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viernes, 24 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El arte y la ética



Elia Kazan, recogiendo el Óscar (1999). Getty Photos


Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contrapunto entre mezquindad y grandeza. El País, 21/7/2020] el escritor y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"En el año 2003, -comienza diciendo Ramírez- cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?

Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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domingo, 22 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Metafísica



"¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?". Gauguin, 1897


"¿Para qué sirve -se pregunta ["Hijos de Dios o monos con suerte". ABC, 16/3/2020] el filósofo y profesor de ética de la Universidad Autónoma de Barcelona, Arash Arjomandi- seguir haciéndonos las tres principales preguntas filosóficas perennes, plasmadas gráfica y alegóricamente en el célebre cuadro de Gauguin "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?" cuando las ciencias parecen estar respondiendo con solvencia a esas tres interrogaciones? ¿Para qué convertir ese tema en problema? ¿Tiene sentido hoy seguir teniendo al hombre por argumento?

El hecho de que se haya acabado de reeditar un libro de los años 80 que lleva por título precisamente El hombre como argumento (Editorial Universidad de Granada) responde, por sí mismo, en sentido afirmativo a esta cuestión. Sobre todo, por ser un libro que durante las últimas cuatro décadas ha constituido en España el texto literariamente mejor escrito y estilísticamente más cuidado de entre los que sintetizan las principales teorías modernas sobre la naturaleza humana. En efecto, su reedición por parte de una universidad pública, a pesar de los arrolladores avances que ha habido en las ciencias fácticas y en la tecnología desde su primera versión, indica que el hombre puede y debe seguir planteándose como materia de debate filosófico. La disciplina tiene un nombre: Antropología filosófica (a no confundir con la Antropología cultural, social o Etnología).

Esta rama fundamental de la Filosofía tiene por objeto descifrar el sentido de lo humano precisamente basándose en los conocimientos que sobre nosotros van descubriendo las ciencias. Su propósito es formular una posible idea unitaria del hombre; en caracterizar la esencia del único ser dotado de lenguaje.

Para tomar conciencia de cuán fundamental puede ser para nuestras vidas conocer estas teorías filosóficas acerca del hecho humano, y qué poco superfluo o baladí es seguir hablando y pensando acerca de nosotros mismos usando las peculiares reglas del discurso filosófico, hay que leer este precioso texto, escrito por uno de los pensadores y ensayistas españoles más impactantes de las últimas décadas: Miguel Morey, catedrático emérito de esta disciplina por la UB. Pensador querido y admirado por varias generaciones de estudiantes y lectores en nuestro país, por haber expuesto y enseñado, aquí, con enorme atractivo y poder de seducción la fundamental e influyente French Theory.

Con John Searle, podemos afirmar que el problema filosófico capital de nuestra era reside en hacer consistente el conjunto de creencias que tenemos sobre nosotros mismos (la creencia de que que somos seres racionales, lingüísticos, sociales, estéticos, etc.) con nuestros conocimientos acerca del mundo empírico. En efecto, tenemos una concepción del universo que se deriva de la física y química atómicas, y de la biología evolutiva; esta concepción nos aporta el conocimiento de un universo de partículas sin sentido articuladas en campos de fuerza. Empero ¿cómo hacer consistente esto con nuestra consciencia, racionalidad, carácter social, vida ética y política; y con nuestra naturaleza lingüística y vocación estética? ¿Cómo encajar la realidad humana, que es consciente, mental y lingüística, en un mundo de partículas físicas sin sentido? ¿Cómo derivar de los protones y electrones la intencionalidad? ¿Cómo vincular al hombre como objeto científico de conocimiento a nosotros mismos como sujetos de reconocimiento? ¿Cómo trazar un hilo de continuidad y coherencia entre la pregunta «qué es el hombre» y el imperativo «conócete a ti mismo»?

La Antropología filosófica es una de las disciplinas que contribuyen a esclarecer estos enigmas, por cuanto busca modos de encajar la concepción del mundo que arroja la ciencia y la técnica en lo que Eugenio Trías –uno de los mentores de Morey en su juventud– denomina «los grandes misterios que cercan nuestra existencia: el nacimiento, la sexualidad, el erotismo, la violencia, la crueldad, la injusticia, el duelo, la melancolía, la muerte, la agonía, el sufrimiento, la enfermedad, la expectativa de otra vida, el anhelo de eternidad».

