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domingo, 6 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] El detalle en el Arte [Publicada el 30/01/2009]




Adán y Eva, de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid)



El pasado martes mi hija Ruth, historiadora del arte (no ejerciente), y un servidor de ustedes asistimos a la primera jornada del Curso de Iniciación al Arte Contemporáneo (1) programado por el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas entre los meses de enero a mayo de este año. El Centro Atlántico de Arte Moderno, el CAAM (2) es uno de los grandes museos de arte contemporáneo de España, en la estela del Reina Sofía de Madrid, y una de las instituciones culturales más prestigiosa de las islas. Soy socio del mismo desde su fundación, lo que no implica ninguna clase de privilegio o prerrogativa, salvo la de recibir gratuitamente su magnífica revista "Atlántica" (3), revista de arte y pensamiento, que ya va por su número 44. Dicha revista, junto a periódicas y asiduas visitas al museo, me mantiene al tanto de las corrientes y tendencias vanguardistas del arte contemporáneo, arte, que dicho sea de paso, no entiendo, y en la mayor parte de las ocasiones no me gusta, aunque me abstengo de enjuiciarlo con excesiva acritud. La asistencia a este curso es un enésimo intento de acercarme a su comprensión; a ver si ahora lo consigo; tengo mis dudas...

Hace unos días se publicó la noticia del acuerdo suscrito (4) entre Google y el Museo del Prado, por medio del cual, a través de Google Earth pueden examinarse con el más absoluto de los detalles, casi microscópicos, algunas de las más celebradas obras pictóricas (5) del Museo. Es muy interesante, aunque yo pienso que las obras de arte deben observarse con cierto distanciamiento entre el espectador y la propia obra. No todo el mundo piensa así.

En ese descender al detalle de la obra pictórica como objeto de estudio, análisis, mera curiosidad, o facultad de admiración, se centra el artículo que, con el título de "Detalles de la pintura" (6), escribe Charo Crego, ensayista y crítica de arte, en el último número de Revista de Libros (7), comentando la obra "El detalle. Para una historia cercana de la pintura" (Abada, Madrid, 2008) del historiador del arte francés, Daniel Arasse.

Dice la articulista sobre el libro comentado que, probablemente, uno de los méritos más auténticos del mismo sea que, a pesar de su erudición e ingente conocimiento, Arasse nunca pierde de vista la mirada. Ésta sigue siendo lo esencial para él, como historiador y amante del arte. Mirada próxima y escrutadora del espectador que no sólo descubre lo que hay en la imagen, que no sólo permite apreciar la invención humana, sino que sirve además para poner límites a las derivas interpretativas en las que tan fácilmente pueden caer los historiadores del arte.

Me he apropiado la frase, y haciéndola mía, voy a aprovechar el curso que ahora inicio para intentar mirar el arte contemporáneo con otros ojos, pero eso sí, sin dejarme impresionar por la retórica de sus valedores, que los tiene. En todo caso, disfruten de las bellísimas imágenes -no precisamente contemporáneas- que acompañan este comentario. Entre ellas, las del para mi más bello cuadro del Prado: "La Anunciación", de Fray Angélico. Las otras dos, "La vista de Delft", de Vermeer, y "La Virgen de Lucca", de Van Eyck, se citan en el artículo de Charo Crego que comento. Sean felices. Y buen fin de semana. Tamaragua. (HArendt)




http://web.educastur.princast.es/proyectos/jimena/pj_leontinaai/arte/webimarte2/WEBIMAG/RENACIMIENTO/IMAGENES/FANGELICO/anunpr.jpg
La Anunciación, de Fray Angélico




Notas:
(1) http://www.caam.net/es/curso_ini.htm
(2) http://www.caam.net/
(3) http://www.caam.net/es/atlantica.htm
(4) http://www.elcultural.es/noticias/ARTE/503703/Las_grandes_obras_del_Prado,_al_detalle_gracias_a_Google_Earth
(5) http://www.museodelprado.es/es/bienvenido/
(6) http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4199
(7) http://www.revistadelibros.com/

Fotos:
(1) http://web.educastur.princast.es/proyectos/jimena/pj_leontinaai/arte/webimarte2/WEBIMAG/RENACIMIENTO/IMAGENES/FANGELICO/anunpr.jpg
(2) http://www.filomusica.com/filo82/vermer.jpg
(3) http://img530.imageshack.us/img530/9950/lavirgendeluccair7.jpg





http://www.filomusica.com/filo82/vermer.jpg
Vista de Delft, de Vermeer




"Detalles de pintura", por Charo Crego
Revista de Libros, nº 145 · enero 2009

Daniel Arasse
EL DETALLE. PARA UNA HISTORIA CERCANA DE LA PINTURA
Trad. de Paloma Ovejero
Abada, Madrid 424 pp. 30 €

En La vista de Delft del pintor holandés Johannes Vermeer hay un recuadro de pintura amarilla que representa un tejado de una de las casas de la ciudad. Este «pequeño lienzo de pared amarillo» se ha convertido en uno de los «trozos de pintura» más literarios de la historia. En En busca del tiempo perdido, Proust sitúa la muerte del escritor Bergotte en el momento en que éste se halla ante esta obra. Maravillado por esa pared, «que era como una preciosa obra de arte china», Bergotte sufre intensamente la amargura de sus carencias: «así debería haber escrito yo».

También el poeta Rainer Maria Rilke se deja seducir por un trozo de pintura, en este caso aún más pequeño. Al contemplar la Virgen de Lucca de Van Eyck, el poeta queda cautivado por un mínimo detalle: «Y de repente deseé, deseé, oh, deseé ser no una de las dos pequeñas manzanas del cuadro, no una de esas manzanas pintadas en el alféizar [...] No, deseé ser la sombra dulce y minúscula, la sombra insignificante de una de esas manzanas [...] ese fue el deseo en el que todo mi ser se contuvo».

Bergotte deja de ver la panorámica de Delft para quedarse con ese pequeño rectángulo amarillo; Rilke pierde de vista a la Virgen con el niño, su trono y su manto, incluso las manzanas, para quedarse con esas escasas pinceladas oscuras. El cuadro se disloca cuando no se guarda una cierta distancia para su contemplación, cuando uno se acerca tanto que prácticamente huele la pintura. Daniel Arasse nos invita a esta forma de mirar, de tocar con la mirada, en esta Historia cercana de la pintura.

La sombra, el tejado amarillo, la mosca pintada en el marco interior del cuadro que uno quiere espantar, el pliegue que de repente adquiere formas humanas insinuantes, o el gato que es sorprendido por el arcángel Gabriel, son algunos de los numerosos detalles que Arasse analiza en este libro. Aunque publicado por primera vez en Francia en 1992, su éxito fue tan grande que aún hoy sigue encontrándose en edición de bolsillo y Flammarion acaba de publicarlo en una nueva edición de lujo que, por fin, hace justicia al texto. Gracias a esta obra, Daniel Arasse se convirtió en un autor a la vez respetado por los especialistas y reconocido por el gran público. Aunque tarde, con esta excelente traducción se brinda ahora al público español la oportunidad de conocerlo de primera mano.

