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miércoles, 13 de mayo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] El populismo como voluntad y representación





"En los últimos años, escribe el historiador cubano residente en México Rafael Rojas  [El populismo como voluntad y representación. Letras Libres, 1/2/2020],  la proliferación planetaria de regímenes populistas, de derecha o izquierda, ha ayudado a comprender que el populismo no es, en la mayoría de los casos, una negación sino un uso de la democracia. Estudios como los de Federico Finchelstein, Jan-Werner Müller, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han cuestionado el peligroso error de percepción que supone la antinomia entre populismo y democracia. Aun así, poderosas corrientes de opinión, impermeables a las ciencias sociales y el pensamiento crítico más actualizado, persisten en identificar el populismo con el fascismo o el comunismo.

La peligrosidad de esos equívocos reside, fundamentalmente, en el desarrollo de estrategias de contención que apelan a una deslegitimación del populismo, en tanto “enemigo de la democracia”, similar a la del viejo liberalismo antitotalitario. En otro libro que sumar a la nueva biblioteca del populismo, la teórica de la Universidad de Columbia Nadia Urbinati agrega que enfrentar el populismo como un totalitarismo supone el riesgo de contraponer a “democracias iliberales”, como las llama Levitsky, liberalismos autoritarios. En la derecha latinoamericana contemporánea esa es una pifia recurrente; en la izquierda, un artilugio retórico.

En Me the people, Urbinati argumenta que, con frecuencia, el populismo es utilizado en el debate académico y político como un término “polémico” antes que como una categoría “analítica”. La autora propone elegir la segunda vía, lo que supone aceptar que los populismos son “proyectos de gobierno” que pueden transformar los tres pilares de la democracia representativa moderna: la soberanía popular, el principio de la mayoría y la representación política. Si la alteración afecta a los tres pilares a la vez, en un alto grado de profundidad, puede producirse ya no una “reconfiguración” sino una “desfiguración” de la democracia representativa.

Urbinati observa que el ascenso de los populismos en el siglo XXI ha cuestionado algunos estereotipos propios del triunfalismo liberal que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. A diferencia de aquellos años, hoy es evidente que el populismo puede emerger lo mismo en Washington, Londres o París que en Budapest, Caracas o Brasilia. En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia. Y, sin embargo, cada populismo es diferente, ya que su identidad proviene de la alteración específica que produzca en el sistema representativo previo.

A nivel discursivo, todos los populismos gravitan en torno a la exaltación de un pueblo originario y homogéneo. Ese desplazamiento del ciudadano por el pueblo actúa sobre el sistema representativo de distintas maneras. Una, muy recurrente, es el uso indiscriminado de ejercicios plebiscitarios que, a la vez que contribuyen a la polarización, desplazan el proceso legislativo consuetudinario y simplifican las alternativas políticas. Urbinati no niega la pertinencia de los ejercicios de democracia directa, pero llama la atención sobre los inconvenientes de su abuso.

En algunos populismos constitucionales la reconfiguración del sistema representativo va unida a la creación de asambleas nacionales o entidades unicamerales que, de por sí, facilitan la subordinación al poder ejecutivo. En esta y otras dimensiones, como la reactivación de los resortes patrióticos del discurso político, el populismo abreva en la tradición republicana clásica pero, por lo general, la conecta con un caudillismo –bonapartismo o cesarismo se les llamaba en el siglo XIX–, que en América Latina, con Rosas en Argentina o Santa Anna en México, fue en buena medida su negación.

Urbinati insiste en que el cesarismo no tiene como único objetivo desplazar al ciudadano por la masa, en tanto sujeto jurídico, sino sustituir la democracia de los partidos políticos y las asociaciones civiles por una “democracia del pueblo”. Dado que, en la mayoría de los casos, un régimen populista coexiste con parlamentos de origen electoral partidista, el líder apela constantemente a la voluntad general por medio de la opinión pública. En vez de contrarrestar la parte con el todo, esa práctica genera una mayor parcialización de la democracia, ya que quienes acaparan la representación son, por lo general, oligarquías leales al líder.

El voluntarismo populista, agrega Urbinati, superpone a las mayorías electas la mayoría del “pueblo verdadero”. Un pueblo que es, desde luego, una ficción, pero una ficción políticamente muy funcional, que permite colocar la autoridad del líder más allá de su propio partido o movimiento. No es raro que, eventualmente, el caudillo populista entre en contradicción con su partido o denuncie la burocratización u oligarquización de su movimiento. Esa recomposición de la élite del poder forma parte de lo que Urbinati define como el tránsito de un impulso “antiestablishment” a una deriva “antipolítica”.

Sin embargo, esta filósofa política no ignora que en el siglo XXI las formas democráticas se han vuelto indispensables para la estabilidad de los regímenes populistas. El papel de la comunidad internacional es decisivo para economías cada vez más conectadas a los circuitos financieros de la globalización. De ahí que, a diferencia de la primera mitad del siglo XX, cuando los populismos tendían a economías autárquicas, los proyectos populistas del siglo XXI sean más cuidadosos con la superficie institucional de las democracias.

La práctica constante de ejercicios electorales y plebiscitarios o la proyección de una imagen de estabilidad son recursos que explotan líderes populistas como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orbán y Nicolás Maduro. Esa construcción de narrativas sobre la legitimidad y el orden internos busca trasmitir confianza a los mercados para atraer inversiones y créditos y, a la vez, propiciar alianzas internacionales que los ayuden a sostenerse en el poder. El maquillaje de la imagen exterior, tan común en potencias globales como Estados Unidos o China, es otra modalidad de la desfiguración de la lógica representativa, ya que la nueva mayoría reafirma su lealtad al líder desde motivaciones geopolíticas".



