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sábado, 13 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] El pueblo




Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la C.A. de Madrid (Getty Images)


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los numerosos memes que circulan por la Red, -comenta en este último A vuelapluma de la semana [Como el populismo se apodera del pueblo. El País, 16/5/2020] el escritor y académico Juan Luis Cebrián- con la fotografía retocada de Isabel Díaz Ayuso en plan Madona de la Puerta del Sol o Nuestra Señora de Ifema valdrían para ilustrar, desde el sarcasmo, la tesis fundamental que Manuel Arias Maldonado defiende en su última obra: Nostalgia del soberano (Madrid, Los libros de la Catarata, 2020). A saber, que una corriente subterránea de contenido teológico o mítico circula por las alcantarillas de la democracia liberal. Consecuentemente, esta se ve de continuo amenazada por las muchas veleidades de quienes la predican, y aunque reconoce que el pluralismo está demasiado enraizado en nuestra sociedad, según él “asistimos a una pugna entre distintas tribus morales, algunas de las cuales son más propensas a demandar la acción expeditiva de un líder autoritario”.

El ensayo fue escrito antes de la implosión del coronavirus y comenta más bien las consecuencias de la crisis financiera de 2008. A partir de entonces se hizo evidente la erosión del prestigio de los regímenes liberales, acusados ahora de ser menos eficientes que los autoritarios en circunstancias adversas como las que vivimos. Desde mi punto de vista, y deduzco que también en opinión del autor, esta tendencia se ha incrementado con ocasión de la pandemia. La escalada del proteccionismo comercial, del populismo y el nacionalismo había comenzado antes de que los Gobiernos de todo el mundo impusieran en su lucha contra el virus la limitación y aun suspensión de las libertades individuales, también en los países llamados precisamente libres. A partir de la covid-19, y aunque se dulcifiquen las prescripciones sanitarias sobre confinamiento y circu­lación, es evidente que van a continuar creciendo las pulsiones autoritarias en detrimento del ejercicio democrático.

Arias Maldonado nos embarca en un recorrido intelectual, en ocasiones demasiado prolijo, que circula por un itinerario anunciado desde las primeras páginas del libro: la idea de soberanía, encarnada según el imaginario de las gentes en la existencia autónoma de un poder prácticamente sin límites, se encarna no solo en la figura periclitada de los reyes absolutos, sino también en las aspiraciones más o menos revolucionarias que tratan de ejercer el mando de forma unitaria en nombre de una supuesta voluntad popular. Semejante reivindicación, exhibida con fuerza en los años recientes, conserva en su opinión “un resabio de omnipotencia”. En realidad, el concepto mismo de soberanía nunca habría dejado de tener connotaciones teológicas, y todo el constructo liberal, empeñado en la separación de iglesias o sectas respecto al gobierno de los pueblos, no ha hecho más que repetir comportamientos y creencias encarnadas en una especie de religión laica. Desde ese punto de vista, la République francesa padecería de las mismas aspiraciones por la trascendencia que el misterio de la Santísima Trinidad. En cualquier caso no me cabe duda de que cuanto mayor es el éxito de una formación política, más aspira su dirigencia a entronizar a un líder carismático, una especie de sumo sacerdote venerado por su seguidores. Esto es muy visible incluso en el comportamiento de los ministros de Pedro Sánchez, en cuyas frecuentes comparecencias públicas para dar cuenta de su gestión menudean las alusiones y reconocimientos al presidente, pues todo se hace, se obtiene, se logra y se predica en nombre de él, que ha asumido toda la responsabilidad de las decisiones en la lucha contra la pandemia. Toda la responsabilidad implica también todo el poder, algo que no existe ni puede existir en democracia, y que nos retrotrae a la imagen del absoluto soberano.

Singularmente interesantes a este respecto son las páginas que Manuel Arias dedica al escrutinio de los comportamientos populistas en pleno siglo XXI. Por un lado pone de relieve que uno de sus rasgos es resaltar “la contraposición entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses”, pervirtiendo así la idea de un gobierno por y para el pueblo. La táctica de Podemos para encaramarse al poder denunciando la existencia de una “casta” no es pues nada original. Responde a la necesidad perenne de todo movimiento populista de encontrar un enemigo que concite la animadversión de quienes se sienten desprotegidos ante el sistema. Llevado al extremo, da lo mismo que se trate de los judíos, de los fascistas, de los comunistas o de los bancos. Alguien tiene que encarnar la amenaza a la voluntad popular, aunque la existencia de un pueblo unido como tal es un imposible en cualquier sociedad abierta, que protege las libertades individuales y promueve las diferentes identidades y aspiraciones de distintos grupos. Frente al cosmopolitismo democrático, los populistas necesitan predicar la unidad popular, solo presente en la encarnación abusiva de quien ejerce el poder. Citando a Jan-Werner Müller, politólogo alemán y catedrático en Princeton, “el populista sostiene que solo una parte del pueblo constituye el pueblo”. Es la misma frontera que traspasó nada sutilmente el presidente del Gobierno español cuando insistió después de las elecciones de noviembre en que el pueblo se había expresado con contundencia: “Los ciudadanos fueron claros y quieren que gobierne el Partido Socialista. No hay alternativa”. Pronunció estas palabras después de haber perdido 800.000 votos respecto a las elecciones anteriores y obtener el apoyo del 28% sobre el voto emitido y apenas un 20% del censo electoral. Ese 20% era por lo visto la voz del pueblo.