Arasse, que había empezado sus estudios con el famoso italianista André Chastel, terminó doctorándose de la mano del filósofo y semiótico Louis Marin sobre la memoria y la retórica. Además de traducir a famosos historiadores, como Panofsky, Montias o Yates, enseñó durante años en la Sorbona, fue director del Instituto francés de Florencia y, por último, director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Hasta su muerte en 2003, Arasse se convirtió en un animador excepcional del arte en Francia. Entre otras, organizó la famosa exposición sobre Botticelli que se celebró en París en 2003 y fue el protagonista de una serie de emisiones radiofónicas sobre historia del arte que alcanzaron una gran popularidad (1).

Una parte importante de sus escritos está dedicada al Renacimiento italiano, con estudios sobre Leonardo da Vinci, los primitivos italianos o la Anuncicación en la pintura italiana. Su italianofilia, o italianomanía, como él mismo la catalogaba, no le impidió, sin embargo, asomarse a otros campos. En 1987 escribió un estudio sobre La guillotina y la figuración del terror, traducido al castellano (2) y a otras lenguas. En 1993 publicó el libro La ambición de Vermeer (3) y en 2001 un estudio esencial sobre el artista alemán de nuestros días Anselm Kiefer (4), en el que indagaba sobre la memoria y su representación. Tras su muerte, se han publicado algunos textos inéditos, entre ellos una recopilación de artículos dedicados a artistas contemporáneos, como Cindy Sherman, Andrés Serrano o James Coleman, bajo el título Anachroniques (5).

En el marco de esta compacta obra, El detalle representa una inflexión en su carrera. Por una parte, en él Arasse no se limita al Renacimiento italiano, sino que extiende el período histórico de su estudio desde el final de la Edad Media hasta el último cuarto del siglo XIX. Por otra, es el primer texto en el que rompe explícitamente con la forma de análisis propia de la historia del arte. Se distancia en él de las atribuciones, los estilos o las grandes interpretaciones, para centrarse en esos elementos que hasta entonces habían pasado inadvertidos: los detalles. Desde el primer momento, Arasse distingue entre el detalle considerado como una parte de un objeto o de un cuerpo –las cejas, las arrugas, los pliegues, el pétalo de una flor, etc.– y el detalle visto como el rastro y el resultado de alguién que ha «de-tallado» una parte del todo, ya sea el pintor o el espectador, como la sombra de las manzanas de Van Eyck o el pequeño recuadro amarillo de Vermeer. El detalle es, por ello, una plataforma privilegiada para estudiar desde él tanto la historia de la producción como de la recepción de las obras de arte.

Se abre así un campo de estudio inmenso en el que Arasse se adentra con la ayuda de un método de análisis al que denominó «iconografía analítica». Iconografía, porque para dilucidar el significado de una imagen se sirve de textos, documentos u otros testimonios, próximos histórica o espacialmente. Y analítica, porque es muy consciente de que no hay transparencia entre las imágenes y los textos, sino que, lejos de contar con una fuente única, los cuadros, frescos, dibujos o estampas se superponen, se entremezclan y condensan, como los sueños según Freud. Además, es iconografía y no iconología, porque no pretende elaborar un sistema en el que las imágenes se ordenen según series, sino que se interesa en descifrar los casos particulares, sin intentar traicionar la singularidad indómita que revela cada detalle.

Hablar de iconografía, iconología, etc., puede inducir al lector a pensar que nos encontramos ante una obra erudita con una abrumadora cantidad de datos y referencias históricos. Nada más lejos de la verdad. Arasse es un estilista y, en su escritura, siempre intentó ser fiel a su admirado Roland Barthes. Era consciente de que el placer del texto tenía que ser compartido por el escritor y el lector, igual que el placer que producen el descubrimiento y la contemplación de las obras de arte tenía que ser transmitido al lector y futuro espectador.

Probablemente uno de los méritos más auténticos de este libro sea que, a pesar de su erudición e ingente conocimiento, Arasse nunca pierde de vista la mirada. Ésta sigue siendo lo esencial para él, como historiador y amante del arte. La mirada próxima y escrutadora no sólo descubre lo que hay en la imagen, no sólo nos permite apreciar la invención humana, sino que sirve además para poner límites a las derivas interpretativas en las que tan fácilmente puede caer el historiador. El lector de este libro comprobará que los argumentos que se desarrollan en él le llevan a volver constantemente a la imagen de la que se habla, e incluso a buscar en Internet, a falta de no poder ir directamente a los museos, para apreciar en su justa medida las interpretaciones propuestas.
Se ha acusado a Arasse de sobreinterpretar y ser imprudente en sus análisis, de buscar más la excepción que la regla. A modo de epílogo, Arasse nos presenta algunos ejemplos en que muestra cómo historiadores del calibre de Shapiro, Settis o Panofsky han caído en errores de interpretación por privilegiar más los textos y los documentos que la imagen y lo que se ve en ella. Quizás el ejemplo más hermoso sea el de El retablo de Merode de Robert Campin, en el que se ve a san José trabajando como carpintero con una tabla en las manos y un taladro. Antes de que se atribuyera a Campin, se creía una obra del conocido como «Maestro de la ratonera». Este motivo, unido a la interpretación de una metáfora según la cual la cruz era la ratonera del diablo y al papel que se atribuía a san José en la Encarnación, junto con el emergente realismo, llevaron a Shapiro a afirmar que lo que está construyendo san José es una ratonera, a pesar de que los agujeros que está haciendo carecerían de función en ella. Tanta interpretación aleja a estos eruditos de lo más evidente: que sí hay dos ratoneras pintadas en el retablo de Merode, pero que éstas están sobre la mesa y la ventana, y que de ahí provenía la denominación del «Maestro de la ratonera». Además, en la tabla central del retablo puede verse un salvachispas ante una chimenea, lo que, si nos dejamos llevar sólo por la imagen, nos da la pista para descubrir que lo que san José está construyendo es la tapadera de una rejuela, ese objeto en el que se meten las brasas para guardar el calor.

Arasse ofrece muchos otros ejemplos de interpretaciones fallidas en los que los historiadores han caído presas en las ratoneras de su propio deseo interpretativo. La única cura posible contra la sobreinterpretación es volver a la imagen, intentar leer su propio mensaje, sin limar las asperezas o las desviaciones que los detalles representan. Y eso es lo que hace Arasse en este libro: acercarse tanto a la pintura que casi llega a acariciarla con la mirada.

