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miércoles, 13 de mayo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] El populismo como voluntad y representación





"En los últimos años, escribe el historiador cubano residente en México Rafael Rojas  [El populismo como voluntad y representación. Letras Libres, 1/2/2020],  la proliferación planetaria de regímenes populistas, de derecha o izquierda, ha ayudado a comprender que el populismo no es, en la mayoría de los casos, una negación sino un uso de la democracia. Estudios como los de Federico Finchelstein, Jan-Werner Müller, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han cuestionado el peligroso error de percepción que supone la antinomia entre populismo y democracia. Aun así, poderosas corrientes de opinión, impermeables a las ciencias sociales y el pensamiento crítico más actualizado, persisten en identificar el populismo con el fascismo o el comunismo.

La peligrosidad de esos equívocos reside, fundamentalmente, en el desarrollo de estrategias de contención que apelan a una deslegitimación del populismo, en tanto “enemigo de la democracia”, similar a la del viejo liberalismo antitotalitario. En otro libro que sumar a la nueva biblioteca del populismo, la teórica de la Universidad de Columbia Nadia Urbinati agrega que enfrentar el populismo como un totalitarismo supone el riesgo de contraponer a “democracias iliberales”, como las llama Levitsky, liberalismos autoritarios. En la derecha latinoamericana contemporánea esa es una pifia recurrente; en la izquierda, un artilugio retórico.

En Me the people, Urbinati argumenta que, con frecuencia, el populismo es utilizado en el debate académico y político como un término “polémico” antes que como una categoría “analítica”. La autora propone elegir la segunda vía, lo que supone aceptar que los populismos son “proyectos de gobierno” que pueden transformar los tres pilares de la democracia representativa moderna: la soberanía popular, el principio de la mayoría y la representación política. Si la alteración afecta a los tres pilares a la vez, en un alto grado de profundidad, puede producirse ya no una “reconfiguración” sino una “desfiguración” de la democracia representativa.

Urbinati observa que el ascenso de los populismos en el siglo XXI ha cuestionado algunos estereotipos propios del triunfalismo liberal que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. A diferencia de aquellos años, hoy es evidente que el populismo puede emerger lo mismo en Washington, Londres o París que en Budapest, Caracas o Brasilia. En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia. Y, sin embargo, cada populismo es diferente, ya que su identidad proviene de la alteración específica que produzca en el sistema representativo previo.

A nivel discursivo, todos los populismos gravitan en torno a la exaltación de un pueblo originario y homogéneo. Ese desplazamiento del ciudadano por el pueblo actúa sobre el sistema representativo de distintas maneras. Una, muy recurrente, es el uso indiscriminado de ejercicios plebiscitarios que, a la vez que contribuyen a la polarización, desplazan el proceso legislativo consuetudinario y simplifican las alternativas políticas. Urbinati no niega la pertinencia de los ejercicios de democracia directa, pero llama la atención sobre los inconvenientes de su abuso.

En algunos populismos constitucionales la reconfiguración del sistema representativo va unida a la creación de asambleas nacionales o entidades unicamerales que, de por sí, facilitan la subordinación al poder ejecutivo. En esta y otras dimensiones, como la reactivación de los resortes patrióticos del discurso político, el populismo abreva en la tradición republicana clásica pero, por lo general, la conecta con un caudillismo –bonapartismo o cesarismo se les llamaba en el siglo XIX–, que en América Latina, con Rosas en Argentina o Santa Anna en México, fue en buena medida su negación.

Urbinati insiste en que el cesarismo no tiene como único objetivo desplazar al ciudadano por la masa, en tanto sujeto jurídico, sino sustituir la democracia de los partidos políticos y las asociaciones civiles por una “democracia del pueblo”. Dado que, en la mayoría de los casos, un régimen populista coexiste con parlamentos de origen electoral partidista, el líder apela constantemente a la voluntad general por medio de la opinión pública. En vez de contrarrestar la parte con el todo, esa práctica genera una mayor parcialización de la democracia, ya que quienes acaparan la representación son, por lo general, oligarquías leales al líder.

El voluntarismo populista, agrega Urbinati, superpone a las mayorías electas la mayoría del “pueblo verdadero”. Un pueblo que es, desde luego, una ficción, pero una ficción políticamente muy funcional, que permite colocar la autoridad del líder más allá de su propio partido o movimiento. No es raro que, eventualmente, el caudillo populista entre en contradicción con su partido o denuncie la burocratización u oligarquización de su movimiento. Esa recomposición de la élite del poder forma parte de lo que Urbinati define como el tránsito de un impulso “antiestablishment” a una deriva “antipolítica”.

Sin embargo, esta filósofa política no ignora que en el siglo XXI las formas democráticas se han vuelto indispensables para la estabilidad de los regímenes populistas. El papel de la comunidad internacional es decisivo para economías cada vez más conectadas a los circuitos financieros de la globalización. De ahí que, a diferencia de la primera mitad del siglo XX, cuando los populismos tendían a economías autárquicas, los proyectos populistas del siglo XXI sean más cuidadosos con la superficie institucional de las democracias.

La práctica constante de ejercicios electorales y plebiscitarios o la proyección de una imagen de estabilidad son recursos que explotan líderes populistas como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orbán y Nicolás Maduro. Esa construcción de narrativas sobre la legitimidad y el orden internos busca trasmitir confianza a los mercados para atraer inversiones y créditos y, a la vez, propiciar alianzas internacionales que los ayuden a sostenerse en el poder. El maquillaje de la imagen exterior, tan común en potencias globales como Estados Unidos o China, es otra modalidad de la desfiguración de la lógica representativa, ya que la nueva mayoría reafirma su lealtad al líder desde motivaciones geopolíticas".



El historiador Rafael Rojas



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jueves, 2 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Intelectuales y poder en latinoamérica. (Publicada el 4 de octubre de 2009)






Hace un mes casi justo, el pasado 31 de agosto, escribí en el Blog un comentario titulado "La estampida", sobre la dejación que los "intelectuales" estaban haciendo de la que con toda seguridad es su función principal: ser la conciencia crítica del poder. Y ello, por acomodarse a lo políticamente correcto, a la creencia de que todas las verdades morales son relativas, a vergonzosos intereses personales, la cultura de masas y una carrera y profesión respetables.

Ayer sábado leía otro artículo ¿Intelectuales domados? [El País, 1/10/2009], en esta ocasión de José Andrés Rojo, titulado "¿Intelectuales domados?", sobre el papel de los intelectuales latinoamericanos en esa labor de conciencia crítica de la sociedad, en el que hace un repaso pormenorizado de las posiciones adoptadas al respecto, entre otros muchos, por Vargas Llosa, Santiago Roncagliolo, García Márquez, Edmundo Paz, Carlos Fuentes, Sergio González, Lolita Bosch, Eloy Fernández, Julián Rodríguez o Vicente Luis Mora, que resumen en buena manera el pensamiento latinoamericano. Lo pueden leer en el enlace de más arriba.

