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viernes, 6 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Simpleza generalizada



Carrera de caballos. San Lúcar de Barrameda. Foto de Juan Carlos Toro


Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad, dice el escritor Félix de Azúa. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Son los coros y danzas de la simpleza generalizada.

Me fui a las carreras de Sanlúcar, comienza diciendo Azúa. Pocas escenas son tan cautivadoras como una potrada a galope loco aplastando la arena ribereña del Atlántico. Pasan en tromba ante la tribuna y se dirigen hacia el sol rojo que se va poniendo despacio, no vaya a perderse el final de la lucha. Unas olas mansas se suceden como caricias en severo contraste con los caballos desbocados. Es el coro que va diciendo cuán locos estamos los humanos.

Hace unas décadas esta era una fiesta casi doméstica frecuentada por las familias de la bahía y algunos curiosos entre los que figuraba, claro, Fernando Savater. Es ahora un espectáculo de masas. El taxista me dijo que se calculan unos 10.000 los que se apiñan en la gran playa. La belleza equina y el paisaje siguen siendo soberbios, pero la fiesta es ya tan prosaica como un partido de fútbol.

Esta ha sido la mejor escena de un verano en el que he podido constatar cómo se disuelven en el aire los escenarios complejos. Todo va alcanzando su nivel masivo de simplicidad. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad como el sexo o la disputa de ideas. La meta es el aprobado general.

A ese mundo simple se va amoldando la máquina política en las democracias que hace unos años aún proponían programas esforzados o de alguna hondura. Hoy solo apuestan por el más mezquino nacionalismo, justo cuando todas las naciones se igualan. Al llegar a Madrid me entero de que desaparece la gran Revista de libros. A los de mi quinta se les ofrece un mundo dirigido por gente en traje folclórico.





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domingo, 1 de septiembre de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Fin a la hipocresía colectiva




Dibujo de Raquel Marín para El País


La perversión de nuestra sociedad de la abundacia, escribe el sociólogo alemán Stephan Lessenich, es que para mantenar las condiciones de vida, se hace necesario dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades, tienen que privar a otros de las suyas. 

El populismo de derechas está arrasando en Europa, comienza diciendo Lessenich. Mientras que en países como Italia o Hungría ya se ha asentado en los respectivos Gobiernos nacionales, en otros —últimamente España incluida— está dominando el discurso público e institucional sobre la inmigración y el trato a los refugiados. Muchos observadores están convencidos de que el auge populista radica en la depresión económica y la precariedad laboral de crecientes estratos sociales en los países ricos. Pero mientras las desigualdades sociales, efectivamente, han aumentado en toda Europa en la última década, los datos socioeconómicos no pueden explicar por qué el populismo está en alza también entre las clases medias y en zonas sociales que no se ven afectadas por la inseguridad social. ¿Qué es lo que está alimentando la oleada populista en lugares tan diferentes y distantes como Dinamarca y Polonia, Austria y Reino Unido?

La respuesta es que, en toda Europa, la gente se está dando cuenta de que el modelo de reproducción social que se ha establecido en el mundo occidental, el modelo social de capitalismo democrático que ha resultado en niveles inéditos de prosperidad económica y estabilidad política, está llegando a sus límites y no se prolongará indefinidamente. Ahora que la creciente migración global está llegando a las puertas de Europa, ahora que millares de personas mueren ahogadas en el Mare Nostrum, ahora que el cambio climático se está notando no solo en algún atolón lejano del Pacífico, sino también en nuestras latitudes: ahora es el momento en el que finalmente nos damos cuenta de que estamos viviendo como en otro mundo, en un lugar que hasta ahora estaba protegido de la miseria del resto del globo. Vivimos en una posición privilegiada que poco a poco estamos perdiendo.

La distribución asimétrica de condiciones de vida entre los países que nos hemos acostumbrado a llamar “desarrollados” y el mundo presuntamente “en desarrollo” radica en desigualdades geopolíticas que se han establecido durante siglos —en la época que se conoce por el nombre de “modernidad”—. Pero resulta que nuestra modernidad la hemos construido a través de la colonialidad, a modo de adueñarnos del trabajo, las tierras, la sabiduría, la vida de otros pueblos. Se sabe que ese proceso ha sido extremadamente violento y sangriento, pero con el tiempo ha sido “racionalizado” y las asimetrías económicas, ecológicas y sociales han quedado institutionalizadas en forma de regímenes políticos transnacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organización Mundial del Comercio o el Acuerdo de París. Basándose en esa constelación geopolítica y en su poderío militar, ha sido posible para las sociedades occidentales construir una estructura socioeconómica que solo funciona a costa de terceros. Un modo de producción y consumo que obedece a una racionalidad irracional, porque no puede dejar de producir daños materiales para seguir funcionando.

