alunizajes. "Por cierto, estaba pensando en lo que acabas de decir sobre la llegada a la Luna ¿No había algunas fotos en las que se veía el Sol?"

Él asiente.

"Eso significa que en la Luna era de día, así que, igual que en la Tierra, ¿te parece que se verían las estrellas?"

"Pues supongo que no. No lo había pensado. A lo mejor el blog no tenía razón en todo".





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 26 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Entre la impunidad y el mito





Entre la impunidad y el mito, la izquierda se ha arrogado durante años el papel de comisaria moral del espectro político, comenta en un reciente artículo el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides. Durante casi ochenta años, comienza diciendo, la extinta Unión Soviética levantó, a base de exterminios, cárceles, gulags y cientos de miles de kilómetros de alambres de púas, el paraíso comunista que extendía sus fronteras hasta la mitad de Europa. Durante todo ese tiempo, una gran parte de los llamados intelectuales de izquierda del mundo occidental miraron con anuencia todo aquel inventario de atropellos y asesinatos, a veces simplemente negando su existencia o, si eran puestos contra las cuerdas por la tozuda realidad, explicando la serie de males necesarios que se requerían para luchar contra el perverso capitalismo.

En su ensayo Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses (1944-1956), Toni Judt reflexiona con minucia sobre el carácter ambivalente de muchos de estos intelectuales y la pasmosa relajación moral de algunos de ellos, como Emmanuel Mounier, quien escribe, a propósito del golpe de Praga de 1948, que “no hay progreso que no tuviera su comienzo en una minoría audaz, ante la instintiva pereza de la mayoría”. No fue el único ni sería el último de los muchos intelectuales europeos —Sartre, Brecht, Debray…— que durante décadas persistieron empeñados en que el comunismo soviético era un sistema per se bondadoso y libertario. Lo mismo ocurrió con la Cuba castrista: escasos fueron los intelectuales de ese entonces que no cantaron loas a Fidel Castro y escribieron ruborosos elogios a la revolución mientras sus colegas eran silenciados, asesinados o encarcelados. De hecho, nuestro tan querido boom literario estaba compuesto por los principales legitimadores del castrismo y la revolución, como bien sabemos.

Durante mucho tiempo nos han dicho que eran gentes de buena fe engañadas por la maquinaria propagandista de aquellos regímenes. Que en realidad nadie sabía lo que estaba ocurriendo realmente tras las fronteras de Cuba, la Unión Soviética o China. Pero ese sapo yo no me lo trago, pues era gente informada y con acceso a lo que ocurría en el mundo. Por desgracia, creo que la explicación más probable es más simple y también más siniestra: querían creer. Empeñados en las bondades del comunismo, aquellos intelectuales le dieron la espalda a su primera responsabilidad con la verdad y avalaron así a todos quienes los leían y los tenían por referentes morales, cegándolos ante la desventura y el horror que sufrían sus congéneres. Lo cuenta muy bien el escritor cubano Jacobo Machover en El sueño de la barbarie: la complicidad de los intelectuales con la dictadura castrista.

Pues bien, con ese auspicioso saldo moral en sus cuentas han funcionado durante décadas los partidos comunistas y las izquierdas unidas de todo el mundo y se han disculpado todos los atropellos, todos los encarcelamientos y toda la brutalidad de los regímenes que ensayan la senda del totalitarismo y que son modelo de estos partidos, que funcionan gracias a la democracia que quieren destruir. Basta leer los tuits en los que el vergonzante Alberto Garzón despide —con la emoción de una colegiala— a Fidel Castro (“Su ejemplo y pensamiento pervive”, dice) y elogia el destrozo que está haciendo el chavismo en Venezuela hoy mismo; empeñado en negar la clamorosa evidencia de que nadie que dure en el poder 50 años puede considerarse demócrata ni que un régimen que se enquista a sangre y fuego es modelo de democracia. ¿Es eso lo que propone Izquierda Unida para España o se trata solo de una aspiración mística-ideológica?

