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lunes, 19 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Las hadas en la cocina



La Anunciación, de Fra Angélico. Museo del Prado, Madrid


Fra Angélico, como los grandes poetas, transmite a través de los tópicos de su tiempo una verdad esencial. Sus cuadros parecen pertenecer al reino de la fábula, pero con los ojos del que contempla cosas reales, comenta el escritor Gustavo Martín Garzo, en una hermosísima reseña del cuadro "La Anunciación" de Fra Angélico, del Museo del Prado de Madrid. Sin duda mi pintura favorita, junto a la "Eva" de Durero, de todo el museo. 

La pintura de Fra Angélico, comienza diciendo Martín Garzo, no puede comprenderse lejos del mundo agitado del primer Renacimiento. Un mundo en que el arte aspira a reflejar el mundo real y en que los pintores empiezan a no conformarse con la plasmación sugestiva de temas religiosos. Y es verdad que toda su obra gira sobre esos temas y es expresión de su sincero amor a las verdades de una religión en la que cree con fervor y cuyas historias no se cansa de escuchar y contar, pero no lo es menos que se acerca a ese mundo de una forma nueva, para celebrar, como otros pintores de entonces, la belleza y los dones de la vida. Tal vez por eso ningún otro tema fue más querido para él que el de la Anunciación, que pintaría varias veces a lo largo de su vida, y que tiene en el cuadro del Museo del Prado restaurado hace poco su expresión más admirable. Este tema resume su concepción del arte como vínculo entre lo divino y lo humano. Esa fue la respuesta que dio una vez a su amigo el papa Nicolás V cuando este le preguntó cuál era la cualidad que debía caracterizar a un buen pintor. “Debe tener la mirada con un ojo hacia el suelo y otro hacia el cielo”.

No hay nada de terrible en los ángeles dulces y temblorosos de Fra Angélico. En realidad, salvo por sus vestiduras y sus alas, sus rostros y actitudes son semejantes a las nuestras. Es verdad que desprenden luz, pero ¿no pasa eso mismo con todos los personajes de sus cuadros? En La Anunciación una paloma atraviesa, siguiendo la estela de un rayo de oro, el jardín del Edén hasta alcanzar el rostro y el pecho de María, que adopta una actitud de absorta entrega. Pero la luz de este cuadro no solo viene de ese rayo divino. Un tenue haz de luz dorada entra por la ventana del fondo y el propio ángel resplandece. En realidad está en cada cosa, como si la luz fuera la cualidad más íntima de todo cuanto existe, no solo de los seres vivos sino también de los objetos y las plantas.

Basta con mirar a María. Su cuerpo, su cabello y sus manos resplandecen, al igual que su vestido. Pero lo hace, no solo como si recibiera esa luz de algún punto invisible del exterior sino como si fuera ella misma quien la desprendiera. El mismo ángel parece sorprendido al verla, como si dudara de su misión o se asomara a través del gesto luminoso de María a una realidad más honda y conmovedora que la que representa él. Ese asentimiento, esa callada disponibilidad, esa mezcla de gratitud y de gracia, este mundo de luz que todo lo invade es la piedad. Y la piedad y la luz son los grandes protagonistas de toda la obra de Fra Angélico.

Las pinturas de Fra Angélico parecen pertenecer al reino de la fábula pero las pinta con los ojos del que se detiene a contemplar las cosas reales. Puede que una mirada así sea lo que hemos dado en llamar mirada poética, porque la poesía es el realismo supremo. Y todo el arte de Fra Angélico parece estar dominado en grado sumo por un apetito semejante de realidad. Eso significan las dos manos de María cruzadas sobre el pecho: “Quiero ser real”. Es curioso que el ángel y María realicen el mismo gesto. En realidad se recogen, se ovillan, forman un capullo: un capullo de seda.

Pero ¿no buscan eso todos los amantes, recogerse, transformarse en un capullo en las manos del otro? Y ¿qué dice María?: “Haré de mi cuerpo un capullo, una mandorla, el lugar de la aparición”. Y ¿qué le contesta el ángel?: “Quiero parecerme a ti”. Por eso se inclina como ella, por eso cruza sus manos e imita cada uno de sus gestos como si solo aspirara a ser su reflejo.

Puede que el arte de Fra Angélico alcance en este cuadro su momento más excelso, porque hace del corazón de la muchacha visitada por el ángel el verdadero centro de la escena encantada. Como si viniera a decirnos que el verdadero misterio no está en ese rayo de oro sino en el interior de la muchacha que lo recibe. Aun más, como si el ángel lo supiera y por eso se inclinara ante ella y guardara silencio. Como si eso que llamamos lo sagrado no fuera sino la cualidad más indefinible y honda de lo humano.

Y es verdad que desde un punto de vista estético esta Anunciación sigue siendo deudora del mundo de las miniaturas góticas, con su fijación por el oro, su sublime luminosidad y su atmósfera cortesana, pero su tono es muy diferente. En realidad todo el cuadro parece tener una cualidad mental, como si Fra Angélico no pintara una escena real, sino los pensamientos de los que la están viendo. No el mundo, sino nuestros pensamientos acerca del mundo. En realidad, en esta tabla María y el ángel han dejado de ser figuras alegóricas, que representan las ideas de la religión, para transformarse en los tiernos personajes de un hermoso y misterioso cuento.

