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sábado, 28 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Cabreo o rebelión cívica? Publicada el 24 de septiembre de 2009









A pesar de mi optimismo impenitente cada vez que oigo a un político hablar a boca-llena de vocación de servicio, o de servidores del pueblo, se me abren las carnes en canal. A mí, el comportamiento de la clase política española me provoca una profunda repugnancia; la de la derecha, con el PP al frente, repugnancia y desprecio; la canaria, repugnancia, desprecio e hilaridad a partes iguales.

Al ejercicio de la política en España se llega por ambición, por despiste, o por inutilidad para saber ganarse la vida honradamente. Entre los que llegan por ambición, la mayoría lo hace porque eso de "pisarmoqueta" es como tener un orgasmo múltiple permanente. Sí, se que la ambición también puede ser noble, pero que quieren que les diga... Entre los que llegan por despiste, están las personas honradas, los buenos profesionales, los ingenuos, que creen, de verdad, en los ideales republicanos de servicio a la "cosa pública", y que abandonan el barco a la primera de cambio, aburridos, asqueados, o por ambas cosas. Los otros, los de la "tercera vía", simplemente, porque no saben dar un palo al agua y hay que comer todos los días, y si es a costa de los demás, pues mejor que mejor... 

Tengo la impresión de que no soy el único español que piensa así. Al contrario, creo que cada día se percibe más un intenso cabreo ciudadano para con sus políticos, una rebelión cívica, que puede ser beneficiosa a la larga si no la sacamos de contexto.

Hace unos días me llego por Internet a través de un correo amigo un artículo supuestamente escrito por el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, titulado "Esa gentuza" [Patente de corso, 5/7/2009] en la que pone a la clase política española a caer de un burro. Eso sí es un cabreo. Lo comparto. Pero ni yo me atrevería a decir lo que le dice a nuestros parlamentarios nuestro preclaro académico. Lo reproduzco más adelante, pero ignoro la fecha y lugar de su publicación.

El pasado día 11, aniversario de la tragedia de las Torres Gemelas de Nueva York, otra notable escritora y periodista, Rosa María Artal, escribía un artículo titulado "Test de agudeza mental: busca las diferencias entre las formas politicas de EEUU. y España" [El Periscopio, 11.9.2009] en el que dejaba reflejo de las abismales diferencias de comportamiento entre los modos parlamentarios españoles y norteamericanos. A favor de estos últimos con enorme diferencia. Pueden leerlo más adelante.

Y sobre la chabacana y pueblerina clase política canaria, que quieren que les cuente... El también escritor y periodista grancanario, José Antonio Alemán, escribía ayer un delirante artículo titulado "La dedicación política y dos piedras" [El Anillo de Moebius, 23/9/2009] sobre nuestro ínclito vicepresidente del des-gobierno canario y presidente del PP de las islas, José Manuel Soria, y sobre algunos de los últimos sucesos y chismes de la vida política local. Al final, llegaba a la misma conclusión que expuse al comienzo de este comentario sobre esa "tercera vía" de acceso a la poltrona y la moqueta: "De seguir así, acabarán dedicándose a la política y a las empresas públicas los que no sirvan para otra cosa y los que no logren levantar cabeza profesional en el ejercicio privado. Que es lo que ya ocurre". Apañados vamos, añado yo. HArendt





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miércoles, 25 de marzo de 2020

[HISTORIA] Los años 30





¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura, escribía George Orwell el 25 de abril de 1940 en el New English Weekly, reseñando el libro de Malcolm Muggeridge "The Thirties" [Letras Libres, 9/3/2020].

"El “mensaje” de Malcolm Muggeridge, comienza diciendo Orwell, –porque es un mensaje, aunque negativo– no ha cambiado desde que escribió Winter in Moscow. Se resume en un simple escepticismo acerca de la capacidad de los seres humanos para construir una sociedad perfecta o incluso tolerable en la tierra. En esencia, es Eclesiastés sin los incisos devotos.

No hay duda de que todo el mundo está familiarizado con esta línea de pensamiento. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. El reino de la tierra está siempre fuera de nuestro alcance. Todo intento de establecer la libertad conduce directamente a la tiranía. Un tirano sucede a otro, el magnate industrial al barón ladrón, el caudillo nazi al magnate industrial, la espada cede paso al talonario y el talonario a la ametralladora, la Torre de Babel sube y baja eternamente. Es el pesimismo cristiano, pero con una diferencia importante: que en la visión cristiana el Reino de los Cielos está ahí para restaurar el equilibrio.

