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sábado, 20 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Desastres



Una terraza en Morata de Tajuña, Madrid. Europa Press


"El desastre del que habremos de soportar ahora las consecuencias nos ocupa por completo, y es lógico que así sea, afirma en el este A vuelapluma de hoy [Malas prácticas. El País, 12/06/2020] la poetisa y escritora Chantal Maillard. Pero, por favor, -comienza diciendo- seamos realistas: este no ha sido ni será el último desastre. El virus que ha causado el estado de alarma en estos meses no es más importante ni proporcionalmente más letal que otras muchas pandemias que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia. Tampoco es más letal ni más importante que muchas de las catástrofes que han estado ocurriendo últimamente y siguen ocurriendo ahora. ¿O acaso nos olvidamos del cáncer y la cifra de fallecidos que conlleva? En el año 2018, tan sólo en España, murieron de cáncer 112.000 personas. En el mismo año, por esta causa, se contabilizaron 9,6 millones de fallecidos en el mundo. Claro que el cáncer no se contagia y es una mina de oro para la industria farmacéutica. Tampoco se contagia “el cambio climático”, ni la “crisis de refugiados”, ni los conflictos armados, ni los tsunamis, esos desastres que ocurren siempre “en otra parte” y que los noticiarios nos ofrecían a diario a modo de seriales hasta que fueron sustituidos por el único serial capaz de adquirir realidad a nuestros ojos porque, a diferencia de los otros, éste se prolonga en nuestros gestos cotidianos y, por tanto, nos afecta. El problema es que nuestro campo de visión es por lo general bastante estrecho, pues tan sólo nos sentimos concernidos por lo que directamente nos afecta cuando, en realidad, lo que más nos concierne es aquello que, por ahora, no parece afectarnos.

Pero, ¿y si en vez de lamentarnos pusiésemos manos a la obra que tenemos por delante?¿Y si en vez de ponernos en loop, bloqueados en el florilegio de las opiniones acerca de las causas y los efectos de la pandemia, nos pusiésemos entre todos a programar un nuevo modelo de economía? ¿O se nos está olvidando que está teniendo lugar un desastre planetario para el que, miren ustedes por donde, sí que tenemos vacuna, pero no la empleamos? Será, digo yo, que no favorece a nadie. A nadie importante, claro. Porque, en este juego, hay quienes importan y quienes se deportan. Pero este es otro asunto. ¿O es el mismo?

Qué fácilmente olvidamos que éste es un planeta inestable, una minúscula célula del universo, en el que el humano no vale más que cualquier otro conglomerado de partículas. Y con cuánta vanagloria presumimos de los logros de unas ciencias que pierden de vista lo más importante: la interconexión de todo con todo, y el funcionamiento homeostático de un universo en perpetua mutación. Hemos apostado por el “ser” (la individualidad, la permanencia) y este no era el camino. Porque el ser es una entelequia, y la realidad, un proceso. Y a veces es bueno que una catástrofe nos despierte del letargo. Hemos apostado por la vida, dando por supuesto que esta era buena y que nos pertenece —aunque por lo visto a unos más que a otros—, sin tener en cuenta que no se da sin su contrario. Una educación para la muerte, como parte de la educación sentimental, sería deseable, pues el miedo tiene en ella su origen y quien desarticula el miedo se hace, entre otras cosas, inmune a las argucias de quienes pretenden manejarle. El miedo es un arma poderosa. Tan sólo el hambre la supera. Y entre el miedo y el hambre proliferan las ideologías. Súmase a ello el desconcierto que generan los cambios para un animal de costumbres como el humano. Añádase la ignorancia de unos y la ambición de otros, y agiten. Cuando al desconcierto se suman las malas prácticas, el agua se vuelve turbia. Cuando a las malas prácticas se suman las malas intenciones, el agua se vuelve oscura.