Las sociedades de capitalismo democrático son sociedades externalizadoras. Su reproducción opera a través de un complejo de mecanismos, empezando por la apropiación de recursos, particularmente recursos humanos y naturales, a costa de expropiar pueblos y tierras en otras partes del mundo. Estos recursos son explotados para extraer beneficios financieros de ellos, beneficios que en un intercambio desigual recaen sistemáticamente en una parte de la relación económica. Ese sistema de expropiación y explotación, sin embargo, es viable solo porque a la parte más poderosa de esta relación le es posible desvalorizar los recursos en cuestión, negándoles al trabajo y a la naturaleza de los países “subdesarrollados” el valor y el precio que les serían atribuidos si provinieran de las regiones “desarrolladas”. Una vez utilizados, los costes del aprovechamiento de los recursos ajenos —costes económicos, sociales, ecológicos— son exteriorizados, reservando la “productividad” de ese modelo de reproducción para las economías más “competitivas”, mientras que su destructividad debe ser procesada por las economías más vulnerables. Para evitar que las repercusiones negativas de su modelo de reproducción puedan recaer en sí mismas, las sociedades externalizadoras intentan cerrar el espacio económico y social propio, controlando el flujo de mercancías y, sobre todo, de personas por sus fronteras. Y, finalmente, para completar la cosa, los países explotadores y externalizadores tratan de obscurecer y enmascarar todos los mecanismos mencionados, construyendo el imaginario social de un mundo en el que el “progreso” del Oeste se debe a sus propias fuerzas y capacidades: al ingenio de sus empresas, al empeño de sus trabajadores, a la construcción de su orden institucional.

Las sociedades ricas de este planeta operan con una doble moral, una hipocresía estructural. Siendo sociedades externalizadoras, viven con la verdad negada de la historia de su supuestamente imparable ascenso mundial. Su éxito económico y su riqueza colectiva se basan en la extracción de minerales y de las plantaciones industriales en otras regiones del mundo, en el trabajo de 150 millones de niños alrededor del globo, en la destrucción indiscriminada de la selva tropical. No hay una producción y menos un consumo ingenuos en Europa. Los ciudadanos europeos vivimos en sociedades que hacen trabajar, o bien ilegalmente o bien en condiciones legales, pero miserables, a migrantes africanos en sus huertas industriales o a migrantes latinoamericanas en sus casas particulares —y que al mismo tiempo declaran que no pueden acoger refugiados porque están “al límite” de sus capacidades—.

Al mismo tiempo, los ciudadanos de las sociedades externalizadoras no queremos saber cuáles son las condiciones estructurales de nuestro modo de vivir, ni queremos saber tampoco de sus inevitables efectos. Es más, los que vivimos en los países ricos del planeta estamos en una posición de no tener que saber lo que está pasando, lo cual es un importante recurso de poder. Un recurso que los ciudadanos de estos países poseen colectivamente, aún perteneciendo a los estratos menos privilegiados de sus sociedades nacionales.

Paradójicamente, esta posición contradictoria de las clases subalternas en las sociedades externalizadoras puede ser una de las llaves para cambiar las cosas. Porque la perversión de nuestro modo de vida está en que incluso los más míseros y perjudicados en nuestras sociedades de la abundancia, para vivir la vida que viven, tienen que dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades tienen que privar a otros de las suyas. Siendo los más pobres y desprivilegiados de nuestras sociedades, se preguntarán cómo es posible que, no sabiendo cómo llegar a finales de mes, sí saben que si de algún modo lo quieren lograr será a costa de gente con unas condiciones de vida aún mucho más miserables que las suyas. ¿Por favor, cómo puede ser esto? Y la respuesta es: pues es como funciona la sociedad de la externalización.

Nuestra vida diaria y todo el orden institucional de las sociedades occidentales están íntimamente relacionados con procesos de externalización. Por ello, iniciar un proceso de transformación de nuestro modelo de producción y consumo equivale a un acto heroico. Renunciar a los beneficios de la externalización es renunciar a la vida a la que estamos acostumbrados y a la que muchos creemos tener un derecho casi legal a sostenerla. Hemos incorporado colectivamente las normas del individualismo liberal, e insistimos en la libertad individual de consumir cuando, donde y como queramos. En consecuencia, lo que se necesitaría para salir del dilema de la externalización sería algo equivalente a una revolución cultural. Porque una cosa está bien clara: al mundo no lo cambiamos a base de decisiones individuales de no usar las libertades que se nos ofrecen y de restringir nuestro consumo de energía o de recursos naturales. Las cosas solo cambiarán si colectivamente decidimos dejar de producir millares de cosas que restringen o anulan las libertades de otros. Lo que hará falta es un nuevo contrato social: juntos convenimos que no queremos seguir viviendo a costa de otros.