La épica del poder soberano empuja ahora a nuestras sociedades, movidas por el miedo, al nacionalismo y el estatismo. En ese ambiente, Arias Maldonado se pronuncia sin ambages en favor de defender los procedimientos del sistema liberal frente al decisionismo populista. Esperemos que su voz no clame en el desierto".







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martes, 2 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Pandemias




Dibujo de Eva Vázquez para El País


Ninguna otra epidemia, afirma en el A vuelapluma de hoy martes [¿Apocalipsis Now?. El País, 17/5/2020] el escritor y académico de la Lengua Juan Luis Cebrián, ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos vivido estos últimos dos meses

"Desde muchos puntos de vista puede decirse que la de la covid-19 es la primera auténtica pandemia que el mundo padece. Ninguna otra epidemia del pasado ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos conocido durante estos últimos dos meses. Sin embargo, y como señala la francesa Françoise Hildesheimer, autora de una historia sobre las plagas y su influencia en la sociedad, los métodos empleados para luchar contra el coronavirus no son muy diferentes de los que se utilizaron contra la peste. Claro que entonces no había casi 8.000 millones de habitantes, más de la mitad conectados entre sí a través de Internet, no existían megaciudades, y se castigaba con la horca al que pretendiera fugarse de una muerte segura causada por la bacteria. Sorprende por otra parte la unanimidad incluso dialéctica que la mayoría de los gobernantes han adoptado en sus decisiones. No es tanto que se hayan coordinado entre sí como que se vienen copiando unos a otros con descaro. Un eufemismo tan necio como el anuncio de una “nueva normalidad” se escucha lo mismo en París que en Washington o en Madrid; y el argumento angélico frente a sus críticos de que los gobernantes se dedican antes que nada a salvar vidas, o la exculpación de sus errores porque lo hacen lo mejor que saben, son tan ingenuos como innecesarios. ¡Faltaría más!

En pleno desconfinamiento, palabro sobre el que aún debatimos en la Academia, se habla mucho de cuándo podrán visitarnos nuestros nietos o seremos libres de tomar una cerveza sin que nos amenace la autoridad competente. Muy poco se comenta en cambio que los desvaríos de esa nueva normalidad no afectarán solo a nuestras vidas y al comportamiento social, sino también, y de forma inmediata, a los procesos internacionales y las relaciones entre los países. No sabemos todavía casi nada del virus, y sabemos muy poco del futuro del mundo, pero sí podemos estar seguros de que será muy diferente. Y peor. No se trata de anunciar el Apocalipsis Now, aunque comencemos a verles la cara a los jinetes de la peste, el hambre, la guerra y la muerte que avisan en la Biblia del fin de los días. Tenemos los medios y las herramientas para evitar una catástrofe mayor de la que ya vivimos. Pero es precisa también la voluntad de hacerlo.

Por decirlo con palabras que escuché hace bien poco al presidente de una gran multinacional, en la batalla entre globalización y nacionalismo, la primera es perdedora y es de prever que lo seguirá siendo en el corto plazo. De modo que en vez de buscar soluciones mundiales a problemas mundiales, no pocos gobernantes se dedican no solo a guardar las distancias sociales (otro bello eufemismo) entre su país y los de los otros, sino a identificar y perseguir un enemigo. El virus no reconoce fronteras, aunque entonces cabe preguntarse por qué se cierran a cal y canto, pero tiene denominación de origen: es el virus chino.

La ofensiva contra el emergente poder de Pekín había comenzado ya con la guerra comercial desatada por Trump. La verdad es que muchos de los fenómenos disruptivos que la pandemia parece haber desatado no son sino un prolongamiento de los efectos de la crisis financiera de 2008. En esa ocasión, China y los tigres asiáticos aparecieron ante las opiniones públicas occidentales como agentes más eficaces y rápidos a la hora de responder a los desequilibrios generados tras la quiebra de Lehman Brothers. Algunos dirigentes europeos señalaron sin ambages la necesidad de reformar el capitalismo, singularmente el financiero, si se pretendía que sobreviviera a sí mismo. Desde entonces nada o muy poco se ha hecho al respecto, mientras aumentaban las desigualdades hasta extremos socialmente insoportables. La eficiencia china se basaba entre otras cosas en la inexistencia de democracia interna, lo que facilitaba la imposición de reglas y aceleró los plazos en la toma de decisiones. Para los occidentales ese fue un mal ejemplo: muchos ciudadanos que padecen hoy el desencanto democrático se muestran propicios a ceder en el ejercicio de sus libertades a cambio de seguridad y bienestar económico. De cualquier modo, por más que se la demonice, China va a seguir ahí y tanto Europa como América la necesitan en tres o cuatro campos en los que su contribución es inevitable para los intereses generales: la lucha contra la actual pandemia, el desarrollo tecnológico y la contención del calentamiento global.

En el primer caso es precisa una colaboración estrecha con los científicos de Wuhan que permita identificar sin trabas el origen del virus y las causas de su extensión, así como cooperar en la investigación de una vacuna y de los tratamientos adecuados para la enfermedad. En tecnología, el desarrollo de redes 5G nos permitirá conectarnos casi en tiempo real, facilitando el Internet de las cosas y multiplicando el número de contactos. Las empresas chinas llevan varios años de adelanto a las occidentales en la implantación de esa tecnología y no es justo para la economía de nuestros países y el bienestar de nuestros ciudadanos retrasar su despliegue en Europa mediante prácticas proteccionistas. Por último, en lo que se refiere al cambio climático, poco o nada se podrá hacer sin un acuerdo con Pekín, capital del país más contaminante de la tierra.