Jerusalén, mi hogar feliz,

Ojalá Dios estuviera en ti.

Ojalá Dios mis penas terminasen

Y tus glorias pudiera ver.

Y, después de todo, hasta tus “penas” terrenales no importan tanto, si de verdad “crees”. La vida es corta y ni siquiera el Purgatorio dura para siempre, así que estarás en Jerusalén antes de que pase mucho tiempo. Muggeridge, no hace falta decirlo, rechaza este consuelo. No da más pruebas de creer en Dios que de confiar en el Hombre. Nada está a su alcance, por tanto, salvo un indiscriminado martilleo de todas las actividades humanas. Pero como historiador social esto no lo invalida por completo, porque la época en la que vivimos invita a algo así. Es una época en la que toda actitud positiva ha resultado ser un fracaso. Credos, partidos, programas de todo tipo han fracasado uno tras otro. El único “ismo” que se justifica es el pesimismo. Por tanto en este momento pueden escribirse buenos libros desde el ángulo de Tersites, pero probablemente no muchos.

No creo que la historia de Muggeridge de los treinta sea estrictamente verdadera, pero creo que está más cerca de la verdad esencial que cualquier perspectiva “constructiva”. Solo mira el lado oscuro, pero es dudoso que haya ningún lado brillante que mirar. ¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura. Comienza con la resaca de la era “ilustrada” de la posguerra, con Ramsay Macdonald hablando gelatinosamente en el micrófono y la Liga de Naciones moviendo unas vagas alas en segundo plano, y acaba con veinte mil bombarderos oscureciendo el cielo y el verdugo enmascarado de Himmler decapitando mujeres en un bloque prestado del museo de Núremberg.

En medio están la política del paraguas y la granada de mano. El gobierno nacional que llega para “salvar la libra”, Macdonald desvaneciéndose como el Gato de Cheshire, Baldwin ganando una elección con la promesa del desarme para rearmarse (¡y luego no logrando el rearme!), la purga de junio, las purgas rusas, el pegajoso disparate de la abdicación, la confusión ideológica de la Guerra Civil española, los comunistas ondeando Union Jacks, los diputados conservadores celebrando que hubieran bombardeado barcos británicos, el papa bendiciendo a Franco, dignatarios anglicanos sonriendo ante las iglesias destruidas de Barcelona, Chamberlain bajando de su avión de Múnich con una cita equivocada de Shakespeare, lord Rothermere elogiando a Hitler como “un gran caballero”, las sirenas antieaéreas de Londres lanzando una falsa alarma cuando las bombas caen en Varsovia.

Muggeridge, que no es amado en los círculos de “izquierda”, es a menudo calificado de “reaccionario” o incluso “fascista”, pero no conozco a ningún escritor de izquierda que haya atacado a Macdonald, Baldwin o Chamberlain con igual ferocidad. Mezcladas con el rumor de las conferencias y el estruendo de las balas están las imbecilidades cotidianas de la prensa sensacionalista. Astrología, crímenes de baúl, grupos de Oxford con su “compartir” y sus baterías de rezos, el párroco de Stiffkey (un gran favorito de Muggeridge: aparece varias veces) fotografiado con algunas amigas desnudas, hambriento en un tonel y finalmente devorado por leones, James Douglas y su perro Bunch, Godfrey Winn con un perro todavía más vomitivo y sus reflexiones políticas (“Dios y el señor Chamberlain: no veo blasfemia en comparar esos nombres”), espiritualismo, la Chica Moderna, nudismo, carreras de perros, Shirley Temple, olor corporal, halitosis, hambre nocturna, ¿debería contarlo un médico?