El antihumanismo que imperaba cuando Morey escribió la primera versión del libro ha dado paso al actual poshumanismo. Éste nace de tres posibilidades que la técnica prevé lograr; a saber: modificar nuestro cuerpo por medio de la ingeniería biológica o genética, cambiando los embriones de tal forma que el ser humano nazca ya superhumano. Modificar, por otro lado, nuestra mente por medio de la ingeniería cyborg para darnos superdestrezas (conectándonos la mente a extremidades biónicas o directamente a un ordenador para otorgarnos destrezas de memoria, de imaginación o de comunicación que hoy son ciencia-ficción). Y crear mente (inteligencia artificial) por medio de la cibernética para producir seres naturales de nueva creación.

Y, sin embargo, hoy es más vigente –que cuando salió su primera versión– la principal tesis de este libro: «Es falso decir que el enunciado ‘el hombre es un mono que ha tenido éxito’ es una verdad positiva, o que es un enunciado de la biología. Tanto ‘hombre, hijo de Dios’ como ‘hombre, mono con suerte’ son enunciados antropológicos, pero de los cuales no puede afirmarse que uno esté mejor fundado que otro en cuanto a su pretensión de verdad; porque ni uno ni otro tienen nada que ver con la verdad positiva y sí con el sentido: son, frente a frente, dos Ideas de hombre: dos modos de interpretarse uno mismo, de interpretar eso que nos pasa en un ámbito de sentido».

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El filósofo Miguel Morey


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viernes, 8 de noviembre de 2019

[PENSAMIENTO] Gödel y Eurípides: anagnórisis e indecidibilidad



Antígona, de Frederic Leighton, 1882


Frágil y transparente
como el cristal, fue la más fuerte
sin más arma que la piedad. Tomen ejemplo
Aquiles y Odiseo,
Heracles y Jasón, los propios dioses.
(Epitafio de Antígona)


"El primer teorema de incompletitud de Gödel -afirma el matemático y escritor Carlo Frabetti- demuestra que un sistema formal de una cierta complejidad no puede ser a la vez consistente y completo: siempre habrá en su seno enunciados imposibles de demostrar o de refutar a partir de los axiomas del sistema (si dichos axiomas no se contradicen entre sí); es decir, siempre habrá enunciados indecidibles.

La ética es un sistema formal basado en unos axiomas —denominados principios— a partir de los cuales podemos inferir si una afirmación o conducta es correcta o incorrecta. Y si una ética es consistente, contendrá afirmaciones y conductas indecidibles en su marco axiomático.

En la práctica, los modelos éticos no están definidos con la precisión de los sistemas formales, y tanto las situaciones ambiguas como las posibles lagunas e inconsistencias del modelo pueden dar lugar a proposiciones o conductas indecidibles: los consabidos dilemas morales, de los que la literatura lleva siglos alimentándose; sobre todo, a partir de la tragedia griega.

En un principio, la tragedia clásica intenta eludir el conflicto moral como tal disfrazándolo de fatalidad. El héroe no es responsable de su hamartia (error fatal) porque no controla plenamente la situación o carece de la información necesaria, y por tanto no puede decidir libremente. Solo con la anagnórisis (descubrimiento súbito de una verdad terrible) se vuelve plenamente consciente, pero ya es demasiado tarde. Por lo tanto, Edipo no merece el castigo que se autoinflige (ni el que le ha infligido la posteridad dando su nombre a un complejo).

Pero Antígona sabe perfectamente lo que hace, y al enterrar a su hermano viola la ley con plena conciencia. Nunca mejor dicho, pues no solo actúa con pleno conocimiento de causa, sino que además lo hace desde la plena obediencia a su conciencia moral. En realidad, el dilema no es suyo, sino del sistema, y para superarlo —como ocurre con las proposiciones indecidibles de los sistemas formales— ha de remitirse a un modelo más amplio. Un modelo en el que la última palabra no la tiene la ley promulgada, sino la conciencia personal. Eso explica que Antígona sea el personaje de la tragedia griega que más ampliamente ha rebasado su marco histórico y más presencia tiene —y mantiene— en el teatro universal, como lo atestiguan las versiones de Anouilh, Brecht, Espriu, Hasenclever, Marechal… Y no solo en el teatro, sino también en la música, el arte, la narrativa o el ensayo.

