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sábado, 18 de julio de 2020

[A VUEPLAPLUMA] Manifestarse



Protestas en Washington por la muerte de George Floyd. Foto AP


En una democracia es imprescindible que la gente pueda mostrar en las calles su malestar, aunque sea con mascarilla, afirma en este último A vuelapluma de la semana [Nostalgia de la multitud. El País, 9/7/2020] el historiador José Andrés Rojo.

"En las primeras páginas de La muerte de Virgilio, el escritor austriaco Hermann Broch narra la llegada a Brindisi de Octaviano Augusto. Regresa de Grecia para celebrar que cumple 43 años. Ahí están las siete naves que se acercan con todo su esplendor a Italia; la que transporta al César se adelanta y maniobra entre veleros y botes y barcas de pesca y tartanas hasta conseguir tocar tierra. Es en ese instante cuando “el sordo rugir de la bestia masa” estalla en un “jubiloso alarido”, “desenfrenado, aterrador, magnífico”. Broch escribe que Augusto sabía que sin esa multitud que vibraba “no se podía hacer política alguna”. Aquello ocurrió en septiembre del año 19 antes de Cristo. Hoy, con el coronavirus suelto por el mundo, la hipótesis de grandes concentraciones está en principio puesta entre paréntesis. Se han producido movilizaciones, como las de quienes protestaron por la muerte de George Floyd y contra la pervivencia del racismo, pero las indicaciones de los expertos en salud son bastante claras: no se mezclen, trátense con cierta distancia, nada de barullos.

Es posible que este sea uno de los elementos que generan más extrañeza ahora que en Europa se está produciendo la salida de la pesadilla de los contagios y los hospitales abarrotados y los muertos. No hay mítines multitudinarios, no hay público en los estadios de fútbol, no hay conciertos de rock donde millares de jóvenes se empastan en una corriente vertiginosa agitada por la energía del ritmo. La masa está dormida, y aquel alarido tan suyo —”desenfrenado, aterrador, magnífico”— parece cosa del pasado. Si esto se prolongara, ¿qué podría pasar con la política? ¿Cómo ejercerla, cómo entenderla, cómo habrán de sintonizar los que gobiernan con los gobernados si a estos se les ha indicado que mejor nada de alaridos?

Cuenta Elias Canetti en La antorcha al oído que durante los años que pasó en Fráncfort, entre 1921 y 1924, tuvo una experiencia muy potente. Se estaba celebrando una marcha obrera de protesta por el asesinato de Walter Rathenau, ministro de Exteriores en la República de Weimar, cuando descubrió que se sintió fuertemente arrastrado por la energía de la multitud que avanzaba por la calle. Habla de “embriaguez”, de romper los “límites habituales”, de descubrir “el camino hacia otras personas que se hallaban en una situación análoga” y formar con ellas “una unidad superior”. Más adelante se refiere en esa historia de su vida a un primo suyo un poco mayor, que un día le comentó a propósito de sus habilidades como orador: “Tienes a la gente entre tus manos, son como una bola de plasta blanda con la que puedes hacer lo que quieras. Podrías animarlos a incendiar sus propias casas, es un tipo de poder que no conoce límites”. Canetti se dedicó 25 años de su vida a estudiar la naturaleza de la masa. Y a explorar la consistencia de su poder.

La historia está llena de líderes fanáticos que supieron moldear a las muchedumbres para arrastrarlas por los peores derroteros. Ahí están Hitler o Mussolini. Pero sin esas multitudes que de tanto en tanto llenan las calles para expresar sus anhelos o su malestar, su furia, la democracia estaría coja. Por eso es un signo de buena salud cívica que la brutal muerte de George Floyd no haya quedado sin respuesta. Este extraño mundo de ahora no puede prescindir del alarido contra las injusticias. Aunque no haya más remedio que proferirlo tras una mascarilla".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 2 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Prioridades



Una mujer pasea por una calle de Ciudad de México. Notimex/DPA


Los grandes cambios de época no suceden de un día para otro y resulta atrevido sugerir que el coronavirus acabará con el modelo productivo actual, comenta en el A vuelapluma final de esta semana [Un largo adiós. El País, 24/4/2020] el historiador José Andrés Rojo. 