El libro termina con una nota de derrotismo extremo. La paz que no es una paz cae en en una guerra que no es una guerra. Los acontecimientos épicos que todo el mundo esperaba no se producen, el letargo extendido por todas partes continúa igual que antes. “Contorno sin forma, tono sin color, fuerza paralizada, gesto sin movimiento”. Lo que Muggeridge parece querer decir es que los ingleses son impotentes frente a sus nuevos adversarios porque ya no hay nada en lo que crean con suficiente firmeza como para sacrificarse. Es la lucha de la gente que no tiene fe contra la gente que tiene fe en dioses falsos. ¿Tiene razón, me pregunto? La verdad es que es imposible descubrir lo que sienten y piensan los ingleses sobre la guerra o cualquier otra cosa. Ha sido imposible en los años críticos. Yo no creo que tenga razón. Pero uno no puede estar seguro hasta que algo de una naturaleza bastante inconfundible –algún gran desastre, probablemente– hace a entender a la masa de la gente en qué tipo de mundo viven.

Los capítulos finales son, para mí, profundamente conmovedores, y aún más porque la desesperación y el derrotismo que expresan no son en general sinceros. Detrás de la aparente aceptación del desastre que se ve en Muggeridge está el dato no confesado de que después de todo cree en algo: en Inglaterra. No quiere que Inglaterra sea conquistada por Alemania, aunque si lo juzgamos solo por los primeros capítulos podríamos preguntarnos qué importancia tendría.

Me cuentan que hace unos años dejó el ministerio de información para unirse al ejército, algo que ninguno de los exbelicistas de la izquierda ha hecho, creo. Y sé muy bien lo que subyace en esos capítulos finales. Es la emoción del hombre de clase media, criado en la tradición militar, que descubre en un momento de crisis que después de todo es un patriota. Está muy bien ser “avanzado” e “ilustrado”, desdeñar al coronel Blimp y proclamar tu emancipación de todas las lealtades tradicionales, pero llega un momento en el que la arena del desierto está empapada y roja y ¿qué hecho por ti, Inglaterra, mi Inglaterra? Como yo también me crié en esta tradición la puedo reconocer bajo extraños disfraces, y también simpatizar con ella, porque incluso en su versión más estúpida y sentimental resulta más hermosa que la superficial superioridad moral de la inteligencia de izquierdas".



El escritor George Orwell



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lunes, 23 de marzo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La izquierda, hoy



La izquierda mira al futuro, por Martín Elfman


El socialismo, -comenta el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona y expresidente del Senado, Manuel Cruz  ["La izquierda busca lugar en el mundo". El País, 15/3/2020]- a diferencia del ecologismo y el feminismo, tiene dificultades para identificar el contenido concreto de sus reivindicaciones y el debate sobre qué debe ser en este nuevo mundo está abierto

"Hacia finales de los años sesenta del pasado siglo, -comienza diciendo Cruz- el responsable del PSUC en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona —que hacía proselitismo entre los estudiantes recién llegados para que se incorporaran a las filas de su partido— utilizaba, entre otros, un argumento de carácter histórico en apariencia concluyente. Solía decir que si en los poco más de cincuenta años que habían transcurrido desde la revolución rusa un tercio de la humanidad era socialista, a poco que se le diera un empujoncito al proyecto el planeta por entero viviría bajo ese régimen. Tal vez el argumento ahora les sorprenda a algunos, pero hay que decir, en honor a la verdad, que eran muchos los que por aquel entonces hacían semejante tipo de planteamientos. Es más, tenemos constancia de que todavía en los años ochenta no escaseaban los que se atrevían con estas prospectivas macrohistóricas.

Eran aquellos, ciertamente, tiempos en los que emitir juicios acerca de la deriva pasada y previsiblemente futura de la historia parecía una tarea perfectamente plausible. El devenir de las cosas iba dejando a su paso rastros de sentido que bastaba con recoger para ir construyendo con ellos marcos de inteligibilidad global. Así, Manuel Sacristán (para mí, sin el menor género de dudas el filósofo marxista más importante que ha dado este país) en los años setenta se atrevía a hablar de cómo evolucionaría el socialismo y afirmaba que su futura bandera sería la tricolor con los colores del ecologismo, del feminismo y del socialismo.

