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jueves, 26 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Emociones





Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, afirma en el A vuelapluma de hoy ["Contagio emocional". ABC, 24/3/2020] el filósofo Javier Moscoso. 

"En uno de los cuentos más emblemáticos de Edgar A. Poe, -comienza diciendo Moscoso- el detective Dupin resuelve el misterio de un chantaje, no mediante la aplicación del razonamiento lógico, sino a través de la identificación empática. En «la carta robada», que así se llama este maravilloso cuento, Poe defiende que, para averiguar los pensamientos de otros, no hay nada como comenzar por acomodar nuestras expresiones faciales a las suyas, y esperar a que los mismos sentimientos afloren en nuestro corazón. Por boca del avezado Dupin, el escritor se pregunta si los grandes moralistas, desde Maquiavelo a La Bruyère, no fueron tal vez más que personas dotadas con esa capacidad de hacer brotar en su interior los pensamientos y sentimientos de otros. Tiempo antes de que el filósofo Adam Smith estableciera que la simpatía era el fundamento de la sociedad civil, el suizo Albrecht von Haller, fundador de la fisiología moderna, le había cortado la cabeza a un buey para estudiar sus movimientos post-mortem. Cuando vio brotar una lágrima del ojo del animal, juró que jamás repetiría experimento semejante.

En los tiempos que corren, habría que reconocer que el drama de la nueva pandemia posee una dimensión psicológica y emocional que no puede desatenderse. Las medidas de distanciamiento social, que no son sino una forma suave de llamar al confinamiento, producen un efecto similar al del náufrago atrapado en su isla, aislado y, sin embargo, responsable de mantener sus rutinas cotidianas, sus valores morales y sus virtudes económicas. La circunstancia de que Defoe escribiera tanto un libro sobre la soledad de un náufrago como un diario de la peste nos hace ver hasta qué punto la relación entre el aislamiento y la pandemia, entre los individuos y sus referentes emocionales, no pueden olvidarse en tiempos de tragedia. Dentro de poco seremos capaces de derrotar la enfermedad, pero tal vez pasemos por alto lo que podíamos haber aprendido de nosotros mismos. Hay que recordar que, desde los tiempos de Tucídides, o incluso desde que Apolo castigara a los griegos con la peste, las grandes visitaciones, como se llamaba a estos episodios, nos han puesto en la necesidad de movilizar no solo nuestros conocimientos, sino nuestros recursos emocionales. Nada extraño por otra parte, puesto que no hay relatos sin emociones ni enfermedad humana sin relato. Así que, a medida que avanza la enfermedad, también afloran los sentimientos. Y no todos son bienvenidos ni carecen de consecuencias. Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, de las cuales la historia nos proporciona innumerables ejemplos.

Para empezar, nuestra situación presente puede parecernos única, pero no lo es en absoluto. La gran pandemia de este año, como la peste de 1665, como cualquier otra, no distingue fronteras. Por el contrario, es un fenómeno propio de la globalización que algunos juzgarán cosa de ahora, pero que en realidad ha sido cosa de siempre. Por muy extraño que les parezca a algunos, nunca hemos estado solos. De ahí que hayamos tenido siempre la tentación de pensar que la enfermedad viene de lejos. Al describir la peste que asoló Atenas en el siglo V antes de Cristo, el historiador Tucídides explicaba que la epidemia había surgido en Etiopía, más allá de Egipto. De los valles del Nilo había llegado a Libia, desde donde se extendió por el Peloponeso. Tampoco innovamos demasiado en las soluciones. En la peste de Florencia de 1348, que dio lugar al Decameron, Boccaccio explicaba cómo, para combatir la enfermedad, algunos ciudadanos prefirieron apartarse de cualquier otro ser humano y encerrarse en sus casas; otros optaron por la satisfacción de sus más diversos apetitos y hubo también quien, ante la rapiña y el desorden, prefirió abandonar sus posesiones, buscando refugio en el campo. Como en la peste de Londres de 1665, sobre la que escribió Defoe en 1722, la llegada de la epidemia propiciaba, antes como ahora, una nueva relación de los ciudadanos con la autoridad, así como una forma de enfrentar de manera individual y colectiva la experiencia de la tragedia. Tampoco faltan, en cualquier acontecimiento que cuestione o suspenda provisionalmente el orden social, las acusaciones veladas o explícitas. Fuera de la lógica del castigo divino, con la que Apolo castigó a las griegos en la Ilíada, la naturalización de cualquier fenómeno disruptivo ha pasado, históricamente, por el señalamiento del otro, hasta el punto de que el drama de la pandemia ha servido muchas veces de abrevadero del odio y del fanatismo. La historia de la xenofobia y de la peste se han encontrado muchas veces, aunque no siempre bajo la bandera de la discriminación racial. Baste recordar que en los comienzos de la epidemia de sida, tampoco faltaron voces dispuestas a explicar la desgracia por la orientación sexual de los enfermos.