Bosque de laurisilva. La Gomera (Islas Canarias)



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sábado, 20 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] El tono de la época





¡Qué lejos están aquellos europeos! Y, sin embargo, qué cercanos cuando se observa en el tono de nuestra época el mismo miedo irracional de entonces, escribía hace unos días en El País el historiador José Andrés Rojo. ¡Qué lejos queda ya la vieja Europa!, comienza diciendo. En el siglo XV, el clérigo, teólogo y místico Dionisio Cartujano escribía para referirse al infierno: “Figurémonos un horno ardiente, al rojo vivo, y dentro de él a un hombre desnudo que jamás se verá libre de semejante tormento”. Y añadía: “Representémonos como se revolvería dentro del horno, cómo gritaría, rugiría, viviría,qué angustia le oprimiría, qué dolor le dominaría, sobre todo al recordar que aquel castigo insoportable ¡no cesará jamás!”.

Eran otros tiempos, tenían miedos muy distintos. En El otoño de la Edad Media, el historiador Johan Huizinga se ocupó de reconstruir de manera minuciosa el tono vital de aquella época, qué pensaban las gentes, cómo se relacionaban con Dios y con sus príncipes, de qué manera embellecían sus días a través del ideal caballeresco, qué pompa tenían las cortes, cómo la muerte lo terminaba empapando todo. Nada más empezar el libro hace una observación que explica el abismo que hay entre aquel mundo y el que habitamos hoy: “La ciudad moderna apenas conoce la oscuridad profunda y el silencio absoluto, el efecto que hace una sola antorcha o una aislada voz lejana”.

¡Qué poco sabemos de sus sentimientos de inseguridad, de su vida turbulenta, de aquellas siniestras obsesiones por los tormentos del infierno! ¡Qué lejos estamos de aquellos europeos! Aunque a veces pueda tenerse la impresión de que no tanto. Fíjense, en ese sentido, en los retratos que pintaron Jan van Eyck, Robert Campin, Hans Memling y Rogier van der Weyden. Al margen de las prendas de vestir que lucen aquellos hombres y mujeres, de sus cofias y sombreros y turbantes, ¿no parecen nuestros prójimos? En el museo Thyssen está, por ejemplo, el retrato que Robert Campin hizo de Robert de Masmines, que sirvió en la corte de Felipe el Bueno y murió en 1430, y que tiene un rostro muy parecido al del administrador actual de una pequeña empresa o al del pescador del supermercado o al de un juez del Tribunal Supremo. Su mirada a ninguna parte y su cansancio son nuestros. “Tiene una cara tosca, gruesa, ruda”, escribió Tzvetan Todorov sobre aquel tipo, “que no parece animada por la menor aspiración a la espiritualidad”. Igual que nosotros.

“El hombre moderno”, observa Huizinga, “puede buscar individualmente, en todo momento de tranquilidad, y en un abandono escogido por él mismo, la corroboración de su concepción de la vida y el más puro goce de su alegría de vivir”. Lo apunta porque considera que el hombre medieval necesitaba de un acto colectivo, el de la fiesta, para encontrar “brillo a una vida en lo demás tan desolada”.

¿Y bien? ¿Puede todavía hoy decirse que podemos en algún lado corroborar nuestra concepción de la vida y esa alegría de vivir? Huizinga cuenta que al final de la Edad Media la vida estaba saturada de religión y que Dios daba sentido a cada gesto y que los discursos se habían agotado porque volvían sobre los mismos motivos y las mismas soluciones y entonaban la misma cantinela para salir del atolladero. ¡Qué lejos están aquellos europeos! Y, sin embargo, qué cercanos cuando se observa en el tono de nuestra época el mismo miedo irracional de entonces. En el siglo de Dionisio Cartujano lo tenían al infierno, y buscaban el consuelo de la salvación. Hoy, ante la impotencia de los discursos de las viejas formaciones políticas que han configurado este mundo, y ante su falta de ideas nuevas, la gente ha salido corriendo a comprarles el mensaje redentor a un puñado de nuevos líderes que venden soluciones mágicas.