Ciertamente, a primera vista parecía razonable pensar que, en lo tocante al verde de la reivindicación ecologista, la coincidencia entre los diversos sectores de la izquierda o terminaría siendo completa (fuera de algunos matices) o no debería resultar muy difícil de alcanzar. Algo similar creo que parecía poder sostenerse respecto al violeta de la reivindicación de igualdad real entre hombres y mujeres. De esta fluida coincidencia algunos, como el mencionado Sacristán, extraían como conclusión irrebatible y que parece haber hecho fortuna con los años, que el futuro del socialismo pasaba en gran medida por hacer suyas las reclamaciones del feminismo y del ecologismo (por mi parte, empecé a referirme a este asunto en un artículo periodístico: “¿Casa común o causa común?”, El Periódico de Cataluña, 18 de diciembre de 2019).

Pero tal vez la conclusión, aceptable en principio en sí misma, no resulte tan enormemente satisfactoria como algunos (bastantes, dicho sea de paso) parecen pensar. A efectos de evitar malentendidos inútiles, me apresuro a precisar que, por formularlo con terminología escolástica, una cosa es que en el presente momento histórico asumir las reivindicaciones verde y violeta constituya una condición necesaria para desarrollar un programa de izquierdas, y otra que la constituya suficiente —esto es, en definitiva, lo que estoy intentando plantear aquí—. Porque del hecho de que hoy pueda existir una coincidencia estratégica entre los tres sectores todavía no se desprende que haya que someter a reconsideración el contenido de la idea de socialismo heredada y pasar a entender dichos sectores como tres dimensiones de un mismo proyecto.

Para poder hacerlo, para llevar a cabo esta refundación teórica, se requiere la existencia de una argamasa o, si se prefiere, de un denominador común que las cohesione. Si no disponemos de él, cualquiera podría acusar a un planteamiento como el señalado de andar pensando el socialismo del futuro en términos de una mera yuxtaposición de tres tipos de reivindicaciones. La acusación no carece de sentido. Solo estableciendo el vínculo existente entre los tres dispondremos del criterio que nos permita establecer prioridades en el momento en que las urgencias que se vayan planteando nos obliguen a ello. Y es obvio que la realidad nos va a colocar de manera constante en la tesitura de tener que decidir qué opción hacemos pasar por delante.

De no ser capaces de establecer el criterio, corremos el riesgo de que la incorporación de nuevos invitados (ecologismo y feminismo) a la causa de la izquierda termine por operar a modo de cortina de humo que oculte el desdibujamiento y la consiguiente debilidad de lo que hasta el momento había constituido el nervio de su proyecto. No estamos hablando de peligros imaginarios, ni suscitando debates puramente académicos. El ingente número de páginas escritas desde hace ya tiempo sobre el futuro del socialismo acredita que lo que está en juego va mucho más allá. Dicho apenas de otra forma, parece estar más claro el significado del verde ecologista y el violeta feminista que el del rojo, que con dificultad podríamos especificar a qué lo hacemos equivaler. O, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, nos costaría precisar el contenido concreto que le atribuimos a la genérica reivindicación de justicia social, habitual en los programas y en las proclamas de las formaciones que se tienen por socialistas o, más genéricamente, de izquierdas.

Precisamente por ello, para avanzar en este esclarecimiento resulta obligado intentar definir previamente, aunque sea de manera tentativa, el marco de lo que entendemos en general por socialismo hoy. Excluyendo de partida respuestas del tipo “socialismo es lo que hacen los socialistas”, que, aunque nadie se atreva a plantear explícitamente, demasiados parecen dar por supuesta. Claro que, frente a esto, tampoco basta con postular el planteamiento inverso, esto es, el de que son socialistas aquellos que comparten el ideario del socialismo. Para que esta otra respuesta —la correcta desde el punto de vista lógico— resulte aceptable se impone entrar en la especificación, por mínima que sea, de ese ideario. Porque lo que resulta insuficiente a todas luces a estas alturas es permanecer en el plano más abstracto del asunto y dedicarnos a discutir sobre la egaliberté balibariana ([de Étienne Balibar], ojito con la primera “a”, que se presta al chiste en caso de confusión) y otras cuestiones de parecido carácter general. Frente a esto, entrar en la especificación del ideario socialista implica plantearse, entre otras cuestiones, la del trabajo, la propiedad o el Estado (y el eventual papel predistributivo o redestributrivo que debe desempeñar este) y a continuación precisar cuál es la posición del socialismo al respecto.