Notas:
1. Estas charlas radiofónicas se han publicado en Histoires de peintures, París, Denoël, 2004.
2. La guillotina y la figuración del terror, trad. de Carmen Clavijo, Barcelona, Labor, 1989.
3. L'Ambition de Vermeer, París, Adam Biro, 1993.
4. Anselm Kiefer, París, Regard, 2001.
5. Anachroniques, París, Gallimard, 20




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viernes, 24 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El arte y la ética



Elia Kazan, recogiendo el Óscar (1999). Getty Photos


Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contrapunto entre mezquindad y grandeza. El País, 21/7/2020] el escritor y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"En el año 2003, -comienza diciendo Ramírez- cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?

Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 21 de julio de 2020

[MIS MUSAS] Hoy, con el poeta Dionisio Ridruejo, el compositor Amilcare Ponchielli y el pintor Pedro Pablo Rubens



Las Musas, de Thorsvalden


Decía Walt Whitman que la poesía es el instrumento por medio del cual la voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz; Gabriel Celaya, que era un arma cargada de futuro; Harold Bloom,  que si la poesía no podía sanar la violencia organizada de la sociedad, al menos podía realizar la tarea de sanar al yo; y George Steiner añadía que el canto y la música son simultáneamente, la más carnal y la más espiritual de las realidades porque aúnan alma y diafragma y pueden, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis, ya que la voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia. Por su parte, Johann Wolfgang von Goethe afirmaba que cada día un hombre debe oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas, a fin de que los cuidados mundanos no puedan borrar el sentido de la belleza que Dios ha implantado en el alma humana. 

Subo hoy al blog al poeta Dionisio Ridruejo y su poema España toda aquí, al compositor Amilcare Ponchielli y el aria Cielo e mar de su ópera La Gioconda, y al pintor Peter Paul Rubens y su cuadro El juicio de Paris. Disfruten de ellos.





El poeta Dionisio Ridruejo



Dionisio Ridruejo Jiménez (1912-1975) fue un escritor y político español perteneciente a la generación del 36 o primera generación poética de posguerra. Miembro temprano de la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, durante la guerra civil fue responsable de Propaganda en el bando franquista. Reprochó a Franco en una carta no apostar decididamente por el fascismo, por lo que fue encarcelado y llegó a exiliarse. Acabaría experimentando una transición ideológica que le situó en una posición crítica con la dictadura, muy próxima a la socialdemocracia o a un liberalismo socializante. Como poeta, Ridruejo puede adscribirse a la que Dámaso Alonso llamó poesía arraigada: cultiva en la mayor parte de su obra el estrofismo clásico y usa una lengua pura y clara. Posee una gran serenidad formal propia de la estética garcilasista y es un maestro en la forma del soneto, para el cual poseía una gran facilidad. Fue autor juvenil de dos versos del Cara al sol. Sus comienzos poéticos deben algo al modelo machadiano; sus temas preferentes son el amoroso, la naturaleza, los sentimientos religiosos y patrióticos y el arte y la literatura. En sus últimos años toma el rumbo íntimo de los recuerdos.



ESPAÑA TODA AQUÍ

España toda aquí, lejana y mía, 
habitando, soñada y verdadera,
la duda y fe del alma pasajera, 
alba toda y también toda agonía.

Hermosa sí, bajo la luz sin día
que me la entrega al mar sola y entera:
campo de la serena primavera
que recata su flor dulce y tardía.

España grave, quieta en la esperanza,
hecha del tiempo y de mi tiempo, España,
tierra fiel de mi vida y de mi muerte.

Esta sangre eres tú y esta pujanza
de amor que se impacienta y acompaña
la fe y la duda de volver a verte.




El compositor Amilcare Ponchielli



Amilcare Ponchielli (1835-1856)fue un compositor italiano, adscrito al movimiento romántico. Su obra más conocida es La Gioconda. Comenzó a estudiar con su padre, que era organista. A los nueve años ingresó en el conservatorio de Milán. Fue organista en la iglesia de San Hilario en Cremona, donde también fue profesor de música. Fue maestro director de las bandas municipales de Piacenza y Cremona, y para ellas compuso algunas obras. En 1881 fue nombrado maestro de capilla de Santa María la Mayor en Bérgamo. En 1883 entra como profesor en el Conservatorio de Milán. Entre otros alumnos, tuvo a Giacomo Puccini y Pietro Mascagni. Sus óperas, representadas con mucho éxito, son óperas italianas con cierta influencia de la gran ópera francesa: gran número de personajes, ballet y participación del coro.




Representación actual de La Gioconca


La Gioconda es una ópera en cuatro actos con música de Amilcare Ponchielli y libreto en italiano de Arrigo Boito, basada en el drama Angélo, tyran de Padoue (Ángelo, tirano de Padua) de Victor Hugo. Fue estrenada en La Scala de Milán, el 8 de abril de 1876.  La trama se desarrolla en Venecia en el siglo XVII. Enzo Grimaldo, noble genovés desterrado de Venecia, vive disfrazado de marinero. Es el amante de La Gioconda, cantante de baladas, pero él ama a Laura, esposa de Alvise Badoero, gran consejero. Barnaba, un espía que desea a La Gioconda que le rechazó con vehemencia, reconoce a Enzo y lo denuncia al consejo... Desde este enlace pueden ustedes ver y escuchar el aria Cielo e mar de la Gioconda, interpretada por el tenor Franco Corelli. 




El pintor Pedro Pablo Rubens


Peter Paul Rubens (1577-1640) fue un pintor barroco de la escuela flamenca. Su estilo exuberante enfatiza el dinamismo, el color y la sensualidad. Sus principales influencias procedieron del arte de la Antigua Grecia, de la Antigua Roma y de la pintura renacentista, en especial de Leonardo da Vinci, de Miguel Ángel, del que admiraba su representación de la anatomía,​ y sobre todo de Tiziano, al que siempre consideró su maestro y del que afirmó «con él, la pintura ha encontrado su esencia». Fue el pintor favorito del rey Felipe IV de España, su principal cliente, que le encargó decenas de obras para decorar sus palacios y fue el mayor comprador en la almoneda de los bienes del artista que se realizó tras su fallecimiento. Como consecuencia de esto, la mayor colección de obras de Rubens se conserva hoy en el Museo del Prado, con unos noventa cuadros, la gran mayoría procedentes de la Colección Real.


El juicio de Paris (1639), una pintura al óleo de 199 x 379 cm que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid, es uno de los últimos trabajos de Rubens. A lo largo de su carrera pintó varias versiones de este tema. La obra le fue encargada por Felipe IV de España para la decoración del Palacio del Buen Retiro (Madrid). Rubens trata aquí el episodio mitológico en un formato apaisado, de tal manera que las figuras parecen formar un friso. Sentado en el tronco de un árbol, aparece el pastor Paris, quien tiene que elegir a la diosa más bella del Olimpo, con el aspecto dubitativo propio de tan difícil tarea. Le sostiene la manzana de oro que constituye el premio el dios Hermes, con el caduceo y el petaso; se muestran ante ellos las tres diosas contendientes, de izquierda a derecha: Atenea, diosa guerrera y de la sabiduría, con las armas que la caracterizan en el suelo y envuelta en un rozagante velo de seda plateada; Afrodita, la diosa del amor, en el centro, envuelta en un paño color carmesí y con su hijo Eros a los pies y un amorcillo volador que muestra cuál será el veredicto, pues se dispone a coronarla mientras dirige una mirada cómplice al espectador; y finalmente, Hera, la reina del Olimpo como esposa de Zeus, representada de espaldas, mientras se desprende del rico manto de terciopelo morado recamado en oro que la cubre, en una bella postura serpentinata y con un pavo real, su atributo, posado en la rama de un árbol cercano. 