A José Andrés Rojo (La Paz, Bolivia, 1958), sociólogo, escritor, y actual jefe de la sección de Cultura del diario El País, al que sigo cada día en su interesante Blog "El rincón del distraído", le conocí en el invierno de 2005/2006 en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en cuya Facultad de Geografía e Historia dio una conferencia sobre el papel jugado en la guerra civil por su abuelo, el general Vicente Rojo, el más prestigio de los militares del ejército republicano, del que la editorial Tusquets publicaría ese mismo año una biografía escrita por él.

El pensamiento latinoamericano es un gran desconocido entre nosotros a pesar de la enorme vinculación afectiva y sentimental entre las dos orillas de Atlántico. Una vinculación doblemente sentida en Canarias. No somos pocos los que pensamos que las islas Canarias son más americanas que europeas. Sí, ya se, que Canarias está en África, pero aunque nos sepamos europeos, nuestro corazón no deje de ser americano... HArendt



El historiador José Andrés  Rojo



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domingo, 1 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Preguntas






"Para los chilenos demócratas, -afirma en el Especial dominical de hoy el escritor chileno Jorge Edwards ("Preguntas de Felipe González. ABC, 26/2/2020)-, que sabemos convivir y estamos orgullosos de nuestro estado de Derecho de hoy y de ayer, las preguntas de Felipe González publicadas en la prensa sobre las razones de los fenómenos de violencia de estos días en Chile son apasionantes y nos exigen una respuesta coherente a todos. Yo vivía en España en los años de la transición y sentía que se había formado un consenso muy general sobre la posibilidad concreta, necesaria, de que España se integrara en profundidad a los mundos democráticos, modernos, que se habían creado en sectores importantes del occidente europeo y hasta latinoamericano. Es decir, creíamos que España debía dejar de ser diferente del resto de Europa. Llegado el momento comprobamos que Felipe, al igual que Adolfo Suárez, pensaba en una España moderna, incorporada a Europa, con crecimiento económico, equidad social, y fuerte presencia de la cultura hispánica. En otras palabras, era la España de Ortega, de Pío Baroja, de don Antonio Machado, y de Fernando Savater. Muchos chilenos de la década de los sesenta y los setenta apostamos a eso, y me parece que somos los mismos que detestamos la irracionalidad rabiosa que se ha manifestado en el Chile de estos días. De lo que nos habla el expresidente Felipe González es de formar espacios de convivencia democrática y civilizada. Creo que muchos de nosotros no prestamos la atención que había que prestar a los sectores de marginalidad anarquistoide de las sociedades modernas europeas y americanas. Fue un error de partida, pero son errores que debemos examinar por todos lados y de los que tenemos que sacar las conclusiones correctas. Alcancé a sentir en el mismo estudio privado en el que pergeño estas líneas el olor a quemado de incendios cercanos y la acritud del gas lacrimógeno. Será el dolor mayor de estos días de mi última vuelta del camino (para no olvidar a don Pío).

Los pasos preliminares para alcanzar una nueva Constitución chilena no me deprimen de ningún modo y me dan ilusión y esperanza, ambas al mismo tiempo. La cojera de base de la Constitución anterior, la de 1980, consistió en haberse gestado durante el pinochetismo. El hecho de que fuera muchas veces reformada en el período presidencial prosocialista de Ricardo Lagos no bastó para liberarla de ese vicio de origen. Los disturbios de estos días no son ajenos a ese vicio original (para no llamarlo «pecado original»). La redención institucional en política no es fácil y eso lo sabemos hace bastante rato. Estuve en Madrid durante las ceremonias por la muerte de Adolfo Suárez y ahora siento que eran ceremonias de redentorismo, fenómeno que en Chile no hemos conocido. El gas lacrimógeno y los incendios recientes son consecuencia de pecados políticos originales no correctamente redimidos. Y las transiciones, por muy eficientes que sean, tienen el deber de llegar a un nivel moral de redenciones. Es debido a eso que los crecimientos sin la necesaria equidad y sin elementos de fondo de igualdad social pueden desembocar en insólitos reventones callejeros. Escuchaba las incesantes sirenas policiales y bomberiles y leía la vieja traducción publicada por Taurus de un formidable ensayo de Isaiah Berlin sobre el romanticismo. De dónde diablos sale esta furibunda exaltación del espíritu destructivo me preguntaba a lo largo de esta lectura y encontraba explicaciones parciales, pero fuertes, en Novalis, en Byron, en Mary Shelley y en gente de esas vecindades mentales. Nuestro Diego Portales, tan reivindicado por el general de ejército Augusto Pinochet, actuó con una furia que se podría bautizar como byroniana. Lord Thomas Cochrane, héroe naval de las independencias de Chile y del Perú, fue capaz de pasar a cuchillo a toda la tripulación de un barco del enemigo imperial español en la entrada de la bahía virreinal de El Callao. Los políticos moderados e ilustrados de ahora son herederos de gente de otra naturaleza: gente como Michel de Montaigne y como Diderot. Los miristas de ahora, por su parte, son herederos directos de las mujeres jacobinas, desmelenadas y desdentadas, que tejían calceta a los pies de la guillotina. Chile, por suerte para todos nosotros, tuvo a su Andrés Bello, venezolano y caraqueño, y la política de años recientes tuvo a gente de mentes equilibradas como Adolfo Suárez, Ricardo Lagos y Felipe Conzález. Ver el romanticismo con la mirada de sir Isaiah Berlin es un antídoto de la mayor eficacia. Hay que saber elegir entre el punto de partida de un Michel de Montaigne, o el de un muy ilustre tocayo suyo, Miguel de Cervantes, y, en cualquier caso, por si las moscas, poner las barbas en remojo.

En el Chile de hoy nadie sabe si los desórdenes van a recomenzar esta misma noche o mañana. Yo apuesto por la calma recuperada, después de haber leído las preguntas en la prensa del expresidente Felipe González, y después de haber cerrado el contundente ensayo de Sir Isaiah Berlin sobre «las raíces del romanticismo». La exaltación romántica tenía un parentesco de espíritu con la locura que atribuyeron los clásicos griegos a la inspiración de los poetas mayores, a quienes, como dijeron los pensadores más eminentes, había que escuchar, celebrar, coronar de laureles, y colocar fuera de los muros de la República. Los republicanos chilenos, argentinos, uruguayos, peruanos, callamos y confiamos en pasar la noche próxima en dormitorios y salas de estudio y de lectura sin olor a quemado y sin restos de vapores de gas lacrimógeno. El silencio es favorable, no hay sirenas bomberiles, y vemos que la brisa, ya casi otoñal, mueve con suavidad las ramas de los abedules y de las araucarias. Las sirenas de los carros de la policía y de los bomberos cesaron y los fosos de la Quinta Vergara de Viña del Mar han empezado a llenarse con los músicos del Festival anual de la Canción que se abrirá en las próximas tres o cuatro horas".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El escritor Jorge Edwards



