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jueves, 30 de julio de 2020

[TEORÍA POLITICA] El sentido de la política






"No hay plan ni planificación posible si por tal cosa entendemos la traslación mecánica, la necesaria e inmediata consecuencia de abrigar ciertas ideas o deseos, o, para el caso  que nos ocupa, «teorías» -comienza diciendo en Revista de Libros el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, reseñando el libro "Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política" (Madrid, Página Indómita, 2020) del profesor Félix Ovejero-. Esto nos quiso decir, con versos que arrebatan, el poeta Ángel González refiriéndose a su existencia misma —a la de todos, en el fondo— en el poema «Para que yo me llame Ángel González» (1955), un poema que Félix Ovejero recrea como trasunto del espíritu de este libro y que yo interpreto también como trasunto del constante esfuerzo intelectual que despliega Ovejero, un pensador que, de nuevo con el verso de González, «… se resiste a su ruina, que lucha contra el viento»; un intelectual decisivo desde que aparecieron sus primeros trabajos en la revista Mientras tanto a mediados de los 80 del pasado siglo.

También es imagen poderosa para sintetizar lo que anima a Sobrevivir al naufragio la célebre metáfora del economista y filósofo austríaco Otto Neurath, quien sostuvo que la falta de asideros firmes e inamovibles en el conocimiento del mundo (en el conocimiento científico en particular) hacía que esa tarea se asemejara a la de quienes, ya en altamar, tienen que reconstruir el navío sin posibilidad alguna de volver a tierra firme y reusando los materiales ya existentes. Entre otras cosas se trata, como bien nos explica Ovejero, de la mutua dependencia del marco teórico y las observaciones: no hay datos «pre-teóricos» como no hay conocimiento de la realidad sin lenguaje, y todo ello es de proverbial aplicación y recordatorio a quienes cultivan la que pasa por ser la más «científica» de las ciencias sociales: la economía. Sin embargo, nada de todo ello implicará que hayamos de abandonarnos a los cantos de sirena del relativismo. Resistirse a ese naufragio teórico y práctico es en buena medida el mayúsculo afán de esta obra por momentos densa y siempre sugerente. 

Pero basta de tratos preliminares: vayamos a la faena, la modestísima tarea de dar unas cuantas pinceladas superficiales y fugaces sobre algunas de las cuestiones abordadas en este ensayo con el único propósito de incitarles a su lectura.

¿Cómo diseñar instituciones que permitan la vida en común sabiendo que entre nosotros también habitan demonios?, se vino a preguntar Kant en La paz perpetua. Ese, no otro, sigue siendo el interrogante colosal que otorga sentido y sensatez al afán político de quienes han de representar la voluntad de la ciudadanía y actuar como gestores del bien común. Es también la viga maestra sobre la que Ovejero asienta sus reflexiones, construidas a partir de cuatro cimientos (las cuatro partes en que se divide el libro) empastados con el cemento de previas contribuciones aparecidas en publicaciones académicas diversas: la utilidad misma de la filosofía política («Perplejidades teóricas»), la relación entre el conocimiento y los valores («Certidumbres morales»), las plurales motivaciones de los seres humanos («Mimbres humanos») y la corrupción que supone el populismo («Patologías institucionales»). De todo esto hablará a continuación.

En la larga introducción que el propio autor caracteriza como «libro dentro de otro libro», Ovejero describe su epifanía —seguramente no la primera— al respecto de los usos bastardos de la ideología política y de su muy magra «utilidad práctica». Hablamos de la llegada al poder del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (un don nadie parlamentario) y la necesidad sobrevenida que tuvo de insuflar chicha teórica al «proyecto socialista» en un momento crítico para el partido que había sido hegemónico en España durante más de una década. Y es que ocurría, narra Ovejero con una punta de nostalgia, que cualquier hueso ideológico parecía servir para el caldo que se quería ofrecer al electorado: de la llamada Nueva Vía —la «nada nadeando»— al «socialismo libertario» —el fruto de una confusión semántica, al modo de la designación de Julio Rodríguez como ministro franquista de Educación— y de ahí al «republicanismo», precisamente donde al autor le duelen prendas pues ha sido un firme propagador y defensor de ese corpus teórico, una concepción política que tiene también en el filósofo irlandés Philip Pettit —quien llegó a «auditar normativamente» al gobierno de Zapatero— a uno de sus valedores contemporáneos más conspicuos. El hecho es que, como el lector sabe bien, Zapatero logró la victoria en 2004 y se convirtió en presidente del gobierno, aunque no parece que fuera porque, cual Cicerón redivivo, nos lograra convencer de la necesidad de implementar la libertad como «no-dominación» (la divisa del republicanismo) sino por esa confluencia de azares, despropósitos y tragedias que supuso el terrible atentado del 11-M. También de algunos propósitos, qué duda cabe.

¿Qué relevancia tienen pues los idearios para la política? La pregunta se produce en ese contexto de, a juicio del autor, malbaratamiento del republicanismo, pero también en un momento en el que las Humanidades, entendidas en un sentido amplio que engloba la sociología, la ciencia política y la filosofía (y sus apéndices pintureros como «Racial Studies», «Women’s Studies» y análogos legatarios de los «estudios críticos»), se refocilan en unos modos que el autor no duda en calificar de oscurantistas. Es el diagnóstico, que no ha perdido vigencia, en que ya abundaron, entre otros, Alan Sokal y Jean Bricmont en Fashionable Nonsense, Roger Scruton en Fools, Frauds and Firebrands o, con mayor enjundia y alcance, Steven Pinker en The Blank Slate.