El historiador Rafael Rojas



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jueves, 2 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Intelectuales y poder en latinoamérica. (Publicada el 4 de octubre de 2009)






Hace un mes casi justo, el pasado 31 de agosto, escribí en el Blog un comentario titulado "La estampida", sobre la dejación que los "intelectuales" estaban haciendo de la que con toda seguridad es su función principal: ser la conciencia crítica del poder. Y ello, por acomodarse a lo políticamente correcto, a la creencia de que todas las verdades morales son relativas, a vergonzosos intereses personales, la cultura de masas y una carrera y profesión respetables.

Ayer sábado leía otro artículo ¿Intelectuales domados? [El País, 1/10/2009], en esta ocasión de José Andrés Rojo, titulado "¿Intelectuales domados?", sobre el papel de los intelectuales latinoamericanos en esa labor de conciencia crítica de la sociedad, en el que hace un repaso pormenorizado de las posiciones adoptadas al respecto, entre otros muchos, por Vargas Llosa, Santiago Roncagliolo, García Márquez, Edmundo Paz, Carlos Fuentes, Sergio González, Lolita Bosch, Eloy Fernández, Julián Rodríguez o Vicente Luis Mora, que resumen en buena manera el pensamiento latinoamericano. Lo pueden leer en el enlace de más arriba.

A José Andrés Rojo (La Paz, Bolivia, 1958), sociólogo, escritor, y actual jefe de la sección de Cultura del diario El País, al que sigo cada día en su interesante Blog "El rincón del distraído", le conocí en el invierno de 2005/2006 en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en cuya Facultad de Geografía e Historia dio una conferencia sobre el papel jugado en la guerra civil por su abuelo, el general Vicente Rojo, el más prestigio de los militares del ejército republicano, del que la editorial Tusquets publicaría ese mismo año una biografía escrita por él.

El pensamiento latinoamericano es un gran desconocido entre nosotros a pesar de la enorme vinculación afectiva y sentimental entre las dos orillas de Atlántico. Una vinculación doblemente sentida en Canarias. No somos pocos los que pensamos que las islas Canarias son más americanas que europeas. Sí, ya se, que Canarias está en África, pero aunque nos sepamos europeos, nuestro corazón no deje de ser americano... HArendt



El historiador José Andrés  Rojo



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domingo, 1 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Preguntas






"Para los chilenos demócratas, -afirma en el Especial dominical de hoy el escritor chileno Jorge Edwards ("Preguntas de Felipe González. ABC, 26/2/2020)-, que sabemos convivir y estamos orgullosos de nuestro estado de Derecho de hoy y de ayer, las preguntas de Felipe González publicadas en la prensa sobre las razones de los fenómenos de violencia de estos días en Chile son apasionantes y nos exigen una respuesta coherente a todos. Yo vivía en España en los años de la transición y sentía que se había formado un consenso muy general sobre la posibilidad concreta, necesaria, de que España se integrara en profundidad a los mundos democráticos, modernos, que se habían creado en sectores importantes del occidente europeo y hasta latinoamericano. Es decir, creíamos que España debía dejar de ser diferente del resto de Europa. Llegado el momento comprobamos que Felipe, al igual que Adolfo Suárez, pensaba en una España moderna, incorporada a Europa, con crecimiento económico, equidad social, y fuerte presencia de la cultura hispánica. En otras palabras, era la España de Ortega, de Pío Baroja, de don Antonio Machado, y de Fernando Savater. Muchos chilenos de la década de los sesenta y los setenta apostamos a eso, y me parece que somos los mismos que detestamos la irracionalidad rabiosa que se ha manifestado en el Chile de estos días. De lo que nos habla el expresidente Felipe González es de formar espacios de convivencia democrática y civilizada. Creo que muchos de nosotros no prestamos la atención que había que prestar a los sectores de marginalidad anarquistoide de las sociedades modernas europeas y americanas. Fue un error de partida, pero son errores que debemos examinar por todos lados y de los que tenemos que sacar las conclusiones correctas. Alcancé a sentir en el mismo estudio privado en el que pergeño estas líneas el olor a quemado de incendios cercanos y la acritud del gas lacrimógeno. Será el dolor mayor de estos días de mi última vuelta del camino (para no olvidar a don Pío).