Tampoco es casual que Antígona sea mujer. Y no porque Sófocles y Eurípides fueran feministas, y menos aún los anónimos elaboradores del mito que inspiró sus tragedias, sino porque una rebeldía tan radical es propia de los más oprimidos, y las más oprimidas, en la incipiente democracia griega (como en casi todas las sociedades conocidas), eran las mujeres; además de los esclavos, obviamente, que también llegarían a desempeñar un papel singular en la literatura grecolatina.

Llegados a este punto, puede que alguien piense que este artículo debería titularse, en todo caso, «Gödel y Sófocles», puesto que fue este quien dio forma teatral al mito de Antígona, y aunque Eurípides también lo abordó, de su versión solo nos han llegado fragmentos. Pero la superación de la anagnórisis como camuflaje del dilema ético (y, en última instancia, de las contradicciones internas del sistema) fue, sobre todo, obra de Eurípides, que se distanció claramente de sus predecesores.

Pese a ser contemporáneos, Esquilo (525 a. C. – 455 a. C.), Sófocles (496 a. C. – 406 a. C.) y Eurípides (484 a. C. – 406 a. C.) representan tres etapas bien diferenciadas de la tragedia griega. Y si los dos primeros definieron las características formales y los temas recurrentes del género, Eurípides le confirió una nueva dimensión ética —como hizo Sócrates con la filosofía— al poner el acento en la conciencia y la responsabilidad personales, lo cual implicaba cuestionar el papel de los dioses y el destino, problematizar los mitos y humanizar a los héroes. No hay leyes absolutas e inmutables, ni divinas ni humanas, y la ética ha de ser un diálogo permanente entre las normas vigentes y la conciencia personal.

El segundo teorema de incompletitud afirma que un sistema formal no puede demostrar su propia consistencia. Por consiguiente, en tanto que conjunto de normas sujetas a una lógica interna, ninguna propuesta ética concreta puede demostrar su propia validez, por más que a menudo se intente apelando a tautologías encubiertas o a supuestas evidencias. Veamos un ejemplo:

En su libro Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos, la prestigiosa catedrática de ética Adela Cortina afirma que «si no contamos con un concepto de naturaleza humana anterior al pensamiento moral, quedamos inermes ante la voluntad de los legisladores y no tenemos ninguna base firme para exigir que se legisle en un sentido u otro, si no es por la pura presión social, que nunca puede ser un criterio de legitimidad». ¿Y de dónde sale ese firme y legitimador «concepto anterior»? A no ser que nos limitemos a hablar de biología, un concepto de naturaleza humana predialógico, previo a la cultura y al pensamiento moral, es un oxímoron, algo tan contradictorio —o tan dogmático— como la supuesta «ley moral natural» propugnada por Tomás de Aquino y que según la Iglesia subyace al decálogo. Pero Cortina, al igual que su maestro Kant, ha decidido creer en Dios «porque no podemos pensar que la injusticia que domina la historia sea definitiva», en palabras de Victor Hugo; puro pensamiento desiderativo: como me muero de sed, ese espejismo tiene que ser agua. Si alguien decide organizar su vida en función de un supuesto mandato divino, allá él, o ella; pero no se puede articular un discurso ético-filosófico a partir de la fe sin advertir que, en última instancia, se está hablando de religión.

Nos guste o no, no tenemos más base (para exigir que se legisle en un sentido u otro) que el contrato social. Es una base resbaladiza y menos firme de lo que quisiéramos, en eso hay que darle la razón a Cortina; pero la única alternativa es el dogma, que es, por definición, la muerte del diálogo, es decir, del pensamiento mismo. Como Tomás de Aquino o el propio Kant, Cortina pretende demostrar lo indemostrable y edulcorar el despiadado antropocentrismo heredado de la Biblia, para la que somos los «reyes de la creación» con derecho a convertir a los demás animales en nuestros esclavos y nuestra comida.

La reflexión y el mito

Como dice Hölderlin, la mente humana se debate entre la reflexión y el mito. La reflexión parte de la duda y vuelve a ella. El mito nace del miedo y busca refugio en la certeza; un miedo que puede ser el de toda una sociedad o el de una clase —o un género, o una especie— que teme perder sus privilegios.

Dentro de cada individuo y dentro de cada sociedad se libra una batalla más o menos encarnizada entre la certeza y la duda, entre el mito y la reflexión, y tanto la historia de la filosofía como la del teatro se pueden contar en los términos de esta batalla esencial, que tiene en Sócrates y Eurípides, respectivamente, sendos hitos fundamentales. Ambos influyen —y confluyen— en Platón, padre y maestro mágico de la filosofía occidental, que a su vez abona el terreno para el florecimiento de la lógica aristotélica y la sistematización del conocimiento objetivo: un poderoso legado que se mantuvo casi intacto durante más de dos milenios (Whitehead llegó a decir que la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página a la obra de Platón).