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jueves, 5 de septiembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Latinoamérica, malinterpretada (Publicada el 4/12/2008)



Mapa de América Latina


Cuando la segunda época de este blog salió al mundo, en agosto de 2006, la filosofía que lo inspiraba no era otra que la que figura aún hoy en su cabecera: un intento de observar lo que ocurre en el mundo a partir de las miradas y las palabras de los otros. De ahí que durante un tiempo me limitara a poner en el mismo aquellos artículos, noticias y referencias de libros o prensa que me parecían de mayor interés sin sentir la necesidad de comentarlas, y por tanto, de dejar traslucir mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Con el paso de las semanas me fui envalentonando y me atreví a formular mis propias opiniones y comentarios sobre lo dicho por otros con mucha mayor autoridad, recurriendo para ello a la fórmula literaria de la digresión. Ello me permitía opinar sin necesidad de justificarme dado que mi comentario aprovechaba el hilo del discurso ajeno para, rompiendo con él, hablar de cosas que no tenían expresa conexión o íntimo enlace con aquello de que se estaba tratando. Y ahí sigo, digresionando... Pero la verdad es que no me gusta sacar a colación asuntos sobre los que no tengo un, relativo, conocimiento previo. Y en ese sentido, si África, el continente en el que vivo, es para mi un absoluto desconocido, tengo que reconocer que con Latinoamérica me pasa tres cuartos de lo mismo salvo por el añadido, peligroso, de los prejuicios.

Dicen que un buen arranque de un libro (un artículo, una noticia, una carta...) es la mitad de su éxito. Y supongo que es verdad. Al menos conmigo, funciona. Me ha pasado esta mañana, que nada más recoger del buzón el ejemplar mensual de Revista de Libros, me pongo a ojear el primer artículo del número, titulado "¡Viva la evolución!", y leo este impresionante párrafo inicial:

"La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela."

Perdóneseme lo extenso de la cita, pero reconozcan conmigo que es como para seguir leyéndolo hasta el final. Les aseguro que merece la pena, y por ello, aparte del párrafo más arriba, reproduzco el artículo íntegramente al final de este comentario.

El artículo está escrito por Hugo Estenssoro, periodista y crítico literario boliviano, colaborador habitual de la prestigiosa "The New York Review of Books", y es un comentario crítico del libro del periodista británico Michael Reid, editor para América Latina de la revista "The Economist", titulado "The Forgotten Continent: The Battle for Latin Americ's Soul", (Yale University Press, New Haven, 2007) que espero no tarde mucho en aparecer en español.

Después de leerlo me he puesto a buscar referencias en Internet sobre el libro y su autor y he encontrado dos de ellas que me han parecido interesantísimas y dignas de lectura. En primer lugar la de Norman Gall , director del Instituto "Fernand Braudel" de Economía Mundial de Sao Paulo, publicada en El País el 19 de enero de este año con el título de "El olvidado progreso de América Latina", y por otro lado, la de Jean-Francois Fogel, periodista francés editor de la edición electrónica de "Le Monde", titulada "Michael Reid y América Latina", y publicada en el blog "El Boomeran(g)" el 21 de enero de 2008 comentando, a su vez, el artículo citado de Norman Gall. Les recomiendo encarecidamente la lectura de los textos citados y de forma especial el de Hugo Estenssoro, en Revista de Libros. Al menos a mi, creo que me va llevar a mirar el acontecer de Latinoamérica con otros ojos. HArendt



http://www.euroamerica.org/sec-conferencias/fotos/f_chile00_24_g.jpg
El periodista británico Michael Reid


"¡Viva la evolución!", por Hugo Estenssoro

La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela.

La versión oficial es diferente. Los anaqueles de todo el mundo crujen bajo el peso industrializado de la bibliografía miserabilista, según la cual la América Latina es el peor de los mundos posibles y la culpa es de España, Inglaterra y Estados Unidos con sus consecutivas modalidades de imperialismo. De alguna manera, los pueblos de la región son víctimas pasivas, ignorantes, de su propio destino (excepto en el caso de los que escriben), a los que la historia simplemente les ocurre. Esta versión constituye todo un género. Es cierto que, en el caso de la historia latinoamericana, podemos agradecer que a esta versión noire no corresponda otra color de rosa. Pero es alarmante que la abrumadora mayoría de los libros disponibles sobre la región sean más ejercicios retóricos antiamericanos o antiliberales que historias o interpretaciones de la zona. Las alternativas son pocas, difíciles de localizar y en ediciones casi siempre agotadas. Amigos y conocidos me preguntan con frecuencia qué pueden leer para formarse una idea aproximada pero cabal de la América Latina. Suelo responder, con algo de malicia marxista (línea Groucho) que, si prefieren no creer a sus ojos, traten de leer la decena de volúmenes de la historia latinoamericana de la Universidad de Cambridge.

El defecto es que la benemérita historia de Cambridge, además de enciclopédica y cara, no llega a cubrir el último cuarto de siglo, que es sin duda el período más importante desde la época de la independencia. Tres factores han cambiado todo desde entonces. El primero es irreversible: la patria del buen salvaje tiene ahora una población mayoritariamente urbana. Los otros dos podrían ser transitorios: todos los países de la región tienen regímenes democráticos (con la excepción de Cuba), y todos tienen que adaptarse a la globalización (que puede desaparecer, como la del período 1870-1930). En otras palabras, la América Latina, por primera vez en su historia, comienza a participar de manera plena y concreta de la modernidad. Como el resto del mundo –excepto los Estados Unidos, que son la modernidad–, lo hace a rastras y pataleando, deseándola ardientemente al mismo tiempo que se rehúsa a pagar el precio. De hecho, la versión miserabilista de la historia latinoamericana forma parte de un género más antiguo y cosmopolita: el rechazo de la modernidad como la invención diabólica de un pequeño círculo de malvados, con el objeto de dominar, explotar y oprimir al resto de la humanidad.

Es posible ver la historia latinoamericana de otra manera. Las «jóvenes repúblicas» no son doncellas ingenuas y un poco bobitas, víctimas de extranjeros codiciosos y brutales. La región está compuesta de algunas de las repúblicas más antiguas de la Edad Moderna, con un denso trasfondo cultural de siglos. Los doscientos años de independencia que comienzan ahora a conmemorarse han sido genuinamente –trágicamente– independientes, al margen de algunos episodios de opereta más anecdóticos que decisivos para la región. (¿Son Vichy y la República de Saló más o menos «representativos» de la moderna historia europea que la ocupación de Haití o Nicaragua por infantes de marina estadounidenses? ¿Es la historia de Polonia y sus poderosos vecinos más o menos trágica que la de México y Estados Unidos?). El colombiano Germán Arciniegas tuvo la agudeza de señalar que el concepto mismo de independencia, en la acepción moderna, cristaliza en la América Latina. Es decir, los latinoamericanos han sido irrefutablemente dueños de su destino y, comparativamente, lo han hecho tan mal como cualquier otro. Eso que podríamos llamar una historia adulta de la América Latina existe y, hoy en día vastamente minoritaria, ocupa los anaqueles menos visibles y frecuentados de todas la bibliotecas (aunque no de las librerías). Pero, como es el caso de tantas otras disciplinas en los tiempos que corren, encontrar y estudiar esos textos es complicado, caro y laborioso, por lo que queda restringido a los especialistas. Una síntesis completa y breve de la historia latinoamericana moderna (desde la independencia), y de su estado actual, es algo que muchos hemos esperado durante largo tiempo. Forgotten Continent, de Michael Reid –que es, además, rigurosa y amena, honesta y lúcida–, satisface esa necesidad.