Tal vez en otros momentos del pasado esta exigencia de clarificación previa del marco teórico se hubiera considerado casi innecesaria, por obvia. Pero hoy las cosas son diferentes y, como sabemos, no faltan quienes atribuyen al olvido de este orden de cuestiones (especialmente, aunque no solo, en beneficio de las identitarias de diverso tipo, que no precisan de clarificación metodológica alguna porque con lo emocional van más que sobradas) la comprometida situación de la izquierda en muchos lugares en la actualidad. Se trataría, en caso de haberlo, de un olvido sintomático, revelador de las carencias e incertidumbres programáticas de la hora presente. Carencias e incertidumbres que, por añadidura, algunos pretenden ocultar desviando el foco de la atención hacia un debate que sin duda las formaciones políticas no tienen más remedio que abordar pero que, de hacerlo en el momento inadecuado, no hace más que generar confusión tacticista. Me refiero a ese debate que reduce el futuro del socialismo a la búsqueda de nuevos caladeros de votos. El debate resulta tan ineludible desde el punto de vista electoral como inane desde el teórico. Lo que nos devuelve al meollo del asunto que estamos intentando plantear.

Si todo lo anterior resulta hoy particularmente preocupante es porque parecen dibujarse en el horizonte signos que podrían anunciar algunas transformaciones muy relevantes en la actitud que mantienen ciertos sectores sociales y grandes corrientes políticas respecto a algunos de los principales problemas que más preocupan al conjunto de la ciudadanía en este momento. Estoy pensando, en primer lugar, en el hecho de que tanto en algunos países europeos (Austria) como en nuestro propio país (Andalucía) sectores conservadores hayan planteado explícitamente acuerdos, cuando no alianzas, con sectores ecologistas.

En efecto, según el joven jefe de Gobierno austriaco, Sebastian Kurz, “hemos unido lo mejor de dos mundos” y, en esa misma línea, en España el presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla, parece decidido a convertir la causa del medio ambiente en una seña de identidad de su Gobierno. Y no son los únicos que se están pronunciando en la misma dirección, por cierto. En parecido sentido lo hacía recientemente Marion Marechal, nieta del patriarca de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen y sobrina de Marine Le Pen, actual presidenta del Reagrupamiento Nacional: “Es obvio para mí que la ecología es un conservadurismo. ¡Lo siento, Greta!”, declaraba. De llegar a constituir tendencia estos datos, la izquierda vendría obligada a una reflexión de fondo sobre su propia identidad.

Que estemos ante una tendencia, y no ante una mera coincidencia contingente o una artera operación publicitaria (modelo greenwashing), es una posibilidad que en modo alguno resulta desdeñable y que cabría ilustrar a través del ejemplo de la guerra. Es cosa sabida que el gran negocio que constituye la guerra para las grandes potencias se acostumbra a desarrollar en dos fases. La primera es la destrucción en sentido estricto, que permite a tales potencias no solo dar salida a los stocks de armamento acumulados por sus empresas, sino que también obliga a los Gobiernos beligerantes a un importante desembolso para reponer lo utilizado durante el desarrollo del conflicto. La segunda fase es la de la reconstrucción de lo destruido, tarea que suele ser asumida por la propia potencia que ha llevado a cabo la destrucción. Pues bien, estableciendo un paralelismo, no resulta en absoluto desdeñable tampoco que uno de los grandes negocios del futuro sea precisamente, por seguir utilizando los mismos términos, la reconstrucción de la naturaleza por parte precisamente de las empresas que de manera previa y durante mucho tiempo se enriquecieron dañándola de manera severa.

De confirmarse la tendencia, otro juicio que hacía el antes mencionado Manuel Sacristán debería ser sometido asimismo a revisión. Afirmaba el filósofo por aquellos mismos años setenta, cuestionando la tópica y simplista identificación entre derecha y conservación, e izquierda y transformación, que los conservadores de nuestros días lo único que en realidad conservan es el registro de la propiedad, dedicándose a la transformación (destructiva) de todo lo demás. Este cuestionamiento del viejo tópico por parte de Sacristán, cuestionamiento que en aquel momento dejaba a la izquierda el campo libre para reescribir su agenda política en clave conservadora de lo mejor de la herencia recibida (naturaleza incluida), debería ahora, a la vista de lo que ha empezado a suceder, ser vuelto a pensar de nuevo. Lo que, con toda probabilidad, daría lugar a la constatación de que el proyecto de la izquierda se habría visto privado de uno de los elementos con los que había intentado configurar una nueva especificidad.