El juicio de Paris



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viernes, 3 de julio de 2020

[A VUEAPLUMA] Representaciones





Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la explotación o la corrupción en las representaciones artísticas es mucho más barato y totalmente ineficaz para mejorar la realidad representada, comenta en el A vuelapluma de hoy [Arte y censura. El País, 26/6/20] el escritor José Luis Pardo.

"Bajo uno de los retratos de Walter Scott en la Galería Nacional de Edimburgo- comienza diciendo Pardo- cuelga desde hace poco un aviso: su visión de Escocia estaba nublada por tintes románticos y muy alejada de la realidad. Como si bajo el (supuesto) retrato de Cervantes pintado por Jáuregui se advirtiera que los gigantes que Don Quijote creyó ver en La Mancha eran simples molinos de viento. Julio Camba decía (en broma) que ciertos discos deberían llevar un cartel como el que aparece en las cajetillas de tabaco: “Peligro. Contiene música romántica”. Pero hoy (en serio), la HBO va a añadir una explicación a Lo que el viento se llevó, y Disney ya ha creado la etiqueta “este programa puede contener representaciones culturales obsoletas”: el tipo de mensaje que se inserta en las llamadas (reflexiónese un momento sobre la denominación) “películas para adultos”. ¿Qué les ha pasado a los espectadores contemporáneos para que se hayan vuelto repentinamente tan menores de edad que haya que tutelarles para evitar que se lastimen?

Si pudiéramos dividir el mundo en realidades (como un niño, un caballo o un dolor de muelas) y representaciones (como un dibujo, una novela o una fotografía), habría que decir que la inmensa mayoría de lo que llamamos “arte” pertenece a la segunda categoría, aunque obviamente no toda representación es una obra de arte. Incluso aquellas obras de arte que deliberadamente cuestionan su carácter representativo, precisamente por ello son representaciones frustradas, defectivas o fallidas, pero representaciones al fin y al cabo.

Ambas categorías están íntimamente relacionadas, ya que las representaciones son representaciones de realidades. Ninguna representación puede serlo de toda la realidad, ni siquiera de todos los aspectos y dimensiones de una realidad singular elegida a tal efecto, puesto que, como dijo una vez Ortega y Gasset, la realidad se distingue del mito porque, a diferencia de este último, ella nunca está del todo acabada.

Pero, aunque la realidad no pueda estar nunca entera en su representación, sí que está en ella más o menos parcialmente en cuanto representada. Por lo cual, no tiene nada de particular que, si la realidad incluye datos como el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación económica o el avasallamiento político, estos datos pasen también a formar parte de la representación, incluso y en concreto cuando se trata de una representación artística. Es decir, que la función de la obra de arte no es proyectar una imagen de la realidad depurada de los factores que pudieran considerarse injustos o escandalosos.

No hace falta decir, pues, que quien se sienta moralmente incómodo con respecto al racismo, al sexismo, a la corrupción institucionalizada, a la explotación o al autoritarismo, ha de aplicarse a intentar cambiar la realidad que se caracteriza por esos rasgos. Lo cual, como la historia nos enseña sobradamente, a menudo, es, además de largo y difícil, muy costoso desde el punto de vista de sufrimiento personal y colectivo. Intentar cambiar las representaciones (y, en concreto, las representaciones artísticas más señaladas) en el sentido recién evocado de alterarlas o explicarlas para perfeccionarlas moralmente es más fácil y puede ser más rentable desde el punto de vista de negocio. Pero, además de totalmente ineficaz a efectos de mejorar la realidad, resulta contraproducente e injusto.

En primer lugar, es injusto culpar a la representación o al representante de los defectos inherentes a lo representado, como lo es el cliente que recrimina a su retratista el haber pintado la barriga o la verruga que efectivamente tiene. Sin duda, cuando el retrato se hace por encargo expreso del cliente y enteramente a su costa, quien paga tiene derecho a exigir retoques, pero, por una parte, eso no hará desaparecer las verrugas ni las barrigas, y por otra, lo que sí desaparecerá entonces será la autonomía del artista, como desaparecería la de un científico que retocase sus descubrimientos a las órdenes de sus patrocinadores o la de un periodista que reescribiese las noticias a instancias de los accionistas de su periódico.

En segundo lugar, cuando quienes se afanan en mejorar la representación de la realidad y no la propia realidad son precisamente aquellas organizaciones políticas cuya pretensión confesa es la de reducir las desigualdades sociales, se podría interpretar que tal desplazamiento significa que se han dado por vencidas en su lucha por transformar la realidad y que, para evitar que esta desagradable noticia llegue a los oídos de sus votantes (y se vea, por así decirlo, la viga que llevan en sus ojos), aumentan energuménicamente los decibelios de su protesta contra la representación (la paja en el ojo ajeno), que sin duda es mucho más fácil de transformar, aunque esa transformación no afecta para nada a la realidad ni, por tanto, contribuye en lo más mínimo a reducir las desigualdades, puesto que la representación no es la causa de la injusticia, sino la injusticia la causa de la representación.

Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación o el autoritarismo contenidos en las representaciones artísticas no solamente es mucho más barato que luchar contra las realidades representadas —como es más cómodo luchar contra la esclavitud cuando ya ha sido abolida que cuando estaba vigente y luchar contra el racismo norteamericano en España que en Norteamérica—, sino que, en lugar de servir para mejorar la realidad, únicamente contribuye a revestir al que protesta airado de una falsa apariencia de virtud que se agota en su mismo griterío y que desaparece una vez acallado este (razón por la cual se procura gritar sin parar).

Por último, esta política cultural atenta contra la libertad de expresión, que forma parte del corpus de libertades civiles que constituyen los derechos fundamentales de las democracias parlamentarias contemporáneas, y que en el terreno del arte se convierte en libertad de creación del artista y en libertad de juicio crítico del espectador. Pensar que es en algún sentido “progresista” forzar al artista a someterse al servicio de ciertas causas políticas (por nobles que aparentemente sean) o sustituir la crítica por un comisariado moral (aunque sus fines sean muy elevados) y tratar a los espectadores como menores de edad no sólo es, una vez más, equivocarse de enemigo —pues este reside en la realidad, no en la representación—, sino además dar la razón a quienes, a lo largo de la historia y durante siglos, por estar interesados en vender el mito de una realidad perfectamente acabada, pusieron el trabajo del artista al servicio del culto religioso o de la propaganda política, y persiguieron, censuraron, condenaron e incluso ejecutaron a quienes exigían libertad para representar el mundo; y ello aunque hoy esta condena se cumpla a menudo según el deseo manifiesto de algunos artistas, igual que Bujarin estuvo de acuerdo con los verdugos que lo ejecutaron en los procesos de Moscú.

