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viernes, 24 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El arte y la ética



Elia Kazan, recogiendo el Óscar (1999). Getty Photos


Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contrapunto entre mezquindad y grandeza. El País, 21/7/2020] el escritor y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"En el año 2003, -comienza diciendo Ramírez- cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?

Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 6 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Infinitas puertas y ventanas





A mi mujer 


"Borges dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca", comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez, cuyas sentidas palabras hago mías, por razones muy personales.

"Tengo un amigo en Mallorca que sostiene una relación clandestina con los libros -comienza diciendo Ramírez-. Su mujer, irritada de verlo aparecer cada día con nuevas adquisiciones, le prohibió llevar uno más a casa. Los incómodos huéspedes habían desbordado los estantes y se habían instalado en el comedor, en los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y el retrete, y estorbaban cada movimiento.

Entonces, lo que hizo fue alquilar de manera clandestina una buhardilla en el mismo edificio, armar allí unos estantes, y cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual acechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera, para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite. Era como si ahora tuviera una amante. Y estará ahora buscando un nuevo escondite, para ejercer su poligamia con los libros.

Y tengo otro amigo en Buenos Aires, cuyos libros, de igual manera, ya no cabían en su apartamento, pero, en cambio, aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podían hacer frente a aquella presencia cada vez más creciente. ¿Más estantes? Ya no había espacio para más estantes. ¿Donar una parte? Tal vez, pero cuando se pusieron a hacer una selección, los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo.

Entonces se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a disposición de los libros, y buscarse ellos otro sitio donde vivir. Ahora los visitan todos los días, ven cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo, y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz, y hasta mañana.

Cuando los libros ya no caben en los pasillos, ni en la cocina, y llegan a los baños, no hay más que rendirse. Si desbordan la casa, desbordan la vida. Imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Si intentaras deshacerte de ellos, más bien te cerrarían el paso y no te dejarían trasponer la puerta.

Y un libro, a su vez, es como una casa de múltiples habitaciones, puertas, escaleras, pasillos, sótanos, galerías, ventanas. En ese piso al que ahora ascendemos vamos a descubrir cosas que no habíamos visto en el piso anterior. Las habitaciones están amobladas de manera distinta, las ventanas dan a paisajes que no sospechábamos.

La lectura es un asunto de libertad de escogencia. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes”, dice el doctor Johnson. “Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.

Un libro se convierte en un clásico cuando tiene siempre algo nuevo que enseñarnos, dice Ítalo Calvino. Tiene la virtud de abrirse a nosotros de una manera novedosa cada vez que lo buscamos, aunque viva en nuestra cabeza, y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus secretos, sus intimidades. Y es lo que ocurre con los libros, que se abren sin condiciones para nosotros.

Un libro que pretende ser pedagógico, y que entre las descripciones de la acción va intercalando lecciones morales o filosóficas, o prevenciones, o advertencias, o máximas, es un libro muerto de antemano porque le va metiendo palos a la rueda de la vida que en las páginas de una novela debe girar sin tropiezos.

La consabida frase final “y vivieron felices para siempre…” indica el cierre de una historia llena de peripecias que hemos seguido con desazón, y a la vez la apertura de otra que ya a nadie interesa, y que ocurre fuera de las páginas del libro. Se trata de lo que pasa después del drama, y no vale la pena contarlo porque la felicidad siempre es monótona. Y lo que como lectores nos apasiona son los obstáculos, la interrupción constante de la felicidad.

Me hago estas reflexiones en ocasión de que el Instituto Cervantes de Hamburgo es bautizado con mi nombre, lo que significa darme una biblioteca por casa. Borges dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca. Ahora yo viviré aquí entre libros, en este paraíso de infinitas puertas y ventanas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 12 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] En las patas de los caballos



Retrato de Simón Bolívar, libertador de Venezuela


La novela política, la novela histórica, no existen como tales; existen hechos extraordinarios y protagonistas singulares, comenta Sergio Ramírez, escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017. 

