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miércoles, 17 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Viejos



Imagen en una residencia de Madrid. Foto EFE


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

No he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de las residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado y atención de nuestros mayores, comenta en el A vuelapluma de hoy [Esperando a Godot. El País, 12/6/2020] el escritor Julio Llamazares.

"Desde hace días, -comienza diciendo Llamazares- se ha desatado en los medios una polémica más relacionada con la pandemia infecciosa que ha trastocado nuestra existencia y que lo seguirá haciendo durante un tiempo, como todos hemos aceptado ya. La polémica tiene que ver con las residencias de ancianos y con la responsabilidad de los poderes públicos en la altísima mortalidad producida en ellas por el coronavirus. Dado que la sanidad está transferida a las comunidades autónomas, lo que se dilucida es quién debe afrontar la responsabilidad política, incluso penal, por la situación de esas residencias convertidas en muchos casos en negocios del sector privado y sin las garantías médicas indispensables en centros ocupados por personas con necesidades de salud especiales dada su edad. Sin embargo, no he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de esas residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado de nuestros mayores en una sociedad desarrollada y con posibilidades de hacerlo de otra manera.

Como la periodista Luz Sánchez-Mellado escribía hace dos días en este periódico, cada vez que he visitado una residencia de ancianos (no demasiadas, por suerte para mí), “no he visto el momento de irme” de allí ante la sensación de devastación que produce ver esos guardamuebles de viejos en los que éstos esperan su fin como los personajes de la obra de Samuel Beckett a Godot sentados durante horas frente a una televisión permanentemente encendida o dando vueltas sin cesar a unos pasillos que más parecen galerías de cárceles que lugares de paz y de reposo, que es lo que suele vender la publicidad de esos sitios cuando son de lujo. Por compasión hacia la persona que se ha ido a visitar, uno se queda más tiempo del que quisiera, muchas veces sin saber qué decirle o qué hacer, pero, cuando por fin deja atrás el centro, lo hace con la sensación de abandonar un no-lugar, un agujero negro perdido en el universo al que no le gustaría volver y mucho menos para quedarse en él como residente. Como de los tanatorios, la mayoría salimos de las residencias de ancianos como si durante un rato hubiésemos estado en un limbo irreal y tristísimo, en la cara b de una sociedad que oculta lo que no le gusta.

¿No hay otra forma de afrontar los últimos años de nuestras vidas que almacenados en edificios que, salvo en casos extremos de dependencia física o psíquica que necesitan de ayuda profesional, no dejan de ser guardaviejos, almacenes para personas sin esperanza de vida y menos desde que se ingresa en ellos? ¿No se puede encarar la vejez de otra forma que condenándonos a todos (porque todos seremos viejos un día si antes no nos quedamos por el camino) a pasar los últimos años de nuestra vida apartados de la sociedad? Se habla mucho en estos días de que la pandemia global del coronavirus obligará a repensar muchas cosas, del trabajo presencial a las relaciones sociales o el ocio, pero pocos lo hacen, por lo que yo observo, del modo de resolver un problema que es común a todos y que es la forma de atender a nuestros ancianos, que hasta hoy determinan la economía y el trabajo familiar principalmente. Quizá va siendo hora de hacerlo y para ello nada mejor que mirar a nuestro pasado no tan remoto, cuando los viejos no eran estorbos, sino unos miembros más de las familias, que con ellos ganaban sabiduría y algo de ayuda, aunque perdieran un poco de comodidad".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 9 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Pesadillas



Duelo de garrotazos, Francisco de Goya. Museo del Prado


Cada vez comprendo menos, comenta en el A vuelapluma de hoy sábado [La España negra. El País, 1/5/2020] el escritor Julio Llamazares, cómo se puede amar tanto a España a la vez que se odia a la mitad de los españoles, es la España negra que perdura.

