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miércoles, 24 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Confrontaciones



Ensayos con humanos de una de las vacunas para la covid-19. Foto AP


"A medida que se acerque el momento de la vacuna contra el virus -afirma en el A vuelapluma de este miércoles [Cómo vender ciencia. El País, 17/6/20] el investigador Jorge Galindo-, las teorías de la conspiración ganarán espacio en las mentes, en los whatsapps y en discursos públicos. No sólo de cantantes, actores, y algún que otro rector, como hemos visto estos días. Las conspiraciones no son neutras, ni meros entretenimientos: en varios lugares ya han favorecido rebrotes de infecciones allí extintas. Imaginemos el preocupante alcance que pueden tener ante una nueva enfermedad combatida con la vacuna más apresurada de la historia, con los previsibles ajustes que conllevará un proceso tan acelerado.

El vértigo lleva a muchas voces a responder a la conspiración con una mezcla de burla, miedo y prohibicionismo. Pero ya deberíamos saber que la letra no entra con sangre ni con estigma. Al contrario: se corre el riesgo de fortalecer la posición victimista de la que parte la mayoría de conspiraciones. La posición contraria, un “toda opinión es respetable” revestido de condescendencia, no es mejor, porque nos deja sin herramientas dialécticas.

No: las conspiraciones deben ser confrontadas en el mercado de ideas. Los psicólogos Guido Corradi e Iria Reguera me explican que la investigación en su disciplina apunta a que las conspiraciones funcionan porque son cercanas y útiles para la audiencia: ofrecen respuestas comprensibles que reducen la incertidumbre, atendiendo a ciertos miedos e intereses. Así que, lo primero es empatía analítica: entender la naturaleza de dichas motivaciones. Lo segundo, igualmente importante, es convertir la alternativa científica en accesible sin dejar de ser detallada: cuando una persona entiende los mecanismos específicos que hay detrás de, por ejemplo, el funcionamiento de las vacunas, a su mente le resulta más difícil rechazar la explicación.

Ni así competirá la ciencia en pie de igualdad: los intereses o miedos pueden ser inaccesibles para la evidencia (los extremos ideológicos motivan conspiraciones). Además, la propia naturaleza del proceso científico, siempre cuestionándose a sí mismo, impide la producción de certezas inamovibles. Pero vale la pena exponer que es ahí donde radica su mayor utilidad: en la capacidad de mejorar sus propias herramientas. Idealmente la vacuna será, cuando llegue, una de ellas. Ni única ni infalible, pero sí mejor que las alternativas. Los discursos que la defiendan deberán estar a esa misma altura". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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lunes, 23 de marzo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La izquierda, hoy



La izquierda mira al futuro, por Martín Elfman


El socialismo, -comenta el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona y expresidente del Senado, Manuel Cruz  ["La izquierda busca lugar en el mundo". El País, 15/3/2020]- a diferencia del ecologismo y el feminismo, tiene dificultades para identificar el contenido concreto de sus reivindicaciones y el debate sobre qué debe ser en este nuevo mundo está abierto

"Hacia finales de los años sesenta del pasado siglo, -comienza diciendo Cruz- el responsable del PSUC en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona —que hacía proselitismo entre los estudiantes recién llegados para que se incorporaran a las filas de su partido— utilizaba, entre otros, un argumento de carácter histórico en apariencia concluyente. Solía decir que si en los poco más de cincuenta años que habían transcurrido desde la revolución rusa un tercio de la humanidad era socialista, a poco que se le diera un empujoncito al proyecto el planeta por entero viviría bajo ese régimen. Tal vez el argumento ahora les sorprenda a algunos, pero hay que decir, en honor a la verdad, que eran muchos los que por aquel entonces hacían semejante tipo de planteamientos. Es más, tenemos constancia de que todavía en los años ochenta no escaseaban los que se atrevían con estas prospectivas macrohistóricas.

Eran aquellos, ciertamente, tiempos en los que emitir juicios acerca de la deriva pasada y previsiblemente futura de la historia parecía una tarea perfectamente plausible. El devenir de las cosas iba dejando a su paso rastros de sentido que bastaba con recoger para ir construyendo con ellos marcos de inteligibilidad global. Así, Manuel Sacristán (para mí, sin el menor género de dudas el filósofo marxista más importante que ha dado este país) en los años setenta se atrevía a hablar de cómo evolucionaría el socialismo y afirmaba que su futura bandera sería la tricolor con los colores del ecologismo, del feminismo y del socialismo.