En todo caso, esto ha sido así porque durante años la izquierda se ha arrogado el papel de comisaria moral del espectro político, de airada detentadora de la progresía y la bondad. Y los demás nos hemos dejado chantajear y hemos dado por bueno que ser de izquierdas (de esa izquierda) es estar intrínsecamente del lado de los desfavorecidos. De lo contrario uno era —y es— acusado de fascista. Y no, no concede crédito democrático que los comunistas se hubieran enfrentado a Franco aquí en España, porque no hay ningún valor en enfrentarse a una dictadura en nombre de otra.

No nos engañemos: no hay ninguna deriva en la Izquierda Unida ni en el planteamiento de Podemos —los verdaderos campeones del cinismo— ni en general en las izquierdas de todo el mundo que tienen como modelo a Stalin, a Castro o Chávez, a quienes elogian con impunidad o justifican con vacilantes balbuceos y desplantes retóricos. Esa izquierda siempre ha defendido los regímenes totalitarios y es lo que buscan instaurar en nombre de un mundo mejor y de una sociedad perfecta. Tal es su naturaleza.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 29 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] Cosas que uno siente por Navidad



Belén navideño tradicional


Si hay algo que me pone de los nervios es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al adjetivo la Real Academia Española) que piensa que los no creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... La verdad es que me da igual lo que piensen los susodichos, pero se equivocan.

Por citar un ejemplo de espiritualidad profunda entre los no creyentes, mencionaría a Simone Weil, la joven filósofa francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia. O si prefieren otro, quizá más accesible, el del también francés Albert Camus y su humanismo cristiano sin Dios.

A mi el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año con mi familia, con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra (también nacido en una cueva, de madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero). Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dijo el antropólogo francés, (¡vaya por Dios, hoy va todo de franceses!) Claude Lévi-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba hace unos años en El País por estas mismas fechas un entrañable artículo titulado El buey y los ángeles, rememorando las navidades de su infancia. Como a él, a mí también me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y todo sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central, junto a la herencia cultural greco-latina, para poder comprender lo que es y significa Occidente y su forma de pensar. 

Y no sé si fiel a una tradición que desconozco o simple fruto del azar, me encuentro de nuevo hace unos días, en el mismo periódico, otro hermoso artículo de Gustavo Martín Garzo titulado El papagayo verde, que habla de compasión, silencios, bondad con los desconocidos, y el peso del mundo y la realidad, quizá influido una vez más por los sentimientos a que nos hace proclives la Navidad. Lo hace tomando como excusa el proceso de redacción de la novela Un corazón simple, de Gustave Flaubert. Una novela corta, nos cuenta Martín Garzo, para escribir la cual Flaubert necesitó cinco meses intensivos de trabajo. "¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?", le cuenta Flaubert por carta a su amigo Turguéniev sobre sus dificultades para terminarla. Y es que, como bien dice Martín Garzo en su artículo citado "el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, ofreciéndonos una segunda vida". 

Un corazón simple, nos cuenta Martín Garzo, habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conocía como la palma de su mano y que ya había retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista, sigue contándonos, es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.

Y para colmar el vaso de las cosas que uno siente por Navidad, hoy mismo, una buena amiga a la que no veo hace muchos años pero con la que guardo una entrañable complicidad epistolar, me pregunta con íntimo desasosiego como es posible celebrar en paz con uno mismo estas fiestas entrañables cuando miles de seres humanos, refugiados de las crisis humanitarias que asolan Oriente Medio y África del Norte, caminan sin rumbo ni futuro por estas cristianas tierras de Europa, que les rechaza y les teme a la vez. "Es necesario algo más que buenos pensamientos por esta gente...", me dice al final de su carta. Y no sé qué contestarle, porque no tengo respuesta alguna.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. Y ¡Feliz Año Nuevo! HArendt