"El mundo avanza -comienza diciendo Rojo- y se transforma muchas veces gracias a pequeñas innovaciones. En la Edad Media, por ejemplo, el protagonismo de la caballería en las guerras en Europa occidental fue cada vez mayor gracias a un artilugio que llegó durante los siglos VII y VIII procedente de Persia: el estribo. Lo recuerda el historiador Gabriel Tortella en su libro Capitalismo y Revolución, donde observa que aquella novedad le daba al jinete un apoyo del que antes carecía, de manera que le permitía manejar mejor una lanza, una espada, una maza. “Esto daba al caballero una gran superioridad sobre el infante: no era ya solo que los jinetes fueron más veloces, es que podían descargar desde la altura golpes terribles que un infante difícilmente podía resistir, mientras su situación sobre el caballo los hacia casi invulnerables a los golpes enviados desde tierra”. Aquel simple cacharro reforzó la estrecha relación del hombre con el caballo, y cambió la suerte de los que se batían en el campo de batalla.

En tiempos de cuarentena cualquier lectura se ve inevitablemente trastornada por la presencia de ese minúsculo agente que tiene algo de burbuja con antenas, el coronavirus. Está ahí agazapado y salta a la mínima. ¿Cómo va a ser el mundo después de que ese bicho viniera a alterar las cosas metiendo durante una temporada a millones de personas en sus casas y parando de forma drástica la economía? Hace un tiempo se tradujo un ensayo que da cuenta de una larga despedida, de una de esas transformaciones que dejan a un mundo definitivamente atrás e inauguran uno nuevo. Adiós al caballo, del historiador alemán Ulrich Raulff, reconstruye la estrecha complicidad de siglos que existió entre équidos y humanos recurriendo a distintos saberes. El final de la era del caballo, dice, se ajusta al siglo XIX, ese periodo que empieza con Napoleón y termina con la Gran Guerra. La relación con ese animal, si embargo, es mucho más antigua; fue “durante 6.000 años nuestro medio primario de transporte”, escribe: “Nuestro amigo, nuestro compañero y nuestro maestro”.

Raulff cuenta un montón de episodios históricos y reúne anécdotas propias y ajenas e hilvana momentos literarios con obras artísticas y referencias científicas para poner en escena esa trágica separación. En uno de los pasajes de su libro recuerda una obra de Ernst Jünger en la que el escritor alemán reunió una colección de fotografías para atrapar el rostro de la Gran Guerra. En una de ellas, dos caballos muertos, uno blanco y otro gris moteado: era el fin. Aquellos corceles habían quedado barridos por el progreso. En septiembre de 1939, la carga de un destacamento de la caballería polaca contra tanques de la Wehrmacht fue la nota a pie de página que confirmaba lo ya sabido. La vibrante energía de los caballos nada pudo frente al acero de la modernidad. Los viejos colegas tomaban caminos diferentes.

Hay quienes dicen ahora que el coronavirus obrará el prodigio de dar el último empujón al capitalismo para que se precipite al abismo, y que se impondrá un nuevo orden de valores y prioridades. Quién sabe. Las cosas, por lo que se ve, suelen ir más despacio. Mientras tanto, ¿qué imagen —qué diagnóstico— resumirá esta época irreal y sobre qué estribos —qué recursos— nos alzaremos para medirnos con ese futuro lleno de sombras?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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sábado, 18 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Contradictorio



Pasillo de una residencia de ancianos Villaverde, Madrid. EFE


Durante el confinamiento, escribe en el A vuelapluma de hoy [De un lado a otro del pasillo. El País, 17/4/2020] el historiador José Andrés Rojo, hay margen para analizar la vida política y para pensar en lo inesperado. 