Ciertamente, a primera vista parecía razonable pensar que, en lo tocante al verde de la reivindicación ecologista, la coincidencia entre los diversos sectores de la izquierda o terminaría siendo completa (fuera de algunos matices) o no debería resultar muy difícil de alcanzar. Algo similar creo que parecía poder sostenerse respecto al violeta de la reivindicación de igualdad real entre hombres y mujeres. De esta fluida coincidencia algunos, como el mencionado Sacristán, extraían como conclusión irrebatible y que parece haber hecho fortuna con los años, que el futuro del socialismo pasaba en gran medida por hacer suyas las reclamaciones del feminismo y del ecologismo (por mi parte, empecé a referirme a este asunto en un artículo periodístico: “¿Casa común o causa común?”, El Periódico de Cataluña, 18 de diciembre de 2019).

Pero tal vez la conclusión, aceptable en principio en sí misma, no resulte tan enormemente satisfactoria como algunos (bastantes, dicho sea de paso) parecen pensar. A efectos de evitar malentendidos inútiles, me apresuro a precisar que, por formularlo con terminología escolástica, una cosa es que en el presente momento histórico asumir las reivindicaciones verde y violeta constituya una condición necesaria para desarrollar un programa de izquierdas, y otra que la constituya suficiente —esto es, en definitiva, lo que estoy intentando plantear aquí—. Porque del hecho de que hoy pueda existir una coincidencia estratégica entre los tres sectores todavía no se desprende que haya que someter a reconsideración el contenido de la idea de socialismo heredada y pasar a entender dichos sectores como tres dimensiones de un mismo proyecto.

Para poder hacerlo, para llevar a cabo esta refundación teórica, se requiere la existencia de una argamasa o, si se prefiere, de un denominador común que las cohesione. Si no disponemos de él, cualquiera podría acusar a un planteamiento como el señalado de andar pensando el socialismo del futuro en términos de una mera yuxtaposición de tres tipos de reivindicaciones. La acusación no carece de sentido. Solo estableciendo el vínculo existente entre los tres dispondremos del criterio que nos permita establecer prioridades en el momento en que las urgencias que se vayan planteando nos obliguen a ello. Y es obvio que la realidad nos va a colocar de manera constante en la tesitura de tener que decidir qué opción hacemos pasar por delante.

De no ser capaces de establecer el criterio, corremos el riesgo de que la incorporación de nuevos invitados (ecologismo y feminismo) a la causa de la izquierda termine por operar a modo de cortina de humo que oculte el desdibujamiento y la consiguiente debilidad de lo que hasta el momento había constituido el nervio de su proyecto. No estamos hablando de peligros imaginarios, ni suscitando debates puramente académicos. El ingente número de páginas escritas desde hace ya tiempo sobre el futuro del socialismo acredita que lo que está en juego va mucho más allá. Dicho apenas de otra forma, parece estar más claro el significado del verde ecologista y el violeta feminista que el del rojo, que con dificultad podríamos especificar a qué lo hacemos equivaler. O, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, nos costaría precisar el contenido concreto que le atribuimos a la genérica reivindicación de justicia social, habitual en los programas y en las proclamas de las formaciones que se tienen por socialistas o, más genéricamente, de izquierdas.

Precisamente por ello, para avanzar en este esclarecimiento resulta obligado intentar definir previamente, aunque sea de manera tentativa, el marco de lo que entendemos en general por socialismo hoy. Excluyendo de partida respuestas del tipo “socialismo es lo que hacen los socialistas”, que, aunque nadie se atreva a plantear explícitamente, demasiados parecen dar por supuesta. Claro que, frente a esto, tampoco basta con postular el planteamiento inverso, esto es, el de que son socialistas aquellos que comparten el ideario del socialismo. Para que esta otra respuesta —la correcta desde el punto de vista lógico— resulte aceptable se impone entrar en la especificación, por mínima que sea, de ese ideario. Porque lo que resulta insuficiente a todas luces a estas alturas es permanecer en el plano más abstracto del asunto y dedicarnos a discutir sobre la egaliberté balibariana ([de Étienne Balibar], ojito con la primera “a”, que se presta al chiste en caso de confusión) y otras cuestiones de parecido carácter general. Frente a esto, entrar en la especificación del ideario socialista implica plantearse, entre otras cuestiones, la del trabajo, la propiedad o el Estado (y el eventual papel predistributivo o redestributrivo que debe desempeñar este) y a continuación precisar cuál es la posición del socialismo al respecto.