Los periodistas anglosajones, especialmente los ingleses, son una grey industriosa que cree, como Mallarmé, que todo termina en un libro. Los corresponsales estadounidenses tienen la ventaja de contar con un mercado enorme e insaciable, aunque los limita el mito adolescente del reportero duro pero sensible, y de prosa acartonadamente espartana. También les perjudica que, en términos profesionales, no les conviene quedarse mucho tiempo en un país o región. Sus libros tienden a ser instantáneas de un corto período, o laboriosos reportajes sobre un tema en particular, con dosis casi siempre excesivas de «color local». Los británicos, tal vez gracias a su reciente pasado colonial, suelen instalarse a largo plazo, aprenden mejor los idiomas, tienen lecturas más detenidas y amplias, y frecuentemente «go native», es decir, toman carta de naturalización cultural y sentimental. Se benefician, además, del estilo más fluido y natural que adquieren desde el colegio escribiendo essays –redacciones– todo el año (aunque entiendo que el sistema está desapareciendo). No sorprende que sus libros nos presenten un nítido espejo en el que frecuentemente nos reconocemos con mayor fidelidad que en los que nos ofrecen nuestros propios autores. Ese es el caso, por ejemplo, de John Hooper y los españoles, o John Ardagh (recientemente fallecido) y Francia.

El libro de Michael Reid es mejor aún. Corresponsal en la América Latina desde 1982, Reid es redactor de la sección latinoamericana del semanario inglés The Economist desde 1999, con sede en Londres. Al contrario de muchos de los latinoamericanistas clásicos de la prensa británica y mundial, Reid se interesa en la región por lo que ella es y no por lo que se imagina que debiera ser o le gustaría que fuera. Forgotten Continent, sin embargo, no es lo que, con justificado desdén, suele llamarse «un libro periodístico». No es una colección de artículos ni de refritos hilvanados para parecer un libro, aunque ésa pudiera ser su materia prima. Siguiendo el excelente consejo de Josep Pla, Reid ha escrito un libro para entender mejor su tema. Algunos reseñistas, que no sólo no han leído la obra, sino que tampoco leen The Economist, han afirmado que era de esperar que un redactor de esa revista viera con buenos ojos las reformas económicas con que la región ha tratado de integrarse en la globalización. Reid aclara en la introducción que sus opiniones no son las del semanario y que, incluso, «muchos de sus colegas» no deben de compartirlas. Podemos creerle, pues la revista ha dado un fuerte viraje a la izquierda (junto con el Financial Times, del mismo grupo) en los últimos años, tan pronunciado que la actitud de centroizquierda de Reid debe de parecer casi reaccionaria. No lo es, y todas sus objeciones a los fetiches progresistas son fruto de una obstinada probidad profesional. Acepta y comparte los nobles sentimientos y las buenas intenciones, pero los hechos son los hechos y las categorías no son intercambiables.

Al mismo tiempo, el libro no es una polémica, sino una investigación, y en eso reside su principal mérito. Reid observa que la izquierda de los países ricos, «mientras disfruta de la libertad y prosperidad de la democracia capitalista», mantiene que los autoritarios caudillos socialistas, supuestamente benevolentes, ofrecen una solución válida a la miseria y corrupción de lo que consideran capitalismo. Capítulo tras capítulo, Reid demuestra que la práctica democrática del capitalismo ha sido tan rara como episódica en la totalidad de la región. Sin embargo, Reid sostiene que la América Latina puede aspirar a «la prosperidad en libertad» de los países ricos. Más aún, que «nunca ha estado tan cerca [de ella] en ningún otro período de su historia». Después de décadas de tropezones y reveses, «la región se ha convertido en el más importante y arduo laboratorio de la viabilidad del capitalismo democrático como proyecto global».

Esta no es una «tesis», sino una observación minuciosamente documentada. Después de plantearla, Reid dedica tres densos capítulos en los que indaga en las raíces históricas del fenómeno que estudia. Sus incursiones en el terreno «académico», además de resumir con concisión y transparencia la bibliografía que normalmente sólo es leída por los especialistas, enriquecen la materia con el análisis de temas que suelen esconderse en la impenetrable jerga profesional de politólogos y economistas. Por ejemplo, el «lector común» de Virginia Woolf –razonablemente bien informado– comprenderá mejor con Reid conceptos básicos como populismo, neoliberalismo, teoría de la dependencia o modelo exportador. Reid investiga sus orígenes históricos, carga ideológica y evolución en la práctica, en oportunos ensayos en miniatura que convierten el libro en sustanciosa obra de referencia. Las nueve páginas de apretada tipografía que enumeran la bibliografía absorbida por el autor equivalen a un curso de verano.

El meollo del libro, sin embargo, son las dos secciones sobre las reformas económicas en el marco democrático de las últimas décadas. La historia latinoamericana independiente se divide en grandes períodos de crecimiento con políticas «liberales» –modelo exportador– y los períodos de estancamiento o regresión bajo el signo populista-progresista, con el modelo «desarrollo para adentro». La terminología al uso es equívoca y desorienta. Por ejemplo, las dictaduras militares son consideradas inevitablemente de derecha y conservadoras, brazo armado del «neoliberalismo». Pero casi todas ellas –y no sólo las dictaduras militares de izquierda, que también las hubo– eran favorables a un Estado todopoderoso que dominaba, cuando no acaparaba, las principales actividades económicas de manera poco distinguible del socialismo. Pocos se acuerdan de que, antes del regreso del liberalismo, reinaron durante más de medio siglo el populismo «social» y un keynesianismo socializado, entre las recetas menos tóxicas. Y todos olvidan que el plúmbeo y parasitario PRI mexicano era, como su nombre lo indica, la institucionalización de un movimiento revolucionario, teóricamente lo opuesto del reaccionarismo conservador.