"Lo que Philip Roth -comienza diciendo Rojo- recoge en muchas de sus novelas es toda esa gama de conflictos y tensiones que se producen entre los individuos y la comunidad en la que viven. Lo hace, por ejemplo, en La conjura contra América, donde la llegada a la presidencia de Estados Unidos de un simpatizante de Hitler desencadena reacciones muy distintas entre los vecinos judíos de Newark, en New Jersey. A través de una ficción histórica —qué hubiera pasado si…—, Roth consigue mostrar cómo incluso en situaciones donde las reacciones podrían resultar previsibles se producen respuestas radicalmente diferentes. Ya se conocía la brutal persecución contra los judíos que los nazis emprendieron en Europa y los noticiarios hablaban de la brutalidad de sus políticas antisemitas, pero, aun así, en la novela, un relevante rabino se implica a fondo para que un aviador recién llegado a la política, que acababa de ser agasajado por el Tercer Reich, conquiste en 1940 la Casa Blanca.

Philip Roth convierte este asunto político en pura dinamita y la hace estallar en el interior de una familia. Ahí, cada cual comprende a su manera lo que sucede, cada cual está tocado por afectos concretos y por una historia particular, hay muchachos y adultos, hay mujeres y hombres, y maneras de interpretar cómo son y cómo deberían ser las cosas. Roth reconstruye el pantanoso terreno donde entran en contacto  la vida de los individuos y la suerte que corre el mundo, y sabe atrapar la intensidad con que las ideas y los valores chocan con los hechos, o se amoldan a sus aristas, o terminan desgarrándose. ¿De qué manera participo en lo que está pasando, cómo construyo mi futuro, qué hay de sólido en lo que percibo, hasta dónde puedo llegar? David Simon, el creador de The Wire,ha sido uno de los responsables de convertir esta novela de Roth en una miniserie, que es de lo más interesante que se puede ver en estos tiempos de confinamiento.

Pero si Roth es un maestro en desmenuzar cuanto de contradictorio e inquietante hay en el mero hecho de formar parte de una polis, también tiene un oído finísimo para recoger las corrientes que abaten a los hombres y que proceden de fuerzas que los superan. Es lo que hace en Némesis, en la que aborda la epidemia de polio que llegó a Newark en el verano de 1944. El virus que causa esa enfermedad nada tiene que ver con el que ha producido la pandemia actual, de la misma manera que este es más duro con los ancianos y aquel lo era con los niños. “¿Cómo podía haber perdón —y no digamos aleluyas— ante una crueldad tan demencial?”, se pregunta el narrador. ¿Cómo seguir sosteniendo “la mentira oficial de que Dios es bueno” ante la trágica e incomprensible muerte de tantas criaturas inocentes?

En el perfil que Zadie Smith publicó de Philip Roth cuando este murió, recordaba que una vez, hablando de natación, le explicó de qué se ocupaba mientras hacía sus largos en la piscina. “Elijo un año. 1953, por ejemplo. Entonces pienso en lo que pasó en mi vida o en mi pequeño círculo ese año. Luego me pongo a pensar en lo que pasó en Newark, o en Nueva York. Luego en Estados Unidos. Y entonces, si sigo nadando, tal vez empiezo a pensar en Europa, también. Y así sucesivamente”. No es una mala recomendación para estos días en que son muchos los que, para moverse un poco, van de un lado a otro del pasillo. ¿Qué ocurrió, qué nos ocurrió, qué les pasó a los demás? Prueben: igual salta la chispa".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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jueves, 2 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Intelectuales y poder en latinoamérica. (Publicada el 4 de octubre de 2009)






Hace un mes casi justo, el pasado 31 de agosto, escribí en el Blog un comentario titulado "La estampida", sobre la dejación que los "intelectuales" estaban haciendo de la que con toda seguridad es su función principal: ser la conciencia crítica del poder. Y ello, por acomodarse a lo políticamente correcto, a la creencia de que todas las verdades morales son relativas, a vergonzosos intereses personales, la cultura de masas y una carrera y profesión respetables.

Ayer sábado leía otro artículo ¿Intelectuales domados? [El País, 1/10/2009], en esta ocasión de José Andrés Rojo, titulado "¿Intelectuales domados?", sobre el papel de los intelectuales latinoamericanos en esa labor de conciencia crítica de la sociedad, en el que hace un repaso pormenorizado de las posiciones adoptadas al respecto, entre otros muchos, por Vargas Llosa, Santiago Roncagliolo, García Márquez, Edmundo Paz, Carlos Fuentes, Sergio González, Lolita Bosch, Eloy Fernández, Julián Rodríguez o Vicente Luis Mora, que resumen en buena manera el pensamiento latinoamericano. Lo pueden leer en el enlace de más arriba.