Tal vez en otros momentos del pasado esta exigencia de clarificación previa del marco teórico se hubiera considerado casi innecesaria, por obvia. Pero hoy las cosas son diferentes y, como sabemos, no faltan quienes atribuyen al olvido de este orden de cuestiones (especialmente, aunque no solo, en beneficio de las identitarias de diverso tipo, que no precisan de clarificación metodológica alguna porque con lo emocional van más que sobradas) la comprometida situación de la izquierda en muchos lugares en la actualidad. Se trataría, en caso de haberlo, de un olvido sintomático, revelador de las carencias e incertidumbres programáticas de la hora presente. Carencias e incertidumbres que, por añadidura, algunos pretenden ocultar desviando el foco de la atención hacia un debate que sin duda las formaciones políticas no tienen más remedio que abordar pero que, de hacerlo en el momento inadecuado, no hace más que generar confusión tacticista. Me refiero a ese debate que reduce el futuro del socialismo a la búsqueda de nuevos caladeros de votos. El debate resulta tan ineludible desde el punto de vista electoral como inane desde el teórico. Lo que nos devuelve al meollo del asunto que estamos intentando plantear.

Si todo lo anterior resulta hoy particularmente preocupante es porque parecen dibujarse en el horizonte signos que podrían anunciar algunas transformaciones muy relevantes en la actitud que mantienen ciertos sectores sociales y grandes corrientes políticas respecto a algunos de los principales problemas que más preocupan al conjunto de la ciudadanía en este momento. Estoy pensando, en primer lugar, en el hecho de que tanto en algunos países europeos (Austria) como en nuestro propio país (Andalucía) sectores conservadores hayan planteado explícitamente acuerdos, cuando no alianzas, con sectores ecologistas.

En efecto, según el joven jefe de Gobierno austriaco, Sebastian Kurz, “hemos unido lo mejor de dos mundos” y, en esa misma línea, en España el presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla, parece decidido a convertir la causa del medio ambiente en una seña de identidad de su Gobierno. Y no son los únicos que se están pronunciando en la misma dirección, por cierto. En parecido sentido lo hacía recientemente Marion Marechal, nieta del patriarca de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen y sobrina de Marine Le Pen, actual presidenta del Reagrupamiento Nacional: “Es obvio para mí que la ecología es un conservadurismo. ¡Lo siento, Greta!”, declaraba. De llegar a constituir tendencia estos datos, la izquierda vendría obligada a una reflexión de fondo sobre su propia identidad.

Que estemos ante una tendencia, y no ante una mera coincidencia contingente o una artera operación publicitaria (modelo greenwashing), es una posibilidad que en modo alguno resulta desdeñable y que cabría ilustrar a través del ejemplo de la guerra. Es cosa sabida que el gran negocio que constituye la guerra para las grandes potencias se acostumbra a desarrollar en dos fases. La primera es la destrucción en sentido estricto, que permite a tales potencias no solo dar salida a los stocks de armamento acumulados por sus empresas, sino que también obliga a los Gobiernos beligerantes a un importante desembolso para reponer lo utilizado durante el desarrollo del conflicto. La segunda fase es la de la reconstrucción de lo destruido, tarea que suele ser asumida por la propia potencia que ha llevado a cabo la destrucción. Pues bien, estableciendo un paralelismo, no resulta en absoluto desdeñable tampoco que uno de los grandes negocios del futuro sea precisamente, por seguir utilizando los mismos términos, la reconstrucción de la naturaleza por parte precisamente de las empresas que de manera previa y durante mucho tiempo se enriquecieron dañándola de manera severa.