Parece haber acuerdo en que el retorno «neoliberal» cuajó en el llamado Consenso de Washington, formulado en 1989, que, según la mitología radical, habría impuesto por la fuerza un modelo que ha empobrecido a la región. Sin levantar la voz, Reid se limita a establecer la intrincada cronología comprobable, acompañada de las estadísticas de uso común. Queda así claro que las reformas atribuidas al Consenso de Washington pueden precederlo no sólo en la práctica (como el «tratamiento de choque» de 1985 en Bolivia), sino también en la teoría (la CEPAL comienza a desdecirse en los ochenta). Más aún, lejos de ser dictado, el Consenso se origina básicamente en la región, dado el fracaso épico de todas las opciones «heterodoxas», y tan solo es descrito y bautizado, a posteriori, en Washington. La globalización y sus efectos tuvieron importancia. En 1966 Brasil era más rico que Corea del Sur; en los años ochenta, la situación comienza a invertirse; en 2002 el modelo exportador ortodoxo coreano había superado al rival brasileño. Tanto el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso como el socialista Lula da Silva tomaron nota.

Reid es igualmente contundente sobre la relación entre las reformas, por un lado, y la pobreza y desigualdad, por otro. La simple victoria sobre la inflación, al mismo tiempo instrumento y cadalso de los populistas, y endémica en la región, significó la abolicion del más injusto e implacable impuesto que pueda recaer sobre los pobres. En Brasil, el control de la inflación significó reducir la pobreza en un 20%. Además, cuando las reformas son realizadas de manera sistemática y continua, sus resultados son notables. Por ejemplo, la pobreza ha disminuido en la región desde los noventa en apenas un 5%, lo que es claramente insuficiente. Pero en Chile, donde las reformas económicas han echado raíces y florecido, se ha reducido la pobreza desde un 45% en la década de los ochenta a 13,7% en 2006. Incluso gobiernos menos competentes han conseguido –al liberar los recursos antes acaparados por el Estado– aumentar significativamente los gastos sociales, que la mitología miserabilista considera virtualmente abolidos: entre 1989-1991 y 2002-2003 aumentaron en un 39%, creciendo incluso en la recesión de 1998-1999. Todo esto al tiempo que había que lidiar con gigantescos problemas intratables, como la mencionada marejada migratoria, que muchos países ricos no consiguen manejar con éxito. Lima ha aumentado su población por ocho desde los años sesenta; habría que imaginarse el equivalente en Nueva York o París.

El modelo alternativo, preconizado por Hugo Chávez y Evo Morales, ha conseguido convertir a Cuba, uno de los tres países más prósperos de la región en los años cincuenta, en el segundo más pobre, después de Haití y por encima de Bolivia. En el resto de la región los ingresos per cápita han aumentado en un 11%. Las reformas del último cuarto de siglo han sido casi siempre pocas y tardías, y algunas veces desmañadas y deshonestas. Reid enumera y cataloga sus triunfos y miserias ecuánimemente. Pero el catalejo invertido de Montesquieu impone la debida perspectiva. Es verdad que una quinta parte de los latinoamericanos se debaten en la pobreza, pero también es cierto que uno de los problemas de la región al tratar de aplicar el modelo exportador es que sus salarios son demasiado altos para competir con China e India (la legendariamente pobre Bolivia goza, según la ONU, de un nivel de vida superior al de India, aunque su modestia le impida exigir un lugar en el Consejo de Seguridad).

Pero hay algo más, de capital importancia: todo eso ha sido obtenido en democracia. Brasil es la cuarta democracia más populosa del planeta, y la región ocupa el tercer lugar como grupo de regímenes democráticos. En 1977 sólo cuatro países latinoamericanos no eran dictaduras. Hoy la única excepción al consenso democrático es Cuba, pero ahora aun los epígonos de La Habana cumplen con el requisito previo de elegirse con el voto popular. Además, señala Reid, la democracia no ha sido impuesta por las armas de un invasor. Y todo eso a pesar de que «uno de los problemas a que se enfrentan las democracias latinoamericanas es la persistente negación de todo y cualquier progreso por parte de muchos universitarios, periodistas y políticos». El virtual monopolio en la esfera pública de la versión miserabilista hace que resulte aún más admirable el desarrollo democrático. Eso significa que el ciudadano común –sin suficiente tiempo, recursos o educación para informarse– sabe de ella de alguna manera y está dispuesto, por lo menos, a hacer la prueba.

Con toda su prudencia, Reid es un optimista en la cuestión. Por una parte cree que el actual período democrático impulsará el desarrollo económico, al mismo tiempo que advierte de que «la democracia sólo puede prosperar en la América Latina si va pareja a un crecimiento económico acelerado, pues el crecimiento es en parte una tarea política». Es verdad, como nos recuerda, que la democracia consiguió superar las crisis de la «media década perdida» de 1998 a 2002. Pero hay motivos para dudar. Una de las glorias de Colombia ha sido su secular tradición democrática –que, como Reid apunta, compite con ventaja con buena parte de los países europeos–, sin que eso haya resuelto el relativo atraso económico, o siquiera el problema de la violencia política. Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador fueron elegidos democráticamente, así como la pareja Kirchner en Argentina, y se han dedicado alegremente a demoler la economía de sus respectivos países; la democracia podría ser la próxima en su punto de mira.


Todos los síntomas de la actual crisis económica mundial indican que el segundo gran período de globalización podría estar llegando a su fin. Reid narra con precisión las secuelas del derrumbe posterior a 1929 en la historia y la economía latinoamericanas, una de las cuales fue el surgimiento del populismo clásico. Sería tentador decir que la versión actual repite esa historia trágica como farsa. Pero la «batalla por el alma latinoamericana» que Michael Reid sitúa en el remate arquitectónico de su excelente libro podría ser cruenta. Reid justifica su título algo dramático, El continente olvidado, afirmando que la región no es lo suficientemente pobre para inspirar piedad, ni lo suficientemente peligrosa para incitar a cálculos estratégicos. Pero no puede desecharse la posibilidad de que, entre mandones, aturdidos e indiferentes, se incite a cálculos que terminen inspirando piedad. (Revista de Libros, núm.144, diciembre 2008)



El periodista boliviano Hugo Estenssoro



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martes, 8 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Como elefante en una cacharrería





La situación actual de Venezuela, si no fuera por lo dramático de la misma, se podría representar con ese chascarrillo tan español de que parece que un elefante ha entrado en una cacharrería. Personalmente nunca he entendido muy bien la admiración acrítica de buena parte de la izquierda (española y europea) hacia la "revolución" cubana, y lo que significó en su momento, ni tampoco ahora a su secuela al sur del Caribe, la Venezuela de Chaves, y sobre todo de Maduro. Supongo que será por mi mucha ignorancia, o por su superlativa ingenuidad (la de sus admiradores), porque por mi capacidad de disfrute masoquista desde luego que no es. 

El régimen bolivariano se mantiene hoy gracias a un aparato represivo, militar, policial y de inteligencia diseñado y controlado por oficiales y funcionarios cubanos, comenta en un reciente artículo la escritora venezolana, residente en España, Ana Nuño (1957), doctora en Filología Inglesa por la Universidad de la Sorbona y fundadora de la editorial barcelona Reverso. El problema es convencerlos para que se vayan. Y a cambio de qué, dice en él.