Rentabilizar un cambio y dividir a golpe de bandera es la más vieja de las estrategias. Pero lo malo no es que algunos sigan empleándola, lo malo, lo realmente malo, es que siga funcionando. ¿Tan poco habremos aprendido en estos últimos siglos para no percatarnos de que detrás de un estandarte se ocultan mil fantasmas? ¿Que quienes se visten de bandera no llaman a la unidad sino que crean al enemigo? ¿Que cuando invitan a sus niños a agitar recuadritos de colores —¡qué bonito, todos a una con la manita alzada!— les están preparando para el odio? Mover a la masa es cosa fácil. Una población son muchos individuos, la masa es sólo una. De entre los individuos, unos pocos, los más pausados, se retiran, toman distancia y atienden a sus corrientes subterráneas. Otros piensan, sopesan y deciden. La masa ni se retira ni piensa, tan sólo opina y sigue.

Lo social es un mal que se rige por el mimetismo y por el conflicto, decía el antiguo maestro Chuang Tse. Desarticularlo requiere el ejercicio de una libertad que en nada se parece a las sobrevaloradas libertades y empieza por el conocimiento de uno mismo. Mientras tanto, a pie de calle, donde, sin reglamentos ni dictados, se organiza la gente para proveer techo, alimento y afecto a quienes no los tienen. ¿Cómo llamaremos a esto? Henri Michaux quiso hallar una prelengua capaz de volver a decir las cosas en su movimiento, en su perpetua emergencia. ¿Cabría hablar de una prepolítica que, sin retóricas ni estadísticas, sin pactos ni intereses, fuese capaz de devolvernos la concordia (cum cordis), esa unidad de cuerdas interiores que sin palabras reconocemos al oído? — ¿Devolvernos? ¿Alguna vez la tuvimos? Todo Gobierno es un mal, decía Chuang Tse. Y todo reglamento —añado— el síntoma de una pérdida".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 2 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Pandemias




Dibujo de Eva Vázquez para El País


Ninguna otra epidemia, afirma en el A vuelapluma de hoy martes [¿Apocalipsis Now?. El País, 17/5/2020] el escritor y académico de la Lengua Juan Luis Cebrián, ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos vivido estos últimos dos meses

"Desde muchos puntos de vista puede decirse que la de la covid-19 es la primera auténtica pandemia que el mundo padece. Ninguna otra epidemia del pasado ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos conocido durante estos últimos dos meses. Sin embargo, y como señala la francesa Françoise Hildesheimer, autora de una historia sobre las plagas y su influencia en la sociedad, los métodos empleados para luchar contra el coronavirus no son muy diferentes de los que se utilizaron contra la peste. Claro que entonces no había casi 8.000 millones de habitantes, más de la mitad conectados entre sí a través de Internet, no existían megaciudades, y se castigaba con la horca al que pretendiera fugarse de una muerte segura causada por la bacteria. Sorprende por otra parte la unanimidad incluso dialéctica que la mayoría de los gobernantes han adoptado en sus decisiones. No es tanto que se hayan coordinado entre sí como que se vienen copiando unos a otros con descaro. Un eufemismo tan necio como el anuncio de una “nueva normalidad” se escucha lo mismo en París que en Washington o en Madrid; y el argumento angélico frente a sus críticos de que los gobernantes se dedican antes que nada a salvar vidas, o la exculpación de sus errores porque lo hacen lo mejor que saben, son tan ingenuos como innecesarios. ¡Faltaría más!

En pleno desconfinamiento, palabro sobre el que aún debatimos en la Academia, se habla mucho de cuándo podrán visitarnos nuestros nietos o seremos libres de tomar una cerveza sin que nos amenace la autoridad competente. Muy poco se comenta en cambio que los desvaríos de esa nueva normalidad no afectarán solo a nuestras vidas y al comportamiento social, sino también, y de forma inmediata, a los procesos internacionales y las relaciones entre los países. No sabemos todavía casi nada del virus, y sabemos muy poco del futuro del mundo, pero sí podemos estar seguros de que será muy diferente. Y peor. No se trata de anunciar el Apocalipsis Now, aunque comencemos a verles la cara a los jinetes de la peste, el hambre, la guerra y la muerte que avisan en la Biblia del fin de los días. Tenemos los medios y las herramientas para evitar una catástrofe mayor de la que ya vivimos. Pero es precisa también la voluntad de hacerlo.