"Cada vez comprendo menos cómo se puede amar tanto a España a la vez que se odia a la mitad de los españoles, comienza diciendo Llamazares-. Es lo que llevo viendo desde hace mucho, pero sobre todo desde que comenzó esta tragedia del coronavirus, que está sacando lo mejor, pero también lo peor, de nosotros.

Desde que comenzó esta tragedia que nos asola y que se ha llevado ya a miles de compatriotas, aparte de arruinar económicamente a muchos más, un sector de la sociedad española se ha lanzado a atacar al Gobierno y a los partidos en los que se apoya como si la culpa del virus la tuvieran ellos. Y, de paso, a insultar y a vilipendiar a todos los que no comparten su opinión ni su actitud antipatriótica, pese a que ellos se consideren los únicos patriotas (en eso se asemejan a otros patriotas más pequeños, para los que tampoco son catalanes o vascos quienes difieren de sus objetivos). Su furia es tal que ni siquiera se privan de descalificar a los millones de españoles que no comparten sus ideas, como reiteradamente les demuestran a la hora de votar. El déficit democrático de cierta derecha española, como el de algún partido independentista, está quedando en evidencia en estas circunstancias de excepcionalidad.

En una fecha, la del 2 de mayo, fiesta de la Comunidad de Madrid, uno no puede menos que evocar el cuadro de Goya que ensalza el valor de los españoles y su unidad ante cualquier enemigo exterior. La lucha contra los mamelucos —como Los fusilamientos del 3 de mayo, que la complementa— es una obra que retrata como pocas el arrojo de los españoles, capaces de enfrentarse a enemigos muy superiores en capacidad o en número cuando la situación lo requiere. Pero también, como el propio Goya nos cuenta en sus Pinturas negras, poseedores de un odio cainita que nos lleva a enfrentarnos cada poco a garrotazos entre nosotros o a devorarnos como Saturno a sus hijos, dos motivos que pintó para decorar su famosa Quinta del Sordo, entre otros varios en la misma estela. Dicen los críticos que con ellos el pintor aragonés reflejó el pesimismo que le producía constatar la incapacidad del pueblo español para superar el impulso autodestructivo con el que escribió su historia y dejar atrás los enfrentamientos. La historia posterior le daría la razón y se la continúa dando a la vista de lo que estamos viendo: media España enfrentada a la otra media por culpa de una pandemia que no nos afecta solo a nosotros. Aunque detrás de ella —parece evidente— está la resistencia de una parte de nuestra sociedad a aceptar los resultados de un sistema, el democrático, que se basa en la alternancia del poder, entre otras cosas. ¿O es que el Gobierno actual no lleva siendo objeto de ataques feroces desde el mismo día en que se constituyó y aún antes?

Revisitar la obra de Goya, como la de Cervantes, Quevedo, Solana, Machado, Valle-Inclán y tantos otros de nuestros escritores y pintores, debería servirnos para conocernos a los españoles y para corregir todo aquello que nos ha hecho sufrir como país más de lo que deberíamos. Ojalá hoy, en la celebración de la fiesta de Madrid, que conmemora los hechos del 2 de mayo de 1808 que Goya plasmó en sus lienzos, los discursos vayan en esa dirección".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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miércoles, 22 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] La base de todo



Fotografía de Miguel Ángel Molina, EFE


No descubro nada nuevo, comenta en el A vuelapluma de hoy [Colesterol. El País, 18/4/2020] el escritor Julio Llamazares, si digo que la salud moral de una sociedad está en relación directa con su educación.

"Después de cinco semanas de cuarentena y sedentarismo obligado -comienza diciendo Llamazares- por más que muchos paseen por el pasillo de casa durante horas o hagan gimnasia en el dormitorio, el colesterol ha debido de aumentar bastante en la población española, con lo que ello supone para su salud. Pero hay otro colesterol que también ha ido en aumento en este mes de confinamiento y que debería preocuparnos más. Me refiero al colesterol moral que circula por las redes y por ciertas plataformas digitales —algunas, autodenominadas periódicos— y que ha aumentado en estas semanas amenazando con infartar un sistema, el de la democracia, que no está ya para muchos trotes. El odio y la frustración son materiales que unidos taponan nuestras arterias y las de la sociedad entera.