Tomen alguno de nuestros problemas sociales más acuciantes, en buena medida los de siempre, los relativos a la desigual distribución de recursos, oportunidades y poder entre los seres humanos, y comprobarán que el abordaje «crítico» hoy prevalente tendrá como ingrediente al menos alguno de los siguientes: la sospecha recelosa sobre la predicación de cualquier rasgo universal de la naturaleza humana (si es que no ésta misma) de la que se pueda dar cuenta como factor explicativo de los fenómenos sociales más allá de la perspectiva, intereses, posiciones o «relaciones de poder» que medien entre los sujetos; la consideración, derivada de lo anterior, de que toda realidad es un «constructo social»; una retórica que, cuando no es impenetrable, está poblada de términos fetiche («interseccionalidad», «estructural», «sistémico») raramente explicitados en su contenido y alcance semánticos, para los que nunca se dispone de métrica, pero que operan como necesaria aduana de la corrección académica y política del discurso; un afán siempre «práctico», que se manifiesta en la exacerbación de la célebre XI Tesis sobre Feurbach de Marx («no se trata de interpretar sino de transformar el mundo»), una forma de compromiso que hace imposible e indeseable la pretensión de «neutralidad». Con ello, la empresa intelectual acostumbra a padecer de una descomunal falacia «moralista»: como las cosas deberían/no deberían ser así (singularmente contrarias a un inflacionario catálogo de derechos humanos), las cosas son/no son así. La ciencia tirada por la borda. 

Se trata del género que Robert Nozick bautizó perspicazmente como «sociología normativa» y que hoy vemos tan abrumadoramente asumido en los departamentos universitarios y en las cámaras legislativas. Algunos ejemplos: la acción de X (hombre) de matar a Y (mujer y pareja o expareja de X) es siempre una instancia de la «violencia de género» (prohibido decir «doméstica» en España), es decir, de la violencia ejercida contra las mujeres «por el hecho de ser mujeres». Nunca lo es por ninguna otra razón, y la causación alternativa posible ni siquiera habría de ser susceptible de indagación. Y lo mismo si un policía blanco mata a un individuo de raza negra. O sea: el machismo «mata», así como «el racismo mata» porque EL machismo/racismo (no concretas instituciones, prácticas o actitudes individuales) o LA estructura o EL heteropatriarcado (no ose preguntar nada acerca de los detalles de tales constructos) existe; como el éter o el flogisto, me temo.

Se trata, nos recuerda Ovejero, de la misma mirada desabrida sobre los hechos, las ideas (y la compleja relación de causalidad que media entre ellos) que oficia cuando se denuncia que el comunismo «causó» 100 millones de muertos; o cuando se cree, con idéntico voluntarismo ideológico, que el actual Estado del Bienestar fue diseñado en la pizarra de Lorenzo Von Stein, o que la teoría marxista del valor-trabajo —falsada por lo demás— conlleva necesariamente el exterminio de los kulaks o la Revolución cultural en China.

Así pues, la teoría política se degrada por efecto de un uso meramente ornamental, o de una normativización inatenta a los hechos y a lo que la ciencia tenga que mostrar, o porque se abandona a la creencia de que la política se agota con la aplicación de principios morales, y que los buenos políticos son aquellos que albergan las buenas intenciones, una concepción —el «buenismo político»— que el autor resume y formula en doce tesis.

Ninguna de ellas es realizable por razones diversas: ni la Constitución española, ni ninguna otra, se redacta tras una discusión en un seminario de Princeton en el que los constituyentes actúan tras el velo de ignorancia rawlsiano, ni hay administración pública que pueda abdicar de la ética de la responsabilidad tratando de maximizar el bienestar agregado de la ciudadanía. No, la política adulta asume que nuestro barro cognitivo es el de la «bounded rationality», los sesgos, la adolescencia de muchos ciudadanos y su depredación interesada y a la vez calculadora. Con estos estos bueyes (no se me ofendan) tenemos que arar, siendo las apelaciones a «la educación» burdos consuelos infantiles cuando no la antesala de barbaries totalitarias del tipo de las cubanas Unidades Militares de Ayuda a la Producción en las que miles de gays fueron «reorientados».

Todo lo anterior no implica abrazar cínicamente la realpolitik y despachar todo principio, sino actuar cabalmente a partir de nuestras disposiciones y con el trasfondo, sí, de algunos ideales (que, de otra parte, siempre pueden entrar en conflicto), o sea, justo la senda que diverge del tipo de populismo que, como nuevo fantasma, domina la arena política en los últimos tiempos; una deriva inevitable, un «subproducto genuino de la democracia», nos advierte el autor, pero a la que en todo caso conviene resistirse. Y eso significa ser conscientes de que operamos políticamente bajo la «lógica de Juncker» (en referencia al que fue comisario europeo, quien afirmó célebremente: «sabemos lo que hay que hacer pero no sabemos cómo hacerlo y ganar las próximas elecciones»), al tiempo que no podemos permitirnos renunciar a la discusión racional sobre los principios, principios que, para el caso de Ovejero, siguen siendo los de la lectura republicana del ideal revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad (y unidad indivisible de la patria, aunque sea accidentalmente lograda). Y no habrá seguramente en esa tríada (o cuaterna) prioridad lexicográfica rawlsiana.