Por decirlo con palabras que escuché hace bien poco al presidente de una gran multinacional, en la batalla entre globalización y nacionalismo, la primera es perdedora y es de prever que lo seguirá siendo en el corto plazo. De modo que en vez de buscar soluciones mundiales a problemas mundiales, no pocos gobernantes se dedican no solo a guardar las distancias sociales (otro bello eufemismo) entre su país y los de los otros, sino a identificar y perseguir un enemigo. El virus no reconoce fronteras, aunque entonces cabe preguntarse por qué se cierran a cal y canto, pero tiene denominación de origen: es el virus chino.

La ofensiva contra el emergente poder de Pekín había comenzado ya con la guerra comercial desatada por Trump. La verdad es que muchos de los fenómenos disruptivos que la pandemia parece haber desatado no son sino un prolongamiento de los efectos de la crisis financiera de 2008. En esa ocasión, China y los tigres asiáticos aparecieron ante las opiniones públicas occidentales como agentes más eficaces y rápidos a la hora de responder a los desequilibrios generados tras la quiebra de Lehman Brothers. Algunos dirigentes europeos señalaron sin ambages la necesidad de reformar el capitalismo, singularmente el financiero, si se pretendía que sobreviviera a sí mismo. Desde entonces nada o muy poco se ha hecho al respecto, mientras aumentaban las desigualdades hasta extremos socialmente insoportables. La eficiencia china se basaba entre otras cosas en la inexistencia de democracia interna, lo que facilitaba la imposición de reglas y aceleró los plazos en la toma de decisiones. Para los occidentales ese fue un mal ejemplo: muchos ciudadanos que padecen hoy el desencanto democrático se muestran propicios a ceder en el ejercicio de sus libertades a cambio de seguridad y bienestar económico. De cualquier modo, por más que se la demonice, China va a seguir ahí y tanto Europa como América la necesitan en tres o cuatro campos en los que su contribución es inevitable para los intereses generales: la lucha contra la actual pandemia, el desarrollo tecnológico y la contención del calentamiento global.

En el primer caso es precisa una colaboración estrecha con los científicos de Wuhan que permita identificar sin trabas el origen del virus y las causas de su extensión, así como cooperar en la investigación de una vacuna y de los tratamientos adecuados para la enfermedad. En tecnología, el desarrollo de redes 5G nos permitirá conectarnos casi en tiempo real, facilitando el Internet de las cosas y multiplicando el número de contactos. Las empresas chinas llevan varios años de adelanto a las occidentales en la implantación de esa tecnología y no es justo para la economía de nuestros países y el bienestar de nuestros ciudadanos retrasar su despliegue en Europa mediante prácticas proteccionistas. Por último, en lo que se refiere al cambio climático, poco o nada se podrá hacer sin un acuerdo con Pekín, capital del país más contaminante de la tierra.

La apertura de China hacia Occidente la inició Mao poco antes de morir, con la complicidad de Nixon y Kissinger en la Casa Blanca. Sus razones para hacerlo, expresadas por él mismo, se basaban en el temor hacia la Unión Soviética, a la que consideraba heredera de las prácticas zaristas que los bolcheviques habían combatido en un principio. Los chinos por entonces creían que una nueva guerra mundial era casi inminente y se sentían desprotegidos ante Moscú. La diplomacia americana trabajó durante décadas para separar a los dos gigantes comunistas, pero han bastado un par de años para que el presidente Trump los haya vuelto a juntar. La desunión de Europa y el renacer de sus nacionalismos, palpable en la respuesta a la invasión del virus, es también visible en sus vacilaciones y dudas respecto a sus relaciones con el coloso chino, que en los últimos años ha aumentado su influencia en los países africanos y en América Latina. A punto de convertirse en primera potencia económica mundial, es ya líder en tecnología y el país más poblado de la tierra, lo que le proporciona un mercado interior que sus empresarios contemplan como defensa indestructible frente al proteccionismo comercial del extranjero. Unos pactos razonables entre la Unión Europea y el antiguo Imperio del Centro son absolutamente indispensables, como ha puesto de relieve el alto comisario para las relaciones exteriores de la UE, Josep Borrell. No obstante, hay numerosos indicios de que frente a sus bienintencionadas declaraciones varios Gobiernos de la Unión comienzan a hacer patente su desconfianza hacia la potencia oriental.