No descubro nada nuevo si digo que la salud moral de una sociedad está en relación directa con su educación, como la individual de cada persona con su estilo de vida. En ambos casos, su nivel de colesterol está sujeto a condiciones endógenas, esto es, al metabolismo propio, pero sobre todo a factores exógenos. En el caso de las personas, la alimentación sobre todo, y en el de las sociedades, la información. Una buena información disuelve las grasas, o sea, los apriorismos, mientras que una mala las aumenta ¿Y que es una información mala? Pues la que se sustenta en bulos, acusaciones sin contrastar y mentiras, prejuicios ideológicos y opiniones tendenciosas. O sea, todo lo que alegremente circula sin control alguno por las redes sociales y telefónicas desde que se inventó Internet.

En épocas como la presente, con la población confinada en sus casas y la angustia ante la situación de emergencia instalada en ella, ese torrente grasiento se ha acrecentado todavía más hasta el punto de que la información de verdad apenas puede circular por las arterias de una sociedad estresada y convulsa, ávida de noticias y bombardeada continuamente por bulos y falsas informaciones, la mayoría de ellos malintencionados. Combatir ese colesterol es difícil, pues su capacidad de propagación es mayor que el de la sangre limpia y sin contaminar. Si a ello le añadimos la propensión de muchas personas a consumir opiniones hipercalóricas porque su metabolismo ideológico se lo requiere, como a otras el digestivo les reclama la bollería industrial y las hamburguesas, tendremos un cuadro clínico tan preocupante como el del coronavirus, pues el colesterol social aumenta la agresividad de la población.

Cómo saldremos de esta es una pregunta que todo el mundo se hace a medida que van pasando los días tratando de imaginar las dificultades que a nivel económico principalmente se nos presentan. Pocos son los que se preguntan, además, por las consecuencias del confinamiento en la salud moral de una sociedad como la española cuyas arterias, que ya estaban sometidas antes de él a un nivel de colesterol mayor de lo razonable, han recibido en todo este tiempo una sobredosis de grasa que difícilmente van a poder soportar. Como todo sistema circulatorio, el de cada país de tiene un límite, y el de España hace tiempo que ya lo ha superado, lo que hace temer que acabe por colapsar. Por ello, tan importante como que las autoridades combatan los efectos del coronavirus en la economía del país es que hagan lo mismo con los de todo ese material tóxico que circula libremente por las redes, convertidas últimamente en cloacas llenas de odio".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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martes, 17 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Literatura contra el miedo



El duomo de Florencia. Foto Reuters


"Al paso de la epidemia que, como un tsunami de pesadilla, está asolando el planeta desde su aparición en China, -comenta el escritr Julio Llamazares en el A vuelapluma de hoy ["El Decamerón". El País, 14/3/2020]- muchos son los que han recordado obras tanto cinematográficas como literarias que evocan o anticiparon lo que hoy está sucediendo en el mundo: La peste, de Albert Camus; Los novios, de Alessandro Manzoni; La peste escarlata, de Jack London; Diarios del año de la peste, de Daniel Defoe; El último hombre, de Mary Shelley, Némesis, de Philip Roth... Muy pocos, sin embargo, han recordado, al menos que yo haya leído, el Decamerón, de Bocaccio, cuya historia transcurre en medio de la epidemia de peste bubónica que diezmó a la población de Florencia en el año 1348. Posiblemente porque en el Decamerónno se abordan tanto los detalles de la enfermedad como la oportunidad que les brinda a sus protagonistas de llenar su tiempo de cuarentena, que pasan aislados en una casa de campo, de narraciones orales y de imaginación.