Las imágenes no destacan por su novedad. Dos docenas de indios amazónicos —hombres, mujeres y muchos niños— acampan a cielo abierto al borde de una autopista. La voz en off informa que estamos en Boa Vista, capital del Estado brasileño de Roraima, limítrofe con Venezuela. Pobreza, mendicidad, abandono: nada nuevo bajo el sol americano. Salvo por el detalle de su origen. Esos indios que, pese a todo, sonríen a la cámara, son warao. Uno de ellos, un hombre joven, resume su odisea. Semanas de viaje, a pie la mayor parte del trayecto, para recorrer los 900 kilómetros que separan Tucupita, la capital del Estado Delta Amacuro, de Pacaraima, primera población tras la frontera meridional de Venezuela.

Los warao —entre 20.000 y 30.000 actualmente— son uno de los cuatro principales grupos indígenas de Venezuela. Por primera vez abandonan sus viviendas, espoleados por el hambre, las enfermedades, la falta de medicinas, la violencia de militares y bandas armadas. Sí, esta es la novedad. Los warao han sobrevivido a todo, a 300 años de conquista y colonización, a las sangrientas montoneras del siglo XIX, a los buscadores de caucho, los garimpeiros, la tuberculosis y el sida sin moverse de su hogar ancestral, ese Orinoco que debe su nombre a la lengua que hablan desde hace milenios. A lo que no se ven capaces de sobrevivir es al socialismo del siglo XXI.

No solo ellos huyen de su país natal. Los warao acompañan en su suerte migratoria a los más de 12.000 ciudadanos venezolanos que han entrado y permanecen en Brasil desde 2014. Solo en los últimos diez meses, más de 350.000 han emigrado a Colombia. Según Human Rights Watch, las solicitudes de permisos de residencia en Argentina por venezolanos han aumentado en más del doble desde 2014, y en más de cuatro veces el número de visas otorgadas por Chile. Desde 2017, venezolanos son los primeros en la lista de solicitantes de residencia en Uruguay, y la de Perú ha sido tramitada por más de 10.000 solo en lo que va de año. En 2016, Venezuela se convirtió en el primer país de origen de solicitantes de asilo en Estados Unidos. Y estas cifras son anteriores a la debacle de julio, causada por la imposición por el régimen venezolano, tras cuatro meses de protestas cívicas reprimidas con pavorosa violencia armada, de una Constituyente que busca eliminar todo vestigio de legalidad constitucional y que anuncia la muerte oficial de lo poco que quedaba de democracia en el país.

La crisis migratoria venezolana —ya puede llamársela por su nombre— comenzó a gestarse mucho antes de la etapa madurista del chavismo, y es apenas la ola más avanzada del tsunami que amenaza a los países de la región. La gravísima crisis humanitaria que sufren los venezolanos ha sido causada por un gobierno que ha destruido 40% del PIB per capita en solo cuatro años, y hoy Venezuela es, como documenta el equipo de trabajo dirigido desde Harvard por el economista Ricardo Hausmann, el país más endeudado del mundo. “La catástrofe económica de Venezuela —señala Hausmann— eclipsa cualquier otra de la historia de Estados Unidos, Europa Occidental, o el resto de América Latina”. Después de años de dilación en la búsqueda de soluciones, parece que la comunidad internacional y en primer lugar los países de la región, que serán los más afectados por el tsunami venezolano, dan muestras de querer intervenir. Sí, intervenir: no hay por qué asustarse. El derecho de injerencia humanitaria, en un caso como el venezolano, reclama ser ejercido. Sin rodeos, pero con inteligencia.

Las sanciones económicas, por ejemplo, no serían efectivas con un Gobierno como el venezolano, que se ha mantenido incólume a pesar del derrumbe económico y material del país. No es la primera vez que un régimen tiránico decide sacrificar a sus ciudadanos antes que entregar el poder. Fue lo que hizo Ceaucescu en los años ochenta, es lo que lleva tres décadas haciendo Mugabe en Zimbabue, es lo que hace Bachar el Asad con Siria o lo que queda de este país. Si Estados Unidos impusiera sanciones al petróleo venezolano, la población apenas sufriría más de lo que ya padece. Entre 2013 y 2017, la producción de petróleo en Venezuela, que ya se había contraído casi un cuarto en la década anterior, se redujo un 17%, y la calidad del que ahora exporta se ha degradado tanto que uno de los principales importadores estadounidenses, la refinadora Phillips 66, ha recortado sus importaciones de crudo venezolano en más de dos tercios en lo que va de este año. Las sanciones al petróleo venezolano son superfluas, el régimen ya ha destruido su producción.

Un régimen que se mantiene económicamente con la venta a más de media docena de países, incluidos China y Rusia, de actuales y futuras explotaciones petrolíferas de la Faja del Orinoco y del llamado Arco Minero, un territorio de más de 110.000 kilómetros cuadrados rico en bauxita, hierro, coltán, diamantes y oro. Por no hablar del narcotráfico, principal fuente rentista de al menos uno de los cuatro bandos que hoy anidan en las Fuerzas Armadas (FANB). Tras 18 años de gobierno indiviso, el chavismo ha logrado al fin “diversificar” la economía del país, aunque no para bien de los venezolanos.

Si la crisis venezolana no es atajada, el tsunami puede afectar gravemente también a otros países de la región. El país es un polvorín de desgobierno, con múltiples focos de violencia aun dentro de la FANB, y armado hasta los dientes. Más de 15 millones de armas ligeras se calcula que circulan entre una población de 31 millones, y sobrecoge pensar que el armamento militar de origen ruso en el que Chávez invirtió millardos de dólares, incluidos misiles superficie-aire portátiles, pueda nutrir alguna red de contrabando de las muchas alentadas por el Gobierno.

El régimen venezolano hoy se mantiene gracias a un aparato represivo, militar, policial y de inteligencia diseñado y controlado por oficiales y funcionarios cubanos. Este es el elefante del título. Todos lo saben, dentro y fuera de Venezuela, pero se suele esquivar el asunto. Tal vez porque la extraordinaria resiliencia del castrismo augura una difícil solución al desastre venezolano. Y porque Venezuela es, para Cuba, no solo un respaldo económico (aunque en menos cantidades, Venezuela sigue entregando petróleo casi gratuitamente a la isla) sino el último bastión de sus ambiciones geopolíticas. Todo un símbolo para la Revolución y único sostén franco de la dictadura más longeva de América. Cómo convencer a Cuba de que retire a sus “asesores” (el número ha disminuido, pero eran 45.000 cuando Maduro llegó al poder). Y a cambio de qué, sobre todo.