Puesto que la visitación supone una ruptura del universo normativo, es lógico que afloren los sentimientos de pertenencia grupal, ya estén animados por el amor o por el odio. Los aplausos y las caceroladas que se escucharon hace unos días en algunas ciudades de España tienen orientación política muy diferente, desde luego, pero ambos fenómenos obedecen a la misma necesidad, la de construir un orden emocional que sostenga el espectáculo de la tragedia. Ya sea como reconocimiento o como señalamiento, el gesto subraya la urgencia de aunar los vínculos de pertenencia grupal, mediante la movilización de pasiones, incluso contradictorias.

Al contrario que Robinson Crusoe, que tenía que hacer esfuerzos por mantener viva la civilización, aun estando solo, los protagonistas del año de la peste deben intentar no sucumbir a las pasiones ficticias, ni a las emociones inmoderadas. Es decir, deben evitar convertirse en salvajes, aun estando juntos. El alegato de Defoe a favor de las medidas impopulares que sirvieron, en lo posible, para contener la epidemia, forman parte de la lógica británica del «Keep calm and carry on» (mantenga la calma y siga adelante) que tan buenos resultados produjo durante los bombardeos de Londres en 1940. Bajo la forma de lo que los psicólogos denominan «contagio emocional», que los antiguos llamaban «ósmosis» y los modernos «simpatía», los seres humanos reconocemos nuestro carácter gregario, hasta en condiciones de confinamiento. Ahora bien, el contagio emocional en tiempos de epidemia, que nos lleva a arrojarnos sin control sobre los rollos de papel higiénico, es tan peligroso como el contagio viral, pero al contrario que este último, puede ser modulado. No es una imposición de la naturaleza, sino un factor humano que puede y debe regularse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 30 de diciembre de 2019

[PENSAMIENTO] Adiós a Harold Bloom



El profesor y crítico literario Harold Bloom


La lucha de Harold Bloom, reconocido universalmente como uno de los más eminentes críticos literarios del siglo XX, -escribe el profesor de la Penn State University, Álex Ramírez-Arballo-, fue siempre contra la ideología. El paradigma académico que encarnó con persistencia feroz en sus clases es el del hombre libre, con sed de conocimiento, apasionado y furioso siempre contra la estupidez masificadora de las novedades.

"Harold Bloom murió hace unos días -comienza diciendo Ramírez-Arballo- y me resulta inevitable pensar con emoción en el imponente legado moral e intelectual que deja tras de sí. Pensador de gran potencia y valentía, ha sido para las humanidades un largo y sostenido terremoto, sobre todo en la academia norteamericana, donde por años fue capaz de defender con armas y letras una idea trascendente de la literatura en contraposición a las corrientes de moda, iracundas pero superfluas, montadas sobre dos o tres ideas que se repiten hasta el hartazgo: poder, raza, interseccionalidad, clase y algunas otras tantas zarandajas referidas mecánicamente, casi con resignación, en los ilegibles papers del gremio. La apuesta de Bloom era clara: en la historia de la literatura hay obras de gran poder a las que debemos acudir porque en ellas radica el poder de iluminar la vida de los lectores. Para el profesor Bloom la lectura, pues, era una experiencia transformacional que debía implicar por necesidad una suerte de metanoia. De ahí que el canon sea una necesidad y una posibilidad: se requiere porque posee una función cognoscitivo-espiritual y es posible debido a que el número de textos y autores capaces de provocar semejante experiencia ha de ser más bien reducido. El canon es un mapa de la sabiduría al que toda persona debe asomarse si es que quiere conocer la genealogía de su espíritu.

La lucha de Bloom fue siempre contra la ideología. El paradigma académico que encarnó con persistencia feroz en sus clases es el del hombre libre, con sed de conocimiento, apasionado y furioso siempre contra la estupidez masificadora de las novedades; por ello su insistencia en una lectura no mediatizada, directa, de textos primarios. Con el advenimiento de las ideas de la Escuela de Frankfurt, el marxismo, el psicoanálisis, la deconstrucción y, en fin, toda la estridencia del postestructuralismo, las humanidades se convirtieron en un escenario de guerrillas constantes donde la primera víctima hubo de ser la literatura, que pasó de ser obra a simple documento donde los profesores buscan encontrar la justificación puntual de todos y cada uno de sus prejuicios. La lectura ideologizada vuelve la obra literaria instrumento y justificación de una lectura personal inamovible, acrítica y claramente antihumanista.       