De confirmarse la tendencia, otro juicio que hacía el antes mencionado Manuel Sacristán debería ser sometido asimismo a revisión. Afirmaba el filósofo por aquellos mismos años setenta, cuestionando la tópica y simplista identificación entre derecha y conservación, e izquierda y transformación, que los conservadores de nuestros días lo único que en realidad conservan es el registro de la propiedad, dedicándose a la transformación (destructiva) de todo lo demás. Este cuestionamiento del viejo tópico por parte de Sacristán, cuestionamiento que en aquel momento dejaba a la izquierda el campo libre para reescribir su agenda política en clave conservadora de lo mejor de la herencia recibida (naturaleza incluida), debería ahora, a la vista de lo que ha empezado a suceder, ser vuelto a pensar de nuevo. Lo que, con toda probabilidad, daría lugar a la constatación de que el proyecto de la izquierda se habría visto privado de uno de los elementos con los que había intentado configurar una nueva especificidad.

Asimismo, en segundo lugar, no creo que resulte demasiado aventurado contemplar la posibilidad de que sectores sociales y políticos conservadores amplíen el radio de las reivindicaciones asumibles incluyendo dentro de él las planteadas por el feminismo. Igual que antes, apresurémonos ahora a puntualizar que tampoco habría que malinterpretar dicha posibilidad: a fin de cuentas, de darse, vendría a ser una de las consecuencias últimas de la declarada vocación de transversalidad por parte de dicho movimiento. De momento, lo que es un hecho es que no hay en la actualidad ninguna formación política ni sector de opinión que impugne abiertamente las reivindicaciones feministas (incluso en el caso de Vox alguien podría interpretar que sus críticas a los presuntos excesos del feminismo constituyen en realidad la única forma de discrepar de él que se atreven a formular en público, ya que sus reivindicaciones básicas —contra la violencia, por la igualdad...— han alcanzado un abrumador respaldo social)”.

Tanto es así, que no faltan quienes, aun reconociendo que a dichas reivindicaciones les queda todavía mucho recorrido para materializarse por completo, entienden que han perdido su carácter más radical, carácter que habría sido recogido por los colectivos LGTBI, únicos que estarían impugnando hasta sus últimas consecuencias el modelo de sexualidad heredado. Pero esta efectiva generalización del feminismo, que podría ser leído en clave de hegemonía en la esfera del discurso público, tendría también una dimensión negativa, en tanto que pérdida, para el proyecto de la izquierda, que se vería de esta forma privado del segundo de los elementos en los que se había apoyado para intentar definir una nueva especificidad (tripartita, para entendernos).

Me cuesta imaginarme la argumentación que utilizaría, medio siglo después, el estudiante de izquierdas de segundo ciclo que quisiera atraer hacia su causa al compañero recién llegado a la Facultad. Lo que no podría plantearle, con toda seguridad, serían consideraciones pretendidamente macrohistóricas del tipo de las aludidas al principio del presente texto, porque sin duda se le volverían en contra. El triunfalismo de hace medio siglo ha mutado en esto. No solo es que el capitalismo en tanto que modo de producción se haya quedado solo en el planeta: es que se ha permitido el sarcasmo, innecesariamente cruel, de que su locomotora más eficaz sea un país hasta hace no tanto socialista como es China. Sin que nos quede siquiera el consuelo, fukuyamiano, de pensar que, aunque el socialismo ha desaparecido de la faz de la Tierra, la democracia se expande. Porque, más allá de que la contabilidad de países que asumen un modelo de democracia liberal vaya en aumento, lo cierto es que en el seno de los mismos los valores propiamente liberales están de manera creciente en entredicho. No hace falta poner ejemplos, ¿verdad?".




El filósofo Manuel Cruz



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martes, 18 de julio de 2017

[Pensamiento] La nueva querella entre los antiguos y los modernos





El balance crítico de la modernidad es un tema, recurrente como pocos, en el pensamiento contemporáneo, dice Ramón Rodríguez, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense reseñando en Revista de Libros El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Madrid, Encuentro, 2016), la publicación más reciente de Rémi Brague, profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona de París y de Historia del Cristianismo Europeo en la Ludwig-Maximilians-Universität de Munich, además de director del centro de investigación "Tradición del Pensamiento Clásico" de la Sorbona.