Asimismo, en segundo lugar, no creo que resulte demasiado aventurado contemplar la posibilidad de que sectores sociales y políticos conservadores amplíen el radio de las reivindicaciones asumibles incluyendo dentro de él las planteadas por el feminismo. Igual que antes, apresurémonos ahora a puntualizar que tampoco habría que malinterpretar dicha posibilidad: a fin de cuentas, de darse, vendría a ser una de las consecuencias últimas de la declarada vocación de transversalidad por parte de dicho movimiento. De momento, lo que es un hecho es que no hay en la actualidad ninguna formación política ni sector de opinión que impugne abiertamente las reivindicaciones feministas (incluso en el caso de Vox alguien podría interpretar que sus críticas a los presuntos excesos del feminismo constituyen en realidad la única forma de discrepar de él que se atreven a formular en público, ya que sus reivindicaciones básicas —contra la violencia, por la igualdad...— han alcanzado un abrumador respaldo social)”.

Tanto es así, que no faltan quienes, aun reconociendo que a dichas reivindicaciones les queda todavía mucho recorrido para materializarse por completo, entienden que han perdido su carácter más radical, carácter que habría sido recogido por los colectivos LGTBI, únicos que estarían impugnando hasta sus últimas consecuencias el modelo de sexualidad heredado. Pero esta efectiva generalización del feminismo, que podría ser leído en clave de hegemonía en la esfera del discurso público, tendría también una dimensión negativa, en tanto que pérdida, para el proyecto de la izquierda, que se vería de esta forma privado del segundo de los elementos en los que se había apoyado para intentar definir una nueva especificidad (tripartita, para entendernos).

Me cuesta imaginarme la argumentación que utilizaría, medio siglo después, el estudiante de izquierdas de segundo ciclo que quisiera atraer hacia su causa al compañero recién llegado a la Facultad. Lo que no podría plantearle, con toda seguridad, serían consideraciones pretendidamente macrohistóricas del tipo de las aludidas al principio del presente texto, porque sin duda se le volverían en contra. El triunfalismo de hace medio siglo ha mutado en esto. No solo es que el capitalismo en tanto que modo de producción se haya quedado solo en el planeta: es que se ha permitido el sarcasmo, innecesariamente cruel, de que su locomotora más eficaz sea un país hasta hace no tanto socialista como es China. Sin que nos quede siquiera el consuelo, fukuyamiano, de pensar que, aunque el socialismo ha desaparecido de la faz de la Tierra, la democracia se expande. Porque, más allá de que la contabilidad de países que asumen un modelo de democracia liberal vaya en aumento, lo cierto es que en el seno de los mismos los valores propiamente liberales están de manera creciente en entredicho. No hace falta poner ejemplos, ¿verdad?".




El filósofo Manuel Cruz



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domingo, 16 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Un nuevo campo de batalla


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


"La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? -escribe en el Especial de este domingo el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco-. Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores más elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.

El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bourdieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido más rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante —señala Bourdieu a partir de diversas encuestas sociológicas— las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.

El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filósofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.

Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será más decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Daniel Innerarity


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jueves, 16 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La izquierda, sin discurso. (Publicada el 16 de junio de 2009)




El presidente Barack Obama



Permítanme una disquisición bastante retórica: ¿Obama es de izquierdas?; visto desde la perspectiva europea, yo diría que no. Sigamos con la digresión: ¿la socialdemocracia europea es de izquierdas?; visto desde la perspectiva americana yo me atrevería a pensar que sí. Y sin embargo, tendrán que reconocer conmigo que Obama está realizando una política progresista que no realiza, porque no puede o no sabe, la socialdemocracia europea... Traducido al román paladino de nuestros clásicos: la izquierda europea se ha quedado sin discurso. Y ese discurso progresista tiene que recuperarlo de nuevo la izquierda porque es el que respaldan los ciudadanos europeos mayoritariamente.