Al fin y al cabo un romántico empedernido, Harold Bloom es un pensador analógico. Su teoría poética, expresada de manera deslumbrante en La angustia de las influencias (1973), encarna con serena claridad uno de los pilares del pensamiento moderno, insisto, el de la analogía. El modo en que se constituye una tradición es para Bloom el entrelazamiento proporcionado (continuo y discontinuo a un tiempo) que moviliza la poesía en la historia de la literatura y, esto es lo más importante, le otorga un sentido (experiencia, razón, rumbo). Las lecturas equívocas son necesarias, pero solo en cuanto hacen posible la variación; la alternativa, además de imposible, es absolutamente absurda: el ideal de una lectura unívoca, pétrea, que no se ha conseguido ni siquiera en las formas más radicales del fundamentalismo religioso. Los poetas fuertes, nos dice con énfasis Bloom, producen variaciones necesarias dentro de una tradición; los poetas blandengues, en cambio, se repiten hasta la náusea y en el mejor de los casos no son capaces de crear nada que no sea simple doctrina, y en el peor, tedio.

Se calificó a sí mismo siempre como un gnóstico, lo que implica dos cosas: fe en el poder individual para acceder al conocimiento y certeza de que los saberes han de ser reservados para quienes realmente los merecen. El ideal elitista de Bloom es claramente insostenible en el contexto de la universidad actual, tironeada, por un lado, por las fuerzas del mercado que le exige productividad, eficiencia y ganancias, y por el otro lado, por obsesiones identitarias (sic) de estridencia combativa, corrección política, intolerancia gremial y una brutal ausencia de autocrítica. De todo esto se colige que la suya fue una vida única, forjada a impulsos, a resistencias; Bloom se hace a sí mismo, se sabe excepción y persiste en reclamar para sí el derecho (de nuevo el romanticismo) a una radical libertad expresada en muchas ocasiones de una forma caprichosa.

Bloom representó como nadie al ideal pedagógico del tirano. Su filosofía de la enseñanza podría resumirse en cuatro palabras: “Yo hablo, tú escuchas”. Y esto se extiende a su escritura, a su pasión por las nóminas, las selecciones, las listas; basta que una persona se dedique a hacer un diccionario o antología literarios para que muy prontamente se alce de entre los arbustos una legión de detractores. Con Bloom no fue diferente. Siendo el autócrata del aula que siempre fue, no sorprenden los enconos y feroces enemistades que supo cultivar, lo que me sorprende es la capacidad que tuvo para trascender el discurso académico (y sus pugilatos) y alcanzar lo que muy pocos han podido: un reconocimiento público casi popular. Sus libros se venden hasta en los aeropuertos y en los años noventa no era raro ver su imagen corpulenta y burlona en la televisión, entrevistado por Charlie Rose o en algún documental dedicado a su vida y obra en la televisión pública. 

Si bien admiro profundamente en Bloom su disposición de espíritu sediento de libertad, he repelido siempre la ausencia de sutilezas y tersuras que a mi juicio resultan indispensables en los hombres más fuertes. Rechazo su etnocentrismo radical, sus excesos discursivos, su falta de autocrítica (esa misma que señala en sus adversarios) y el narcisismo manifiesto en ese Bloom tardío, mediático y dominante que desplegó a la par de una inteligencia resplandeciente una arrogancia algo vulgar y claramente innecesaria.

Con Bloom muere todo un siglo. Me parece muy difícil imaginar ahora mismo a alguien que pueda suceder al gran erudito del Bronx. El último de los sabios se va y nos quedamos en la academia de los juegos interminables; resignados algunos; otros más, como yo mismo, aferrados a la construcción de una hermenéutica de la disidencia que recupere lo mejor de la tradición a la que pertenecemos, que es la crítica, la libertad y la esperanza de construir escenarios vitales e intelectuales mucho más habitables. Se me ocurre que tal vez este puede ser el más importante legado intelectual y moral de Bloom: lo que hacemos tiene un sentido, y lo que tiene un sentido tarde o temprano habrá de merecer su destino". 



La Academia de Atenas, de Rafael (1512).  Museos Vaticanos



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domingo, 25 de septiembre de 2016

[Historia] ¿Para qué sirven la Historia y los historiadores?