Hay otro aspecto en el que el entendimiento con Pekín es necesario. El sistema financiero y monetario va a estar sometido a un formidable estrés por el aumento de la deuda pública y privada, que ya alcanza niveles nunca vistos. Esta es una situación que desborda las opciones de muchos poderes nacionales. John Kenneth Galbraith solía decir que la economía es una rama de la política, desde el convencimiento de que los Gobiernos deben regularla. A decir verdad vivimos ya en muchos aspectos la situación contraria: la globalización financiera no está sometida a más reglas que la de su propia autonomía, y gran parte de la política actual y de la soberanía de las naciones resulta más bien una simple consecuencia de las decisiones de los mercados. O los responsables de la gobernanza global se toman en serio la reforma del capitalismo, y trabajan por disminuir las crecientes diferencias entre los diversos estamentos sociales y entre los países mismos, o con toda seguridad el mundo que nos aguarda a la vuelta de la esquina será mucho más peligroso para todos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 26 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Emociones





Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, afirma en el A vuelapluma de hoy ["Contagio emocional". ABC, 24/3/2020] el filósofo Javier Moscoso. 

"En uno de los cuentos más emblemáticos de Edgar A. Poe, -comienza diciendo Moscoso- el detective Dupin resuelve el misterio de un chantaje, no mediante la aplicación del razonamiento lógico, sino a través de la identificación empática. En «la carta robada», que así se llama este maravilloso cuento, Poe defiende que, para averiguar los pensamientos de otros, no hay nada como comenzar por acomodar nuestras expresiones faciales a las suyas, y esperar a que los mismos sentimientos afloren en nuestro corazón. Por boca del avezado Dupin, el escritor se pregunta si los grandes moralistas, desde Maquiavelo a La Bruyère, no fueron tal vez más que personas dotadas con esa capacidad de hacer brotar en su interior los pensamientos y sentimientos de otros. Tiempo antes de que el filósofo Adam Smith estableciera que la simpatía era el fundamento de la sociedad civil, el suizo Albrecht von Haller, fundador de la fisiología moderna, le había cortado la cabeza a un buey para estudiar sus movimientos post-mortem. Cuando vio brotar una lágrima del ojo del animal, juró que jamás repetiría experimento semejante.

En los tiempos que corren, habría que reconocer que el drama de la nueva pandemia posee una dimensión psicológica y emocional que no puede desatenderse. Las medidas de distanciamiento social, que no son sino una forma suave de llamar al confinamiento, producen un efecto similar al del náufrago atrapado en su isla, aislado y, sin embargo, responsable de mantener sus rutinas cotidianas, sus valores morales y sus virtudes económicas. La circunstancia de que Defoe escribiera tanto un libro sobre la soledad de un náufrago como un diario de la peste nos hace ver hasta qué punto la relación entre el aislamiento y la pandemia, entre los individuos y sus referentes emocionales, no pueden olvidarse en tiempos de tragedia. Dentro de poco seremos capaces de derrotar la enfermedad, pero tal vez pasemos por alto lo que podíamos haber aprendido de nosotros mismos. Hay que recordar que, desde los tiempos de Tucídides, o incluso desde que Apolo castigara a los griegos con la peste, las grandes visitaciones, como se llamaba a estos episodios, nos han puesto en la necesidad de movilizar no solo nuestros conocimientos, sino nuestros recursos emocionales. Nada extraño por otra parte, puesto que no hay relatos sin emociones ni enfermedad humana sin relato. Así que, a medida que avanza la enfermedad, también afloran los sentimientos. Y no todos son bienvenidos ni carecen de consecuencias. Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, de las cuales la historia nos proporciona innumerables ejemplos.