Recuerdo brevemente para aquellos que no lo hayan leído el argumento del Decamerón: diez florentinos —siete mujeres y tres hombres— deciden huir de su ciudad y refugiarse en una villa campestre mientras la peste siga azotando a la capital de los Médici. Durante los días que dura su reclusión, los personajes entretendrán el tiempo contándose historias por turno hasta completar las 101 que componen la obra de Bocaccio, pues en la introducción a la cuarta jornada este añade un relato más a los 10 de cada uno de ellos. Contra lo que cabría pensar, la mayoría de las historias que los protagonistas se cuentan unos a otros son de carácter festivo y erótico, sin rastro de temor ni de inquietud por lo que está sucediendo entretanto en Florencia. Bocaccio escribió el Decamerón cuando el Renacimiento se atisbaba en el horizonte y la humanidad dejaba atrás la Edad Media con su paisaje de oscuridad, Inquisiciones y pestes físicas y morales. La idea del carpe diem prima entre los protagonistas en lugar del ¿ubi sunt (los muertos)? medieval.

Cuento esto porque es exactamente lo contrario de lo que observo a mi alrededor en estos días de imprevista cuarentena a la que el coronavirus, la enfermedad que recorre el mundo, nos está obligando a los habitantes de Europa, un continente habituado desde hace décadas a vivir en seguridad y paz. La costumbre, que creíamos ya un derecho, nos ha fragilizado de tal modo que todo lo que no sea vivir como hasta ahora nos parece inaceptable, y nos rebelamos contra la realidad. De ahí el temor que se ha establecido en todos y de ahí las reacciones infantiles, de no aceptar lo que está ocurriendo, de muchas personas que, en lugar de colaborar a no difundir el miedo, contribuyen a su propagación a través de las redes sociales y de todos los medios a su alcance.

El ejemplo del Decamerón debería servirnos para que estos difíciles días, que pasarán, no tengo ninguna duda, como han pasado todos a lo largo de la historia, no se llenen de sombra y de inquietud, al contrario. Si para algo sirve la literatura (y quien dice la literatura dice el cine y cualquiera de las formas de creación y entretenimiento de las que disponemos hoy gracias a las tecnologías) es para encontrar consuelo en medio de la adversidad y para llenar de esperanza el tiempo como en aquella villa florentina de Bocaccio en la que la fantasía salvó a sus protagonistas del miedo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 9 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Respetar a los muertos



Desmontaje de las placas del memorial de La Almudena


"A las afueras de Luxemburgo, -comenta en el A vuelapluma de hoy lunes el escritor Julio Llamazares ("Los cementerios de Luxemburgo". El País, 7/3/2020)- entre bosques de abedules y coníferas, dos gigantescos cementerios, separados apenas por un kilómetro y medio, guardan los restos de miles de soldados norteamericanos y alemanes muertos en la batalla de las Ardenas, una de las más terribles de la II Guerra Mundial. El cementerio norteamericano, que preside una bandera del país de las barras y estrellas y un monumento a los allí presentes, es un perfecto abanico de cruces blancas sobre el césped verde, tan cuidado como si fuera un campo de golf. El alemán, en cambio, es sombrío, lleno de cruces de granito gris y sin una bandera identificativa (la nazi está prohibida y la oficial alemana no quieren sustituirla por lo que se ve), en claro contraste con el anterior. Tanto en uno como en otro cementerio, sin embargo, yacen muchachos, incluso adolescentes, arrastrados a la contienda por la sinrazón de unos cuantos locos desde sus lugares de procedencia, que figuran escritos sobre las cruces junto con sus nombres. En total son más de 10.000, apenas una parte de los millones que fallecieron en los distintos frentes de batalla de la mayor contienda bélica de la historia.