Esta será, sin duda, concluye diciendo Ana Nuño, la tarea más difícil para quienes se sienten a negociar el futuro de Venezuela. Que sea muy pronto, antes que nada quede de la Tierra de Gracia.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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martes, 11 de julio de 2017

[A vuelapluma] García Márquez visto por Vargas Llosa





Cien años de soledad, publicada hace medio siglo, fascinó a Mario Vargas Llosa, que consagró a la obra de Gabriel García Márquez un estudio pionero. En esta conversación con el ensayista colombiano Carlos Granés, Vargas Llosa recuerda aquella fascinación y repasa las luces y sombras de un escritor al que conoce como pocos. Pero también merece la pena leer la reseña que de esa conversación, y de la relación entre los dos grandes premios Nobel de Literatura hace el escritor y periodista Juan Cruz en El País. 

El pasado jueves, 6 de julio, Mario Vargas Llosa (1936) conversó con el ensayista colombiano Carlos Granés dentro de un curso dedicado a la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014). Durante una hora, hablaron de la obra del autor de Cien años de soledad y de la amistad que unió a ambos escritores desde que se conocieron en 1967 hasta su ruptura en 1976. Los fragmentos que siguen son un extracto de esa conversación que reproduce la revista Babelia en su último número.

Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad el 5 de junio de 1967. Poco después conoció personalmente en Caracas a Mario Vargas Llosa. Ambos mantenían ya una intensa relación epistolar que se transformó en amistad. Cuatro años más tarde, el Nobel peruano publicó Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, un monumental análisis de la obra del colombiano que sigue siendo una referencia para los estudiosos del Nobel de Aracataca. Esta semana la Cátedra Vargas Llosa ha dedicado uno de los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid a homenajear al creador de Macondo. La conversación entre Carlos Granés y el autor de La ciudad y los perros reproducida parcialmente en estas páginas formó parte de ese curso.

I. Descubrimiento de un autor. 

Yo trabajaba en París en la radio televisión francesa, tenía un programa de literatura en el que comentaba los libros que aparecían en Francia y que pudieran tener interés en América Latina. En 1966 llegó un libro de un autor colombiano: Pas de lettre pour le colonel. Era El coronel no tiene quien le escriba. Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará. Me impresionó mucho conocer a este escritor que se llamaba García Márquez.

II. Novela a cuatro manos. 

Alguien nos puso en contacto, no sé si yo fui el primero en escribirle o él a mí pero tuvimos una correspondencia bastante intensa con la que nos fuimos haciendo amigos antes de vernos las caras. En un momento surgió el proyecto de escribir una novela a cuatro manos sobre una guerra que hubo entre Perú y Colombia en la región del Amazonas. García Márquez tenía mucha más información que yo sobre la guerra, en sus cartas me contaba muchos detalles, posiblemente muy exagerados para hacerlos más divertidos y pintorescos, pero ese proyecto sobre el que intercambiamos correspondencia un buen tiempo se eclipsó. Habría sido muy difícil romper la intimidad de lo que cada uno escribía y exhibirlo frente al otro.

III. Amistad a primera vista. 

Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura.

IV. Devotos de Faulkner.

Creo que lo que más contribuyó a nuestra amistad fueron las lecturas: los dos éramos grandes admiradores de Faulkner. En esa correspondencia que intercambiamos hablábamos mucho de Faulkner, la manera como nos había puesto en contacto con la técnica moderna, con una manera de contar sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista... El común denominador entre nosotros fueron esas lecturas. Él había tenido una enorme influencia de Virginia Woolf. Hablaba mucho de ella. Yo, de Sartre, a quien García Márquez creo que ni siquiera había leído. No tenía mayor interés por los existencialistas franceses, muy importantes en mi formación. Por Camus creo que sí, pero él había leído más literatura anglosajona.

V. Ser latinoamericanos.

Al mismo tiempo los dos estábamos descubriendo que éramos escritores latinoamericanos más que peruanos o colombianos, que pertenecíamos a una patria común que hasta entonces habíamos conocido poco, con la que apenas nos habíamos identificado. La conciencia que existe hoy de América Latina como una unidad cultural prácticamente no existía cuando éramos jóvenes. Eso empezó a cambiar a partir de la revolución cubana, el hecho central que despierta la curiosidad del mundo por América Latina. Al mismo tiempo esa curiosidad hace que se descubra que había una literatura novedosa.

VI. Cuba y el ‘caso Padilla’.

García Márquez ya había pasado por un proceso parecido, sólo que con muchísima más discreción, de un cierto desencanto con la revolución cubana. Él fue a Cuba para trabajar en Prensa Latina, como Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo. Trabajaron ahí mientras Prensa Latina mantuvo una cierta independencia del Partido Comunista. Pero el Partido Comunista, de una manera que no trascendía a la opinión pública, se puso como blanco la captura de Prensa Latina. Cuando la captura, tanto Plinio como él son purgados. Para García Márquez supone un choque personal y político. Él guardó una enorme discreción sobre este asunto, pero cuando lo conocí, yo era un gran entusiasta de la revolución cubana y él muy poco, incluso adoptaba una posición un poco burlona, como diciendo “¡muchachito, espérate, ya verás!”. Esta era la actitud que tenía en privado, no en público. Cuando ocurre el caso Padilla en 1971 él ya no estaba en Barcelona, no sé si fue una partida temporal o definitiva, no lo recuerdo, sí recuerdo que cuando detienen a Padilla y lo llevan preso bajo acusaciones de que es agente de la CIA nosotros tuvimos una reunión en mi casa de Barcelona, con Juan y Luis Goytisolo, Castellet y con Hans Magnus Enzensberger para armar una carta de protesta por la captura de Padilla. En esa carta que firmaron muchos intelectuales, Plinio dijo que había que poner el nombre de García Márquez y nosotros le comentamos que habría que consultarlo. Yo no podía hacerlo porque no sabía dónde estaba en aquel momento, pero Plinio decidió poner la firma igualmente. Por lo que yo supe, García Márquez protestó enérgicamente a Plinio. Yo ya no tuve contacto con él. Después de que Padilla saliera de los calabozos, tras acusarlo a él y a todos los que le habíamos defendido de ser agentes de la CIA —algo disparatado— hicimos una segunda carta de protesta que él ya no quiso firmar. A partir de entonces la postura de García Márquez contra Cuba cambió totalmente: se acercó mucho, empezó a ir de nuevo —no había vuelto desde que lo purgaron— y a aparecer en fotos junto a Fidel Castro, a mantener esa relación que mantuvo hasta el final de gran cercanía con la revolución cubana.