No conviene olvidar que la dictadura de los justos (expresión que ya es una contradicción en los términos) es tan dictadura —o sea, tan mala— como la de los bribones".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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viernes, 26 de junio de 2020

[PENSAMIENTO] Sobre la necesidad de la cultura y el museo



Patio central del Museo del Louvre, París


"La actual situación de emergencia sanitaria a nivel global ha reabierto el viejo debate en torno a la necesidad y perentoriedad de la cultura en una situación de crisis económica, -escribe [«Famélico estáis. Es que no como» Sobre la necesidad de la cultura y del museo] el profesor Fernando Checa, catedrático de catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense y exdirector del Museo del Prado en el último número de Revista de Libros-. Se trata de una cuestión que va más allá de los problemas en torno a su financiación, aunque, finalmente, siempre acabe concretándose en términos económicos. Dada la amplitud del tema nos centraremos en uno de los ámbitos más significativos de la cultura en los tiempos actuales, como es el de los museos de arte, aunque sin perder de vista, como haremos al final, una perspectiva de carácter general.

Sentido antropológico del museo y de la colección: Como punto de partida comentaremos el primer capítulo de uno de los trabajos pioneros acerca de la historia de los museos. Nos referimos al libro de Julius von Schlosser que lleva por título (en la edición española) Las cámaras artísticas y maravillosas del Renacimiento tardío, publicado en Leipzig en la temprana fecha de 1908. 

Para explicar el origen de los museos, nuestro autor comienza ubicándose no sólo en el ámbito de la antropología, sino incluso en el de la etología o comportamiento animal, aludiendo, un tanto irónicamente, al «coleccionismo» de la gazza ladra o urraca ladrona. Para ello cita los estudios sobre el comportamiento animal de Karl Groos, publicados a fines del siglo XIX y comienzos del XX: Juegos de animales, de 1896; Juegos humanos, de 1899; Vida del alma infantil, de 1903, entonces muy en boga.

Estas primeras colecciones a las que Schlosser se refiere son, antes que colecciones propiamente dichas, «reuniones de objetos». Por ello, habría que recordar que el tema del estatus del objeto era una de las cuestiones que más interés habían suscitado en la segunda mitad del siglo XIX, debido a la proliferación de los mismos producida por la moderna sociedad industrial. El objeto, excesivamente decorado la más de las veces con un pésimo gusto, había invadido ciudades y casas y no siempre se caracterizaba por su calidad. 

Pero a Schlosser no le interesaba tanto llamar la atención sobre este último aspecto, como habían hecho los movimientos de las Arts and Crafts anglosajonas, ni tampoco criticar la aproximación materialista al ornamento del arquitecto Gottfried Semper, quien pensaba que el aspecto exterior y la estética de un edificio tenían mucho que ver con su misma textura y materialidad. Era este un punto de vista y una idea que, sin embargo, sí interesaba a su colega del Museo de Artes Decorativas de Viena, Alois Riegl, que lo desarrolló en una obra tan importante y de tanta repercusión en el ambiente vienés como fue Stilfragen: Grundlegungen zu einer Geschichte der Ornamentik  (Cuestiones de estilo. Fundamentos de una historia de la ornamentación), publicada en 1893, y que, a través del concepto de «voluntad artística» (Kunstwollen), introducía un aspecto espiritual e inmaterial en el análisis del ornamento.

Los intereses de Schlosser se orientaban más bien hacia la idea del lujo, el adorno y el hedonismo propios del capitalismo moderno, área trabajada ya por sociólogos alemanes de fines del XIX como Max Weber o Werner Sombart. El último publicó en 1913 una obra de significativo título: Lujo y Capitalismo. El primero de ellos, en su fundamental Economía y Sociedad, aparecido póstumamente en 1929, pero que recogía ideas ya escritas con anterioridad, dice lo siguiente en unas palabras recogidas por su discípulo Norbert Elias: «El lujo, en el sentido de rechazo de la orientación racional del uso no es, para el estrato de los señores feudales, “superfluo”, sino un medio de autoafirmación social». Como veremos, el debate en torno a la justificación, o, conversamente, crítica del lujo y de lo pretendidamente superfluo, resultará esencial en nuestro razonamiento.

Schlosser se fundamenta, todavía en mayor medida que en estos supuestos históricos o sociológicos, en las ideas que sobre el juego había expuesto Friedrich Schiller, patentes en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (1795), recientemente traducidas al español. «… Quizá, dice el alemán, desde hace un buen rato habríais querido replicarme que al hacer de la belleza un mero objeto de juego, la he degradado y puesto al nivel de ciertas actividades frívolas a las que siempre se ha dado ese nombre. ¿Acaso no va contra el concepto de razón y la dignidad de la belleza, que a fin de cuentas se consideran un instrumento de la cultura, reducirlas a un simple juego?». Schiller concluye más adelante con estas famosas palabras: «Porque, en suma, el hombre solo juega cuando es humano en la acepción plena del término, y solo es plenamente humano cuando juega. (Los griegos) guiados por la verdad de este principio, hicieron desaparecer del semblante de los bienaventurados dioses la seria expresión y el esfuerzo que arruga la mejilla de los mortales… Liberaron a los eternamente dichosos de las ataduras de toda obligación, de toda preocupación, y convirtieron el ocio y la indiferencia en el destino de la condición divina, envidiada por los hombres».

El propio Schlosser cita también como fuente de sus razonamientos Los Ensayos de Montaigne, al que califica como el hombre más inteligente de su época. Decía el francés, en pleno siglo XVI: «Los juegos de niños, no son juegos, y es preciso juzgarlos como sus acciones más serias» (Ensayos, I, 23).

La postura de Schlosser en torno a lo superfluo sería, entonces, muy distinta a la de su compatriota y contemporáneo, el arquitecto Adolf Loos, quien, en 1906, es decir, por las mismas fechas, publicó su influyente ensayo Ornamento y Delito3. Mientras que el historiador y conservador del museo se interesaba en la estrecha relación que existía entre la noción de posesión personal de un bien no necesariamente útil, y la idea de la superfluidad del ornamento, el arquitecto consideraba lo superfluo y ornamental nada menos que un delito. Schlosser se refería incluso al ornamento del propio cuerpo del hombre como una de las fuentes más profundas, de carácter antropológico, para fundamentar las artes plásticas, algo de lo que abominaba Loos, quien, en su escrito de 1906, cifraba los principios de la arquitectura y el gusto modernos en la sencillez y en la huida de todo lo innecesario y ornamental. Mientras que Loos criticaba el exceso de adornos en edificios, muebles y vestidos, Schlosser llamaba la atención acerca del hombre primitivo que se desplaza con su propia colección de tesoros, lleva encima lo que más aprecia e incluso decora, con el tatuaje, su propia piel.