Paseando por ambos cementerios, como antes por el judío, que ocupa un lugar destacado dentro de Luxemburgo y en el que se repiten sobre muchas lápidas las fechas de deportación de las personas que deberían ocupar las tumbas, uno pensaba en la diferencia con la que se contempla en Europa y en España la historia reciente, así como el trato que se da a los muertos. Mientras que en Europa la normalidad anima a conocer la historia con sus claroscuros, en España seguimos tratando de ocultarla, incluso negando su conocimiento a los más jóvenes con el argumento de que es dolorosa. Como si para los alemanes no lo fuera la suya, convertidos en los malos de una película que se ha contado casi siempre desde la óptica de los vencedores, entre los que también hay razones para avergonzarse de su actuación. El mero hecho de que los luxemburgueses puedan visitar las tumbas de quienes se enfrentaron en el campo de batalla y ahora reposan tan cerca, así como las de quienes sufrieron deportación y muerte lejos de su ciudad por el simple hecho de ser judíos, supone una normalización de la historia que ya quisiéramos en un país en el que, cuando se cumplen ya 20 años de la apertura de la primera fosa común de la guerra en Priaranza del Bierzo, todavía se considera afán de revancha el deseo de muchas personas de exhumar a sus familiares de las cunetas para poder enterrarlos con dignidad. Solo cuando en España la gente pueda pasear por sus cementerios como los europeos hacen con naturalidad, sin que ello suponga ni morbosidad ni afán de avivar odios como interesadamente mantienen algunos, habremos conseguido la normalidad en nuestra relación con el pasado que uno envidia cuando sale fuera.

Decía Patton, el general que dirigió a las tropas norteamericanas en la batalla de las Ardenas y que reposa junto a sus hombres en el cementerio norteamericano de Luxemburgo (no murió en la batalla, murió poco después en accidente de coche), que el patriotismo en la guerra consiste en conseguir que otro desgraciado muera por su país antes de que consiga que tú mueras por el tuyo. Pasado eso, no tiene ningún sentido prolongar la batalla más allá".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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sábado, 18 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La mujer del césar. (Publicada el 22 de junio de 2009)



La viuda y los hijos de Eduardo Puelles. 20/6/2009


Llevo varios días de absoluta sequía anímica para enfrentarme a la pantalla en blanco del portátil. Un poco antes del asesinato del inspector de policía Eduardo Puelles por esa pandilla de mafiosos que conforman ETA, tenía medio esbozado un comentario que se iba a titular "¿Por qué detesto el nacionalismo?". Ya no voy a escribirlo. No deseo que nadie piense que presupongo una relación causal entre el nacionalismo vasco, -en este caso-, y ETA. Me niego rotundamente a hacerle el juego a ninguno de los dos. ETA no es más que una organización mafiosa sin más objetivo que sojuzgar al pueblo vasco, al nacionalista y al no-nacionalista, en su propio interés, que confieso ignorar cual pueda ser. Pero saben, aun siendo despreciables los mafiosos etarras, me merecen mucho más desprecio quiénes les jalean y apoyan desde las instituciones, las urnas, las pancartas, las manifestaciones, los insultos y las amenazas. Estos últimos son doblemente cobardes porque se aprovechan de las libertades que les otorga una democracia en la que no creen. Pero no lo conseguirán. Como ha dicho con enorme entereza y valentía la mujer del policía asesinado, lo único que han conseguido es dejar a dos hijos huérfanos y a una mujer viuda. Y no van a conseguir nada más.

Irán es otra de las cuestiones que me tiene ensimismado. De niño, en Madrid, vivía muy cerca de la Embajada Imperial del Irán, en la avenida de Pío XII. Eran los tiempos del Sah y sus encantadoras esposas, y de los fastos de la coronación en Persépolis. Que el Sah era un sátrapa a la antigua usanza lo supe mucho más tarde. Pero también es cierto que llevó a su país a unas cotas de modernización que no había conocido nunca antes, aunque no seré yo quien se atreva a sugerir que todo tiempo pasado fue mejor. Desde mi inocencia, mantenía una curiosa relación de amistad y buena vecindad con el personal de la Embajada, incluyendo al embajador y su familia, que me regalaban libros, cuentos y folletos turísticos de su país en cada visita que les hacía . Es agua pasada, claro está, pero estos días recuerdo aquellos momentos con cariño, y estoy convencido de que la ola de libertad que se ha levantado en Irán es el prólogo irreversible del principio del fin del régimen teocrático impuesto por los imanes y que el pueblo iraní, más pronto que tarde, recuperará la libertad que sin duda merece.