VII. Amigo de Fidel Castro.

No sé exactamente qué es lo que ocurrió, después del caso Padilla ya no mantuve ninguna conversación con él. La tesis de Plinio es que aunque García Márquez sabía que muchas cosas andaban mal en Cuba, él tenía la idea de que América Latina debería tener un futuro socialista y que de todas maneras, aun cuando muchas cosas no funcionaran en Cuba como debía ser, Cuba era una especie de ariete que estaba rompiendo el inmovilismo histórico de América Latina, que estar con la revolución cubana era estar a favor del futuro socialista de América Latina. Yo soy menos optimista. Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida, que descubrió en ese momento fronterizo, y se dio cuenta de que era mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba. Se libraba del baño de mugre que recibimos todos los que adoptamos una postura crítica. Si estabas con Cuba podías hacer lo que quisieras, jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha sino la izquierda. La izquierda es la que tiene el gran control de la vida cultural en todas partes, y de alguna manera enemistarse con Cuba, criticarla, era echarse encima un enemigo muy poderoso y además exponerse a tener que estar en cada situación tratando de explicarse, demostrando que no eras un agente de la CIA, que ni siquiera eras un reaccionario, un pro-imperialista. Mi impresión es que de alguna manera la amistad con Cuba, con Fidel Castro lo vacunó contra todas esas molestias.

VIII. Cien años de soledad.

Me deslumbró Cien años de soledad, me habían gustado mucho sus obras anteriores, pero leer Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante, me pareció un magnífica novela, extraordinaria. Nada más leerla escribí un artículo que se llamó “Amadís en América”. En aquella época yo era un entusiasta de las novelas de caballería y me pareció que por fin América Latina había tenido su gran novela de caballería en la que prevalecía el elemento imaginario sin que desapareciera el sustrato real, histórico, social, que tenía esa mezcla insólita. Esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Entre otras características, Cien años de soledad tenía el abc de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura. No sólo empecé a escribir notas sobre la obra de García Márquez sino a enseñar a García Márquez. El primer curso que di fue de un semestre en Puerto Rico. Luego en Inglaterra y finalmente en Barcelona. De esta manera, sin habérmelo propuesto, con las notas que tomé en estos cursos fue surgiendo el material que terminó en el libro Historia de un deicidio.

IX. Gabito y el año perdido.

García Márquez leyó Historia de un deicidio, sí. Me dijo que tenía el libro lleno de anotaciones y que me lo iba a dar. Nunca me lo dio. Tengo una anécdota curiosa con ese libro. Los datos biográficos me los dio él y yo le creí, pero en un viaje en barco a Europa paré en un puerto colombiano y ahí estaba toda la familia de García Márquez, entre ellos el padre, que me preguntó: “¿Y usted por qué le cambió la edad a Gabito?” “Yo no le he cambiado la edad. Es la que él me dijo”, contesté. “No, usted le ha quitado un año, nació un año antes”. Cuando llego a Barcelona le conté lo que me había dicho su padre y se incomodó mucho, tanto que cambié de tema. No podía ser coquetería de García Márquez.

X. Poeta, no intelectual.

Era enormemente divertido, contaba anécdotas maravillosamente bien, pero no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta, no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para escribir. Funcionaba a base de intuición, instinto, pálpito. Esa disposicion tan extraordinaria que tenía para acertar tanto con los adjetivos, con los adverbios y sobre todo con la trama y la materia narrativa no pasaba por lo conceptual. En aquellos años en los que fuimos tan amigos yo tenía la sensación de que muchas veces él no era consciente de las cosas mágicas, milagrosas que hacía al componer sus historias.

XI. El otoño del patriarca.

No me gustó. Quizá sea un poco exagerado decirlo así pero me pareció una caricatura de García Márquez, como si se imitara sí mismo. El personaje no me . parece nada creíble. Los personajes de Cien años de soledad, al mismo tiempo que desenfrenados y más allá de lo posible, son siempre verosímiles, la novela tiene la capacidad de hacerlos verosímiles dentro de su exageración. En cambio, el personaje del dictador me pareció muy caricatural, un personaje que era como una caricatura de García Márquez. Además me parece que la prosa no le funcionó, que en esa novela él intentó un tipo de lenguaje muy distinto al que había utilizado en las novelas anteriores y no le salió. No era una prosa que diera verosimilitud y persuasión a la historia que contaba. De todas las novelas que él ha escrito me parece la más floja.

XII. El poder.

García Márquez tenía una fascinación enorme por los hombres poderosos, su fascinación no solo era literaria sino también vital, un hombre capaz de cambiar las cosas por el poder que tenía le parecía una figura enormemente atractiva, fascinante. Se identificaba muchísimo con esos poderosos que habían cambiado su entorno gracias a su poder, en el buen sentido y en el mal sentido por igual. Un personaje como el Chapo Guzmán creo que le habría fascinado a García Márquez, inventar un personaje como el Chapo Guzmán o como Pablo Escobar estoy seguro de que para él sería tan absolutamente fascinante como Fidel Castro o como Torrijos.

XIII. El futuro.

¿Será recordado García Márquez solamente por Cien años de soledad o sobrevivirán también sus otros cuentos y novelas? Eso no podemos saberlo desgraciadamente, no sabemos qué va a ocurrir dentro de 50 años con las novelas de los escritores latinoamericanos, es imposible saberlo, hay muchos factores que intervienen en las modas literarias. Creo que lo que sí se puede decir de Cien años de soledad es que va a quedar, puede ser que haya largos periodos en los que se olviden de ella pero en algún momento esa obra resucitará y volverá a tener la vida que los lectores dan a un libro literario. En esa obra hay suficiente riqueza como para tener esa seguridad. Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero sólo provisionalmente porque en un momento dado algo hace que esas obras vuelvan a hablarle a un público y vuelvan enriquecerlo con aquello que enriqueció en el pasado a sus lectores.

XIV. Ruptura.

¿Volviste a ver a García Márquez? No, nunca... Estamos entrando en terrenos peligrosos, creo que es el momento de poner fin a esta conversación [risas] ¿Cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez? Con pena desde luego. Es una época que se termina, como con la muerte de Cortázar o Carlos Fuentes. Eran magníficos escritores pero fueron además grandes amigos, y lo fueron en un momento en el que América Latina llamó la atención del mundo entero. Como escritores vivimos un periodo en el que la literatura latinoamericana era una credencial positiva. Descubrir que de pronto soy el último sobreviviente de esa generación y el último que pueda hablar en primera persona de esa experiencia es algo triste.

Hasta ahí, la conversación entre Vargas Llosa y Carlos Granés, pero no se pierdan la reseña al respecto de Juan Cruz. Merece la pena.

Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo, comienza diciendo Cruz. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.

La constelación lluviosa era magnífica, en todo caso. En la Universidad Rey Juan Carlos se contaban cosas bellas de la escritura de Gabo. Jorge F. Hernández, mexicano ahora de Lavapiés, recordó, para regocijo de Abello, que Gabo lo llamaba de madrugada para verificar con él (y lo había hecho con otros, médicos o legos) cuánto tarda en morir un hombre mordido por un perro rabioso; Abello, Antonio Rubio, los periodistas presentes, los que habían hablado, se habían referido a la capacidad que tienen todas las obras de Gabo para transmitir el enorme poder de su prosa periodística, que se cuela como una obligación de verificación en sus textos más novelescos e incluso más noveleros.

En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.

Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.

Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.

Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.

Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.

Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.

De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio.




Dibujo para Babelia por Fernando Vicente



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3627
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)