Prácticas similares, la del tatuaje también, abundan, decía, actualmente en Europa, incluso en sus manifestaciones más vulgares. Schlosser alude a las vitrinas de comercios de pequeñas ciudades que muestran las fotos y los trofeos deportivos y los compara con retratos de personajes históricos, como el Retrato de Abraham Grafeus, obra del pintor Corneille de Vos, del Museo de Bellas Artes de Amberes, que porta, de manera ostentosa y autoexhibitiva, las medallas de la Guilda de San Lucas, de las que era propietario.

Estas manifestaciones no habrían de interpretarse solamente como muestras de vanidad, ni como signos del placer elemental en portar el adorno. Leamos: «Estas brillantes futilidades se convierten a menudo para su posesor en símbolos de autoridad y de actividad, de prestigio y, finalmente, de poder, y gracias a esta significación adquieren sentido para los demás. Se han convertido en valores que forman parte integrante de la vida social. Y en cualquier lugar donde un individuo establece su dominio sobre un número mayor o menor de sus semejantes, se ven aparecer signos de este género». Terminaba aludiendo al reciente conocimiento del arte y ornato de pueblos «primitivos», a través de la exposición en Europa de los tesoros africanos de Benin, que revelaron en el continente la amplitud del tesoro de pueblos muy lejanos a la cultura europea.

El libro de Schlosser, cuyo primer capítulo hemos glosado con cierto detenimiento, es, en realidad, un estudio del coleccionismo europeo de tipo cortesano, que se centra, sobre todo, en determinados despliegues, de sentido más o menos museístico y exhibitivo, propios del Norte de Europa, comenzando por los de los duques de Berry en el siglo XV, y centrándose en lo que sucedió en el imperio habsbúrgico en la segunda mitad de la siguiente centuria, concretamente en los objetos reunidos por el archiduque Fernando II del Tirol y su colección del castillo de Ambras (Innsbruck), y en la del emperador Rodolfo II en Viena y Praga. A estos dos personajes dedica el segundo y más importante capítulo de su libro.

No son estos aspectos históricos los que ahora nos interesan. Más bien queremos resaltar la importancia cultural que en un estudio, que hemos calificado de pionero, se otorgaba a hechos y actividades a veces equivocadamente apreciados como superfluos o «meramente estéticos». Estas actividades lúdicas se interpretan, no como banales, sino como insertas en la propia naturaleza humana, y aun en ciertos comportamientos animales. Como hemos visto, Schlosser se apoyó para defender estas ideas en algunos de los grandes textos de la tradición filosófica europea, por ejemplo, los de Montaigne y Schiller, explorando de esta manera la condición antropológica del adorno, a la vez que su capacidad para expresar los más diversos estatus culturales, sociales y de manifestación del poder. Todo lo contrario de una valoración banal de la actividad cultural, artística y coleccionística.

Décadas después, cuando el trabajo del austriaco había sido ya plenamente asimilado por la historiografía artística y era considerado como el punto de partida de un campo tan relevante de la misma como es la historia del coleccionismo y de los museos, y al poco de haberse estos multiplicado por doquier, el historiador del arte francés de origen polaco Krzysztof Pomian publicó, en 1978, su ensayo «Entre lo visible y lo invisible: la colección», que fue posteriormente recogido en el libro Collectionneurs, amateurs et curieux. Paris Venise: XVIe-XVIIIe siècle, un repaso de tipo teórico de la historia del coleccionismo y del paso de la idea de colección a la de museo. Todavía hoy ese estudio continúa teniendo vigencia.

Nos interesa llamar la atención ahora sobre cómo Pomian, en la mejor tradición schlosseriana, hace remontar las primeras colecciones a los ajuares funerarios, a las ofrendas en los templos de Grecia y Roma, a los acopios de regalos y botines de guerra, a los de reliquias y objetos sagrados y tesoros principescos, cualificados, sobre todo estos últimos, por usos ceremoniales excluidos de una utilidad inmediata. No olvida tampoco la importancia del concepto de tesaurización. Aunque no solo esto, pues, como insiste Pomian, los bellos objetos eran utilizados sobre todo en ocasión de ceremonias y fiestas, en las procesiones funerarias, exponiéndolos durante las entradas solemnes en las ciudades del reino, como sucedía con las armaduras de parada, los arneses decorados y las telas ricamente bordadas y cubiertas de piedras preciosas.

Tesaurización, por una parte, y exposición de carácter simbólico y suntuoso, por otra, ponen de manifiesto cómo, desde un principio, estas colecciones poseían un doble valor, el económico y el cultural, ambos basados en los fundamentos antropológicos que ya hemos indicado.

La idea básica de Pomian es la de otorgar a estas reuniones de objetos, y a las colecciones propiamente dichas, el carácter de intermediarios entre los espectadores, es decir el mundo real, y el mundo de lo invisible: las estatuas coleccionadas representaban a los dioses y los antepasados; los cuadros, escenas de los dioses inmortales o acontecimientos históricos; y las piedras evocaban el poder y la belleza de la naturaleza. El lenguaje del objeto es aquello que oculta lo invisible, pero también es la función que posibilita la comunicación, ya que permite hablar con los muertos como si estuvieran vivos, de presentar los acontecimientos pasados como si fueran actuales, de mostrar lo lejano como si estuviera próximo y lo oculto como si realmente fuera aparente. «La necesidad de asegurar la comunicación lingüística entre generaciones sucesivas conduce a transmitir a los jóvenes el saber de los mayores, es decir, todo un conjunto de enunciados que hablan de aquello que los jóvenes no han visto nunca y que quizá no verán jamás». Es aquí donde aparece el concepto más famoso de entre los desarrollados por Pomian, es decir, el de semióforo.

Este autor pone a un lado los objetos útiles, es decir, aquellos que pueden ser consumidos, servir para procurarse la subsistencia o protegernos de las variaciones de la intemperie. Todos estos objetos, nos dice, son manipulados y ejercen o sufren modificaciones físicas, se usan, en suma. Al otro lado, «se sitúan los semióforos, objetos que no tienen utilidad, en el sentido que acaba de ser señalado, pero que representan lo invisible, es decir, que están dotados de un significado… La actividad productora resulta, pues, orientada en dos sentidos diferentes: por una parte hacia lo visible y, por otra, hacia lo invisible; hacia la maximización de la utilidad o, al contrario, hacia la de la significación».