En El País de hoy el escritor Julio Llamazares ha publicado un artículo: "Lectura estética de las últimas elecciones", que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, y que no se como calificar, si como irónico o como sarcástico, sobre la utilización del resultado de las mismas por parte del PP del Sr. Rajoy, -¿hay otro PP que no sea el del Sr. Rajoy?-, como salvoconducto de prácticas corruptas. Sin librar de crítica al partido del gobierno ni a toda la clase política española en su conjunto. A mi, lo digo con toda sinceridad, más miedo que el PP del Sr. Rajoy, muchísimo más, me dan sus votantes de Madrid, Valencia, o Canarias.

Casualmente, el sábado pasado me dio por ojear un viejo y estupendo libro del sociólogo norteamericano V.O. Key: "Política, partidos y grupos de presión" (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962) , que había leído hace al menos treinta años. Apenas iniciado, en las primeras líneas de su capítulo preliminar, afirma Key con rotundidad: "La Política no es más que la lucha por el poder". Una verdad que solemos olvidar, presos de la ingenuidad.

Dice un antiguo adagio que "la mujer del César no sólo tiene que ser honesta sino parecerlo". No creo que esa sea la situación actual en nuestro país. Para mí, la clase política española, salvo excepciones personales concretas, cada vez se parece más a un decadente prostíbulo lleno de viejas putas, dicho con todo el respeto debido a las putas, ya sean éstas viejas o jóvenes. HArendt



Ruinas de Persépolis, Irán


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lunes, 26 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Vergüenza



Matteo Salvini besa un rosario durante un mitin en mayo


La vergüenza es un sentimiento revolucionario, y al final, va a resultar que los auténticos cristianos son los que pasan por descreídos, comenta el escritor Julio Llamazares en relación con las vicisitudes de los ocupantes y la tripulación del "Open Arms" en el Mediterráneo durante estas últimas semanas. 

El 31 de marzo de 2018, comienza diciendo Llamazares, durante su oración en la celebración del vía crucis del Viernes Santo ante el Coliseo de Roma, el papa Francisco calificó de vergüenza que quienes hoy dirigen los destinos del planeta “dejen a los jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y las guerras, un mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los débiles, los enfermos y los ancianos son marginados”. No era la primera vez que el Papa argentino de origen italiano utilizaba la palabra vergogna (vergüenza) para definir una situación, ya fueran los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes católicos, ya fuera la actitud de algunos gobernantes europeos ante la llegada al continente de personas que huyen de la hambruna y de las guerras que asolan los suyos. Incluso llegó a hablar el papa Francisco en una ocasión de la vergüenza como “una gracia divina que nos impulsa a pedir perdón”.

Se ha echado en falta, por eso mismo, la voz del Papa estos días ante el incidente internacional provocado por el ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, con su negativa a acoger a un barco de una ONG española que transportaba a inmigrantes ilegales rescatados del mar, condenándolos a permanecer frente a las costas de Lampedusa en circunstancias penosas durante 18 días hasta que un fiscal italiano le obligó a acogerlos. En lugar del Papa, la que ha utilizado esta vez la palabra vergüenza ha sido la ministra de Defensa española, Margarita Robles, quien no ha dudado en calificar la actitud de su colega italiano Salvini como “una vergüenza para la humanidad en su conjunto”.