Retrato de un hombre robusto, de Robert Campin


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martes, 18 de julio de 2017

[Pensamiento] La nueva querella entre los antiguos y los modernos





El balance crítico de la modernidad es un tema, recurrente como pocos, en el pensamiento contemporáneo, dice Ramón Rodríguez, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense reseñando en Revista de Libros El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Madrid, Encuentro, 2016), la publicación más reciente de Rémi Brague, profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona de París y de Historia del Cristianismo Europeo en la Ludwig-Maximilians-Universität de Munich, además de director del centro de investigación "Tradición del Pensamiento Clásico" de la Sorbona.

Desde la época de entreguerras, cuando la idea de una crisis generalizada de civilización se abatió sobre la conciencia europea, la filosofía no ha dejado de dar vueltas en torno a la herencia de la Modernidad, un término poco claro, incluso cronológicamente, pero capaz de llenar de reflexiones, críticas y apologéticas, miles y miles de páginas en los más diversos tonos y estilos. Va ya para un siglo ese constante ajuste de cuentas con la época llamada «moderna», en cuyo despliegue son tantos los enfoques con que se ha llevado a cabo que resulta difícil intentar siquiera una somera enumeración. El reino del hombre se integra plenamente en este vasto campo, pero lo hace con algunas peculiaridades que lo destacan y en las que merece la pena fijar la atención. Ante todo, porque Rémi Brague es un historiador de las filosofías griega y medieval, sobre las que versa el grueso de su obra, con grandes trabajos sobre cristianismo, judaísmo e islam, internacionalmente reconocidos, y no del pensamiento moderno. Resulta por eso atractivo comprobar cuál es la visión de la modernidad que surge de una inevitable comparación con aquello de lo que ella justamente pretende distinguirse.

Por otro lado, Rémi Brague, aunque ha dado a luz ensayos de indudable relieve, como su conocido Europa, la vía romana, es esencialmente historiador, y en pocos lugares se nota tanto esta impronta como en El reino del hombre, donde el material histórico de textos y contextos traídos a colación es sencillamente abrumador. Y es que el libro no es una «obra de tesis», no destaca por la novedad de sus tesis o interpretaciones, sino por la elección del contenido y el modo como es presentado. Última etapa de una trilogía en la que el autor examinó primero La sabiduría del mundo, esto es, la concepción del universo y del hombre propia de la Antigüedad, y luego, en La ley de Dios, la acción humana a partir de una norma recibida de lo divino, visión propia de las tres grandes religiones del mundo medieval, la consideración que El reino del hombre dedica a la «Modernidad» no carece de supuestos, no es una pura exposición de los caracteres de lo moderno, sino que se desarrolla sobre el resultado de las indagaciones anteriores en los mundos que la precedieron. Esta es la primera peculiaridad del libro que comentamos: que no opera con el supuesto tácito habitual de que la Modernidad significa la salida de la oscuridad medieval mediante unas Luces que dejan ver por fin la auténtica figura del ser humano. Más bien supone el enfoque contrario: es la proveniencia del mundo antiguo y medieval lo que ilumina el sentido y el alcance del proyecto moderno. Sin duda, este cambio de enfoque hermenéutico obedece a la cautela del historiador de no adoptar sin más la comprensión que la Modernidad tiene de sí misma y que tan bien expresa la citada metáfora de las Luces, cuyo resultado inevitable es la habitual visión deformadora de la Edad Media; pero ese principio hermenéutico es, a la vez, un principio ideológico, en el sentido de que pone en juego una confrontación de ideas, determinadas tesis ya no meramente descriptivas: en una palabra, una evaluación filosófica del núcleo básico de las ideas modernas. Por ello puede Brague subtitular su libro «Génesis y fracaso del proyecto moderno». Mientras que «génesis» es un término neutro que busca poner de relieve cómo en la «oscuridad» medieval hay prefiguraciones claras de ideas modernas, «fracaso» es un término valorativo, aunque ambiguo, pues puede tan solo indicar que los resultados de la modernidad contradicen sus propias pretensiones, lo que es más bien una constatación, pero también que ha ofrecido una imagen distorsionada de la realidad humana. El reino del hombre sostiene las dos cosas y, en este sentido, toma posición, contiene un enjuiciamiento del «proyecto moderno». Su cara más fuerte, la imagen distorsionada que la modernidad da de lo humano, deriva de «las consecuencias funestas» que entraña el abandono por el proyecto moderno de todo contexto para el saber sobre el hombre. La idea moderna de autonomía ha hecho posible la abstracción de considerar al hombre a partir exclusivamente de sí mismo, retirando todo significado a su inserción en un contexto natural y religioso del que recibía la medida de su acción. Este contexto determinaba que la empresa que siempre es la vida humana se entendiera más bien como tarea, como cometido que cumplir y del que el hombre es único responsable; la noción moderna de proyecto, que se impone paulatinamente, acentúa, por el contrario, la idea de un impulso cortado de todo origen, vertido hacia posibilidades libremente imaginadas, mediante las que el hombre se recrea constantemente. El «proyecto moderno» es, así, una expresión que denota la «naturaleza» misma de lo humano y, a la vez, la visión imaginada de lo que sería por fin el verdadero «reino del hombre».