Desde la época de entreguerras, cuando la idea de una crisis generalizada de civilización se abatió sobre la conciencia europea, la filosofía no ha dejado de dar vueltas en torno a la herencia de la Modernidad, un término poco claro, incluso cronológicamente, pero capaz de llenar de reflexiones, críticas y apologéticas, miles y miles de páginas en los más diversos tonos y estilos. Va ya para un siglo ese constante ajuste de cuentas con la época llamada «moderna», en cuyo despliegue son tantos los enfoques con que se ha llevado a cabo que resulta difícil intentar siquiera una somera enumeración. El reino del hombre se integra plenamente en este vasto campo, pero lo hace con algunas peculiaridades que lo destacan y en las que merece la pena fijar la atención. Ante todo, porque Rémi Brague es un historiador de las filosofías griega y medieval, sobre las que versa el grueso de su obra, con grandes trabajos sobre cristianismo, judaísmo e islam, internacionalmente reconocidos, y no del pensamiento moderno. Resulta por eso atractivo comprobar cuál es la visión de la modernidad que surge de una inevitable comparación con aquello de lo que ella justamente pretende distinguirse.

Por otro lado, Rémi Brague, aunque ha dado a luz ensayos de indudable relieve, como su conocido Europa, la vía romana, es esencialmente historiador, y en pocos lugares se nota tanto esta impronta como en El reino del hombre, donde el material histórico de textos y contextos traídos a colación es sencillamente abrumador. Y es que el libro no es una «obra de tesis», no destaca por la novedad de sus tesis o interpretaciones, sino por la elección del contenido y el modo como es presentado. Última etapa de una trilogía en la que el autor examinó primero La sabiduría del mundo, esto es, la concepción del universo y del hombre propia de la Antigüedad, y luego, en La ley de Dios, la acción humana a partir de una norma recibida de lo divino, visión propia de las tres grandes religiones del mundo medieval, la consideración que El reino del hombre dedica a la «Modernidad» no carece de supuestos, no es una pura exposición de los caracteres de lo moderno, sino que se desarrolla sobre el resultado de las indagaciones anteriores en los mundos que la precedieron. Esta es la primera peculiaridad del libro que comentamos: que no opera con el supuesto tácito habitual de que la Modernidad significa la salida de la oscuridad medieval mediante unas Luces que dejan ver por fin la auténtica figura del ser humano. Más bien supone el enfoque contrario: es la proveniencia del mundo antiguo y medieval lo que ilumina el sentido y el alcance del proyecto moderno. Sin duda, este cambio de enfoque hermenéutico obedece a la cautela del historiador de no adoptar sin más la comprensión que la Modernidad tiene de sí misma y que tan bien expresa la citada metáfora de las Luces, cuyo resultado inevitable es la habitual visión deformadora de la Edad Media; pero ese principio hermenéutico es, a la vez, un principio ideológico, en el sentido de que pone en juego una confrontación de ideas, determinadas tesis ya no meramente descriptivas: en una palabra, una evaluación filosófica del núcleo básico de las ideas modernas. Por ello puede Brague subtitular su libro «Génesis y fracaso del proyecto moderno». Mientras que «génesis» es un término neutro que busca poner de relieve cómo en la «oscuridad» medieval hay prefiguraciones claras de ideas modernas, «fracaso» es un término valorativo, aunque ambiguo, pues puede tan solo indicar que los resultados de la modernidad contradicen sus propias pretensiones, lo que es más bien una constatación, pero también que ha ofrecido una imagen distorsionada de la realidad humana. El reino del hombre sostiene las dos cosas y, en este sentido, toma posición, contiene un enjuiciamiento del «proyecto moderno». Su cara más fuerte, la imagen distorsionada que la modernidad da de lo humano, deriva de «las consecuencias funestas» que entraña el abandono por el proyecto moderno de todo contexto para el saber sobre el hombre. La idea moderna de autonomía ha hecho posible la abstracción de considerar al hombre a partir exclusivamente de sí mismo, retirando todo significado a su inserción en un contexto natural y religioso del que recibía la medida de su acción. Este contexto determinaba que la empresa que siempre es la vida humana se entendiera más bien como tarea, como cometido que cumplir y del que el hombre es único responsable; la noción moderna de proyecto, que se impone paulatinamente, acentúa, por el contrario, la idea de un impulso cortado de todo origen, vertido hacia posibilidades libremente imaginadas, mediante las que el hombre se recrea constantemente. El «proyecto moderno» es, así, una expresión que denota la «naturaleza» misma de lo humano y, a la vez, la visión imaginada de lo que sería por fin el verdadero «reino del hombre».