Pero lo que produce más vergüenza, aparte de la actitud de Salvini (quien, por cierto, no duda en aparecer, cuando se fotografía en bañador con sus admiradores en cualquiera de las playas italianas cuya inviolabilidad con tanto rigor defiende, con un crucifijo en el pecho y en presumir de cristiano; (“cristiano pero no tonto”, ha precisado, eso sí), es la de los representantes de los partidos de la derecha española, que también se declaran cristianos, criticando la actitud del Gobierno español en funciones en un asunto que no admite disensión, salvo por oportunismo político. Si ya no entienden el interés nacional al tratarse de un conflicto entre un barco español y un Gobierno extranjero —ellos que tanto hablan de patriotismo— ni las razones humanitarias que han llevado al nuestro a ofrecerse a acoger a los náufragos solidariamente con otros Gobiernos europeos en el caso, que finalmente no se produjo, de haber llegado aquéllos a territorio español, al menos que lo hagan por vergüenza y por caridad cristiana, esa de la que tanto presumen y a la que se agarran cuando les interesa. Que el propio Papa vaya por delante de ellos, si bien en este caso concreto no haya alzado la voz (sí en otros anteriores), debería hacerles pensar y reconsiderar su comportamiento, poniéndose, no ya del lado del Gobierno español, sino del de los Evangelios, esos que recomiendan y santifican la caridad y el socorro a los que los necesitan: “Dichoso el que cuida del pobre y desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor” (salmo 40).

Al final, va a resultar que los auténticos cristianos son los que pasan por descreídos y comecuras, y que el papa Francisco es uno más de ellos, como algunos de sus seguidores, por cierto, ya han dejado caer por alinearse con los desfavorecidos y no con ellos, dejándoles en evidencia. Lo dijo Carlos Marx y lo reprodujo como cita en su poema Malos recuerdos, publicado dentro del libro Blues castellano, el poeta Antonio Gamoneda: “La vergüenza es un sentimiento revolucionario”.





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jueves, 15 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El camino





¿Tanto nos cuesta quedarnos solos, descubrir nuevos horizontes, elegir una senda propia y no la que marcan las modas tanto en la vida como en las vacaciones?, se pregunta el escritor Julio Llamazares. 

Como cada verano vuelvo a ver riadas de personas cruzando la Meseta en dirección a Santiago de Compostela y como cada verano me pregunto qué mueve a toda esa gente a hacer el mismo camino con la cantidad de ellos que hay a lo largo y lo ancho de la península Ibérica y del mundo entero. Se me dirá que es la religión, pero eso ya no sirve en la sociedad de hoy, pues la mayoría de los que caminan cruzando páramos y montañas en dirección a Santiago no creen en Dios y menos en apariciones como la que fundamentó la conversión de un lugar remoto de Europa en el objetivo de miles, millones de personas.

Otros dirán que es el deseo de alcanzar el fin de la Tierra (Finis terrae) el causante de ese fenómeno, pero tampoco eso sirve ya, pues hace siglos que conocemos que el fin de la Tierra no está en Galicia, pues es redonda, al igual que sabemos que la Tierra es un punto en un universo que tampoco tiene fin. Incluso habrá quien diga que hace el Camino por espiritualidad, buscándose a sí mismo, que es tanto como decir que necesita andar la misma senda que todo el mundo para encontrarse, lo que contradice la sentencia jacobea: en el Camino eres un peregrino, pero si te sales de él eres un vagabundo.

Convengamos, pues, que muchos de los que caminan en estos días hacia Santiago de Compostela no lo hacen por ninguna causa de las que se argumentan como explicativas sino por otras, entre las que destaca la nueva moda de caminar, que ya empieza a convertirse en fiebre, alentada desde muchos ámbitos y auspiciada por multitud de razones, entre las que no es la menor el aumento de tiempo libre en muchas capas de población y el nivel de vida (raro es encontrarse en el Camino a pobres y pedigüeños, al revés de lo que sucedía en tiempos). Si a eso le añadimos la gratuidad de muchos albergues y la facilidad para orientarse por un itinerario en el que todo está señalado, así como la seguridad que ofrece la compañía de otras personas (los crímenes y robos sufridos por peregrinos últimamente son anecdóticos comparados con los que se producían en la Edad Media), entenderemos el porqué de la riada humana que cada año, sobre todo en el verano, recorre de este a oeste la Península para llegar a un lugar que es ya una referencia espiritual en todo el mundo, pero también de mercadotecnia. En alguna universidad norteamericana se estudia ya el Camino de Santiago en las Facultades de Economía y Finanzas en lugar de en las de Historia, cosa que no es de extrañar considerando que la ruta jacobea mueve, según las últimas estimaciones, alrededor de 300 millones de euros al año.