La apertura de China hacia Occidente la inició Mao poco antes de morir, con la complicidad de Nixon y Kissinger en la Casa Blanca. Sus razones para hacerlo, expresadas por él mismo, se basaban en el temor hacia la Unión Soviética, a la que consideraba heredera de las prácticas zaristas que los bolcheviques habían combatido en un principio. Los chinos por entonces creían que una nueva guerra mundial era casi inminente y se sentían desprotegidos ante Moscú. La diplomacia americana trabajó durante décadas para separar a los dos gigantes comunistas, pero han bastado un par de años para que el presidente Trump los haya vuelto a juntar. La desunión de Europa y el renacer de sus nacionalismos, palpable en la respuesta a la invasión del virus, es también visible en sus vacilaciones y dudas respecto a sus relaciones con el coloso chino, que en los últimos años ha aumentado su influencia en los países africanos y en América Latina. A punto de convertirse en primera potencia económica mundial, es ya líder en tecnología y el país más poblado de la tierra, lo que le proporciona un mercado interior que sus empresarios contemplan como defensa indestructible frente al proteccionismo comercial del extranjero. Unos pactos razonables entre la Unión Europea y el antiguo Imperio del Centro son absolutamente indispensables, como ha puesto de relieve el alto comisario para las relaciones exteriores de la UE, Josep Borrell. No obstante, hay numerosos indicios de que frente a sus bienintencionadas declaraciones varios Gobiernos de la Unión comienzan a hacer patente su desconfianza hacia la potencia oriental.

Hay otro aspecto en el que el entendimiento con Pekín es necesario. El sistema financiero y monetario va a estar sometido a un formidable estrés por el aumento de la deuda pública y privada, que ya alcanza niveles nunca vistos. Esta es una situación que desborda las opciones de muchos poderes nacionales. John Kenneth Galbraith solía decir que la economía es una rama de la política, desde el convencimiento de que los Gobiernos deben regularla. A decir verdad vivimos ya en muchos aspectos la situación contraria: la globalización financiera no está sometida a más reglas que la de su propia autonomía, y gran parte de la política actual y de la soberanía de las naciones resulta más bien una simple consecuencia de las decisiones de los mercados. O los responsables de la gobernanza global se toman en serio la reforma del capitalismo, y trabajan por disminuir las crecientes diferencias entre los diversos estamentos sociales y entre los países mismos, o con toda seguridad el mundo que nos aguarda a la vuelta de la esquina será mucho más peligroso para todos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 6 de mayo de 2020

[PENSAMIENTO] Sobre la libertad




Dibujo de Eva Vázquez para El País


Miles de millones de personas de todo el mundo, comenta el periodista, escritor y académico de la RAE, Juan Luis Cebrián [El País, 3/5/2020], han visto violado el regalo de la libertad en los últimos meses por decisiones políticas o administrativas, a fin de garantizar la salud de la población.

"Decía don Quijote a su escudero -comienza diciendo Cebrián- que la libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos. Miles de millones de personas de todo el mundo han visto violado ese regalo en los últimos meses por decisiones políticas o administrativas, a fin de garantizar la salud de la población. Por la libertad y la honra, añadía nuestro Alonso Quijano, se puede y debe aventurar la vida. Si hemos asumido pacíficamente este particular cautiverio, ahora encaminado al disfrute de la condicional, no ha sido tanto por salvar las nuestras, como por proteger las ajenas.

Comprendo el estupor y aturdimiento de los gobernantes de la Tierra a la hora de hacer frente a un fenómeno de magnitudes y perfiles desconocidos hasta el momento. Pero eso no justifica las estupideces que propagan desde sus elevadas magistraturas. En los años recientes el populismo y la corrupción se aliaron en algunas democracias para entregar el poder a buen número de idiotas. No es la norma imperante, aunque tampoco la excepción, y no solo afecta a quienes ejercen el mando sino en demasiados casos también a quienes aspiran a hacerlo. Antes o después el coronavirus pasará factura a todos ellos. De modo que cuando acabe el actual barullo será urgente someter el sistema a revisión, si no queremos verlo perecer.

Fruto de la mediocridad ambiente, uno de los debates a que asistimos es sobre la prevalencia de la salud frente a la economía. Nos lo ahorraríamos si los protagonistas de tan encendida discusión consultaran qué entiende por salud la Organización Mundial de la misma. Desde su fundación en 1948, la define en sus estatutos como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades”. El médico chino Szeming Sze, que participó en la redacción de dicho enunciado, la justificó debido a su preocupación por la prevención sanitaria y no solo por la asistencia. En la actual pandemia no han sido previsores la mayoría de los Gobiernos, el español en absoluto, y el bienestar social que la salud implica se ha visto y se verá perjudicado por la paralización del sistema productivo, de cuyas consecuencias han de derivarse nuevas crisis.