Los pasos preliminares para alcanzar una nueva Constitución chilena no me deprimen de ningún modo y me dan ilusión y esperanza, ambas al mismo tiempo. La cojera de base de la Constitución anterior, la de 1980, consistió en haberse gestado durante el pinochetismo. El hecho de que fuera muchas veces reformada en el período presidencial prosocialista de Ricardo Lagos no bastó para liberarla de ese vicio de origen. Los disturbios de estos días no son ajenos a ese vicio original (para no llamarlo «pecado original»). La redención institucional en política no es fácil y eso lo sabemos hace bastante rato. Estuve en Madrid durante las ceremonias por la muerte de Adolfo Suárez y ahora siento que eran ceremonias de redentorismo, fenómeno que en Chile no hemos conocido. El gas lacrimógeno y los incendios recientes son consecuencia de pecados políticos originales no correctamente redimidos. Y las transiciones, por muy eficientes que sean, tienen el deber de llegar a un nivel moral de redenciones. Es debido a eso que los crecimientos sin la necesaria equidad y sin elementos de fondo de igualdad social pueden desembocar en insólitos reventones callejeros. Escuchaba las incesantes sirenas policiales y bomberiles y leía la vieja traducción publicada por Taurus de un formidable ensayo de Isaiah Berlin sobre el romanticismo. De dónde diablos sale esta furibunda exaltación del espíritu destructivo me preguntaba a lo largo de esta lectura y encontraba explicaciones parciales, pero fuertes, en Novalis, en Byron, en Mary Shelley y en gente de esas vecindades mentales. Nuestro Diego Portales, tan reivindicado por el general de ejército Augusto Pinochet, actuó con una furia que se podría bautizar como byroniana. Lord Thomas Cochrane, héroe naval de las independencias de Chile y del Perú, fue capaz de pasar a cuchillo a toda la tripulación de un barco del enemigo imperial español en la entrada de la bahía virreinal de El Callao. Los políticos moderados e ilustrados de ahora son herederos de gente de otra naturaleza: gente como Michel de Montaigne y como Diderot. Los miristas de ahora, por su parte, son herederos directos de las mujeres jacobinas, desmelenadas y desdentadas, que tejían calceta a los pies de la guillotina. Chile, por suerte para todos nosotros, tuvo a su Andrés Bello, venezolano y caraqueño, y la política de años recientes tuvo a gente de mentes equilibradas como Adolfo Suárez, Ricardo Lagos y Felipe Conzález. Ver el romanticismo con la mirada de sir Isaiah Berlin es un antídoto de la mayor eficacia. Hay que saber elegir entre el punto de partida de un Michel de Montaigne, o el de un muy ilustre tocayo suyo, Miguel de Cervantes, y, en cualquier caso, por si las moscas, poner las barbas en remojo.

En el Chile de hoy nadie sabe si los desórdenes van a recomenzar esta misma noche o mañana. Yo apuesto por la calma recuperada, después de haber leído las preguntas en la prensa del expresidente Felipe González, y después de haber cerrado el contundente ensayo de Sir Isaiah Berlin sobre «las raíces del romanticismo». La exaltación romántica tenía un parentesco de espíritu con la locura que atribuyeron los clásicos griegos a la inspiración de los poetas mayores, a quienes, como dijeron los pensadores más eminentes, había que escuchar, celebrar, coronar de laureles, y colocar fuera de los muros de la República. Los republicanos chilenos, argentinos, uruguayos, peruanos, callamos y confiamos en pasar la noche próxima en dormitorios y salas de estudio y de lectura sin olor a quemado y sin restos de vapores de gas lacrimógeno. El silencio es favorable, no hay sirenas bomberiles, y vemos que la brisa, ya casi otoñal, mueve con suavidad las ramas de los abedules y de las araucarias. Las sirenas de los carros de la policía y de los bomberos cesaron y los fosos de la Quinta Vergara de Viña del Mar han empezado a llenarse con los músicos del Festival anual de la Canción que se abrirá en las próximas tres o cuatro horas".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El escritor Jorge Edwards



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jueves, 5 de septiembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Latinoamérica, malinterpretada (Publicada el 4/12/2008)



Mapa de América Latina


Cuando la segunda época de este blog salió al mundo, en agosto de 2006, la filosofía que lo inspiraba no era otra que la que figura aún hoy en su cabecera: un intento de observar lo que ocurre en el mundo a partir de las miradas y las palabras de los otros. De ahí que durante un tiempo me limitara a poner en el mismo aquellos artículos, noticias y referencias de libros o prensa que me parecían de mayor interés sin sentir la necesidad de comentarlas, y por tanto, de dejar traslucir mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Con el paso de las semanas me fui envalentonando y me atreví a formular mis propias opiniones y comentarios sobre lo dicho por otros con mucha mayor autoridad, recurriendo para ello a la fórmula literaria de la digresión. Ello me permitía opinar sin necesidad de justificarme dado que mi comentario aprovechaba el hilo del discurso ajeno para, rompiendo con él, hablar de cosas que no tenían expresa conexión o íntimo enlace con aquello de que se estaba tratando. Y ahí sigo, digresionando... Pero la verdad es que no me gusta sacar a colación asuntos sobre los que no tengo un, relativo, conocimiento previo. Y en ese sentido, si África, el continente en el que vivo, es para mi un absoluto desconocido, tengo que reconocer que con Latinoamérica me pasa tres cuartos de lo mismo salvo por el añadido, peligroso, de los prejuicios.

Dicen que un buen arranque de un libro (un artículo, una noticia, una carta...) es la mitad de su éxito. Y supongo que es verdad. Al menos conmigo, funciona. Me ha pasado esta mañana, que nada más recoger del buzón el ejemplar mensual de Revista de Libros, me pongo a ojear el primer artículo del número, titulado "¡Viva la evolución!", y leo este impresionante párrafo inicial:

"La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela."

Perdóneseme lo extenso de la cita, pero reconozcan conmigo que es como para seguir leyéndolo hasta el final. Les aseguro que merece la pena, y por ello, aparte del párrafo más arriba, reproduzco el artículo íntegramente al final de este comentario.

El artículo está escrito por Hugo Estenssoro, periodista y crítico literario boliviano, colaborador habitual de la prestigiosa "The New York Review of Books", y es un comentario crítico del libro del periodista británico Michael Reid, editor para América Latina de la revista "The Economist", titulado "The Forgotten Continent: The Battle for Latin Americ's Soul", (Yale University Press, New Haven, 2007) que espero no tarde mucho en aparecer en español.