Bienvenidos sean para las regiones y pueblos que atraviesa, algunos necesitados de ese dinero para sobrevivir, así como la posibilidad que el Camino ofrece a quienes lo recorren de conocer su paisaje y su patrimonio, que es tanto como decir la propia historia de Europa (Europa se hizo caminando a Compostela, dijo Goethe), pero uno no puede dejar de extrañarse de ese afán gregario que lleva a tanta gente a recorrer un mismo camino habiendo como hay tantos que ofrecen iguales o mejores cosas. ¿Necesitamos hacer lo que todo el mundo hace, sentirnos acompañados aunque sea por desconocidos incluso cuando decimos que vamos en busca de la soledad? ¿Tanto nos cuesta quedarnos solos, descubrir nuevos horizontes, elegir un camino propio y no el que marcan las modas tanto en la vida como en las vacaciones?





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 23 de marzo de 2011

Postales desde el País de la Niñez




Hace ya casi un mes que el escritor canario Juan Cruz publicó en El País un entrañable artículo sobre la infancia, la memoria, los recuerdos, y también sobre el alzhéimer, titulado "Somos nuestra infancia" . Me dejó una profunda impresión pero hasta hoy no me había decidido a escribir sobre él. "La memoria se fija en la niñez y nos da identidad: lo primero que se aprende es lo último que se olvida", dice Juan Cruz, citando al también escritor Julio Llamazares, que dice de ella: "la memoria es la identidad; en la infancia se determina nuestro ADN", y al poeta alemán Michael Krüger, que construye uno de sus versos diciendo: "A veces me escribe la infancia / una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?". "Todo lo que recordamos -se dice en el artículo- más nitidamente nace a los tres años, y ese almacenamiento más puro dura hasta la adolescencia. Luego, la memoria empieza a ser quebradiza; a los 40 años tenemos charcos, a los cincuenta ya hay lagunas, y la memoria empieza a causar malas pasadas cuando superamos los sesenta".

Me reconozco en esa situación: rememoro con más precisión hechos y vivencias de mi infancia, entre los cinco y diez años -muy feliz a pesar de todas las privaciones habituales en una familia de clase media-baja de la época- que la que media entre mis diez y veinte años. Y esa, más y mejor que la que va de los veinte a los sesenta. Ahora, a los sesenta y cinco, me cuesta recordar que comí ayer o donde estuve hace dos días. Por eso llevo una agenda personal que dura ya cerca de cincuenta años que me ha sacado de muchas dudas, errores y perplejidades.

Si tuviera que elegir algunas postales recibidas desde el País de mi Niñez me quedaría, sin dudarlo, con una en la que veo pasar los árboles desde la ventanilla del tren que me lleva en una soleada y fría mañana de invierno desde Sigüenza a mi nuevo hogar en Madrid, a punto de cumplir los cuatro años. Otra, el libro que me regaló la empleada de hogar de mi madre -se llamaba Cristina y yo la adoraba- el día que cumplí ocho años. O mis primeros y únicos novillos: cuarenta y cinco días sin aparecer por el colegio en el invierno de 1955. Y la emoción y el orgullo que me embargaba cuando les enseñaba a mis compañeros de clase, a escondidas, la pistola automática 9 mm Parabellum de mi padre, que yo siempre encontraba por mucho que él la escondiera... Tengo más postales, por supuesto, pero no quiero parecer el abuelo Cebolleta. Fui un niño feliz, y espero que mis nietos lo sean también, porque en el País de la Niñez solo se vive una vez...  En todo caso no dejen de leer el artículo de Juan Cruz, les aseguró que les gustará. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt 








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