Para justificar las medidas extraordinarias que están tomando, alguna de difícil encaje legal, la mayoría de los políticos enfatizan que el desastre económico que ya padecemos es el peor desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hay que preguntarse pues por qué no se inspiran en algunos de los métodos de entonces. La evocación del Plan Marshall por parte del primer ministro español en nada tiene que ver con la realidad que hoy vivimos. Fue financiado exclusivamente por Estados Unidos para ayudar a los países europeos tras la contienda, diezmadas como estaban sus poblaciones, con infraestructuras arrasadas, escasez de alimentos o viviendas, y víctimas de una ruina generalizada. Pero mucho antes que dicho plan, tan pronto como en agosto de 1940, Churchill ya había impulsado modelos para la reconstrucción después del conflicto, que no terminaría hasta cinco años más tarde. En 1943, en el seno de Naciones Unidas se firmó la instalación de la UNRRA, una oficina de reparación económica de carácter multilateral. Keynes participó en sus preparativos, como prólogo a la conferencia de Bretton Woods. El proceso se llevó a cabo, según cuenta Arnold Toynbee, en pleno apogeo de la guerra y simultáneamente al desarrollo de las operaciones militares. Algo que, por comparación, echamos de menos en el actual entorno que algunos describen como si de un conflicto armado se tratara. No estamos en una guerra por más que la metáfora encandile a los del conmigo o contra mí, ni es necesario elegir entre salud y economía si se contempla esta como una parte del completo bienestar social, evidentemente hoy amenazado.

La covid-19 es una amenaza global, por lo que merecía una respuesta temprana también global. Pero los organismos de cooperación no funcionaron. La pulsión nacionalista se adueñó de todos los Gobiernos, muchos de ellos envueltos en procesos electorales o plebiscitarios. Alemania, Francia y Austria se apresuraron a cerrar sus fronteras sin ni siquiera consultar con sus socios de la Unión. La desorganización interna de esta ha sido palpable y las controversias respecto al proceso de reconstrucción ni siquiera disfrutan de una cierta coherencia en el seno del Eurogrupo. Los salvamentos a empresas nacionales por parte de sus respectivos Gobiernos están a la orden del día; responden a necesidades objetivas pero pueden vulnerar directivas comunitarias y leyes de la competencia en detrimento de otros operadores. La construcción de Europa corre peligro. El G20 sigue desaparecido de hecho y asistimos a una expansión indiscriminada de políticas monetarias que hacen prever una crisis global de deuda. Algunos creen que esto es el fin de la globalización, o que la misma será también confinada y puesta en cuarentena. Las pulsiones autoritarias se extienden por doquier. Trump, pero no solo él, señala sin ambages a China como responsable de la extensión del virus, preparándose para exigir reparaciones, después de haberle infligido castigos por doquier en el marco de la guerra comercial. A pesar de todo ello, nos hablan del regreso a una nueva normalidad. Quizá la logremos algún día, pero no es de prever en un año o dos, porque el mundo va a cambiar sustancialmente, ya ha comenzado a hacerlo. Se necesita una reconstrucción de las relaciones internacionales que llevará tiempo y afectará tanto a las decisiones globales como a las locales.

Las instituciones emanadas de la victoria aliada frente al nazismo han sido, tras la deserción soviética, la columna vertebral del desarrollo político y económico de Occidente. Ahora resultan clamorosamente insuficientes. Es del todo absurdo que China no tenga un peso relevante en el FMI y el Banco Mundial o que las grandes economías del mundo, todas basadas en modelos de crecimiento capitalista, sean incapaces de encarar conjuntamente una reforma del sistema que garantice el bienestar social. A ello se puede llegar mediante el pacto o la confrontación, en principio fundamentalmente comercial, aunque no es de descartar una escalada bélica en determinados escenarios. En semejante situación, lo que se necesita no es tanto un nuevo Plan Marshall —aunque bienvenido sea si llega a producirse— como un nuevo Bretton Woods: una conferencia internacional que acuerde las bases del funcionamiento financiero, monetario y comercial en la nueva civilización que se inaugura.

Por lo demás, dadas las circunstancias, la suposición del presidente español de que la legislatura durará los cuatro años de rigor parece un ensueño, y a no pocos una pesadilla. Su gestión de la crisis es criticable no tanto por los resultados como por el método. Lejos de convocar desde el primer momento a las fuerzas políticas a un proyecto nacional de reconstrucción, y no solo para salvar vidas, se le ve atrincherado en su escuálida mayoría parlamentaria, llamando a la unidad sin ningún sentido autocrítico ni ánimo de participación. Me ahorraré los ejemplos, pues ya hay muchos que se encargan de exhibirlos. Tampoco la oposición se comporta mucho mejor. En ningún caso se han escuchado ofertas mutuas reales para que la lucha contra el virus y el esfuerzo de recuperación se lleven a cabo de forma solidaria. Oímos en cambio muchos reproches e insultos. Es verdad que de esta no saldremos si no actuamos todos juntos, o al menos una gran mayoría, pero no habrá unidad mientras los dos principales grupos parlamentarios que han gobernado este país durante las pasadas cuatro décadas sean incapaces de establecer un programa conjunto, no excluyente respecto al resto de las fuerzas políticas. Apresúrense a hacerlo antes de que nos salga por ahí cualquier Quijote dispuesto a alancear gigantes en defensa de su honra. O de su libertad".