A José Andrés Rojo (La Paz, Bolivia, 1958), sociólogo, escritor, y actual jefe de la sección de Cultura del diario El País, al que sigo cada día en su interesante Blog "El rincón del distraído", le conocí en el invierno de 2005/2006 en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en cuya Facultad de Geografía e Historia dio una conferencia sobre el papel jugado en la guerra civil por su abuelo, el general Vicente Rojo, el más prestigio de los militares del ejército republicano, del que la editorial Tusquets publicaría ese mismo año una biografía escrita por él.

El pensamiento latinoamericano es un gran desconocido entre nosotros a pesar de la enorme vinculación afectiva y sentimental entre las dos orillas de Atlántico. Una vinculación doblemente sentida en Canarias. No somos pocos los que pensamos que las islas Canarias son más americanas que europeas. Sí, ya se, que Canarias está en África, pero aunque nos sepamos europeos, nuestro corazón no deje de ser americano... HArendt



El historiador José Andrés  Rojo



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viernes, 8 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Un día cualquiera



Londres celebra el final de la Guerra Mundial. 1919


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: el retrato de unos ingleses corrientes, un día no tan corriente, como aquel en que Londres celebraba el final de la Gran Guerra, escrito por el historiador José Andrés Rojo.

"Un día cualquiera -comienza diciendo Rojo- Miss Dalloway salió a comprar flores porque celebraba esa noche una fiesta en su casa. La llamada Gran Guerra acababa de terminar. Iba pensando en sus cosas, le contaron que un viejo amigo regresó de la India. Había estado a punto de casarse con él. Eran entonces jóvenes, y ahora entiende que hizo bien en dejarlo plantado: hubieran terminado por destruirse. Quería compartirlo todo, examinarlo todo, y eso era intolerable. La señora Dalloway tiene más de 50 años, siente que es invisible, lleva el pelo ya canoso. 

Las calles de Londres están llenas de gente. Por ahí anda también Lucrezia Warren Smith, que está sentada con su marido en la gran avenida de Regent’s Park. Al pobre joven no le pasa nada grave, pero anda un poco desanimado. Septimus fue de los primeros en alistarse para defender Inglaterra, se hizo un hombre en las trincheras, ascendió e hizo muy buenas migas con su oficial, un tal Evans. Lo mataron en Italia muy poco antes de que se firmara el armisticio. Septimus “se felicitó de no sentir casi nada, y lo poco que sentía sentirlo de manera muy razonable”, cuenta Virginia Woolf en La señora Dalloway. Pero, de pronto, ha empezado a tener accesos de miedo.

Estrictamente hablando, y tratándose de un día cualquiera, no hay nada que contar. Clarissa, la señora Dalloway, vuelve una y otra vez a sus años de juventud. Ya en su casa, se acuerda de su amiga Sally, tan independiente siempre, tan arrojada. Un día en Bourton, al pasar junto a un jarrón de piedra, cogió una flor y la besó en los labios. “¡Fue como si el mundo se hubiera puesto cabeza abajo!”.

Clarissa se pone a zurcir el desgarrón del vestido que quiere lucir por la noche y, en esas, recibe la sorpresiva visita de Peter Walsh, el amigo que viene de la India. Se sienten un tanto extraños, hablan de trivialidades, pero el pasado se les cuela sin que se den cuenta. Y él, “repentinamente zarandeado por aquellas fuerzas incontrolables”, se pone a llorar. A llorar y llorar sin la menor vergüenza. Ella le coge de la mano, lo besa. Escribe Virginia Woolf que entonces se le vino una idea a la cabeza: “¡Si me hubiera casado con él, este júbilo habría sido mío las 24 horas del día!”. Todavía le da tiempo a fantasear. Le gustaría decirle a Peter que la llevara consigo —como si él fuera a irse a alguna parte— e imagina en un instante lo que pudo ser una vida a su lado. Despierta, ya todo ha terminado.