Toca ir concluyendo. Iniciaba estas páginas observando cómo la lectura de Sobrevivir al naufragio inevitablemente evoca la metáfora de Otto Neurath. A esa evocación se me ha sumado, al pasar la última página (de una edición cuidadísima, por cierto, como todas las de esta magnífica editorial que capitanea Roberto Ramos), la de aquellos característicos personajes de las viñetas de Forges: los náufragos sentenciosos. Ovejero bien pudiera ser uno de ellos, el Robinson que tras haber estado arremangado en el barco apretando las tuercas de la teoría y de la práxis, perfilando el materialismo dialéctico con la lija del marxismo analítico, limpiando el motor de la izquierda de las impurezas del nacionalismo etnicista, alertando de su deriva reaccionaria, después, incluso, de animar a la creación de un partido político en Cataluña que ha servido de tabla de salvación del constitucionalismo democrático y de tantos ciudadanos condenados a galeras por la hegemonía nacionalista, después de todo eso, digo, Ovejero se ha retirado a nado, y, desde la atalaya de esa isla en la que ahora oficia como observador y comentarista de la jugada, nos lanza este conjunto de reflexiones cual mensaje en la botella. Y lo hace como acostumbra: con un lenguaje preciso y bello por inusitado (¿en qué página encuentran ustedes hoy el adjetivo «amostazado»?) y una capacidad divulgativa prodigiosa. Sólo gentes como nuestro autor, que saben bien de lo que hablan y escriben, pueden introducir con tanta facilidad las implicaciones del equilibrio de Nash o el Teorema de Bayes en la bocana de nuestras entendederas. En esta nueva botella de Ovejero no encontrará el lector la fórmula precisa con la que lograr ese equilibrio que evita la resignación y no corrompe el alma o las ideas que valen la pena; pero sí los fragmentos de una posible hoja de navegación, incluso una línea de horizonte hacia la que seguir avanzando, aunque sea entre las sombras y las eventuales tempestades de esta polis nuestra de la que no cabe desanclarse del todo".




El profesor Félix Ovejero Lucas


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sábado, 13 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] El pueblo




Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la C.A. de Madrid (Getty Images)


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los numerosos memes que circulan por la Red, -comenta en este último A vuelapluma de la semana [Como el populismo se apodera del pueblo. El País, 16/5/2020] el escritor y académico Juan Luis Cebrián- con la fotografía retocada de Isabel Díaz Ayuso en plan Madona de la Puerta del Sol o Nuestra Señora de Ifema valdrían para ilustrar, desde el sarcasmo, la tesis fundamental que Manuel Arias Maldonado defiende en su última obra: Nostalgia del soberano (Madrid, Los libros de la Catarata, 2020). A saber, que una corriente subterránea de contenido teológico o mítico circula por las alcantarillas de la democracia liberal. Consecuentemente, esta se ve de continuo amenazada por las muchas veleidades de quienes la predican, y aunque reconoce que el pluralismo está demasiado enraizado en nuestra sociedad, según él “asistimos a una pugna entre distintas tribus morales, algunas de las cuales son más propensas a demandar la acción expeditiva de un líder autoritario”.

El ensayo fue escrito antes de la implosión del coronavirus y comenta más bien las consecuencias de la crisis financiera de 2008. A partir de entonces se hizo evidente la erosión del prestigio de los regímenes liberales, acusados ahora de ser menos eficientes que los autoritarios en circunstancias adversas como las que vivimos. Desde mi punto de vista, y deduzco que también en opinión del autor, esta tendencia se ha incrementado con ocasión de la pandemia. La escalada del proteccionismo comercial, del populismo y el nacionalismo había comenzado antes de que los Gobiernos de todo el mundo impusieran en su lucha contra el virus la limitación y aun suspensión de las libertades individuales, también en los países llamados precisamente libres. A partir de la covid-19, y aunque se dulcifiquen las prescripciones sanitarias sobre confinamiento y circu­lación, es evidente que van a continuar creciendo las pulsiones autoritarias en detrimento del ejercicio democrático.