Carlos Mulas, director de la Fundación Ideas, y Luis Arroyo, presidente de Asesores de Comunicación Pública, lo exponen de manera muy didáctica en su artículo de hoy en El País, titulado "Progresistas: una mayoría en minoría". Hay que quitarle su discurso de "fuerza, seguridad y libertad" a la derecha neoconservadora, dicen, con un nuevo discurso neoprogresista que "no acepta la contraposición clásica entre libertad e igualdad, porque la verdadera libertad se logra promoviendo la igualdad".

Soy de los que piensan que en una democracia consolidada no hay grandes diferencias entre lo que defienden derechas e izquierdas, que las diferencias son de matiz, pero, perdónenme la redundancia, que son, precisamente, esos matices los que marcan la diferencia: la derecha, siempre ha dado prevalencia a la libertad; la izquierda, a la igualdad. Y hay está la cuestión clave: que no es posible libertad sin igualdad ni igualdad sin libertad.

Recuperar el discurso neoprogresista es recuperar el binomio, inseparable, de igualdad y libertad; y si quieren, añadirle la tercera pata, que sería la solidaridad (la fraternidad de la trilogía revolucionaria). Ese fue el discurso, entre otros, de Lincoln, Roosevelt, King, González, Brandt, Allende, y ahora de Obama, Zapatero, Sócrates, Brown, Rudd, Bachelet, Lula..., al menos en opinión de los articulistas citados.

Ojalá fuera todo tan sencillo como cambiar la etiqueta "izquierda" por "neoprogresismo". No creo que lo sea, pero por algún sitio hay que comenzar. La prueba de que es posible la hemos tenido esta misma tarde en el Congreso, cuando una holgada mayoría de diputados de partidos de izquierda, derecha y centro, le ha dicho "no" al intento de la derecha mas casposa y reaccionaria de frenar la tramitación del proyecto de modificación de ley del aborto. Ahora, lo que hay que hacer es bajar a la tierra y ponernos todos a trabajar en resolver los problemas reales de los ciudadanos con un "discurso cohesionado, emotivo y movilizador, heredero de una larga y épica historia de libertad, derechos y protección". Recuperar ese discurso creo que es motivo suficiente para una alianza de todas las fuerzas progresistas de Europa. HArendt




El excanciller alemán Willy Brandt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 23 de agosto de 2019

[PENSAMIENTO] A propósito de la posverdad



Karl Marx y su hija Jenny


El profesor Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribe en Revista de Libros un interesante artículo titulado "A propósito de la posverdad. Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política". 

Me propongo comentar, comienza diciendo Lamo de Espinosa, el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los «tiempos» y los «espacios» de la posverdad, pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los «trinos», y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto Zeitgeist posmoderno y, por supuesto, pos- (y anti-) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no solo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: «Puede medirse la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche». Y añadía: «Nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche». Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo como uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos «dado cuenta» de ellos.

Efectivamente, creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos, o kantianos, o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales y de nuestro lenguaje. Decía Xabier Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos: del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que, más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Émile Durkheim– manières de penser, mucho más que maîtres à penser (que lo fueron quizás inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Bill Clinton, en la campaña de 1992, dijo aquello de «Es la economía, estúpido», o cuando Mariano Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representan un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Karl Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, Vox incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado «precariado» o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo «marxismo naíf», que menosprecia la «superestructura» ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo que tenemos una cuenta pendiente, pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero, en este caso, sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Giorgio Colli y Mazzino Montinari en Berlín:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizá sea un absurdo querer algo así. «Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado, sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.

En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».

Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos (Fragmentos póstumos, IV, 7 [60]).

Es esta una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: 1) Todo es interpretación, pues no hay hechos sino para alguien; 2) El conocimiento es una «perspectiva» de lo real; 3) El conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una «voluntad de poder».

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero, pues si con Nietzsche y la «muerte de Dios» entrábamos en el relativismo moral («Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un “en sí”»), con la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones («también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la “cosa”») nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de lo Malo; lo que es preocupante es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo cual es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase «no hay hechos, sólo interpretaciones» es casi el eslogan del posmodernismo antiilustrado y de la posverdad. Desde luego, a Donald Trump le encantaría esta afirmación: es casi su mantra cotidiano. «Hechos alternativos».