Isla de Lesbos, Grecia (U.E.), Diciembre de 2015



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire) 

jueves, 11 de julio de 2013

Mitos. (Reedición de la entrada publicada el 11/5/2008)




Claude Lévi-Strauss




Hay un famoso libro de Claude Lévi-Strauss titulado "Mitológicas. Lo crudo y lo cocido" (Fondo de Cultura Económica, México, 1968), todo un clásico de la antropología y la etnografía, en el que se analiza y desmenuza con absoluto rigor científico el mito de referencia de los "bororo", una tribu indígena del Brasil central, a la que el insigne investigador francés dedicó la mayor parte de su vida.

Con toda seguridad no es la pretensión del escritor Gustavo Martín Garzo la misma que la del profesor Lévi-Strauss, aunque su artículo de hoy en El País, "Las enseñanzas de Sherezade", se inicie con una definición bastante académica del concepto de mito, sino que se centra en la contraposición paradojica entre el mundo del "mito" y el de las "historias inventadas" con la conclusión de que el mundo del mito -y con él, el de la "verdad" de "su historia"- da a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





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El mito de Sherezade




"Las enseñanzas de Sherezade", por Gustavo Martín Garzo
El País, 11/05/08

Un mito es una historia que, afectando a toda una comunidad, es juzgada por sus miembros como verdadera. Según esto, frente a las historias inventadas, con las que los hombres entretienen su tiempo y avivan su fantasía, existirían las historias verdaderas, que nos hablarían de lo que íntimamente son.

Por ejemplo, las historias que se refieren al origen de las cosas son míticas. La historia del paraíso lo es para el universo cristiano y judío porque en ella se habla de la causa por la que empezó el exilio del hombre en la tierra. Y, en el mundo griego, la historia de Prometeo o la de Demeter y Proserpina son míticas, ya que en ellas se habla, respectivamente, del descubrimiento del fuego y de los ciclos productivos asociados a las estaciones.

Las historias míticas abarcan un espectro muy amplio y pueden referirse desde a grandes dramas del espíritu humano, como la expulsión o el éxodo, hasta a asuntos menores como la creación del vino o el origen de las flores. El narciso surge de la metamorfosis de un joven y bello pastor que se enamora de su reflejo en el agua; el heliotropo, que siempre mira al sol, es la forma que toma la ninfa Clitia al languidecer de amor; el laurel oculta el cuerpo tembloroso de Dafne; y los lirios son gotas de leche vertidas por la diosa Hera cuando alimentaba al pequeño Hércules.

Las historias verdaderas se oponen a las historias inventa-das en que, mientras que aquellas dicen la verdad de lo que somos, éstas no serían sino fórmulas complacientes que nos ayudarían en la tarea de hacer más gratas nuestras horas de soledad.

En nuestro universo cristiano, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una historia verdadera, mientras que el cuento de La Bella Durmiente es una inventada. La primera afecta a toda la comunidad de creyentes; la segunda, pertenece a ese ámbito de la intimidad que es el espacio de la crianza de los niños. Pero no siempre es fácil distinguir unas de otras. Nada diferencia, por ejemplo, la historia de la Anunciación de las historias de Rapónchigo o de Blancanieves. Una muchacha que recibe la llegada de un ángel, y que concibe un niño llamado a ser el rey de los hombres, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas?

Pero el niño posee un pensamiento mágico en que realidad y ficción se compenetran y fecundan y no tiene claro los límites que separan los dos mundos. Un niño pequeño cree con naturalidad pasmosa la historia de Noé, pero también la de San Jorge y el Dragón o la de Peter Pan, que es ese malicioso personaje que vive anclado en la infancia; por lo que esa distinción entre lo real y lo ficticio siempre le será extremadamente difícil de llevar a cabo, y sólo la intervención del adulto podrá ayudarle en esa tarea.