El escritor Juan Luis Cebrián



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domingo, 17 de noviembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] La reforma del Estado



Dibujo de Eva Vázquez para El País


El Especial de cada domingo es un A vuelapluma diario con un poco más de extensión, profudidad y rigor, que subo al blog cada fin de semana con la eperanza de que los lectores tengan un poco más de sosiego y tiempo para su lectura.  Espero que el Especial de hoy, escrito por Juan Luis Cebrián, periodista, escritor y miembro de la Real Academia Española, les resulte interesante. Dice en él Cebrián, que el  régimen de 1978 atraviesa una crisis sistémica y un deterioro creciente de las instituciones que convierte en urgente implementar reformas que garanticen su supervivencia. Yo también lo pienso y me atrevo a reclamarlo por el bien de todos nosotros. Les dejo con él.


“La espuma de las luchas políticas 
impide en ocasiones tomar 
conciencia de las corrientes más 
profundas que mueven la Historia”.

La construcción del Estado en España 
Juan Pro Ruiz(Alianza Editorial, 2019).


¿Cuántas naciones tiene España?, -comienza preguntándose Cebrián-. Esta fue para algunos la pregunta del escándalo en los debates electorales, a la que ni Pedro Sánchez ni Adriana Lastra osaron responder, no fueran a equivocarse en el número o en la descripción. El término nación ha sido pasto de la ambigüedad a través de la Historia, no por voluntad de los hablantes, sino por avaricia de quienes les gobiernan o aspiran a hacerlo. El Diccionario de Autoridades, primero de los dictados por la Real Academia, ya definía nación como el hecho de nacer, es decir, nacimiento, aunque recogía un segundo significado: “La colección de los habitadores en alguna provincia, país o reino”. Esta es también la primera acepción del diccionario actual, cuando asevera que nación es “el conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno”. Son los ciudadanos antes que el territorio los que configuran la nación, concepto prioritariamente cultural y no político. Por eso, la cuestión que se debate no es si catalanes, gallegos, vascos o murcianos constituyen una nación, al margen de que entre todos ellos y otros muchos más conformen la nación española, sino si eso les determina o da derecho a convertirse en un Estado. Mientras la nación es algo sobrevenido, inherente al hecho de nacer, el Estado es una construcción de la voluntad: un ente jurídico y administrativo en cuyo nombre se ejerce el poder en un territorio concreto.

El nacimiento de los Estados-nación surgió al calor de la exuberancia del romanticismo, y su apelativo hace que algunos interpreten errónea o interesadamente que a cada nación debe corresponder un Estado. Pero hay más de 5.000 naciones en el mundo y solo menos de 200 Estados integran las Naciones Unidas. O sea, que, al margen de emociones e identidades plurales, da lo mismo cuántas naciones existan o no en el seno de la propia nación española. Lo importante es que nuestro Estado garantice la igualdad de los ciudadanos ante la ley sin privilegios para nadie ni exclusiones de ningún tipo. Lo que se debate por eso en la cuestión catalana es su hecho diferencial, como históricamente se le ha venido llamando, algo que inevitablemente encuentra límites en el ejercicio del poder político por parte de quien legítimamente lo ostenta: el Estado. Seguirá siendo así mientras este no naufrague.

Envío al diario estas reflexiones antes de conocer los resultados de los comicios, aunque sondeos iniciales arrojan de nuevo la incertidumbre sobre cómo ha de formarse la mayoría precisa para constituir Gobierno. El candidato de la lista más votada anunció durante la campaña que, en 48 horas a partir de hoy, ofrecería un pacto de Gobierno al resto de las formaciones para lograr el desbloqueo de la indeseable situación en que vivimos. Tan indeseable que el todavía presidente en funciones no lo es ni siquiera como consecuencia de un proceso electoral, pues no fue elegido diputado para el Parlamento que lo entronizó y solo pudo encaramarse al cargo gracias a una conjunción de apoyos extravagantes que conformaban casi una mayoría antisistema. Fruto de esa circunstancia, sus reacciones y declaraciones respecto al hecho diferencial y a la interpretación del vocablo nación, tan preñado de ambigüedades, no han hecho sino acumular confusión y caos a la hora de interpretar cuál es el proyecto socialista para España si es que definitivamente existe.

La indefinición de Sánchez y la deslealtad de Rivera a los principios fundacionales de su propio partido explican el castigo al que han sido sometidos en las urnas. Castigo que sufriremos todos en el próximo futuro si persisten las dificultades para construir una mayoría parlamentaria que garantice un buen gobierno. Esperemos que el narcisismo adolescente de que han hecho gala no les impida una vez más reconocer sus errores y ser consecuentes con ese reconocimiento. Pero la culpa de lo sucedido no es solo suya. Hace tiempo que muchos venimos denunciando la crisis sistémica por la que atraviesa el régimen de 1978, el deterioro creciente de las instituciones y la necesidad urgente de implementar reformas que garanticen su supervivencia. Pero solo el neofranquismo rampante y el independentismo pueblerino parecen tener respuesta mediante el expeditivo e inaceptable método de acabar con el propio Estado democrático. Ambos nacionalismos exaltados invocan emociones patrióticas y ensueños imposibles porque se necesitan mutuamente para sobrevivir. Pero ninguno de los llamados partidos constitucionalistas, ni tampoco el pseudoconstituyente Podemos, han puesto sobre la mesa un propósito concreto que nos ayude a resolver el caso. Dialogar a secas, como sugiere UP y farfulla el PSOE, no es un proyecto, sino solo la expresión de buenas intenciones. El diálogo no servirá para nada si no persigue desde su inicio un pacto que renueve lo que casi milagrosamente se logró en la Constitución: el reconocimiento del hecho diferencial catalán sin que por ello se menoscabara la sustancial igualdad entre los españoles, hoy vulnerada por el independentismo y amenazada por la ultraderecha. Contra lo que Sánchez sugiere no estamos solo ni principalmente ante un problema de convivencia entre catalanes, sino ante una verdadera crisis del Estado, amenazado por la hostilidad de los dirigentes de una de las más importantes comunidades autónomas. Por eso hay que dialogar con todos y entre todos, pero primero es necesario llegar a acuerdos transparentes entre las fuerzas políticas leales al régimen democrático, y ni Vox ni el independentismo lo son. Esta no es una tarea exclusiva del Gobierno, quien quiera que lo encabece, por lo que si culpables de la situación ya lo son todos, mucho más han de serlo quienes persistan en la estúpida tradición del no es no.