Su fracaso es lo que evidencia justamente el atento análisis de su desarrollo, que Brague expone con morosa minuciosidad y un extraordinario acopio de textos, y que consiste, en lo esencial, en la idea ya muchas veces expuesta de la interna «dialéctica autodestructiva» que despliega el proyecto moderno. En la exposición de esta dialéctica, Brague prosigue claramente la línea de los grandes pensadores cristianos que en los albores de la Segunda Guerra Mundial denunciaron el «fraude intrínseco» de la modernidad (Romano Guardini, El ocaso de la Edad Moderna) o la «dialéctica del humanismo antropocéntrico» (Jacques Maritain, Humanismo integral), más que la de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pues, aunque en ambos modos de consideración se revelan las tendencias destructivas de sus propias pretensiones que el proyecto moderno lleva consigo, la idea subyacente de la pérdida del contexto que suministraban la cosmología antigua o la revelación bíblica, ausente por completo en el diagnóstico de los pensadores francfortianos, aproxima a Brague a la línea de reflexión cristiana citada.

Pero esta doble tesis de fondo no hace justicia al contenido del libro, aunque solo sea porque ocupa un lugar mínimo en el conjunto del texto. Necesaria para hacerse cargo del enfoque general con que se aborda el proyecto moderno, aparece en el libro de manera extraordinariamente contenida, permaneciendo casi siempre implícita, sin que lleve en ningún momento a entrar en debates propiamente dichos. Esta es la segunda peculiaridad de El reino del hombre, que, conteniendo claramente una concepción negativa del proyecto moderno, no entabla con él ningún intento de refutación, ni siquiera una discusión filosófica de fondo. Es eso lo que distingue El reino del hombre de los textos citados de Maritain o Guardini. Menos aún añade esos incómodos comentarios que aleccionan al lector sobre las «maldades» modernas. Por el contrario, son los grandes pensadores modernos los verdaderos protagonistas del texto, quienes tienen constantemente la palabra. Es su propia voz la que va señalando el devenir del proyecto moderno y la que va poco a poco revelando esa dialéctica autodestructiva. El mérito de Brague estriba en la enorme erudición que le permite sacar a la luz múltiples textos, poco habituales muchos de ellos, tanto de autores clásicos como de personajes de segundo orden, cuya elocuencia es tal que no necesita apuntes que lo destaquen y ante los que cabe poca interpretación. Son ellos los que componen lo esencial del texto. Brague se limita a organizar su secuencia: en un primer momento, se muestra cómo «el proyecto moderno» es una nueva configuración de ideas, todas ellas surgidas en el mundo precedente: la dignidad del hombre, el dominio de la naturaleza, la divinización de lo humano. Sigue su despliegue y transformación al hilo de la idea de proyecto: la antigua superioridad estática sobre la naturaleza es ahora una superioridad dinámica que hay incesantemente que conquistar, lo que tiene como condición la «neutralización de la naturaleza», que no tiene ya nada que decir al hombre, puro mecanismo sin significado; el dominio sobre ella adquiere así un nuevo sentido, dando al trabajo y la técnica un papel esencial, a la vez que acentúa su incompatibilidad con la idea de otro Ser Superior, hasta hacer del ateísmo una simple condición de la dignidad humana. Por último, los textos de los pensadores modernos ponen de relieve cómo el proyecto de autonomía radical del ser humano hace posible el surgimiento de ideas que convierten el proyecto inicial en algo muy cercano a su contrario: la idea de la dignidad del hombre es ahora una forma de narcisismo al que la ciencia inflige múltiples heridas hasta hacer de la realidad humana una cosa más de la naturaleza; el dominio sobre la naturaleza se continúa en un dominio del hombre sobre el hombre, justificado de múltiples formas (totalitarismos, ingeniería social, etc.); el supuesto señor del universo pasa a perder incluso la condición de sujeto y es más bien pensado como algo que tiene que ser rehecho por completo y, en último extremo, sustituido por las máquinas.

Todas estas ideas no son nuevas, concluye diciendo el reseñador, y han sido y son objeto de la ya larga discusión sobre la Modernidad que ha ocupado a buena parte de la filosofía contemporánea. Pero su presentación y el modo de abordarlas hacen de El reino del hombre un valioso libro de historia de las ideas, de cuyas páginas el lector sale realmente ilustrado.






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