Arias Maldonado nos embarca en un recorrido intelectual, en ocasiones demasiado prolijo, que circula por un itinerario anunciado desde las primeras páginas del libro: la idea de soberanía, encarnada según el imaginario de las gentes en la existencia autónoma de un poder prácticamente sin límites, se encarna no solo en la figura periclitada de los reyes absolutos, sino también en las aspiraciones más o menos revolucionarias que tratan de ejercer el mando de forma unitaria en nombre de una supuesta voluntad popular. Semejante reivindicación, exhibida con fuerza en los años recientes, conserva en su opinión “un resabio de omnipotencia”. En realidad, el concepto mismo de soberanía nunca habría dejado de tener connotaciones teológicas, y todo el constructo liberal, empeñado en la separación de iglesias o sectas respecto al gobierno de los pueblos, no ha hecho más que repetir comportamientos y creencias encarnadas en una especie de religión laica. Desde ese punto de vista, la République francesa padecería de las mismas aspiraciones por la trascendencia que el misterio de la Santísima Trinidad. En cualquier caso no me cabe duda de que cuanto mayor es el éxito de una formación política, más aspira su dirigencia a entronizar a un líder carismático, una especie de sumo sacerdote venerado por su seguidores. Esto es muy visible incluso en el comportamiento de los ministros de Pedro Sánchez, en cuyas frecuentes comparecencias públicas para dar cuenta de su gestión menudean las alusiones y reconocimientos al presidente, pues todo se hace, se obtiene, se logra y se predica en nombre de él, que ha asumido toda la responsabilidad de las decisiones en la lucha contra la pandemia. Toda la responsabilidad implica también todo el poder, algo que no existe ni puede existir en democracia, y que nos retrotrae a la imagen del absoluto soberano.

Singularmente interesantes a este respecto son las páginas que Manuel Arias dedica al escrutinio de los comportamientos populistas en pleno siglo XXI. Por un lado pone de relieve que uno de sus rasgos es resaltar “la contraposición entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses”, pervirtiendo así la idea de un gobierno por y para el pueblo. La táctica de Podemos para encaramarse al poder denunciando la existencia de una “casta” no es pues nada original. Responde a la necesidad perenne de todo movimiento populista de encontrar un enemigo que concite la animadversión de quienes se sienten desprotegidos ante el sistema. Llevado al extremo, da lo mismo que se trate de los judíos, de los fascistas, de los comunistas o de los bancos. Alguien tiene que encarnar la amenaza a la voluntad popular, aunque la existencia de un pueblo unido como tal es un imposible en cualquier sociedad abierta, que protege las libertades individuales y promueve las diferentes identidades y aspiraciones de distintos grupos. Frente al cosmopolitismo democrático, los populistas necesitan predicar la unidad popular, solo presente en la encarnación abusiva de quien ejerce el poder. Citando a Jan-Werner Müller, politólogo alemán y catedrático en Princeton, “el populista sostiene que solo una parte del pueblo constituye el pueblo”. Es la misma frontera que traspasó nada sutilmente el presidente del Gobierno español cuando insistió después de las elecciones de noviembre en que el pueblo se había expresado con contundencia: “Los ciudadanos fueron claros y quieren que gobierne el Partido Socialista. No hay alternativa”. Pronunció estas palabras después de haber perdido 800.000 votos respecto a las elecciones anteriores y obtener el apoyo del 28% sobre el voto emitido y apenas un 20% del censo electoral. Ese 20% era por lo visto la voz del pueblo.

La épica del poder soberano empuja ahora a nuestras sociedades, movidas por el miedo, al nacionalismo y el estatismo. En ese ambiente, Arias Maldonado se pronuncia sin ambages en favor de defender los procedimientos del sistema liberal frente al decisionismo populista. Esperemos que su voz no clame en el desierto".







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miércoles, 13 de mayo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] El populismo como voluntad y representación





"En los últimos años, escribe el historiador cubano residente en México Rafael Rojas  [El populismo como voluntad y representación. Letras Libres, 1/2/2020],  la proliferación planetaria de regímenes populistas, de derecha o izquierda, ha ayudado a comprender que el populismo no es, en la mayoría de los casos, una negación sino un uso de la democracia. Estudios como los de Federico Finchelstein, Jan-Werner Müller, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han cuestionado el peligroso error de percepción que supone la antinomia entre populismo y democracia. Aun así, poderosas corrientes de opinión, impermeables a las ciencias sociales y el pensamiento crítico más actualizado, persisten en identificar el populismo con el fascismo o el comunismo.

La peligrosidad de esos equívocos reside, fundamentalmente, en el desarrollo de estrategias de contención que apelan a una deslegitimación del populismo, en tanto “enemigo de la democracia”, similar a la del viejo liberalismo antitotalitario. En otro libro que sumar a la nueva biblioteca del populismo, la teórica de la Universidad de Columbia Nadia Urbinati agrega que enfrentar el populismo como un totalitarismo supone el riesgo de contraponer a “democracias iliberales”, como las llama Levitsky, liberalismos autoritarios. En la derecha latinoamericana contemporánea esa es una pifia recurrente; en la izquierda, un artilugio retórico.

En Me the people, Urbinati argumenta que, con frecuencia, el populismo es utilizado en el debate académico y político como un término “polémico” antes que como una categoría “analítica”. La autora propone elegir la segunda vía, lo que supone aceptar que los populismos son “proyectos de gobierno” que pueden transformar los tres pilares de la democracia representativa moderna: la soberanía popular, el principio de la mayoría y la representación política. Si la alteración afecta a los tres pilares a la vez, en un alto grado de profundidad, puede producirse ya no una “reconfiguración” sino una “desfiguración” de la democracia representativa.