Después de leerlo me he puesto a buscar referencias en Internet sobre el libro y su autor y he encontrado dos de ellas que me han parecido interesantísimas y dignas de lectura. En primer lugar la de Norman Gall , director del Instituto "Fernand Braudel" de Economía Mundial de Sao Paulo, publicada en El País el 19 de enero de este año con el título de "El olvidado progreso de América Latina", y por otro lado, la de Jean-Francois Fogel, periodista francés editor de la edición electrónica de "Le Monde", titulada "Michael Reid y América Latina", y publicada en el blog "El Boomeran(g)" el 21 de enero de 2008 comentando, a su vez, el artículo citado de Norman Gall. Les recomiendo encarecidamente la lectura de los textos citados y de forma especial el de Hugo Estenssoro, en Revista de Libros. Al menos a mi, creo que me va llevar a mirar el acontecer de Latinoamérica con otros ojos. HArendt



http://www.euroamerica.org/sec-conferencias/fotos/f_chile00_24_g.jpg
El periodista británico Michael Reid


"¡Viva la evolución!", por Hugo Estenssoro

La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela.

La versión oficial es diferente. Los anaqueles de todo el mundo crujen bajo el peso industrializado de la bibliografía miserabilista, según la cual la América Latina es el peor de los mundos posibles y la culpa es de España, Inglaterra y Estados Unidos con sus consecutivas modalidades de imperialismo. De alguna manera, los pueblos de la región son víctimas pasivas, ignorantes, de su propio destino (excepto en el caso de los que escriben), a los que la historia simplemente les ocurre. Esta versión constituye todo un género. Es cierto que, en el caso de la historia latinoamericana, podemos agradecer que a esta versión noire no corresponda otra color de rosa. Pero es alarmante que la abrumadora mayoría de los libros disponibles sobre la región sean más ejercicios retóricos antiamericanos o antiliberales que historias o interpretaciones de la zona. Las alternativas son pocas, difíciles de localizar y en ediciones casi siempre agotadas. Amigos y conocidos me preguntan con frecuencia qué pueden leer para formarse una idea aproximada pero cabal de la América Latina. Suelo responder, con algo de malicia marxista (línea Groucho) que, si prefieren no creer a sus ojos, traten de leer la decena de volúmenes de la historia latinoamericana de la Universidad de Cambridge.

El defecto es que la benemérita historia de Cambridge, además de enciclopédica y cara, no llega a cubrir el último cuarto de siglo, que es sin duda el período más importante desde la época de la independencia. Tres factores han cambiado todo desde entonces. El primero es irreversible: la patria del buen salvaje tiene ahora una población mayoritariamente urbana. Los otros dos podrían ser transitorios: todos los países de la región tienen regímenes democráticos (con la excepción de Cuba), y todos tienen que adaptarse a la globalización (que puede desaparecer, como la del período 1870-1930). En otras palabras, la América Latina, por primera vez en su historia, comienza a participar de manera plena y concreta de la modernidad. Como el resto del mundo –excepto los Estados Unidos, que son la modernidad–, lo hace a rastras y pataleando, deseándola ardientemente al mismo tiempo que se rehúsa a pagar el precio. De hecho, la versión miserabilista de la historia latinoamericana forma parte de un género más antiguo y cosmopolita: el rechazo de la modernidad como la invención diabólica de un pequeño círculo de malvados, con el objeto de dominar, explotar y oprimir al resto de la humanidad.

Es posible ver la historia latinoamericana de otra manera. Las «jóvenes repúblicas» no son doncellas ingenuas y un poco bobitas, víctimas de extranjeros codiciosos y brutales. La región está compuesta de algunas de las repúblicas más antiguas de la Edad Moderna, con un denso trasfondo cultural de siglos. Los doscientos años de independencia que comienzan ahora a conmemorarse han sido genuinamente –trágicamente– independientes, al margen de algunos episodios de opereta más anecdóticos que decisivos para la región. (¿Son Vichy y la República de Saló más o menos «representativos» de la moderna historia europea que la ocupación de Haití o Nicaragua por infantes de marina estadounidenses? ¿Es la historia de Polonia y sus poderosos vecinos más o menos trágica que la de México y Estados Unidos?). El colombiano Germán Arciniegas tuvo la agudeza de señalar que el concepto mismo de independencia, en la acepción moderna, cristaliza en la América Latina. Es decir, los latinoamericanos han sido irrefutablemente dueños de su destino y, comparativamente, lo han hecho tan mal como cualquier otro. Eso que podríamos llamar una historia adulta de la América Latina existe y, hoy en día vastamente minoritaria, ocupa los anaqueles menos visibles y frecuentados de todas la bibliotecas (aunque no de las librerías). Pero, como es el caso de tantas otras disciplinas en los tiempos que corren, encontrar y estudiar esos textos es complicado, caro y laborioso, por lo que queda restringido a los especialistas. Una síntesis completa y breve de la historia latinoamericana moderna (desde la independencia), y de su estado actual, es algo que muchos hemos esperado durante largo tiempo. Forgotten Continent, de Michael Reid –que es, además, rigurosa y amena, honesta y lúcida–, satisface esa necesidad.