Para empezar, nuestra situación presente puede parecernos única, pero no lo es en absoluto. La gran pandemia de este año, como la peste de 1665, como cualquier otra, no distingue fronteras. Por el contrario, es un fenómeno propio de la globalización que algunos juzgarán cosa de ahora, pero que en realidad ha sido cosa de siempre. Por muy extraño que les parezca a algunos, nunca hemos estado solos. De ahí que hayamos tenido siempre la tentación de pensar que la enfermedad viene de lejos. Al describir la peste que asoló Atenas en el siglo V antes de Cristo, el historiador Tucídides explicaba que la epidemia había surgido en Etiopía, más allá de Egipto. De los valles del Nilo había llegado a Libia, desde donde se extendió por el Peloponeso. Tampoco innovamos demasiado en las soluciones. En la peste de Florencia de 1348, que dio lugar al Decameron, Boccaccio explicaba cómo, para combatir la enfermedad, algunos ciudadanos prefirieron apartarse de cualquier otro ser humano y encerrarse en sus casas; otros optaron por la satisfacción de sus más diversos apetitos y hubo también quien, ante la rapiña y el desorden, prefirió abandonar sus posesiones, buscando refugio en el campo. Como en la peste de Londres de 1665, sobre la que escribió Defoe en 1722, la llegada de la epidemia propiciaba, antes como ahora, una nueva relación de los ciudadanos con la autoridad, así como una forma de enfrentar de manera individual y colectiva la experiencia de la tragedia. Tampoco faltan, en cualquier acontecimiento que cuestione o suspenda provisionalmente el orden social, las acusaciones veladas o explícitas. Fuera de la lógica del castigo divino, con la que Apolo castigó a las griegos en la Ilíada, la naturalización de cualquier fenómeno disruptivo ha pasado, históricamente, por el señalamiento del otro, hasta el punto de que el drama de la pandemia ha servido muchas veces de abrevadero del odio y del fanatismo. La historia de la xenofobia y de la peste se han encontrado muchas veces, aunque no siempre bajo la bandera de la discriminación racial. Baste recordar que en los comienzos de la epidemia de sida, tampoco faltaron voces dispuestas a explicar la desgracia por la orientación sexual de los enfermos.

Puesto que la visitación supone una ruptura del universo normativo, es lógico que afloren los sentimientos de pertenencia grupal, ya estén animados por el amor o por el odio. Los aplausos y las caceroladas que se escucharon hace unos días en algunas ciudades de España tienen orientación política muy diferente, desde luego, pero ambos fenómenos obedecen a la misma necesidad, la de construir un orden emocional que sostenga el espectáculo de la tragedia. Ya sea como reconocimiento o como señalamiento, el gesto subraya la urgencia de aunar los vínculos de pertenencia grupal, mediante la movilización de pasiones, incluso contradictorias.

Al contrario que Robinson Crusoe, que tenía que hacer esfuerzos por mantener viva la civilización, aun estando solo, los protagonistas del año de la peste deben intentar no sucumbir a las pasiones ficticias, ni a las emociones inmoderadas. Es decir, deben evitar convertirse en salvajes, aun estando juntos. El alegato de Defoe a favor de las medidas impopulares que sirvieron, en lo posible, para contener la epidemia, forman parte de la lógica británica del «Keep calm and carry on» (mantenga la calma y siga adelante) que tan buenos resultados produjo durante los bombardeos de Londres en 1940. Bajo la forma de lo que los psicólogos denominan «contagio emocional», que los antiguos llamaban «ósmosis» y los modernos «simpatía», los seres humanos reconocemos nuestro carácter gregario, hasta en condiciones de confinamiento. Ahora bien, el contagio emocional en tiempos de epidemia, que nos lleva a arrojarnos sin control sobre los rollos de papel higiénico, es tan peligroso como el contagio viral, pero al contrario que este último, puede ser modulado. No es una imposición de la naturaleza, sino un factor humano que puede y debe regularse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 20 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Imbéciles