Urbinati observa que el ascenso de los populismos en el siglo XXI ha cuestionado algunos estereotipos propios del triunfalismo liberal que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. A diferencia de aquellos años, hoy es evidente que el populismo puede emerger lo mismo en Washington, Londres o París que en Budapest, Caracas o Brasilia. En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia. Y, sin embargo, cada populismo es diferente, ya que su identidad proviene de la alteración específica que produzca en el sistema representativo previo.

A nivel discursivo, todos los populismos gravitan en torno a la exaltación de un pueblo originario y homogéneo. Ese desplazamiento del ciudadano por el pueblo actúa sobre el sistema representativo de distintas maneras. Una, muy recurrente, es el uso indiscriminado de ejercicios plebiscitarios que, a la vez que contribuyen a la polarización, desplazan el proceso legislativo consuetudinario y simplifican las alternativas políticas. Urbinati no niega la pertinencia de los ejercicios de democracia directa, pero llama la atención sobre los inconvenientes de su abuso.

En algunos populismos constitucionales la reconfiguración del sistema representativo va unida a la creación de asambleas nacionales o entidades unicamerales que, de por sí, facilitan la subordinación al poder ejecutivo. En esta y otras dimensiones, como la reactivación de los resortes patrióticos del discurso político, el populismo abreva en la tradición republicana clásica pero, por lo general, la conecta con un caudillismo –bonapartismo o cesarismo se les llamaba en el siglo XIX–, que en América Latina, con Rosas en Argentina o Santa Anna en México, fue en buena medida su negación.

Urbinati insiste en que el cesarismo no tiene como único objetivo desplazar al ciudadano por la masa, en tanto sujeto jurídico, sino sustituir la democracia de los partidos políticos y las asociaciones civiles por una “democracia del pueblo”. Dado que, en la mayoría de los casos, un régimen populista coexiste con parlamentos de origen electoral partidista, el líder apela constantemente a la voluntad general por medio de la opinión pública. En vez de contrarrestar la parte con el todo, esa práctica genera una mayor parcialización de la democracia, ya que quienes acaparan la representación son, por lo general, oligarquías leales al líder.

El voluntarismo populista, agrega Urbinati, superpone a las mayorías electas la mayoría del “pueblo verdadero”. Un pueblo que es, desde luego, una ficción, pero una ficción políticamente muy funcional, que permite colocar la autoridad del líder más allá de su propio partido o movimiento. No es raro que, eventualmente, el caudillo populista entre en contradicción con su partido o denuncie la burocratización u oligarquización de su movimiento. Esa recomposición de la élite del poder forma parte de lo que Urbinati define como el tránsito de un impulso “antiestablishment” a una deriva “antipolítica”.

Sin embargo, esta filósofa política no ignora que en el siglo XXI las formas democráticas se han vuelto indispensables para la estabilidad de los regímenes populistas. El papel de la comunidad internacional es decisivo para economías cada vez más conectadas a los circuitos financieros de la globalización. De ahí que, a diferencia de la primera mitad del siglo XX, cuando los populismos tendían a economías autárquicas, los proyectos populistas del siglo XXI sean más cuidadosos con la superficie institucional de las democracias.

La práctica constante de ejercicios electorales y plebiscitarios o la proyección de una imagen de estabilidad son recursos que explotan líderes populistas como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orbán y Nicolás Maduro. Esa construcción de narrativas sobre la legitimidad y el orden internos busca trasmitir confianza a los mercados para atraer inversiones y créditos y, a la vez, propiciar alianzas internacionales que los ayuden a sostenerse en el poder. El maquillaje de la imagen exterior, tan común en potencias globales como Estados Unidos o China, es otra modalidad de la desfiguración de la lógica representativa, ya que la nueva mayoría reafirma su lealtad al líder desde motivaciones geopolíticas".



El historiador Rafael Rojas



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sábado, 21 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Vox y los Reyes Magos





Los racistas me ponen negra, comenta la periodista y escritora Sandra Faginas en el A vuelapluma de este sábado, sobre la postal publicitada por el Comité Ejecutivo de Vox en Cádiz felicitando a sus acólitos por Navidad. 

"Al bueno del rey Baltasar -comienza escribiendo Faginas- le han querido quitar su tez negra y la postal de Vox ofrece la peculiar estampa, nada tradicional y muy poco cristiana, de tres magos de Oriente muy suecos. Y enseguida nos han querido colar la marca blanca de un rey que siempre ha jugado un papel estelar y tan necesario para los niños de un mundo en el que hace años era poco común tener un negro delante. Baltasar siempre era una excepción, pero también la pieza clave para armar un Belén como Dios manda. Pero ni eso se ha respetado en esta postal vergonzosa, pero no muy alejada de la forma de percibir el mundo de una mayoría blanca que en su coloquialidad de primer mundo guay está constantemente lanzando por la boca su estructura mental. E igual que el lenguaje nos estruja con su machismo, también lo hace con un racismo que se ha incorporado con naturalidad: «¡El negro ese! El negro que juega en tal equipo; el negro que canta en tal grupo; la negra que salía en aquella peli...». Y aunque sabemos que negro y negra son palabras que llevamos con orgullo todos los negros, aunque seamos blancos por fuera, ya va siendo hora de que a estas alturas del siglo XXI, cuando vamos a iniciar el 2020 atendamos y cuidemos la diversidad racial. Que negro no es una manera de definir ni calificar a un ser humano, igual que blancos, blancos de pura cepa no existen. Todos venimos de Lucy y no queremos perder a Baltasar". 