Los periodistas anglosajones, especialmente los ingleses, son una grey industriosa que cree, como Mallarmé, que todo termina en un libro. Los corresponsales estadounidenses tienen la ventaja de contar con un mercado enorme e insaciable, aunque los limita el mito adolescente del reportero duro pero sensible, y de prosa acartonadamente espartana. También les perjudica que, en términos profesionales, no les conviene quedarse mucho tiempo en un país o región. Sus libros tienden a ser instantáneas de un corto período, o laboriosos reportajes sobre un tema en particular, con dosis casi siempre excesivas de «color local». Los británicos, tal vez gracias a su reciente pasado colonial, suelen instalarse a largo plazo, aprenden mejor los idiomas, tienen lecturas más detenidas y amplias, y frecuentemente «go native», es decir, toman carta de naturalización cultural y sentimental. Se benefician, además, del estilo más fluido y natural que adquieren desde el colegio escribiendo essays –redacciones– todo el año (aunque entiendo que el sistema está desapareciendo). No sorprende que sus libros nos presenten un nítido espejo en el que frecuentemente nos reconocemos con mayor fidelidad que en los que nos ofrecen nuestros propios autores. Ese es el caso, por ejemplo, de John Hooper y los españoles, o John Ardagh (recientemente fallecido) y Francia.

El libro de Michael Reid es mejor aún. Corresponsal en la América Latina desde 1982, Reid es redactor de la sección latinoamericana del semanario inglés The Economist desde 1999, con sede en Londres. Al contrario de muchos de los latinoamericanistas clásicos de la prensa británica y mundial, Reid se interesa en la región por lo que ella es y no por lo que se imagina que debiera ser o le gustaría que fuera. Forgotten Continent, sin embargo, no es lo que, con justificado desdén, suele llamarse «un libro periodístico». No es una colección de artículos ni de refritos hilvanados para parecer un libro, aunque ésa pudiera ser su materia prima. Siguiendo el excelente consejo de Josep Pla, Reid ha escrito un libro para entender mejor su tema. Algunos reseñistas, que no sólo no han leído la obra, sino que tampoco leen The Economist, han afirmado que era de esperar que un redactor de esa revista viera con buenos ojos las reformas económicas con que la región ha tratado de integrarse en la globalización. Reid aclara en la introducción que sus opiniones no son las del semanario y que, incluso, «muchos de sus colegas» no deben de compartirlas. Podemos creerle, pues la revista ha dado un fuerte viraje a la izquierda (junto con el Financial Times, del mismo grupo) en los últimos años, tan pronunciado que la actitud de centroizquierda de Reid debe de parecer casi reaccionaria. No lo es, y todas sus objeciones a los fetiches progresistas son fruto de una obstinada probidad profesional. Acepta y comparte los nobles sentimientos y las buenas intenciones, pero los hechos son los hechos y las categorías no son intercambiables.

Al mismo tiempo, el libro no es una polémica, sino una investigación, y en eso reside su principal mérito. Reid observa que la izquierda de los países ricos, «mientras disfruta de la libertad y prosperidad de la democracia capitalista», mantiene que los autoritarios caudillos socialistas, supuestamente benevolentes, ofrecen una solución válida a la miseria y corrupción de lo que consideran capitalismo. Capítulo tras capítulo, Reid demuestra que la práctica democrática del capitalismo ha sido tan rara como episódica en la totalidad de la región. Sin embargo, Reid sostiene que la América Latina puede aspirar a «la prosperidad en libertad» de los países ricos. Más aún, que «nunca ha estado tan cerca [de ella] en ningún otro período de su historia». Después de décadas de tropezones y reveses, «la región se ha convertido en el más importante y arduo laboratorio de la viabilidad del capitalismo democrático como proyecto global».

Esta no es una «tesis», sino una observación minuciosamente documentada. Después de plantearla, Reid dedica tres densos capítulos en los que indaga en las raíces históricas del fenómeno que estudia. Sus incursiones en el terreno «académico», además de resumir con concisión y transparencia la bibliografía que normalmente sólo es leída por los especialistas, enriquecen la materia con el análisis de temas que suelen esconderse en la impenetrable jerga profesional de politólogos y economistas. Por ejemplo, el «lector común» de Virginia Woolf –razonablemente bien informado– comprenderá mejor con Reid conceptos básicos como populismo, neoliberalismo, teoría de la dependencia o modelo exportador. Reid investiga sus orígenes históricos, carga ideológica y evolución en la práctica, en oportunos ensayos en miniatura que convierten el libro en sustanciosa obra de referencia. Las nueve páginas de apretada tipografía que enumeran la bibliografía absorbida por el autor equivalen a un curso de verano.

El meollo del libro, sin embargo, son las dos secciones sobre las reformas económicas en el marco democrático de las últimas décadas. La historia latinoamericana independiente se divide en grandes períodos de crecimiento con políticas «liberales» –modelo exportador– y los períodos de estancamiento o regresión bajo el signo populista-progresista, con el modelo «desarrollo para adentro». La terminología al uso es equívoca y desorienta. Por ejemplo, las dictaduras militares son consideradas inevitablemente de derecha y conservadoras, brazo armado del «neoliberalismo». Pero casi todas ellas –y no sólo las dictaduras militares de izquierda, que también las hubo– eran favorables a un Estado todopoderoso que dominaba, cuando no acaparaba, las principales actividades económicas de manera poco distinguible del socialismo. Pocos se acuerdan de que, antes del regreso del liberalismo, reinaron durante más de medio siglo el populismo «social» y un keynesianismo socializado, entre las recetas menos tóxicas. Y todos olvidan que el plúmbeo y parasitario PRI mexicano era, como su nombre lo indica, la institucionalización de un movimiento revolucionario, teóricamente lo opuesto del reaccionarismo conservador.