Ciudad de México, hoy. Fotografia de Mónica González para El País


"Tiene gracia que hayamos tenido que esperar a una pandemia para constatar que el mundo es uno -escribe el genetista Javier Sampedro ["Un solo mundo". El País, 18/3/2020]-. La crisis se va expandiendo de este a oeste, igual que el amanecer, y cada meridiano va incurriendo en los mismos errores que el anterior, como si fuéramos personajes de una tragedia griega de dimensión planetaria. Con el beneficio de la visión retrospectiva, hoy sabemos que fue un error celebrar la manifestación del 8-M, también el mitin de Vox y no sé qué partido de fútbol, pero esto es muy fácil de decir ahora. De Pekín a Madrid y de los médicos a los periodistas, hemos incurrido todos en los mismos errores, y ahora podemos ver mejor los que están cometiendo más al oeste, al otro lado del charco, y también en la irreductible aldea británica, que está más al oeste de lo que dicta la geografía.

Los mentideros científicos están escandalizados, a la manera humorosa que caracteriza a este colectivo, de la repentina conversión de Donald Trump a la racionalidad. Este presidente que ha despreciado a los investigadores, ha recortado sus presupuestos y hasta ha tenido la desfachatez de poner a un negacionista del cambio climático al frente de la agencia de protección ambiental más importante del mundo (la EPA, ‘Environmental Protection Agency’), se ha tenido que doblegar ante la amenaza coronavírica y se ha puesto a meter prisa a los científicos para que desarrollen una vacuna. Por supuesto, los científicos del país ya estaban haciendo eso sin necesidad de que Trump se lo dijera, y ahora solo pueden partirse de risa con su hipocresía y su monumental ignorancia.

Los CDC de Atlanta (Centros de Control de Enfermedades), que siguen siendo la mejor agencia del mundo en su campo pese a la espesura del actual inquilino de la Casa Blanca, concluyeron ya el mes pasado que Estados Unidos se exponía a 200 millones de infecciones por el coronavirus –el 60% de la población de ese país— de los que 200.000, en el mejor escenario, o 1,7 millones en el peor, perderían la vida. Insisto en que eso era el mes pasado, mientras su presidente hacía bromas sobre el “virus chino”.

Estos hechos dan una idea muy intuitiva del daño que puede hacer un gobernante inepto a sus propios ciudadanos. Por fortuna, Estados Unidos es mucho más que la Casa Blanca, y sus dos principales ciudades, Nueva York y Los Ángeles, ya han cerrado sus bares y colegios. ¿Les suena de algo? Sí, es lo mismo que hicimos nosotros hace una semana que ya parece infinita. Si la experiencia nos sirve de algo, podemos predecir que los ciudadanos de la gran potencia mundial estarán pronto en aislamiento domiciliario. Ni el más dañino de los gobernantes sería capaz de echarse un millón de muertos sobre la espalda".

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martes, 17 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Literatura contra el miedo



El duomo de Florencia. Foto Reuters


"Al paso de la epidemia que, como un tsunami de pesadilla, está asolando el planeta desde su aparición en China, -comenta el escritr Julio Llamazares en el A vuelapluma de hoy ["El Decamerón". El País, 14/3/2020]- muchos son los que han recordado obras tanto cinematográficas como literarias que evocan o anticiparon lo que hoy está sucediendo en el mundo: La peste, de Albert Camus; Los novios, de Alessandro Manzoni; La peste escarlata, de Jack London; Diarios del año de la peste, de Daniel Defoe; El último hombre, de Mary Shelley, Némesis, de Philip Roth... Muy pocos, sin embargo, han recordado, al menos que yo haya leído, el Decamerón, de Bocaccio, cuya historia transcurre en medio de la epidemia de peste bubónica que diezmó a la población de Florencia en el año 1348. Posiblemente porque en el Decamerónno se abordan tanto los detalles de la enfermedad como la oportunidad que les brinda a sus protagonistas de llenar su tiempo de cuarentena, que pasan aislados en una casa de campo, de narraciones orales y de imaginación.