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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viernes, 15 de noviembre de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Actuar como si...



Protesta estudiantil en México


El escritor y periodista mexicano Pablo Majluf escribe en Letras Libres sobre el autoritarismo y la demagogia populista, y recuerda, que ya en su momento, y haciendo cara al autoritarismo de su época, Václav Havel decidió actuar "como si" fuera ciudadano de una sociedad libre, en un ejercicio de libertad con el que logró salirse con la suya, en una fórmula que se puede rescatar de cara a otro régimen mentiroso y potencialmente destructivo.

"Ya muchos nos preguntamos qué hacer frente al autoritarismo y la demagogia -comienza diciendo Majluf-. Cómo resistir el avance de un régimen mentiroso y potencialmente destructivo. Cómo actuar mientras los nuevos embaucadores –con la venia de mayorías adormecidas o manipuladas– destruyen las instituciones y cambian la constitución para entronizar a un señor: ¿Nos plantamos en Reforma hasta que se atiendan nuestras plegarias? ¿Organizamos una marcha? ¿Nos afiliamos a un partido político de oposición, aunque sean PRI o PAN, aquellos ladrones? ¿Le escribimos a nuestros legisladores, aunque sean del partido gobernante? ¿Visitamos cada pueblito para conocer mejor al México “verdadero”, emulando al populismo de abrazos con la esperanza de descarrilarlo desde adentro? ¿Revisamos nuestro privilegio, como solicita una de las alas académicas al servicio del resentimiento, acaso para que las partes agraviadas nos consideren interlocutores válidos?

El periodismo prescriptivo no es el mejor –no creo que dar recetas sea función de la prensa, como sí lo es hacer diagnósticos y exhibir problemas, ni tampoco creo que esté equipada para ello y la mayor de las veces adquiere así su forma más fea–, pero ya demasiadas, y cada vez más, personas manifiestan confusión y desasosiego, tanto personal como colectivo, frente a una era oscura e incierta. Y en efecto, ¿qué puede hacer el ciudadano común ante semejante monolito? Alguna o varias de las anteriores, sí, además de las de cajón: votar cuidadosamente de ahora en adelante (el encargo se explica solo), donar –o mejor aún, sumarse– a la sociedad civil opositora, mantenerse informado, persuadir a los demás, señalar estupideces e injusticias, criticar y ridiculizar al régimen, leer a los comentócratas oligárquicos más hostigados.

Pero, aunque todo suma, es posible que no alcance. La demagogia es infatigable en un país adolescente. Y si bien la historia nos enseña que nada permanece, tampoco sabemos cuánto.

De tal suerte que sí hay algo que cada pequeño opositor puede hacer por sí mismo. Acaso algún día el agregado cambie los vientos, pero si no, no importa, pues de todas formas es esta la forma más digna de sobrellevar el ciclón. Václav Havel la llamaba “el poder de los impotentes” o “actuar como si…”. Y quién mejor para explicarlo que el venerable Christopher Hitchens en sus Cartas a un joven disidente:  

Václav Havel, que trabajaba como dramaturgo y poeta marginal en una sociedad y un Estado que de veras merecían el título de absurdos, se dio cuenta de que la ‘resistencia’ en su acepción original de insurgencia y militancia era imposible en la Europa central de la época. Por lo tanto, propuso vivir como si fuera ciudadano de una sociedad libre, como si la mentira y la cobardía no fueran obligaciones patrióticas, como si su gobierno hubiera firmado los diversos tratados y acuerdos para consagrar los derechos humanos universales. Llamó a esta táctica el "poder de los impotentes" porque, incluso cuando el desacuerdo está casi prohibido, es relativamente fácil hacer parecer estúpido a un régimen que insiste en el asentimiento.

Así fue como Rosa Parks se sentó en un asiento reservado para blancos aquella tarde de 1960, evoca Hitchens confirmando a Havel: “actuó como si una mujer trabajadora negra pudiera ocupar el lugar de un blanco en el sur segregacionista”. Así también Oscar Wilde ridiculizó a la sociedad victoriana que lo condenó: “decidió vivir y actuar como si la hipocresía moral no fuera dominante.” Aleksandr Solzhenitsyn también se dispuso a “escribir como si un erudito individual pudiera investigar la historia de su propio país y publicar sus hallazgos” en el Moscú de los setenta. “Todos, al comportarse literalmente, actuaron irónicamente. Y en cada caso, como sabemos ahora, las autoridades se vieron obligadas primero a actuar con vileza y luego a parecer viles, para finalmente ser víctimas de severos veredictos de la posteridad.”

En nuestra propia historia pienso en Francisco Zarco, el Nigromante, Rodolfo Usigli, Julio Scherer, Luis González de Alba, Javier Sicilia y Lydia Cacho, quienes actuaron como si jamás los fuesen a censurar, como si no los acechara el autoritarismo. Es eso lo que desnuda al poder al tiempo que reivindica al individuo: define por contraste el acto rebelde frente a la proscripción. Y aunque ni aquellos ni estos fueron ciudadanos comunes, fue precisamente por haber actuado como si gozaran de libertad, que son referente. Desde luego que el resultado, advirtió Hitchens, “no está nunca garantizado…y debe haber días en que el talante del como si sea extremadamente difícil de mantener.” Pero eso jamás es contratiempo: es un ejercicio de libertad per se con el que el disidente se sale con la suya.  