Parece haber acuerdo en que el retorno «neoliberal» cuajó en el llamado Consenso de Washington, formulado en 1989, que, según la mitología radical, habría impuesto por la fuerza un modelo que ha empobrecido a la región. Sin levantar la voz, Reid se limita a establecer la intrincada cronología comprobable, acompañada de las estadísticas de uso común. Queda así claro que las reformas atribuidas al Consenso de Washington pueden precederlo no sólo en la práctica (como el «tratamiento de choque» de 1985 en Bolivia), sino también en la teoría (la CEPAL comienza a desdecirse en los ochenta). Más aún, lejos de ser dictado, el Consenso se origina básicamente en la región, dado el fracaso épico de todas las opciones «heterodoxas», y tan solo es descrito y bautizado, a posteriori, en Washington. La globalización y sus efectos tuvieron importancia. En 1966 Brasil era más rico que Corea del Sur; en los años ochenta, la situación comienza a invertirse; en 2002 el modelo exportador ortodoxo coreano había superado al rival brasileño. Tanto el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso como el socialista Lula da Silva tomaron nota.

Reid es igualmente contundente sobre la relación entre las reformas, por un lado, y la pobreza y desigualdad, por otro. La simple victoria sobre la inflación, al mismo tiempo instrumento y cadalso de los populistas, y endémica en la región, significó la abolicion del más injusto e implacable impuesto que pueda recaer sobre los pobres. En Brasil, el control de la inflación significó reducir la pobreza en un 20%. Además, cuando las reformas son realizadas de manera sistemática y continua, sus resultados son notables. Por ejemplo, la pobreza ha disminuido en la región desde los noventa en apenas un 5%, lo que es claramente insuficiente. Pero en Chile, donde las reformas económicas han echado raíces y florecido, se ha reducido la pobreza desde un 45% en la década de los ochenta a 13,7% en 2006. Incluso gobiernos menos competentes han conseguido –al liberar los recursos antes acaparados por el Estado– aumentar significativamente los gastos sociales, que la mitología miserabilista considera virtualmente abolidos: entre 1989-1991 y 2002-2003 aumentaron en un 39%, creciendo incluso en la recesión de 1998-1999. Todo esto al tiempo que había que lidiar con gigantescos problemas intratables, como la mencionada marejada migratoria, que muchos países ricos no consiguen manejar con éxito. Lima ha aumentado su población por ocho desde los años sesenta; habría que imaginarse el equivalente en Nueva York o París.

El modelo alternativo, preconizado por Hugo Chávez y Evo Morales, ha conseguido convertir a Cuba, uno de los tres países más prósperos de la región en los años cincuenta, en el segundo más pobre, después de Haití y por encima de Bolivia. En el resto de la región los ingresos per cápita han aumentado en un 11%. Las reformas del último cuarto de siglo han sido casi siempre pocas y tardías, y algunas veces desmañadas y deshonestas. Reid enumera y cataloga sus triunfos y miserias ecuánimemente. Pero el catalejo invertido de Montesquieu impone la debida perspectiva. Es verdad que una quinta parte de los latinoamericanos se debaten en la pobreza, pero también es cierto que uno de los problemas de la región al tratar de aplicar el modelo exportador es que sus salarios son demasiado altos para competir con China e India (la legendariamente pobre Bolivia goza, según la ONU, de un nivel de vida superior al de India, aunque su modestia le impida exigir un lugar en el Consejo de Seguridad).

Pero hay algo más, de capital importancia: todo eso ha sido obtenido en democracia. Brasil es la cuarta democracia más populosa del planeta, y la región ocupa el tercer lugar como grupo de regímenes democráticos. En 1977 sólo cuatro países latinoamericanos no eran dictaduras. Hoy la única excepción al consenso democrático es Cuba, pero ahora aun los epígonos de La Habana cumplen con el requisito previo de elegirse con el voto popular. Además, señala Reid, la democracia no ha sido impuesta por las armas de un invasor. Y todo eso a pesar de que «uno de los problemas a que se enfrentan las democracias latinoamericanas es la persistente negación de todo y cualquier progreso por parte de muchos universitarios, periodistas y políticos». El virtual monopolio en la esfera pública de la versión miserabilista hace que resulte aún más admirable el desarrollo democrático. Eso significa que el ciudadano común –sin suficiente tiempo, recursos o educación para informarse– sabe de ella de alguna manera y está dispuesto, por lo menos, a hacer la prueba.

Con toda su prudencia, Reid es un optimista en la cuestión. Por una parte cree que el actual período democrático impulsará el desarrollo económico, al mismo tiempo que advierte de que «la democracia sólo puede prosperar en la América Latina si va pareja a un crecimiento económico acelerado, pues el crecimiento es en parte una tarea política». Es verdad, como nos recuerda, que la democracia consiguió superar las crisis de la «media década perdida» de 1998 a 2002. Pero hay motivos para dudar. Una de las glorias de Colombia ha sido su secular tradición democrática –que, como Reid apunta, compite con ventaja con buena parte de los países europeos–, sin que eso haya resuelto el relativo atraso económico, o siquiera el problema de la violencia política. Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador fueron elegidos democráticamente, así como la pareja Kirchner en Argentina, y se han dedicado alegremente a demoler la economía de sus respectivos países; la democracia podría ser la próxima en su punto de mira.