No entraremos ahora en un análisis minucioso de los matices y precisiones que Pomian ha hecho de su concepto de semióforo, así como el del valor que le ha otorgado como uno de los fundamentos que caracterizan al objeto que se exhibe en los museos, todo ello sin olvidar la importancia crucial que el comercio y el dinero han tenido y siguen teniendo en la adquisición y exposición de estos semióforos.

Hemos elegido a Schlosser y Pomian, no solo por la relevancia de sus contribuciones, sino porque éstas se sitúan cronológicamente en dos momentos clave de la propia historia de los museos en el mundo occidental: los inicios del siglo XX con la consolidación del museo de la Edad Contemporánea, cuyo recorrido se había iniciado a finales del siglo XVIII con la Revolución francesa, y el fin de este modelo, que se produce, de manera gradual y progresiva, a lo largo de los años setenta de la centuria pasada. Como acabamos de ver, los intereses de ambos autores, además de plantear dos historias diversas de la institución museo, un asunto en el que ahora no vamos a entrar, apuntan, también desde dos perspectivas diferentes, el tema de la «necesidad del museo», destacando sus raíces antropológicas y de profunda significación cultural, expresiva e, incluso, espiritual.

Espectáculo, simulacro, banalidad: Fue precisamente a lo largo de la década de los setenta del siglo XX cuando, ya consolidado el bienestar económico que dio lugar a la que se denominó «sociedad de consumo», y al entrar en crisis la idea de museo como lugar de conservación, estudio y exposición de objetos considerados artísticos, es decir, la que había predominado desde la Revolución francesa, se produjo el progresivo abandono de las ideas que habían sustentado la institución, pasando a primer plano las ideas de museo como lugar de masas, sitio de consumo cultural, mero entretenimiento y escaparate favorito de la banalidad.

Por aquellas fechas, el fundamental libro de Pierre Bourdieu y Alain Darbei L´amour de l´art, les musées d´art européens et leur public, publicado en 1969, causó un profundo impacto, ya que venía a cuestionar, a través de encuestas y argumentos con pretensión de objetividad, los límites del sentido y la utilidad pedagógica del museo, así como el del verdadero alcance de su fruición. A pesar de la gran apertura del museo a un público cada vez mayor, a pesar de los sistemas de acceso gratuitos o a muy bajo precio cada vez más extendidos, la auténtica apreciación del arte y del museo continuaba siendo exclusiva de aquellos grupos sociales con una educación superior desde su nacimiento.

Por otra parte, desde la situación surgida con los acontecimientos de mayo de 1968 y la apertura, en 1977, del Centre Pompidou como sede, entre otras instituciones y actividades, del Museo Nacional de Arte Moderno de París, arreciaron las críticas acerca de la banalidad de la nueva cultura que se estaba produciendo en Occidente. El Centre Pompidou parisino, a pesar de las polémicas por su novedosa arquitectura museística, obra de Renzo Piano y Richard Rogers, fue un inmenso éxito de público, un éxito que cambió para siempre la percepción y los usos del museo de arte. Los argumentos en torno a la conservación y exposición de obras de arte se trastocaron, así como el de la finalidad educativa de la institución museo. Por un lado, nos encontramos con una crítica del «elitismo» asociado a la visión tradicional del museo, y por otro y en sentido inverso, con una denuncia de la «teatralización» y progresiva «banalización» de las instituciones culturales tal como se habían venido concibiendo hasta el momento. La cultura y su exhibición comenzaban a bascular hacia lo que pronto se llamó «entretenimiento» (entertainement), convirtiendo esta palabra en sinónimo de un determinado tipo de espectáculo o diversión, en donde podía entrar, y de hecho entraba, la visita al museo o a una exposición.

El libro más influyente y más citado al respecto fue el famoso La Société du spectacle, 1967, del francés Guy Debord. Aunque no referido de manera directa al mundo de los museos, resulta evidente que su crítica a la argumentación acerca del sistema cultural que había adquirido carta de naturaleza en Europa y en Estados Unidos a lo largo de los sesenta, podía ser muy fácilmente traspuesta al museo, como así se hizo.

La primera proposición del libro de Debord nos da la tónica de sus ideas: «La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas, dice, se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación». Y en la número 6, añade: «El espectáculo, entendido en su totalidad, es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real».

Poco tiempo después el filósofo Jean Baudrillard elevaba la puesta. En1978 publicó su ensayo Cultura y simulacro, al que había precedido el año anterior su no menos famoso El efecto Pompidou. Baudrillard daba un paso más allá de Debord. Acerca de la actitud de la sociedad ante la cultura no nos encontramos tanto ante una «sociedad del espectáculo», como ante un tipo de cultura que directamente denominó del «simulacro».

En su análisis de las relaciones entre imagen y realidad, Baudrillard distinguió cuatro fases sucesivas: en la primera de ellas, la imagen es reflejo de una realidad profunda; en la segunda, la imagen es ya una máscara que desnaturaliza esta realidad; en la tercera, lo que enmascara es la ausencia de la misma; y en la cuarta, la imagen «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro».

«En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

El momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que ya no hay nada. Los primeros remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que separe lo falso de lo verdadero, ni lo real de su resurrección artificial, pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano».

Esta es la fase, según Baudrillard, en la que se encontraría la situación cultural occidental de finales de los setenta del siglo XX, cuando, añadimos nosotros, todavía no habíamos entrado en la «era de la virtualidad».

Volvamos a Debord para terminar de perfilar este momento. En la proposición 50 de su libro se lee lo siguiente: «En esta fase de abundancia económica, el resultado concentrado del trabajo social se torna apariencia y somete la realidad a la apariencia, que ahora es su producto. El capital ha dejado de ser el centro invisible que dirige el modo de producción; su acumulación se exhibe, desde el centro hacia la periferia, en forma de objetos sensibles. Su rostro lo constituye la sociedad en todo su conjunto».

Toda la sociedad se vuelve, pues, apariencia, y con ella, naturalmente, la cultura, y no digamos los museos, de los que Baudrillad toma como paradigma el entonces recién inaugurado Pompidou. Aquellos objetos, que Pomian calificaba de semióforos, se ven reducidos, como mucho, a la primera y cada vez más olvidada categoría de Baudrillard en la que, como acabamos de señalar, estos sí reflejan una realidad profunda, una teología de la verdad y del secreto.

Del culto al lujo a la protección del patrimonio cultural inmaterial: La crítica de estos teóricos franceses a las producciones culturales de la sociedad de consumo a las que consideraban, como hemos visto, «espectáculo», «apariencia», «representación» o «simulacro», hizo olvidar que, como habían entendido los sociólogos alemanes de fines del siglo XIX y principios del XX, ese «espectáculo», al menos en distintos momentos históricos, había conseguido «apariencias» y «representaciones» cargadas de sentido. Recordemos, por ejemplo, la referencia de Schlosser al retrato de Grapheus de Martin de Vos.

Cambiemos de tercio. «Famélico estáis», dice Babieca a Rocinante en el último de los sonetos con los que Cervantes prologó su Primera Parte de El Quijote, «Es que no como», le responde éste.