Guardo toda proporción con el obradorismo –mas no descarto ningún devenir ominoso– y pienso que hoy uno debe actuar como si el líder no condenara opositores desde el estrado presidencial; como si los propagandistas del régimen no lincharan críticos; como si reprobar el populismo no fuese considerado traición; como si la violencia criminal que vive al amparo del Estado no estuviese desbordada; como si sobraran los eufemismos y perífrasis; como si no se hubieran promulgado la extinción de dominio y la prisión preventiva oficiosa, leyes que fortalecen al gobierno y debilitan al ciudadano; como si no existiese el miedo. Eso, el miedo. Es eso al final: los autoritarismos viven del miedo. Y lo mejor que puede hacer uno es actuar como si no lo tuviera".



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David, 1787


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lunes, 2 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Greta Thunberg. La estrella del cambio climático



Greta Thunberg


Dos visiones contrapuestas sobre la joven activista medioambiental Greta Thunberg. La primera, muy crítica, de la periodista de El Mundo Emilia Landaluce. La segunda, más elogiosa, de la periodista de El País Rosario G. Gómez.  ¿Con cuál de ambas opiniones se quedan ustedes? Yo, lo confieso con cierto pudor, me quedo con la de Landaluce, me parece más cercana a la realidad.
Esperamos (cuántos suspiros malgastados en caso contrario) que Pierre Casiraghi haya acabado hasta el gorro de Greta, comienza diciendo la columnista de El Mundo. La niña apocalíptica ha insistido en cruzar el Atlántico sin emisiones. Eso solo se lo ha podido permitir el Malizia II, el barco en el que compite el hijo de Carolina de Mónaco y que algunos valoran en tres millones. [Por cierto, su anterior dueño, un Rothschild, lo había llamado Gitana 16]. Es difícil calcular cuánto ha costado la travesía de los Thunberg. No habrán contado el viaje de vuelta de Pierre y su tripulación en avión privado. Por otro lado: ¿Acaso la Société des Bains de Mer de Monaco, la compañía de los Grimaldi, no está participada por el gobierno de Qatar, un país ¡oh! productor de petróleo?

Mientras Greta navegaba, cientos de miles de viajeros llegaban a NY. Por 1500 euros, muchos españoles se pasan una semana en Nueva York (vuelos incluidos y en régimen de alojamiento y desayuno). Y comen, beben, van a Broadway y descubren en la medida de sus posibilidades la ciudad. Es el milagro de nuestro tiempo. Cada vez más personas tienen acceso a una vida mejor. Think pink, think Pinker.

Una de las cosas que más simpáticas de la recuperación del Rey Juan Carlos fue la Princesa de Asturias diciendo que su abuelo ya estaba bien porque había pedido un filete. Es de extrañar que nadie se le haya lanzado al cuello. 

Hace dos semanas, Alemania supo que los verdes planeaban subir el IVA de la carne del 7% al 19% para luchar contra las emisiones. Al poco, The Independent publicaba un artículo titulado: «Cada comedor de carne es cómplice del incendio del Amazonas» y abogaban por gravar las importaciones de carne de Brasil.

Al final es todo es un tropo retorcido de aquella frase apócrifa de María Antonieta: Pues que no coman filetes. Y va a más: Y que el pan se haga en horno de piedra. Y que las verduras sean solo orgánic. Que se prohíban los transgénicos en la agricultura. 

Que solo las élites como Greta y su papá puedan viajar, comer, vivir, beber.

Soy de esas optimistas que piensa que ya se están inventando nuevos mecanismos para absorber los gases contaminantes; también que desalaremos más y que ya haremos que llueva. También viviremos mucho más y mejor. Y envidio ese futuro que quizás no veré.

El otro día en la playa de la Puntilla una familia de las 3000 se tomaba la tortilla y sus filetes empanados. Además de la gasolina habían gastando en la carne, los huevos, las patatas... Imaginen cuando los pesimistas les suban la felicidad un 19%.

Después de dos semanas de agitada travesía, dice por su parte Rosario G. Gómez, la activista medioambiental sueca Greta Thunberg ha llegado a Nueva York para participar en la Cumbre de Acción Climática organizada por Naciones Unidas. Hace tres años convenció a su madre, una famosa cantante de ópera, para no utilizar el avión en sus viajes profesionales y, fiel a esa petición, llegó a la costa Este de EE UU a bordo del velero Malizia 11, propiedad de Pierre Casiraghi. La embarcación está acondicionada para cruzar el Atlántico por sus propios medios. Va equipada con tecnología punta: paneles solares, turbinas hidrogeneradoras y una desalinizadora con la que obtener agua potable. Cero carbono. El sueño de todo ecologista.

Más de un millón de personas han seguido a través de las redes sociales la travesía, lo que demuestra la enorme capacidad de Thunberg para movilizar a la gente. Con solo 16 años se ha convertido en un símbolo de la salvaguarda del planeta y su mensaje ha calado hondo entre los adolescentes de todo el mundo. Los líderes políticos la escuchan, aunque algunos (Trump entre ellos) parecen duros de oído.