Todos los síntomas de la actual crisis económica mundial indican que el segundo gran período de globalización podría estar llegando a su fin. Reid narra con precisión las secuelas del derrumbe posterior a 1929 en la historia y la economía latinoamericanas, una de las cuales fue el surgimiento del populismo clásico. Sería tentador decir que la versión actual repite esa historia trágica como farsa. Pero la «batalla por el alma latinoamericana» que Michael Reid sitúa en el remate arquitectónico de su excelente libro podría ser cruenta. Reid justifica su título algo dramático, El continente olvidado, afirmando que la región no es lo suficientemente pobre para inspirar piedad, ni lo suficientemente peligrosa para incitar a cálculos estratégicos. Pero no puede desecharse la posibilidad de que, entre mandones, aturdidos e indiferentes, se incite a cálculos que terminen inspirando piedad. (Revista de Libros, núm.144, diciembre 2008)



El periodista boliviano Hugo Estenssoro



La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 12 de diciembre de 2014

Latinoamérica, iberoamérica, hispanoamérica... Tan cerca, tan lejos






¿Cómo denominar a ese inmenso conglomerado de Estados y pueblos que se extiende por el continente americano? ¿Latinoamérica, iberoamérica, hispanoamérica? El Diccionario de la RAE lo tiene bastante claro: latinoamérica engloba a todos los países del continente en los que se hablan lenguas derivadas del latín (español, portugués y francés); para referirse a los países de habla española considera más correcta la denominación de hispanoamérica; y si se nos referimos únicamente a los de habla española y portuguesa, el término más adecuado sería el de iberoamérica.

Sobre la cumbre iberoamericana recientemente celebrada en la ciudad de Veracruz, México, editorializa el diario El País de ayer calificándola de irrelevante, y sus acuerdos, de mínimos, aunque destaca los intentos de afrontar conjuntamente los déficit en educación del bloque. No distinta, pero más halagüeña, como no podía ser menos, es la visión de la Cumbre desde los órganos de prensa del país anfitrión, México.

Cuando este blog salió al mundo, en agosto de 2006, la filosofía que lo inspiraba no era otra que la de un intento de observar lo que ocurre en el mundo a partir de las miradas y las palabras de los otros. De ahí que durante un tiempo me limitara a poner en el mismo aquellos artículos, noticias y referencias de libros o prensa que me parecían de mayor interés sin sentir la necesidad de comentarlas, y por tanto, de dejar traslucir mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Con el paso del tiempo me fui envalentonando y me atreví a formular mis propias opiniones y comentarios sobre lo dicho por otros con mucha mayor autoridad, recurriendo para ello a la fórmula literaria de la digresión. Ello me permitía opinar sin necesidad de justificarme dado que mi comentario aprovechaba el hilo del discurso ajeno para, siguiéndolo, o rompiendo con él, hablar de cosas que no tenían expresa conexión o íntimo enlace con aquello de que se estaba tratando. Y ahí sigo, digresionando... Pero la verdad es que no me gusta sacar a colación asuntos sobre los que no tengo un relativo, conocimiento previo. Y en ese sentido, si África, el continente en el que vivo, es para mi un absoluto desconocido, tengo que reconocer que con Latinoamérica me pasa tres cuartos de lo mismo salvo por el añadido, peligroso, de los prejuicios, algo por cierto, absolutamente necesario para andar por la vida, como ya dijera Hannah Arendt en su libro "¿Qué es la política?".

Dicen que un buen arranque de un libro (un artículo, una noticia, una carta...) es la mitad de su éxito. Y supongo que es verdad. Al menos conmigo, funciona. Me pasa a menudo y me pasó hace unos años ojeando el ejemplar mensual de Revista de Libros con un primer artículo titulado "¡Viva la evolución!", en el que se podía leer este impresionante párrafo inicial:

"La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela."

Perdóneseme lo extenso de la cita, pero reconozcan conmigo que era como para seguir leyéndolo hasta el final. Les aseguro que me mereció la pena, y por ello les dejo más arriba el enlace al artículo, por cierto, escrito por Hugo Estenssoro, periodista y crítico literario boliviano, colaborador habitual de la prestigiosa "The New York Review of Books", reseñando el libro del periodista británico Michael Reid, editor para América Latina de la revista "The Economist", titulado "The Forgotten Continent: The Battle for Latin Americ's Soul", (Yale University Press, New Haven, 2007), publicado más tarde en español por la editorial Belaqva.

Después de leerlo me puse a buscar referencias en internet sobre el libro y su autor y encontré dos de ellas que me parecieron interesantísimas y dignas de lectura. En primer lugar la de Norman Gall , director del Instituto "Fernand Braudel" de Economía Mundial de Sao Paulo, publicada en El País el 19 de enero de aquel mismo año con el título de "El olvidado progreso de América Latina". y por otro lado, la de Jean-Francois Fogel, periodista francés editor de la edición electrónica de "Le Monde", titulada "Michael Reid y América Latina", publicada en el blog "El Boomeran(g)" comentando a su vez el artículo citado de Norman Gall (y eliminada ahora del mundo virtual gracias a las normas europeas de protección de datos).  

Les recomiendo por último, el crítico análisis de la Cumbre que días después de concluida rezlizó en El País el ensayista e historiador Antonio Navalón: "Las Américas, a la búsqueda de un destino", en el que puede leerse este clarificador párrafo: "La realidad es que todos los países de esta Cumbre, empezando por España, tienen el mismo problema: no saben donde están". 