La diosa Clío, musa de la historia


La pregunta que me sirve de excusa para esta entrada de hoy se la hacía unos días en El País el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova. Es una pregunta interesante ya que ni la Historia, ni la Filosofía, ni la Literatura ni el resto de materias que podemos englobar en las Humanidades tiene excesivo predicamento en los modelos educativos (españoles) de hoy. No es que sean lo que antes llamábamos asignaturas "marías", es que en la mentalidad de la autoridades educativas actuales no sirven para nada.

Hay una frase de todos conocida que dice que "aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo". Seguramente lo que no saben muchos, por no decir casi nadie, es que esa frase que tanta fortuna ha tenido es de un filósofo español, George Santayana (1863-1952). Hace tres años se cumplieron los 150 años de su nacimiento, pero la efeméride, como es habitual en estos pagos, pasó desapercibida para las instancias oficiales y académicas. Si la historia sirviera para eso, para no olvidar el pasado, ya serviría para algo.

Otro insigne historiador español, Josep Fontana (1931), en su libro La historia después del fin de la historia (Crítica, Barcelona, 1992), apela a la necesidad de recuperar las señas de identidad de una historiografía crítica que proponga aprender a pensar el pasado en términos de encrucijada (y no solo de una vía única), que incite a los historiadores a situar el presente en el centro de sus preocupaciones y que ayude a las nuevas generaciones a mantener viva la capacidad de razonar, preguntar y criticar para cambiar el presente y construir un futuro mejor. También podría servir para eso, pienso...

Y un teólogo preocupado por la Historia como Hans Küng defiende que la historia, como disciplina científica que es no debería limitarse a informar sobre lo "que sucedió en realidad" de manera imparcial y objetiva, sino a intentar interpretar el "cómo" y el "por qué" sucedió lo que sucedió. 

En el artículo citado de Julián Casanova, que constituye una pequeña reseña del libro Un manifiesto por la historia de Jo Guldi y David Armitage (Alianza, Madrid, 2016), que ya tengo pedido a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, se aboga frente a la tiranía del presente y el corto plazo por una historiografía como visión panorámica y ciencia social crítica. En este momento de crisis acelerada, cuando nos enfrentamos a grandes problemas, hay, según estos historiadores, una escasez de “pensamiento a largo plazo”. Los políticos, dice, no miran más allá de las siguientes elecciones y la misma cortedad de miras afecta a los consejos directivos de las grandes empresas o a los líderes de las instituciones internacionales.

Hubo un tiempo, añade, en que los historiadores ofrecían relatos a gran escala, volvían la vista atrás para mirar hacia delante, influían en la política y proporcionaban orientaciones para situar la historia como hoja de ruta. Así lo hicieron, desde comienzos del siglo XX hasta sus décadas centrales, gente como R. H. Tawney, el matrimonio Beatrice y Sidney Webb, Eric J. Hobsbawm, E. P. Thompson o Fernand Braudel, el historiador que en 1958 inventó la longue durée.

Desde hace varias décadas, sin embargo, continúa diciendo, la mayoría de los historiadores comenzaron a abandonar ese largo plazo como horizonte temporal para la investigación y la escritura. El deseo de dominar los archivos y la obligación de reconstruir y analizar detalles cada vez más precisos llevó a los historiadores profesionales al “cortoplacismo”, a contraer el tiempo y el espacio en sus estudios, y cedieron la tarea de sintetizar el conocimiento, de siglos y milenios, a “autores no cualificados para ello”, especialmente a los economistas que idealizaban el libre mercado. Desapareció así la antigua finalidad de la historia de servir de guía de la vida pública. Y la longue durée, que tanto había florecido, se marchitó, salvo entre los sociólogos históricos y los investigadores de los sistemas mundiales.

Además, señala más adelante, esa concentración en escalas temporales de corto alcance dominó la formación universitaria en las Facultades de Historia. A los estudiantes se les enseñaba a estrechar el campo de estudio, y cuando los doctores se multiplicaron, atender al detalle y rastrear nuevos archivos se convirtieron en la carta de presentación para conseguir un trabajo en la profesión. El resultado fue la producción de monografías históricas de extraordinaria complejidad, que nadie leía fuera del círculo profesional, y un supremo interés por la especialización, “por saber cada vez más sobre cada vez menos”. Y mientras la historia y las humanidades permanecieron retiradas del “dominio público”, fue más fácil que la gente asumiera mitos y relatos falsos sobre el triunfo del capitalismo, soluciones simplistas a grandes problemas, ante los que pocos podían hablar con autoridad.