Septimus, en otro rincón de Londres, no lo lleva bien, ha hablado de suicidarse. Escucha la voz del oficial Evans, su amigo: piensa que los muertos lo acompañan. Lucrezia arrastra a su marido a los médicos. Es un día cualquiera. La historia irrumpe a veces en las vidas de las personas y termina por dejarlas devastadas. Los médicos no ayudan a Septimus, quieren imponerle un tratamiento que rechaza. Van a buscarlo para internarlo. Septimus está en una casa de huéspedes en Bloomsbury delante de una ventana. La abre, se tira al vacío.

Clarissa celebra su fiesta, asisten Sally, Peter y un montón de gente. “Como somos una raza sin esperanza, encadenada a un barco que se hunde”, ha pensado alguna vez, “aliviemos los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión”. Es decir, “seamos todo lo decentes que podamos”. Es un día cualquiera, y en España ha empezado la campaña electoral".







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sábado, 4 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] El lugar del olvido





Resulta rastrera la promesa de rescatar un pasado glorioso porque el pasado es a veces peligroso y puede volver al presente de las maneras más peliagudas, escribe el historiador José Andrés Rojo. 

Todavía en los estertores de una campaña electoral confusa y airada, y donde se ha abusado de lo emocional, igual queda margen para decirlo, aunque sea a media voz: traerse la gloria de unas antiguas gestas heroicas y de una grandeza perdida para armar las promesas del presente es la manera más rastrera de hacer política. Tiene algo de pretensión vana, y de falsedad que no tiene nombre, asegurar que el esplendor de unos remotos tiempos dorados puede regresar de la mano de un líder iluminado. Pero, por desgracia, ese es el relato que se está repitiendo como una cantinela: en España, en Europa y en el mundo entero. Y hay muchos que han decidido creérselo. Acaso por la pura impotencia de no conseguir lidiar con las duras condiciones de una época dura y contradictoria, o quizá también por el simple deseo de cabalgar a lomos de ese arrebato que se produce cuando se forma parte del coro que corea las consignas de una tribu.

Pero el pasado está efectivamente ahí, pero anegado de sangre, dolor y sufrimiento (¿y la grandeza?). Este último fin de semana se pudo ver en Madrid, en el Teatro del Barrio, la puesta en escena de uno de los relatos incluidos en Los girasoles ciegos, el libro de Alberto Méndez que obtuvo el Premio de la Crítica de 2005. La historia que cuenta se desarrolla en 1940 y rescata, página por página, lo que un “difunto desconocido” (DD), según el atestado de la Guardia Civil, escribió en un cuaderno con pastas de hule que se encontró debajo de una pesada piedra en una cabaña situada en los prados de los altos de Somiedo, ahí donde se juntan Cantabria y León. También se descubrieron los esqueletos de un adulto y de un niño de pecho sobre unos sacos de arpillera. Los encontró un pastor. Había también una vaca, los restos de una vaca, medio hedionda todavía, sin una pata y sin cabeza. Y en la pared, escrita una frase: “Infame turba de nocturnas aves”.

El montaje del relato de Méndez, titulado Manuscrito encontrado en el olvido, tiene una rara cualidad: la de distanciarte por una doble vía de lo que se cuenta en el escenario. En primer lugar, a través de Patxi Freitez, que sobre todo lee el texto que escribió Alberto Méndez, y en segundo, por la recreación de la historia que van haciendo otros actores. El director Tolo Ferrà ha armado una delicada reconstrucción de aquella terrible historia. Empieza con una mujer que muere en el parto y que deja al recién nacido en las peores condiciones posibles. “¿Cómo se corrige el error de estar vivo?”, apunta el superviviente en su cuaderno. Y ahí contará cómo tarda en enterrar a su mujer, cómo la criatura persevera un tiempo en vivir, cómo termina muriendo sin consuelo posible. Y cómo el padre mata a un lobo y cómo lleva a una vaca a su morada como compañera de infortunios. La propuesta de Ferrà está llena de ternura y como armada con materiales heredados de la vanguardia: muñecos de tela, las máscaras de los animales, la ayuda de una suerte de intérpretes mecánicos.