Su fracaso es lo que evidencia justamente el atento análisis de su desarrollo, que Brague expone con morosa minuciosidad y un extraordinario acopio de textos, y que consiste, en lo esencial, en la idea ya muchas veces expuesta de la interna «dialéctica autodestructiva» que despliega el proyecto moderno. En la exposición de esta dialéctica, Brague prosigue claramente la línea de los grandes pensadores cristianos que en los albores de la Segunda Guerra Mundial denunciaron el «fraude intrínseco» de la modernidad (Romano Guardini, El ocaso de la Edad Moderna) o la «dialéctica del humanismo antropocéntrico» (Jacques Maritain, Humanismo integral), más que la de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pues, aunque en ambos modos de consideración se revelan las tendencias destructivas de sus propias pretensiones que el proyecto moderno lleva consigo, la idea subyacente de la pérdida del contexto que suministraban la cosmología antigua o la revelación bíblica, ausente por completo en el diagnóstico de los pensadores francfortianos, aproxima a Brague a la línea de reflexión cristiana citada.

Pero esta doble tesis de fondo no hace justicia al contenido del libro, aunque solo sea porque ocupa un lugar mínimo en el conjunto del texto. Necesaria para hacerse cargo del enfoque general con que se aborda el proyecto moderno, aparece en el libro de manera extraordinariamente contenida, permaneciendo casi siempre implícita, sin que lleve en ningún momento a entrar en debates propiamente dichos. Esta es la segunda peculiaridad de El reino del hombre, que, conteniendo claramente una concepción negativa del proyecto moderno, no entabla con él ningún intento de refutación, ni siquiera una discusión filosófica de fondo. Es eso lo que distingue El reino del hombre de los textos citados de Maritain o Guardini. Menos aún añade esos incómodos comentarios que aleccionan al lector sobre las «maldades» modernas. Por el contrario, son los grandes pensadores modernos los verdaderos protagonistas del texto, quienes tienen constantemente la palabra. Es su propia voz la que va señalando el devenir del proyecto moderno y la que va poco a poco revelando esa dialéctica autodestructiva. El mérito de Brague estriba en la enorme erudición que le permite sacar a la luz múltiples textos, poco habituales muchos de ellos, tanto de autores clásicos como de personajes de segundo orden, cuya elocuencia es tal que no necesita apuntes que lo destaquen y ante los que cabe poca interpretación. Son ellos los que componen lo esencial del texto. Brague se limita a organizar su secuencia: en un primer momento, se muestra cómo «el proyecto moderno» es una nueva configuración de ideas, todas ellas surgidas en el mundo precedente: la dignidad del hombre, el dominio de la naturaleza, la divinización de lo humano. Sigue su despliegue y transformación al hilo de la idea de proyecto: la antigua superioridad estática sobre la naturaleza es ahora una superioridad dinámica que hay incesantemente que conquistar, lo que tiene como condición la «neutralización de la naturaleza», que no tiene ya nada que decir al hombre, puro mecanismo sin significado; el dominio sobre ella adquiere así un nuevo sentido, dando al trabajo y la técnica un papel esencial, a la vez que acentúa su incompatibilidad con la idea de otro Ser Superior, hasta hacer del ateísmo una simple condición de la dignidad humana. Por último, los textos de los pensadores modernos ponen de relieve cómo el proyecto de autonomía radical del ser humano hace posible el surgimiento de ideas que convierten el proyecto inicial en algo muy cercano a su contrario: la idea de la dignidad del hombre es ahora una forma de narcisismo al que la ciencia inflige múltiples heridas hasta hacer de la realidad humana una cosa más de la naturaleza; el dominio sobre la naturaleza se continúa en un dominio del hombre sobre el hombre, justificado de múltiples formas (totalitarismos, ingeniería social, etc.); el supuesto señor del universo pasa a perder incluso la condición de sujeto y es más bien pensado como algo que tiene que ser rehecho por completo y, en último extremo, sustituido por las máquinas.

Todas estas ideas no son nuevas, concluye diciendo el reseñador, y han sido y son objeto de la ya larga discusión sobre la Modernidad que ha ocupado a buena parte de la filosofía contemporánea. Pero su presentación y el modo de abordarlas hacen de El reino del hombre un valioso libro de historia de las ideas, de cuyas páginas el lector sale realmente ilustrado.






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