Hace más de diez años que EL PAÍS propuso un decálogo de reformas urgentes (¡urgentes, ya entonces!) encaminadas a restaurar la solvencia estructural de nuestro sistema, amenazada ahora por la centrifugación del poder, la insurrección civil que alimenta la Generalitat catalana y empieza a contagiarse a otras autonomías, y la mediocridad y el egotismo de los responsables políticos. Cualquier oferta que haga el presidente en funciones para lograr una gobernanza estable ha de encarar cambios, quizá accesorios, pero significativos, del sistema constitucional. De otro modo no servirá sino para prolongar la agonía de este y su creciente inutilidad frente a la pujanza admirable de nuestra sociedad civil. Tres cuestiones son cruciales: la consideración del carácter federal del Estado de las autonomías, instituyendo al Senado como Cámara efectivamente territorial; la reforma de la ley electoral, eliminando las circunscripciones provinciales y las listas cerradas y bloqueadas, y la elaboración de un estatuto de la Corona, que clarifique las funciones y capacidades de la Jefatura del Estado. Junto a ello es preciso implementar medidas políticas que garanticen la igualdad de los ciudadanos, hoy puesta en entredicho, a la hora de recibir prestaciones básicas del Estado de bienestar: educación, sanidad y pensiones.

Hemos escuchado muchas pamplinas y soflamas de los candidatos durante los últimos meses, demasiados reproches entre ellos y poca concreción en sus propuestas. Ahora, lo que hay es lo que hay, y al margen de que los perdedores tengan la decencia de marcharse y dejar el paso a otros, es preciso que los que se queden sean capaces de establecer pactos y renunciar a sus particulares manías y obsesiones. Frente a la deriva neofascista de quienes quieren conquistar el Estado en nombre de la Cataluña o la España profundas, corramos a defenderlo.




Bosque de laurisilva. La Gomera (Islas Canarias)



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miércoles, 24 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La responsabilidad de los políticos





Mientras el país se desenvuelve con normalidad, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza, escribe el periodista y académico de la Lengua Juan Luis Cebrián. 

En el esperpento al que hemos asistido los últimos meses sobre los devaneos y esfuerzos para formar Gobierno en España, una sola palabra se ha hecho dueña del escenario, pronunciada ampulosamente por todos los intérpretes de la tragicomedia: responsabilidad. De modo que la derecha debe permitir gobernar a la izquierda por responsabilidad, y abstenerse de fornicar con la extrema derecha también por responsabilidad. Pero, a su vez, la responsabilidad de formar Gobierno es de la izquierda, porque así se lo ha encargado el Rey, en el ejercicio de uno de los eximios y simbólicos poderes que la Constitución le otorga. Habida cuenta del poco apego que nuestros líderes muestran por la excelencia intelectual —salvo en el caso de Pablo Iglesias, que ya se encargó de recordar sus méritos académicos frente a los deméritos de sus oponentes—, es comprensible el descuido semántico en el que han incurrido en este caso. La responsabilidad no es en principio una cualidad del comportamiento, sino la obligación de responder por algo ante alguien. O sea, que lejos de suponer que los que no siguen los deseos de quienes pretenden monopolizar hasta el sentido común son unos irresponsables, los políticos, todos los políticos, son responsables de sus actos mal que a veces les pese. Esta es, en definitiva, la grandeza de nuestro vilipendiado régimen: que en elecciones periódicas y libres han de someterse al examen de los ciudadanos, capacitados como están para echarlos de su empleo. De modo que la responsabilidad que el presidente en funciones demanda de los demás es la misma que los demás han de exigirle, y no es él, ni ninguno de los otros, quien define los límites de su ejercicio.

Como no todo son desventuras en nuestro devenir patrio, este fin de semana hemos tenido la grata sorpresa de que por fin los portavoces socialistas se han apeado también de una chorrada de su invención: el suponer que el llamado gobierno de cooperación define una política inteligible en el ejercicio del poder. Todos los que tienen acceso al mismo están habitualmente obligados a cooperar de un modo u otro con actores terceros para conseguir fines que consideren comunes. Pero en un Gobierno de coalición, que ahora parece anunciarse, el poder es compartido de manera efectiva. Y la política se dirige precisamente a las entrañas del poder: cómo conseguirlo y cómo ejercerlo. Eso explica la renuencia socialista a establecer una alianza semejante con Podemos, y la correosa insistencia de este partido por reclamar lo que objetivamente era lógico. Dada la actual fragmentación parlamentaria resultaba impensable un Gabinete monocolor, como soñaban los dirigentes del PSOE. Pero además era del todo inconveniente porque la fragilidad del Ejecutivo habría constituido una constante amenaza para la tan cacareada estabilidad. Constatada la cerril actitud de Ciudadanos y la ausencia de una oferta por parte del PSOE a ese partido, la solución menos mala para los intereses generales es la que ahora se vislumbra. Hay que decir además que en todo el proceso negociador el más coherente y consecuente con el manual del buen gobierno ha sido precisamente Pablo Iglesias. Otra cosa son los riesgos, para un partido sistémico como el PSOE, de sentarse a la mesa con un partido declaradamente antisistema.