Al hombre arcaico le pasaba algo parecido. Pensemos, por ejemplo, en las historias de aparecidos. Nuestros antepasados tenían que enfrentarse al enigma de la muerte y aquellas his-torias de familiares que regresaban de sus tumbas a intervenir en el mundo de los vivos, lejos de ser un mero entretenimiento, tenían el carácter de historias verdaderas que estaban en la base de la constitución misma de lo real. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo es rico en información pero pobre en historias memorables, queriendo advertir, según creo, del empobrecimiento que había supuesto para el mundo del relato la pérdida de su sustrato mítico.

Curiosamente, la falta de referencias a esas historias verdaderas que constituyen la base del mito ha provocado un empobrecimiento tanto de la realidad como de la ficción. De lo que es sin duda un ejemplo ese mundo tan comentado de las leyendas urbanas, que en el mejor de los casos apenas sirven para otra cosa que para hacernos más grata la sobremesa. La ficción entendida como mero entretenimiento, como mundo paralelo que nos permite sortear el aburrimiento y el cansancio de lo real, termina por convertirse en un juego banal que apenas es capaz de provocarnos algún que otro estremecimiento. O dicho de otra forma, las ficciones nos pertenecen; las historias verdaderas no. Aún más, son ellas las que nos dicen lo que somos y lo que cabe esperar de nosotros. Es la misma diferencia que existe entre el mundo del secreto y el del misterio. El mundo del secreto pertenece al ámbito de la ficción, el del misterio al de la verdad. Somos dueños de nuestros secretos, pero es el misterio el que nos posee.

Pero el mito y el misterio han desaparecido de nuestras vidas, y el hombre contemporáneo ha dejado de creer que existan historias verdaderas. ¿Quiere decir esto que su vida se ha hecho más real? Más bien sucede lo contrario. Es la paradoja de los mitos, que a su manera son dadores de realidad. En los evangelios se nos dice que uno de los discípulos descubre al Jesús resucitado por la forma en que éste parte el pan en la mesa. Los restaurantes actuales entregan cartas de panes a sus clientes, pero es difícil que el pan llegue a tener para ellos la materialidad que tenía para los creyentes que escuchaban aquel relato. Incluso unas simples lentejas nunca serán las mismas para quien, tras crecer bajo el influjo misterioso de la Biblia, haya escuchado la historia de la traición de Jacob a Esaú. Es la paradoja del mundo del mito, y de sus historias verdaderas, que dan a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños.

El planteamiento de una obra como El Decamerón no es, en el fondo, distinto al de estos concursos en que un grupo de hombres y mujeres jóvenes se ven obligados a permanecer ais-lados frente a las cámaras de televisión. En El Decamerón era la peste la que les hacía huir, y entonces daban en contarse historias con las que trataban de distraerse de sus angustias, pero en las que también se preguntaban por el mundo del deseo, por el significado de la dicha y del dolor, y con las que trataban, en definitiva, de conjurar a la muerte. Lo que no sucede en absoluto en los programas aludidos, en los que asistimos a un cúmulo de despropósitos y tópicos que ratifican el radical descrédito de lo real que padece el mundo actual.


Sherezade visitaba al sultán cada noche y gracias al arte de sus relatos no sólo logró salvarse, sino salvar la vida de cuantas muchachas habrían tenido que sucederle en su lecho. El mundo del relato siempre ha ido unido a la pregunta por el poder de la muerte, y a la necesidad de encontrar una manera de burlarla. Y es cierto que el mundo de la ficción no pertenece exactamente al mundo del mito, pero aspira a reflejar una parte de su verdad. Y así el mito vuelve a nosotros y, al hacerlo, la realidad se abre y nos entrega sus frutos más sabrosos. Bien mirado, ¿no es ésa la aspiración del narrador? Un puente entre la verdad y el mundo real, eso son todas las historias que merecen la pena. 



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El escritor Gustavo Martín Garzo





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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)