Creo que la lectura de los enlaces citados les llevará a percibir con otra mirada, como a mí me ocurrió en su momento, el acontecer de esa América Latina tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt








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miércoles, 7 de octubre de 2009

Intelectuales y poder en Latinoamérica (II)

Mi sobrina Marisa, madrileña de Alcobendas, y socióloga en ejercicio, me envía un excelente y trabajado comentario sobre mi entrada de hace unos días en el blog, titulada "Intelectuales y poder en Latinoamérica". Me ha parecido que sin duda merecía un tratamiento especial en el blog. Y esa es la razón de su publicación como una entrada más del mismo. Interesantísima su reflexión sobre el papel de los "intelectuales" en la crítica política: "si la política es sólo un escenario donde se representa la lucha por el poder, tiendo a pensar que el papel de los intelectuales está en la crítica pero ejerciendo ésta como una labor que supera a la política y que incluso se sitúa en los márgenes de ésta, evitando ser atrapada en la máquina devoradora de las luchas partidistas". Pero mi amiga dice muchas más cosas interesantes en su comentario. Espero que lo disfruten. Gracias, Marisa, un beso grande para ti. Sean felices, por favor, Tamaragua, amigos. HArendt






Desde mi jardín: naturaleza viva




Buenos días Carlos. Respondiendo a tu invitación te mando algunos comentarios sobre el artículo que envías. Es un artículo muy interesante. Recuerdo que lo leí el día que apareció en El País y que tomé algunas notas y me apunté algunos libros de los autores que opinan a lo largo del artículo.

Ahora, al enviármelo tú lo he vuelto a leer y a pensar más reposadamente sobre los temas que se plantean.


En un primer momento me parece que estoy de acuerdo con casi todo lo que se dice. Es decir, el declive del intelectual monolítico que construye un discurso cargado de autoridad sobre “lo que está pasando”, me parece algo que -si bien no puede atribuirse por completo o en exclusiva a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías- no deja de ser un paso, un alivio, una cierta liberación. Es seguro que la primacía de estos saberes ha sido edificada, como dice Roncagliolo, sobre la falta de reconocimiento de una pluralidad de subjetividades ninguneadas o silenciadas, o ni siquiera observadas.


Y no creo tampoco que haya que irse al mundo lésbico, o a ningún lugar lejano para encontrar esas sensibilidades ignoradas. Las tenemos bien cerca, montones de mujeres y hombres, niños, jóvenes que luchan por llevar su vida adelante, al margen del poder y tratando de no ser aplastados del todo por sus estrategias, su mercado de trabajo, la deprimente parodia que se escenifica en el púlpito de la política, la escasez de espacio que queda para la libertad y la realización de los deseos íntimos y los sueños colectivos. Cuán lejos está la política, nuestra política, de esta melodía.


En este sentido, me han gustado mucho tus recientes comentarios sobre la política nacional, las críticas que les dedicas a los burócratas de la política, la claridad y contundencia con la que les observas y retratas sus motivaciones. Comparto ciento por ciento tus opiniones, incluso me ha reconfortado leerlas y me han provocado una sonrisa interior de cierto humor negro.


De modo que si la política es sólo un escenario donde se representa la lucha por el poder, tiendo a pensar que el papel de los “intelectuales” está en la crítica pero ejerciendo ésta como una labor que supera a la política y que incluso se sitúa en los márgenes de ésta, evitando ser atrapada en la máquina devoradora de las luchas partidistas. En este sentido comprendo bien las preferencias que algunos autores plantean en el artículo en cuanto a que “es mejor contar historias que establecer juicios”.


Comparto también las sensación de que vivimos en un mundo fragmentado, que ya no existen verdades absolutas y “todo está sometido a un permanente debate”. Y esa última reflexión en torno a novelistas como Philiph Roth, que en lugar de pronunciarse en la primera plana del debate público, se posicionan a través de sus novelas en relación con los acontecimientos que sacuden su historia, dando lugar a una “elaboración subjetiva” de éstos.


Sí, esto me parece importante, porque frente a la afirmación (de Vargas Llosa, creo) de que “el intelectual tiene la obligación de intervenir en el debate cívico”, que subraya el enfoque normativo, el planteamiento en términos de ‘superyó’, cabría un enfoque más abierto, más plural y más limitado en cuanto a la confianza en el propio poder de los intelectuales. Los intelectuales (si es que podemos utilizar una etiqueta tan imprecisa) tienen una voz, cuya potencia está en la reflexión y en la expresión de todo lo que queda reprimido por el poder. Una voz que se escuchará mejor y tendrá más fuerza en la medida en que se mantenga cerca de lo no dicho en el debate cívico. Más que litigar como un contendiente más en el debate cívico, creo que la tarea está en ensanchar los límites de éste y trabajar desde el fondo y la superficie por la configuración de un ‘nosotros’, desde la inteligencia y desde la sensibilidad.


Me doy cuenta de que todo esto no es más que un ‘deseo’ y que nos enfrentamos, sobre todo en Europa, a una situación en la que la desafección con la política lleva a una especie de deserción. Vivimos en el desconcierto, en la falta de discurso, en la desmotivación, en la huida hacia lo privado. Quizás en América latina hay en estos momentos otra vitalidad.


Pienso también en fenómenos en la política como el de Obama, que representan una renovación. Independientemente de las limitaciones reales a las que esté sometido y sus logros finales, sólo el hecho de llegar al poder y encarnar las esperanzas de tanta gente representa un hecho histórico. Su figura y trayectoria materializan los deseos de muchos de nosotros.


No sé, supongo que hay que seguir pensando y confiar en el trabajo de la duda. Saludos, y felicidades por el espacio vital y estimulante de tu blog. Marisa






Desde mi ventana: De amanecida




Entrada núm. 1230
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"Pues, tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)