Por mucho que el pasado se vista de gloria, hay dolores que no se olvidan. Un joven muchacho abandonó su pueblo para unirse al Ejército republicano durante la Guerra Civil. Cuando terminó huyó al monte con su mujer embarazada. “Tengo miedo de tanto miedo”, apunta en su cuaderno. Y Méndez observa, al final de su relato, que igual aquel muchacho escribió esas notas “cuando tenía dieciocho años”, y cree “que esa no es edad para tanto sufrimiento”. No hay nada más que decir.



Montaje de 'Manuscrito encontrado en el olvido'



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martes, 23 de abril de 2019

[EUROPA] La Europa rota






Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

Vuelve con fuerza la llamada a la grandeza de los pueblos, escribe el historiador y columnista José Andrés Rojo, citando al filósofo alemán Rüdiger Safranski, que en su libro sobre el romanticismo le pone una fecha concreta al arranque de ese movimiento que iba a transformar radicalmente la relación del individuo con la realidad. Fue exactamente el 17 de mayo de 1769, dice Rojo, el día en el que Johann Gottfried Herder, que entonces predicaba en la catedral de Riga, decide lanzarse a la mar. No sabe muy bien hacia dónde se dirige, quiere cambiar de aires, explorar terrenos desconocidos. El barco viaja a Nantes, luego en 1771 Herder se encuentra con Goethe en Estrasburgo y en 1776 se instala en Weimar. Para entonces, lo importante ya ha ocurrido. Sucedió durante el trayecto, al hilo del rumor de las aguas: Herder se propone ahí buscar un lenguaje que se ajuste “a la misteriosa movilidad de la vida”. Al diablo con las reglas lógicas, inamovibles y abstractas, de lo que se trata es de mirar las cosas a mi manera. Lo explica Félix de Azúa al referirse a los artistas de aquel movimiento en uno de los ensayos de Volver la mirada: “El romántico descubre que su alma es un paisaje cambiante, pero al tiempo ve que los paisajes naturalesno son sino expresiones del alma”.

Unos años más tarde estalla la Revolución Francesa y buena parte de los románticos de entonces la reciben, dice Safranski, como la “luz del día”, como “una aurora”. Es hija de la Ilustración, de los avances de la razón, quiere liberar a la gente de los lazos religiosos y de los servilismos del Antiguo Régimen y conquistar un presente en el que todos los ciudadanos sean iguales. Tuvo que haber por esos años una época en que convivieron, más o menos amigablemente, cuantos defendían la luz de la razón con los que se veían tentados por explorar el lado oscuro de la vida. El propio Herder es amigo de la democracia y, aunque empieza ya a hablar del Volkgeist, de ese espíritu que diferencia a unos pueblos de otros, se proclama cosmopolita.

La ruptura viene más tarde. Cuando Napoleón avanza por Europa para imponer a sangre y fuego los valores de la Revolución, buena parte de los románticos dan un giro brusco en Alemania y vuelven a apuntar a los misterios y a la religión, a las viejas tradiciones, a la lengua propia. Johann Gottlieb Fichte es uno de los más entusiastas a la hora de transformar a la patria en el verdadero sujeto de la libertad, a ese pueblo que reivindica sus fuertes lazos comunitarios y que reniega de la universalidad que representa Francia. Uno de los bardos del nuevo movimiento patriótico, Ernst Moritz Arndt, lo tiene muy claro: “Quiero el odio contra los franceses, no solo en el transcurso de esta guerra, lo quiero por largo tiempo, lo quiero para siempre”, dice. Prusia le planta cara a Napoleón. “Que brille este odio como la religión del pueblo alemán, como un delirio sagrado en todos los corazones”, remata.

Este tipo de exaltaciones identitarias están volviendo a las sociedades occidentales, que les dieron la espalda después de la II Guerra Mundial. Es cierto que el alma de Europa siempre ha estado rota entre el reclamo de las luces de la razón y la fascinación por esa corriente que se precipita en lo desconocido. Precisamente para que el individuo pudiera rastrear en lo oscuro, a su manera, se han ido construyendo unas instituciones sólidas para canalizar la vida política. Para asegurar las libertades, nada mejor que la democracia: elecciones para poder sustituir a los que están en el poder si una mayoría lo quiere, unas reglas de juego claras, el imperio de la ley. Ahora regresan los discursos que reclaman la grandeza del pueblo, de cada pueblo (frente a los otros): Europa está en peligro.