Pero ni los cuentos ni la poesía han surgido para apartarnos de la realidad, sino para permitirnos adentrarnos más profundamente en ella. Eso representa este cuadro: el instante privilegiado en que la realidad y la verdad dejan de contradecirse. Claro que Fra Angélico, al pintarlo, no podía saber nada de esto y se limitaba a servir piadosamente a una historia en la que creía. Pero lo que hace inolvidable este cuadro es que más allá de las intenciones de su autor, ha llegado a nosotros flotando como un cofre en las aguas del tiempo. Un cofre que sigue conservando el poder de encantar a esos espectadores de hoy para los que los misterios de la religión apenas son otra cosa que un puñado de temas para las salas de los museos. ¿Cómo es posible que nos siga conmoviendo una escena tan maravillosamente pueril?

No es tan extraño si pensamos que lo que hace Fra Angélico, como todos los grandes poetas, es transmitirnos a través de los tópicos de su tiempo una verdad humana esencial. Porque aunque la idea de un ángel que visita la Tierra para anunciar a una muchacha que será la madre de un niño dios pueda parecernos a lo sumo un delicado cuento, algo nos dice que, como sucede con los verdaderos cuentos, oculta algo que no cabe desatender. Y nos bastará con detener nuestra mirada en esta Anunciación para darnos cuenta de lo que es, pues el misterio de la encarnación no es otro que el misterio del amor humano, y que es esa la razón de que un cuadro así nos siga fascinando.

A algo así se refiere Cocteau en su libro La bella y la bestia, diario de rodaje cuando, al comentar el trabajo en su película del gran fotógrafo Henri Alekan, escribe: “Alekan ha logrado un estilo sobrenatural dentro de los límites del realismo. Es la realidad de la infancia. El país de las hadas sin hadas”. Ese país es el que encontraremos al entrar en las salas de esta exposición, como si lo maravilloso no fuera algo que cuestiona lo que creemos ser, sino la cualidad más íntima y decisiva de lo que somos. O, dicho con otras palabras, como si ese anhelo permanente de lo maravilloso fuera el que nos hace de verdad humanos.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 15 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El camino





¿Tanto nos cuesta quedarnos solos, descubrir nuevos horizontes, elegir una senda propia y no la que marcan las modas tanto en la vida como en las vacaciones?, se pregunta el escritor Julio Llamazares. 

Como cada verano vuelvo a ver riadas de personas cruzando la Meseta en dirección a Santiago de Compostela y como cada verano me pregunto qué mueve a toda esa gente a hacer el mismo camino con la cantidad de ellos que hay a lo largo y lo ancho de la península Ibérica y del mundo entero. Se me dirá que es la religión, pero eso ya no sirve en la sociedad de hoy, pues la mayoría de los que caminan cruzando páramos y montañas en dirección a Santiago no creen en Dios y menos en apariciones como la que fundamentó la conversión de un lugar remoto de Europa en el objetivo de miles, millones de personas.

Otros dirán que es el deseo de alcanzar el fin de la Tierra (Finis terrae) el causante de ese fenómeno, pero tampoco eso sirve ya, pues hace siglos que conocemos que el fin de la Tierra no está en Galicia, pues es redonda, al igual que sabemos que la Tierra es un punto en un universo que tampoco tiene fin. Incluso habrá quien diga que hace el Camino por espiritualidad, buscándose a sí mismo, que es tanto como decir que necesita andar la misma senda que todo el mundo para encontrarse, lo que contradice la sentencia jacobea: en el Camino eres un peregrino, pero si te sales de él eres un vagabundo.

Convengamos, pues, que muchos de los que caminan en estos días hacia Santiago de Compostela no lo hacen por ninguna causa de las que se argumentan como explicativas sino por otras, entre las que destaca la nueva moda de caminar, que ya empieza a convertirse en fiebre, alentada desde muchos ámbitos y auspiciada por multitud de razones, entre las que no es la menor el aumento de tiempo libre en muchas capas de población y el nivel de vida (raro es encontrarse en el Camino a pobres y pedigüeños, al revés de lo que sucedía en tiempos). Si a eso le añadimos la gratuidad de muchos albergues y la facilidad para orientarse por un itinerario en el que todo está señalado, así como la seguridad que ofrece la compañía de otras personas (los crímenes y robos sufridos por peregrinos últimamente son anecdóticos comparados con los que se producían en la Edad Media), entenderemos el porqué de la riada humana que cada año, sobre todo en el verano, recorre de este a oeste la Península para llegar a un lugar que es ya una referencia espiritual en todo el mundo, pero también de mercadotecnia. En alguna universidad norteamericana se estudia ya el Camino de Santiago en las Facultades de Economía y Finanzas en lugar de en las de Historia, cosa que no es de extrañar considerando que la ruta jacobea mueve, según las últimas estimaciones, alrededor de 300 millones de euros al año.

Bienvenidos sean para las regiones y pueblos que atraviesa, algunos necesitados de ese dinero para sobrevivir, así como la posibilidad que el Camino ofrece a quienes lo recorren de conocer su paisaje y su patrimonio, que es tanto como decir la propia historia de Europa (Europa se hizo caminando a Compostela, dijo Goethe), pero uno no puede dejar de extrañarse de ese afán gregario que lleva a tanta gente a recorrer un mismo camino habiendo como hay tantos que ofrecen iguales o mejores cosas. ¿Necesitamos hacer lo que todo el mundo hace, sentirnos acompañados aunque sea por desconocidos incluso cuando decimos que vamos en busca de la soledad? ¿Tanto nos cuesta quedarnos solos, descubrir nuevos horizontes, elegir un camino propio y no el que marcan las modas tanto en la vida como en las vacaciones?





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