No cabe duda de que será una de las protagonistas de la cumbre. La ONU la ha recibido con un entusiasmo y un frenesí similar al que sus admiradores han profesado a Juliette Binoche y Catherine Deneuve a su llegada al Festival de Venecia. Thunberg es una estrella en su terreno: la lucha contra el cambio climático. Tras su estancia en EE UU tiene previsto —sin utilizar tampoco el avión— emprender rumbo a Chile para participar en la Conferencia de las Partes (COP), un foro que se reúne cada año para revisar los avances de las obligaciones básicas firmadas por las 196 Partes (Estados) más la Unión Europea. La última cita (en Katowice, Polonia) no fue demasiado fructífera ni mostró la ambición suficiente para llevar a cabo una acción global eficaz.

Chile, que alberga en su territorio el desierto más árido del mundo y también colosales glaciares, cumple con siete de las nueve condiciones de vulnerabilidad establecidas por la ONU. A finales de año ofrecerá una nueva oportunidad para avanzar en la búsqueda de compromisos capaces de revertir el deterioro del planeta. Thunberg y su extraordinario tirón mediático estarán ahí.





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miércoles, 21 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Los papeles de Kafka



Kafka en Praga


Los escritos de Kafka prefiguraron no solo las pesadilla del siglo pasado sino también las de este, escribe la  traductora, eslavista y crítica literaria española Marta Rebón. Después de casi un siglo de testamentos traicionados, conflicto de intereses entre países, debates académicos y dramas (o vodeviles) judiciales, hace 11 días se exhibieron los últimos papeles en disputa de Kafka, recién llegados a Jerusalén, comienza diciendo Rebón. Ha sido la culminación de más de una década de litigios entre la Biblioteca Nacional de Israel, que los reclamaba como “bien cultural del pueblo judío”, y el Archivo Literario de Marbach, que defendía su derecho a conservarlos por ser el escritor de Praga un autor en lengua alemana. Es irónico que en esa batalla legal, como reflexionó Judith Butler en ¿A quién pertenece Kafka?, los manuscritos de un literato que ahondó en la condición del excluido hayan pasado a ser un icono de pertenencia nacional. ¿De quién es Kafka, pues? ¿De Chequia, en cuya capital nació, donde se ha convertido en un potente reclamo turístico, a pesar de la aversión del autor al exhibicionismo? ¿Del país en cuyo idioma creó su obra, aunque durante el nazismo prohibieran sus libros y aniquilaran a buena parte de sus allegados? ¿De Jerusalén, el lugar adonde fantaseó con mudarse junto a su última pareja para montar un restaurante, él sirviendo mesas y ella como cocinera?

En Venecia, en la terraza de un histórico hotel con vistas a la laguna, descubro un “Kafka estuvo aquí”. En la placa se lee que allí, en 1913, escribió una carta de amor a Felice Bauer. ¿De amor? Tal vez, si es que se puede calificar así una misiva rematada con un “tenemos que decirnos adiós”. Mejor publicitar a un escritor enamorado, pensarían los dueños del hotel, que a uno en fuga de su prometida. Kafka, que necesitaba una soledad extrema para crear, le dijo una vez a su sufrida novia: “Uno nunca puede rodearse de bastante silencio cuando escribe. La noche incluso resulta poco nocturna”. Abundan los escritores que, con el tiempo, pasan a convertirse en prescriptores accidentales de viajeros en busca de experiencias: “He aquí las vistas que Jane Austen admiraba”, “he aquí la avenida por la que Proust paseó...”. No faltan turistas, mojito en mano, que pasan por caja de buena gana para disfrutar de su “momento Hemingway”. Kafka, que viajó solo a Italia —obligado a soportar su propia compañía—, no apuntó nada en su diario, así que no existe una ruta con su nombre en esta ciudad-isla definida por algunos como el primer parque temático de Europa. Debemos contentarnos con imaginar su inconfundible figura inmersa en el laberinto flotante de Venecia, suspendida entre dos orillas en alguno de sus más de cuatrocientos puentes.

Cuando le diagnosticaron tuberculosis, Kafka se convirtió en un turista de sanatorios. Al visitar algunos lugares de Europa durante los primeros compases del turismo de masas, había soñado con hacerse rico publicando guías para viajar con poco dinero. Dos años antes de morir se alojó en un balneario de la Montaña de los Gigantes, un paisaje nevado que se convirtió en la localización innombrada de su última novela. El protagonista de El castillo intenta acceder (en vano) a la fortaleza. ¿Por qué? La posadera se lo aclara: “No es usted del pueblo. Es un forastero, alguien que está de sobra. Alguien por quien se sufren continuamente molestias, cuyas intenciones se desconocen”. Haciendo gala de unas maneras similares, Salvini, con una cruz orgullosamente colgada al cuello, enarbola su doctrina de puertos cerrados para mantener como rehenes en el mar, a merced de las olas, a más de un centenar de migrantes. Los quiere fuera del castillo. Kafka prefiguró las pesadillas del siglo pasado, pero también las de este.






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