En la cita de Nietzsche percibimos, sin duda, la herencia envenenada y tóxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, la herencia de Johann Gottfried Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisiense de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones, cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado también una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana («tous les hommes ont un esprit également juste», decía Claude-Adrien Helvétius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Leopold von Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc., etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos, la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el Zeitgeist de la posverdad. Es por ello por lo que a comienzos del pasado siglo surgió un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El «perspectivismo», apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Karl Mannheim y en Ortega y Gasset. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al «intelectual flotante», desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y György Lukács hacía lo mismo, pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Pero, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la «nueva clase»? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.

Para el primer Wittgenstein, el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super- sobre la infra-, la cultura sobre la economía, el «hombre nuevo» sobre la «sociedad nueva» y el «socialismo real». Es el eurocomunismo, es Antonio Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: «Mis deseos son la realidad. La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista». Y sobre todo: «Sean realistas: pidan lo imposible». En el contraste entre el Partido Comunista Francés y los jóvenes estudiantes rebeldes, serán estos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral posmaterialista de la abundancia y el consumo, una ética de la autorrealización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Jacques Derrida, Jacques Lacan y, sobre todo, Michel Foucault dará a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) el que dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que «la ideología dominante es la de la clase dominante», la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio frente a la que solo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la deconstrucción, en la reinterpretación.

De Nietzsche a Gramsci, a Foucault, al significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de «la agenda», el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con George Lakoff. Cómo no pensar en un elefante, cómo no pensar en la casta, en el «régimen del 78», por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Donald Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario: mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado «giro lingüístico» de la filosofía, que comienza con Hans-Georg Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el «lado activo del conocimiento». No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Jürgen Habermas, y antes Karl Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana: no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión que, por fortuna, Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y que hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo), como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos –es cita de Karl Marx– construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y, por ello, es verdad que «ir a las cosas mismas» (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere deconstruir esa previa construcción simbólica. Pues, cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos preconstruido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo: muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo «políticamente correcto». Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, desmitificar y desfetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política: «Crítica de la economía política» se titula El capital). Pero Émile Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver: si miro algo, dejo de mirar algo.

De modo que sí: Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Sigmund Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. Deconstruir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de Ciencias Sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la Asociación Internacional de Sociología). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo es, al parecer, construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo al moderno idealismo de la «construcción» e interpretación del mundo, dominante en los «hábitos de pensamiento» contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido de las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de mil doscientas ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuáles no figuran? ¿Qué «marco teórico en uso» emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos y, así, la palabra que aparece más citada es «trabajo», con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son «política» (60), «educación» (59) o «valores» (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o que lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos «obrero», «lucha de clases» o «modo de producción» no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que sucede con «neocapitalismo», «imperialismo», «colonialismo», «clase obrera», «fábrica», «hambre» o, incluso, «sociedad industrial». Datos, a mi entender, reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. «Economía» aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a «economía informal»; «sindicato» aparece cuatro veces; «capitalismo», sólo cinco; «industrial», cuatro veces; «pobreza», tres; y «capital», dieciséis veces, pero la mitad aluden a «capital social». Estas frecuencias ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras «trabajo») es el de «género», que aparece 62 veces; «construcción» es el quinto más citado y aparece 43 veces; «mujeres» aparece en 38 ocasiones (pero «hombre», sólo siete); «cultura» y «consumo», ambas 37 veces, e «identidad», 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía James Joyce (en versión de José María Guelbenzu) que, ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los posmodernos nos dicen que, para cambiar el mundo, hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político, lo cual lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Mariano Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Donald Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir: reenmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Poner nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto vale para el procés independentista catalán. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y, preguntémonos, ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene. Y, evidentemente, florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y eso es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con que no quieren mezclarse. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás de una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad o la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un metadiscurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un metametadiscurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de Ciencias Sociales de las universidades son torres de marfil, no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente, sino imprescindible), sino porque el rol del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de Ciencias Sociales estadounidenses (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de Ciencias Sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios (como se autodefine el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology), pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks pasa a ser más y más relevante.

Y termino comentando tres consecuencias:

En primer lugar, la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles, pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos –la economía, la política, la cultura, la historia–, y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Marcel Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político) tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A The Brookings Institution la financia Huawei o China; a muchos otros los financia Arabia Saudita. Es cierto, y es un problema: sin duda, nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser «torres de marfil», justamente porque no lo somos. Y, en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes P2P quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por parte de aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuáles evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.






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