La Constitución declara (artículo 97) que el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa del Estado, y a eso es a lo que van a ser convocados los ministros podemitas. Aunque enseguida advierte que es el presidente quien dirige la acción del Gobierno, no especifica mucho más sobre sus atribuciones. Tuvieron que pasar casi dos décadas hasta que en 1997, ya con José María Aznar en La Moncloa, se promulgara una Ley del Gobierno que configura el funcionamiento del mismo en torno a tres principios: el que “otorga al presidente la competencia para determinar las directrices políticas que deberán seguir el Gobierno y cada uno de los Departamentos; la colegialidad y consecuente responsabilidad solidaria de sus miembros, y, por último, el que otorga al titular de cada Departamento una amplia autonomía y responsabilidad en el ámbito de su respectiva gestión”. Dado el carácter de Aznar, es evidente la autoridad casi absoluta que dotó al presidente en el articulado de la ley. Esta preeminencia es fácil de mantener en un Gobierno monocolor, sobre todo mientras las cúpulas de los partidos mantengan el control de las listas electorales en comicios cerrados y bloqueados. Pero si se consuma una coalición, hay que decir que ni Iglesias ni Sánchez tienen por el momento un currículum reconocible en lo que se refiere a la búsqueda de consensos, ni siquiera en el seno de sus propias formaciones. Ambos han convocado, con mejor o peor fortuna, al ángel exterminador para afianzar su posición en sus respectivos partidos, con lo que ahora tendrán que someterse a un curso acelerado de humildad.

Por lo demás, ha sido tanto el ruido en torno a las peleas por los sillones, tantas las descalificaciones mutuas entre todos los protagonistas del entremés, tan desabridos y pobres comentarios del habitual coro mediático, que nos avecinamos a la investidura sin tener ni la más mínima idea de cuál es el programa que PSOE y Podemos son capaces de ofrecer a la representación en Cortes. Al margen de prometer un Gobierno progresista y generalidades así, es necesario que den a conocer las líneas vertebrales de la política que el nuevo equipo quiere acometer. Cabe esperar una clarificación precisa por parte de Pedro Sánchez en su discurso de investidura. A comenzar por qué se propone hacer con el problema más acuciante y serio para la supervivencia del Estado, cuya defensa le encomienda la Constitución: la revuelta secesionista en Cataluña. Acudir de nuevo a fórmulas buenonas, como la necesidad de diálogo y pronunciamientos de ese cariz, no vale ya para casi nada. La única solución durable para ese contencioso pasa por una reforma constitucional y todos y cada uno de los líderes políticos que hoy se sientan en el Congreso de los Diputados han dinamitado cualquier posibilidad de la misma a corto plazo. La base de un proyecto de ese género, proclamado por el PSOE desde hace más de una década, pasa por un acuerdo de mínimos que hoy por hoy no existe en absoluto.

La implementación de cualquier otra propuesta, desde la revisión del estatuto hasta la incoación de un referéndum consultivo, es indeseable si no cuenta cuando menos con la aceptación pasiva de la derecha. La realidad es que mientras el país se desenvuelve con normalidad, y hasta con algún viso de complacencia según en qué sectores, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza. ¿Qué se puede esperar de un Gobierno basado en la abierta desconfianza entre los mandamases de los dos partidos que lo encabezan? ¿Qué de un Parlamento que, lejos de controlar y exigir responsabilidades (de nuevo el vocablo) al Ejecutivo, es incapaz siquiera de llamarle a pedir explicaciones?

Estamos ante una crisis profunda del sistema, y la sentencia del juicio contra los cabecillas de la insurrección independentista se encargará en breve de ponerlo de relieve, cualquiera que sea la decisión de los jueces. Los líderes políticos pueden seguir unos mirando para otro lado todo el tiempo que quieran y otros desbarrando hasta el infinito pidiendo respuestas insensatas que profundicen los agravios en la comunidad catalana y la división y el enfrentamiento en la ciudadanía. El Gobierno tiene en cualquier caso la obligación constitucional y legal de la defensa del Estado. Ojalá el presidente hoy en funciones, que aspira a serlo de manera perdurable durante la presente legislatura, nos explique finalmente cómo piensa llevarla a cabo. Es su responsabilidad.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 8 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Brutalidad y declive





La brutalidad del lenguaje de las instancias de poder, abusando de las expresiones políticamente correctas durante décadas, están provocando el declive de la Unión Europea, decía en El País hace justamente un mes, el que fuera su director y fundador, el periodista, escritor y académico de la Lengua, Juan Luis Cebrián.