Pero no todo está perdido, continúa diciendo, y Guldi y Armitage vislumbran, no obstante, signos de que el largo plazo y el “gran alcance” están renaciendo, un retorno de la longue durée y de la “historia profunda”, un conocimiento del modo en que se desarrolla el pasado a lo largo de los siglos y de las orientaciones que puede proporcionarnos para nuestra supervivencia y desarrollo en el futuro. Para hacer frente a los desafíos que plantean los grandes temas de la actualidad, como el cambio climático, los sistemas de gobierno y la desi­gualdad, nuestro mundo necesita volver a la información sobre la relación entre el pasado y el futuro. Y ahí es donde la historia puede ser precisamente el árbitro.

La solución reside, señala, en superar esa pérdida de visión panorámica, devolver a la historia su misión de “ciencia social crítica”, escribir y hablar del pasado y del futuro en público, imaginar nuevas formas de relato y escritura que puedan ser leídas, comprendidas y asumidas por los profanos y fusionar lo “micro” y lo “macro”, lo mejor del trabajo de archivo con el ojo crítico para abordar el estudio a largo plazo.

Es una propuesta abierta, dice, para hacer, investigar y escribir historia en la era digital, para sacar de su complacencia “a los ciudadanos, a los responsables políticos y a los poderosos”. Una guía para quienes se preguntan para qué sirven la historia y los historiadores, para navegar por el siglo XXI.

Hay muchas posibles rutas, concluye el profesor Casanova. La que proponen Guldi y Armitage, afirma, es plantear cuestiones a largo plazo, pensar en el pasado con el objeto de ver el futuro. Explicar las raíces de las instituciones, ideas, valores y problemas actuales. Y hacerlo de tal forma que los demás lo entiendan.



'"The Canons of Lu", de Pier Francesco Guala (Monferrato, Italia)



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domingo, 15 de mayo de 2016

[A vuelapluma] Redes sociales. ¿Riesgo de implosión?






Los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer me habrán leído numerosas veces eso de que desde los clásicos griegos para acá, todo es paráfrasis. Como podrán comprobar si leen el artículo que este domingo publica en El País el escritor Manuel Vicent, parece que no ando muy descaminado en mi apreciación. Ni tampoco en esa otra, bastante subjetiva también por mi parte, de que las redes sociales acabarán colapsando de pura estulticia. Que es la misma opinión que reiteradamente vienen expresando públicamente personas tan solventes como los filósofos Fernando Savater o Emilio Lledó. Espero no verlo pero me temo que vamos camino de ello.

Dice Vicent en su artículo que si Borges colgara hoy un cuento en la Red e hiciera lo mismo Ortega con un ensayo y Machado con un poema, sin duda, se producirían múltiples comentarios y entre ellos habría elogios, opiniones explosivas, insultos e incluso algunos rebuznos y que la Red mandaría este estúpido guirigay sin distinción al universo en un mismo e indestructible paquete. 

Podemos enviar un cacharro a Marte, sigue diciendo, pero no hemos alcanzado todavía la altura de algunos poetas del siglo VI antes de Cristo, como Safo y Anacreonte, cuya sensibilidad no ha sido superada. La filosofía actual, añade, en el fondo no consiste sino en comentarios a los textos de Platón. Todo el catálogo de pasiones humanas, continúa, ya fue convertido en teatro en la Grecia clásica. Y tampoco el estoicismo de Séneca y de Marco Aurelio ni el talento político de Cicerón, concluye, encuentran un equivalente en la cultura contemporánea. 

En cambio cualquier idiota tiene a su disposición un micrófono, una cámara, una pantalla a través de la cual puede emitir esféricamente cualquier idiotez hasta más allá de la Andrómeda, dice. El ángulo entre la moral y la técnica se está separando cada día más; una y otra tiran de nuestro espíritu en sentido contrario, y mientras este ángulo se abre hasta el infinito, otro mucho más diabólico se cierra. Cada día, añade, el ángulo que forman el fanatismo y la tecnología va camino de pegar ambos lados hasta formar una sola línea y el odio y la desesperación están a punto de hacer una síntesis mortal con algún preparado explosivo que puede adquirirse en cualquier droguería. A este paso, sigue diciendo, pronto llegará el día en que cualquier sujeto, al que ha dejado la novia, podrá destruir toda una manzana solo por despecho. La técnica ha hecho posible que estemos todos a merced de los rebuznos que nos deparan las ondas y también de la destrucción que cualquier fanático decida simplemente para pasar el rato. Feliz domingo, concluye deseándonos. Comparto su deseo.




Manuel Vicent


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