Matteo Salvini (Liga Norte italiana) en campaña


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sábado, 6 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas?





Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.

En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.

El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.

Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.

Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.



El fusilamiento de Torrijos, por Antonio Gisbert, 1888. Museo del Prado



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miércoles, 31 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Los matices son la cuestión





El sociólogo e historiador José Andrés Rojo escribía hace unos días en El País sobre el hecho de que los mitos, en palabras de Keith Lowe, no nos permiten ver que las guerras son siempre una realidad turbia y moralmente ambigua en la que los matices no pueden ni deben obviarse.

Entre 1939 y 1945, comienza diciendo, fueron asesinados en torno a uno de cada seis polacos y uno de cada cinco ucranianos. Se cree que durante la Segunda Guerra Mundial perecieron al menos 20 millones de rusos. El número de víctimas en China, según los cálculos más conservadores, oscila entre los 15 y los 20 millones. Las fuerzas aliadas bombardearon Dresde hasta reducirla a escombros y Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. El historiador británico Keith Lowe recoge estas referencias en algún lugar de El miedo y la libertad, su libro sobre los cambios que produjo la Segunda Guerra Mundial y que se tradujo en España el año pasado. Habla también del Holocausto, y explica que es a los judíos a quienes les ha tocado desempeñar el papel de “la víctima por antonomasia” de aquellos terribles años. “Se los asesinó de manera más eficaz y en mayores números que a ningún otro grupo racial. Y los métodos industriales empleados para aniquilarlos parecen el epítome de la inhumanidad tanto del sistema nazi como de la guerra en sí misma. En ese sentido, los judíos son un símbolo ideal de nuestro victimismo colectivo”.

Cada uno de los capítulos del libro de Lowe recoge la experiencia de una persona, y a partir de esta va iluminando aspectos concretos relacionados con aquel devastador conflicto. Cuando cuenta lo que le ocurrió al soldado estadounidense Leo Creo, que llegó a Europa para combatir contra los nazis, escribe que “lo que sucedió realmente en la guerra y lo que recordamos de ella son dos cosas muy distintas, y esa discrepancia, que no deja de aumentar, le incomoda sobremanera”. Aquel soldado pensaba que no pudo hacer gran cosa en la defensa de Estrasburgo —lo hirieron y fue retirado del combate— y le fastidiaba la inmensa estatura de héroe que le habían otorgado a su regreso. No todos los soldados que pelearon en Europa, además, fueron nobles y valientes. También los hubo que saquearon ciudades, violaron mujeres, cometieron abusos. Pero los mitos que se construyeron al final de la guerra borraron cualquier sutileza.

Madrid, miércoles 24 en la Facultad de Derecho de Tres Cantos: el historiador Santos Juliá y el abogado José María Ruiz Soroa han sido convocados por la Universidad Autónoma y la Fundación Pablo Iglesias para volver sobre el pasado bajo el título ¿Qué memoria histórica? Da la impresión de que en España todavía fuera necesario establecer un relato sobre lo que ocurrió durante la Guerra Civil y la dictadura. Es lo que los socialistas pretenden hacer con la propuesta de crear una comisión de la verdad que han incluido en su proyecto de reforma de la llamada Ley de Memoria Histórica.

Ruiz Soroa exploró los aspectos jurídicos de las últimas propuestas legislativas sobre esta cuestión y llamó la atención sobre su alta carga emocional y su deficiente factura técnica. Santos Juliá había explicado antes que igual no se trata de establecer lo que hay que recordar, como si fuéramos los fieles de una religión. Olvidar lo que nos molesta y alimentar lo que contribuye a reforzar una identidad para el presente. Frente a eso quizá sea más fecunda la actitud del historiador: salir de los tuyos y no apagar ninguna voz que proceda del pasado. Lowe lo expresa de otra manera cuando dice que los mitos no nos permiten ver que la guerra fue una realidad turbia y moralmente ambigua. La cuestión que plantea la iniciativa de los socialistas es si la sociedad española necesita realmente ese relato único sobre lo que ocurrió o si ya está madura para los matices.



Dresde, Alemania, tras los bombardeos de 1945



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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