Quizá hasta el momento haya sido Martin Schulz, señala Cebrián, el político europeo que con mayor precisión ha puesto el dedo en la llaga sobre el deterioro de las instituciones democráticas en general y las de la Unión en particular. Lo ha definido con una expresión digna de elogio: el lenguaje político brutal, cuando penetra en el debate parlamentario y los centros de gobierno, es una amenaza para la supervivencia de la democracia. Aunque en su reflexión podemos echar a faltar los motivos de esa deriva populista que él denuncia y que afecta a izquierda y derecha. La brutalidad del lenguaje político es reacción casi inevitable frente a las expresiones políticamente correctas de las que han venido abusando durante décadas las instancias de poder.

La mayor parte de los análisis de comentaristas independientes han puesto de relieve el fracaso, apenas mitigado, de la reciente cumbre de Bruselas, en la que se aplazó cualquier medida que pudiera significar un avance en la unión monetaria y fiscal o en los mecanismos de salvaguarda de estabilidad financiera. Pero difícilmente escucharemos un reconocimiento sin matices de esta derrota por parte de los responsables políticos. También se tomaron decisiones sobre la inmigración, como la instalación de plataformas de acogida en países terceros (nuevo eufemismo para describir los campos de refugiados) que hará enrojecer de ira y de vergüenza a cuantos siguen creyendo en que el proyecto de la Unión Europea descansa en la defensa de valores democráticos irrenunciables. De hecho, los compromisos adoptados en este terreno no están dirigidos tanto a resolver el problema como a intervenir en la política interna alemana, en defensa de la continuidad de Merkel en la cancillería, aun a costa de renunciar a sus convicciones de antaño respecto a una política de puertas abiertas para los refugiados.

En una entrevista concedida a varios diarios, entre ellos EL PAÍS, Shulz demandaba una respuesta progresista frente a la ofensiva destructora del populismo. La debilidad de las instituciones europeas no procede sin embargo solamente de las amenazas y demandas demagógicas de los populistas, sino también de la incapacidad de las autoridades de la Unión y de las de los países miembros a la hora de reformar sus propias estructuras, víctimas de la burocracia y el anquilosamiento, y en las que el déficit democrático denunciado tradicionalmente por Reino Unido sigue siendo una realidad.

Todos hemos visto bromear en el pasado al presidente Junker con el primer ministro húngaro llamándole “mi dictador favorito” y es exasperante la lentitud en la toma de decisiones frente a un Gobierno como el polaco, que ha terminado por vulnerar un principio tan teóricamente intocable en las democracias como la separación de poderes. También seguiremos mirando hacia otro lado ante los acontecimientos en Turquía en justa retribución, y previo pago, a la contención de los flujos migratorios hacia nuestras costas. Por lo demás, la deriva autoritaria de los Gobiernos del centro y el este del continente, los vetos de los países nórdicos y Holanda a los avances necesarios en la construcción de la unión monetaria, y las consecuencias del Brexit amenazan con producir la evanescencia del proyecto europeo. A este paso, acabará siendo poco más que una zona de libre comercio tal y como siempre soñaron los británicos.

El recurso al establecimiento de pactos bilaterales o trilaterales para encarar la cuestión migratoria, habida cuenta de la incapacidad de establecer una política común, la ausencia de una estrategia y una acción coordinada en política exterior y de seguridad, hasta el punto de que Francia ya sugiere la creación de un operativo de defensa multilateral al margen de la propia Unión, son otros tantos síntomas que ponen de relieve la debilidad actual de las instituciones, sometidas al cortoplacismo de los intereses de los partidos que integran sus respectivos Gobiernos nacionales.

En recientes visitas a diversas capitales, he escuchado elogios a nuestro país por parte de numerosos líderes extranjeros, habida cuenta de la inexistencia entre nosotros de partidos xenófobos o antieuropeístas. Siendo esto último cierto, lo primero no lo es tanto. El nacionalismo supremacista, como el que abiertamente representa el actual presidente de la Generalitat, es una forma de xenofobia tan denigrante e incivil como cualquier otra. Y la vulneración de la legalidad democrática en algunas resoluciones del Parlamento de Cataluña resulta tan recusable como la que ha llevado a cabo la Cámara polaca con sus leyes sobre la administración de Justicia.

Aunque la restauración del proyecto democrático no es competencia ni deber exclusivo de la izquierda, es verdad que tiene una especial responsabilidad ante la involución conservadora, y una oportunidad también de recuperar el espacio perdido en defensa del modelo europeo de la sociedad del bienestar. Esta es fruto de un pacto ya casi secular entre los democratacristianos y los socialistas, génesis de un bipartidismo del que ahora son víctimas esas mismas formaciones, pues su esclerosis sistémica y su endogamia les han alejado de las preocupaciones de los ciudadanos. Los partidos conservadores aparentan una mayor capacidad de resistencia envueltos en las banderas nacionales y parapetados en el éxito del crecimiento económico.

La contrarrevolución progresista que demanda Shulz exige a la izquierda un renovado compromiso con las instituciones democráticas y un rechazo activo de cualquier nacionalismo excluyente. No solo en la expresión de su solidaridad y respeto para con los desheredados que arriban a nuestras playas. También en la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminaciones de ninguna especie, incluidas las lingüísticas.

El proyecto europeo se ve amenazado más que por el ascenso de los populismos y nacionalismos excluyentes, por el abandono de los valores clásicos que impulsaron su fundación. La política migratoria será piedra de toque de sus comportamientos. Esperemos que a la brutalidad del lenguaje que ahora nos invade no prosiga la de las acciones en defensa de los intereses del poder.


Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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