Recuerdo brevemente para aquellos que no lo hayan leído el argumento del Decamerón: diez florentinos —siete mujeres y tres hombres— deciden huir de su ciudad y refugiarse en una villa campestre mientras la peste siga azotando a la capital de los Médici. Durante los días que dura su reclusión, los personajes entretendrán el tiempo contándose historias por turno hasta completar las 101 que componen la obra de Bocaccio, pues en la introducción a la cuarta jornada este añade un relato más a los 10 de cada uno de ellos. Contra lo que cabría pensar, la mayoría de las historias que los protagonistas se cuentan unos a otros son de carácter festivo y erótico, sin rastro de temor ni de inquietud por lo que está sucediendo entretanto en Florencia. Bocaccio escribió el Decamerón cuando el Renacimiento se atisbaba en el horizonte y la humanidad dejaba atrás la Edad Media con su paisaje de oscuridad, Inquisiciones y pestes físicas y morales. La idea del carpe diem prima entre los protagonistas en lugar del ¿ubi sunt (los muertos)? medieval.

Cuento esto porque es exactamente lo contrario de lo que observo a mi alrededor en estos días de imprevista cuarentena a la que el coronavirus, la enfermedad que recorre el mundo, nos está obligando a los habitantes de Europa, un continente habituado desde hace décadas a vivir en seguridad y paz. La costumbre, que creíamos ya un derecho, nos ha fragilizado de tal modo que todo lo que no sea vivir como hasta ahora nos parece inaceptable, y nos rebelamos contra la realidad. De ahí el temor que se ha establecido en todos y de ahí las reacciones infantiles, de no aceptar lo que está ocurriendo, de muchas personas que, en lugar de colaborar a no difundir el miedo, contribuyen a su propagación a través de las redes sociales y de todos los medios a su alcance.

El ejemplo del Decamerón debería servirnos para que estos difíciles días, que pasarán, no tengo ninguna duda, como han pasado todos a lo largo de la historia, no se llenen de sombra y de inquietud, al contrario. Si para algo sirve la literatura (y quien dice la literatura dice el cine y cualquiera de las formas de creación y entretenimiento de las que disponemos hoy gracias a las tecnologías) es para encontrar consuelo en medio de la adversidad y para llenar de esperanza el tiempo como en aquella villa florentina de Bocaccio en la que la fantasía salvó a sus protagonistas del miedo".

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viernes, 13 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Miedo



Maniquíes en una tienda de Gaza (Palestina)


"Las verdaderas pandemias mortales de este planeta -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Miedo al otro". El País, 8/3/2020] el escritor Manuel Vicent- son el hambre, la violencia, las guerras, la emigración masiva, la fosa del Mediterráneo y las enfermedades confinadas al Tercer Mundo, pero estos males endémicos no causan miedo ni pánico porque no se transmiten a través del aliento y la saliva de los otros. En la historia de este planeta ha habido sucesivas extinciones de especies a causa de meteoritos gigantes, de volcanes y terremotos devastadores, pero la humanidad sigue bailando sobre las deslizantes placas tectónicas porque acepta que son fuerzas telúricas fuera de su alcance. Las epidemias bíblicas como la lepra y la peste bubónica se atribuían a un castigo de Dios, y para aplacar su ira se montaban procesiones de disciplinantes y se quemaba en la hoguera a brujas y herejes. En el Apocalipsis se dice que al abrirse el Séptimo Sello se hará un silencio en el cielo y siete ángeles tocarán sus trompetas de plata para anunciar el fin del mundo. No se necesita un lujo semejante. Hoy se sabe que la vida es un episodio contingente, una aventura bioquímica sin sentido en la historia de este planeta, que anteayer no existía y pasado mañana, cuando desaparezca, en la Tierra se instalará un silencio de piedra pómez y no habrá sido necesario que ningún ángel tocara la trompeta, bastó con un virus en forma de muñeco diabólico que la humanidad se fue pasando de unos a otros hasta quedar por completo exterminada. El infierno son los otros, dijo Jean Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás que nos penetra y nos delata. En este caso, la mirada será un virus y el terror vendrá porque quien te mate será quien más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar como un avance entre nosotros".

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