La nueva e inesperada situación sanitaria y económica sobrevenida hace tan solo unas semanas, no ha hecho sino evidenciar la escasez de apoyo institucional a buena parte de nuestras empresas culturales, desde museos como el Prado, a las salas de concierto y de ópera, como el Teatro Real, bibliotecas como la Nacional, o archivos como el de Simancas… Algunas de esta instituciones, las citadas entre otras, pero no solo estas, son víctimas de un perverso sistema de financiación que ahora no vamos a explicar, pero que las mantiene, y ahora más que nunca, atenazadas. Estas instituciones, de tan larga historia y renombre universal, no son otra cosa que bienes de primera necesidad, y no meros y superfluos adornos o banalidades de entretenimiento presuntamente cultural. Es de todo punto necesario replantearse su permanente sostenimiento financiero mediante un pacto de alcance nacional antes de que fallezcan por inanición, como tantas veces estuvo a punto de sucederle al pobre Rocinante.

El más arriba citado Norbert Elias analizó el gusto por la ostentación y su influjo en la sociedad cortesana y en la arquitectura del reinado de Luis XIV, como un paradigma social que en ningún momento debe ser analizado desde los parámetros económicos y morales de la sociedad burguesa. Lo que ha de ser analizado y comprendido es, precisamente, el «culto al lujo» propio de cualquier sociedad, que cambia de época en época y grupo social a grupo social y que no debería ser exorcizado bajo el estigma de «elitismo», como tantas veces se hace desde puntos de vista supuestamente democráticos. Un libro como el de Marina Belozerskaya, Luxury Arts of the Renaissance, Los Ángeles 2005, desde su inicial reconocimiento de que el lujo ha sido un concepto politizado en cada época, señala una vía para comprenderlo como un fenómeno cultural del mayor interés, que convierte en absurdo su simple desprecio, fase inicial para su posterior rechazo. Si sabemos superar el concepto de «elitismo», concebido como una mera y acrítica descalificación, y lo sustituimos por un análisis de los distintos «niveles de comprensión» que una sociedad determinada, en un momento preciso, dispensa a una manifestación artística concreta, desde la visita a un museo, a la audición de una obra musical, nos acercaremos de manera más desprejuiciada e inteligente al disfrute, según las pretensiones y posibilidades de cada uno, de los productos culturales.

Aunque ahora no vayamos a entrar en el arduo tema de la definición del concepto de cultura, sí que señalaremos cómo, a lo largo sobre todo de la segunda mitad del siglo XX, este concepto se fue ampliando de forma progresiva, abarcando cada vez ámbitos mayores. Como ejemplo de ello, podemos considerar los sucesivos espacios de lo que se ha ido considerando patrimonio como bien a proteger, desde los primeros intentos, que se centraban fundamentalmente en la noción de monumento, considerado como una especie de unicum aislado, a la incorporación de los conceptos de entorno, patrimonio urbano, patrimonio paisajístico y paisaje natural para llegar, finalmente, a la idea de «patrimonio inmaterial». Este ha sido definido por la UNESCO de la siguiente forma: «El patrimonio cultural inmaterial incluye prácticas y expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes escénicas, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional». En el año 2006, la Convención de la UNESCO para la salvaguardia de este patrimonio hacía la siguiente enumeración:

1. Las tradiciones y expresiones orales, incluido el idioma como vehículo del patrimonio cultural material
2. Las artes del espectáculo
3. Los usos sociales, rituales y actos festivos
4. Los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo
5. Las técnicas artesanales tradicionales

En esta línea, Irina Bokova, presidente de la UNESCO, escribía en 2012: «La cultura constituye un vector de integración social y movilización colectiva. La experiencia demuestra que tener en cuenta el patrimonio cultural al concebir y aplicar políticas de desarrollo es un factor que propicia la participación activa de las poblaciones y acelera la eficacia de los programas a largo plazo».

Este panorama de una consideración extensa de la cultura es, por tanto, el que predomina, al menos de manera teórica y, en muchos casos, desgraciadamente desiderativa, en el ambiente internacional actual. Dicha consideración se aleja, tanto de la idea actual de la cultura como mero entretenimiento o banal superfluidad, como de la vieja idea de la cultura como privilegio de la clase ociosa o simple lustre de las élites. Parece, por tanto, que hoy caminamos, o deberíamos caminar, por el sendero de la «cultura como necesidad», entendida, en sentido amplio, como un aspecto crucial de la naturaleza humana.

Este ha sido el espíritu que presidió la muy reciente aparición del Presidente de la República Alemana en la presentación, a sala vacía, del último Europakonzert de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en unas circunstancias sanitarias que hicieron imposible su celebración, como estaba previsto, en Tel-Aviv. Fue en este escenario donde se refirió a la cultura como alimento (Lebensmittel) de la sociedad.

Resulta indudable que este es el camino a seguir y no, por consiguiente, el de contraponer equivocadamente el concepto de cultura al de la vida, dada la íntima conexión de la primera con la segunda, tal como hemos ido observando a lo largo de este artículo.

Así lo intuyeron los legisladores de Weimar cuando en 1919 redactaron el artículo 142 de su Constitución, que reza como sigue: «El Arte, la Ciencia y su enseñanza son libres. El Estado proporciona su protección y participa en su cuidado». Se trata de una idea que recoge igualmente la Constitución Española de 1978 en su artículo 44, donde se afirma que «1. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho. 2. Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general», un tema sobre el que recientemente ha llamado la atención Encarnación Roca, Vicepresidenta del Tribunal Constitucional español. (El País, 3 de mayo de 2020).    

En ambos casos, el alemán y el español, aparece como muy relevante el carácter activo del Estado en relación a la cultura, aunque con el importante matiz, en el caso de la Constitución española, de que circunscribe su papel al de promoción y tutela y no, por supuesto, al de su determinación y su creación, algo ajeno, naturalmente, a los estados democráticos.

Considerar el tema de los límites y las relaciones entre Estado y Cultura excede a la tarea que nos hemos impuesto en estas breves páginas, pero no cabe duda de que el apoyo de los poderes públicos a la creación, y su mayor o menor delimitación, ha sido siempre uno de los caballos de batalla de la crítica cultural. El francés Marc Fumaroli escribió en 1991 un influyente libro con el título El estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, en el que se cuestionaba en profundidad la política cultural oficial francesa desde la creación por Charles de Gaulle y André Malraux de un, hasta entonces inexistente, Ministerio de Cultura. Con todo, y a pesar del largo y documentado razonamiento de Fumaroli, no debemos olvidar que, precisamente debido a un apoyo «oficial», existen obras como La Eneida de Virgilio o, sin alejarnos del ámbito francés, las comedias de Molière, las óperas de Lully o los jardines de Le Nôtre, en Versalles".



El profesor Fernando Checa


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