El tema de la relación entre novela y política difícilmente se agota en América Latina, comienza diciendo Ramírez. En la recién pasada Feria Internacional del Libro en Lima, me tocó subir dos veces al escenario para unas conversaciones literarias donde el contenido terminó siendo el mismo, o parecido: tanto en Los paraísos narrativos, con Mario Vargas Llosa, bajo la mediación de Patricia del Río, como en ¿Existe la novela política?, con J. J. Armas Marcelo, moderada por Clara Elvira Ospina.

Desde muy temprano del siglo XIX aprendimos a ver la historia como epopeya; y a partir de entonces comenzó a ser tarea difícil fijar la distancia entre historia y literatura, bajo el fragor y los relámpagos de la epopeya, hasta que esa delgada línea de separación entre realidad y ficción quedó desvanecida.

Los libertadores arrastraron imaginación e historia en las patas de los caballos. Lo inconmensurable, lo exagerado, es la medida que siempre busca la imaginación para crear el asombro: en una trivia ideada por la BBC de Londres, se declara a Bolívar el americano más importante del siglo diecinueve: cabalgó 123.000 kilómetros, más de lo que navegaron Colón y Vasco de Gama sumados juntos, 10 veces más que Aníbal, tres más que Napoleón, y el doble de Alejandro Magno. No vivió más que 47 años, pero fueron suficientes para pelear 472 batallas, viendo la derrota sólo seis veces; en 25 estuvo en riesgo de muerte, y liberó seis países.

Pero de las estadísticas tenemos que pasar a las vidas humanas, los seres vistos en su individualidad, y así abrirnos paso hacia el territorio de la novela: heroísmos, visiones, ambiciones, pasiones, celos, mezquindades. Traiciones.

La novela convierte a las personas en personajes. La singularidad se basa en lo extraordinario, no pocas veces en lo imposible, en todo aquello que resulta perturbador porque se sale del común. Capitanes desquiciados que buscan un absurdo, como Ponce de León la fuente de la eterna juventud, y pueden mover una flota entera tras una mentira.

Héroes obsedidos por una idea libertaria, como Bolívar, decididos a romper el yugo colonial, unir países que ya al nacer son díscolos, ingobernables, y al final del camino sólo espera la decepción de haber arado en el mar, frase de personaje de novela como no hay otra.

Pero el que busca, no se encuentra a sí mismo, y muere generalmente en derrota, afligido por su fracaso. Muertos de gangrena por causa de una flecha envenenada, como Ponce de León, o en la soledad del ostracismo, como Bolívar.

Por eso mismo, la historia se puede leer como una novela, o ser reconstruida como novela. La Florida del Inca, del Inca Garcilaso, es una novela, como lo es la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Y sin esta visión de la historia como novela, no serían posibles El general en su laberinto, de García Márquez, ni La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.

La galería de personajes americanos es infinita. Pero si me dieran a escoger uno, me quedo con Francisco de Miranda. Sus diarios son eso, una novela fascinante. Es el más exuberante de entre todos, el más apasionado y el más apasionante, guerrero, trotamundos, aventurero, seductor.

No hay escenario de su época donde no hubiera estado, como testigo o protagonista. Capitán del ejército español, espía de la corona inglesa, perseguido por la inquisición por lector voraz, Mariscal de Campo en Francia bajo la revolución, consejero de Catalina la Grande en Rusia, luchador por la independencia sudamericana, entregado al final de su vida a las autoridades de la corona española, el propio Bolívar de por medio, y llevado prisionero a Cádiz, donde murió en las mazmorras víctima de un derrame cerebral.

Novela política, novela histórica, no existen como tales, o si existen no se salvan como géneros literarios. Existen hechos extraordinarios, y protagonistas singulares, que la historia pone a disposición de la novela, la cual, en último caso, se alimenta de la realidad para crear otra paralela. Pero esta otra es ya criatura de la imaginación, no de la relación rigurosa y fehaciente de los hechos, lo que a la postre viene a resultar siempre aburrido.

Y cuántas historias para ser contadas no nos ha dado ya este siglo de caudillos iluminados, reyes del narcotráfico que se solazan en el poder del dinero y de la muerte, y democracias hundidas bajo el peso de la corrupción. Un siglo sin héroes, bajo el fulgor luciferino de lo siniestro.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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