Solo muy recientemente, dramaturgos como Bertolt Brecht, Samuel Beckett o Alfonso Sastre (con su teoría y práctica de lo que él denomina «tragedia compleja») dan un salto cualitativo con respecto a Eurípides, y matemáticos como Gödel trascienden el marco de la lógica aristotélica (lo cual no significa refutarla, sino situarla en un marco más amplio). La milenaria batalla —no siempre cruenta— entre la reflexión y el mito se libra en muchos frentes, a veces tan aparentemente alejados entre sí como la lógica matemática y el teatro. Es una batalla ética, estética y epistemológica. Es una batalla ideológica, en el buen y en el mal sentido del término. Una batalla en la que todas/os participamos en uno u otro bando, y no siempre en el mismo".



La Escuela de Atenas, por Rafael (1512)


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sábado, 25 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Ética, mentiras y política



Joseph Goebbels


No soy dado a las grandes admiraciones. Por cumplir la Ley de Igualdad, cito entre esas escasas personas admiradas a dos mujeres, a la politóloga alemana nacionalizada norteamericana Hannah Arendt, y a la filósofa francesa Simone Weil, no sé si por casualidad, ambas de origen judío; y a dos hombres, el filósofo y filólogo español Emilio Lledó, y el teólogo católico suizo Hans Küng. Por los cuatro citados siento una profunda admiración, tanto por la importancia de su obra intelectual como por el ejemplo de sus vidas. Y me gustaría destacar que uno de ellos, Emilio Lledó, fue profesor mío en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, y que sólo por el privilegio de haberle conocido y tenido como profesor ya merecieron la pena los años de estudio.

Pero hoy quiero hablar únicamente de Hans Küng, teólogo católico de renombre universal, consultor especial del Concilio Vaticano II por decisión expresa del papa Juan XXIII, y apartado fulminantemente de su cátedra de Teología en la Universidad alemana de Tubinga por el papa Juan Pablo II, por oponerse al dogma de la infalibilidad pontificia.

No soy creyente. No lo era ya cuando leí durante unas vacaciones en Mallorca, hace cuarenta y cuatro años, la primera de sus grandes obras teológicas: Ser cristiano (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974). Seguí sin serlo después de leer con sincera admiración al menos una decena de sus títulos posteriores. Y sigo ateo, a Dios gracias, diría yo. Pero no, desde luego, por culpa suya, porque reconozco que pocos libros existen con la profunda religiosidad y el rigor teológico de los escritos por Hans Küng. Aun hoy, a sus 80 años justos, sigue empeñado en la elaboración de una Ética de validez universal y del diálogo sin condiciones entre todas las iglesias. Y yo, esperando con ilusión la publicación en español de la segunda parte de su Libertad conquistada. Memorias (Trotta, Madrid, 2004), ya publicada en alemán.

El diario El País de hoy publica un interesante artículo suyo titulado ¿Está justificada la mentira en política? por el que desfilan George W. Bush, Henry Kissinger, Richelieu, Metternich, Bismarck, Theodore Roosevelt, Maquiavelo,Thomas Jefferson, Martín Lutero, Helmut Schmidt, Jimmy Carter, Bill Clinton y Monica Lewinsky..., entre otros. Espero que les resulte interesante, e instructivo.



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Alegoría de la Mentira


Una pregunta ética fundamental para el sucesor del presidente estadounidense George W. Bush, comienza diciendo Küng, es ésta: ¿Debe mentir un presidente? ¿Hay alguna circunstancia en la que la mentira esté justificada?

El ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger no tiene problemas para justificar las mentiras. Kissinger opina que el Estado -y, por consiguiente, el estadista- tiene una moral diferente a la del ciudadano corriente. Lo demostró en la práctica durante sus años en el Gobierno de Nixon y luego defendió esta opinión en su libro de 1994, Diplomacy, en el que menciona a figuras históricas que admira: entre otros, Richelieu, Metternich, Bismarck y Theodore Roosevelt.

Cuando le dije en una ocasión que esa visión del ejercicio del poder político me parecía inaceptable, él replicó, no sin ironía, que el teólogo ve las cosas "desde arriba" y el estadista "desde abajo".

Le hice esa misma pregunta sobre la mentira y la moral política a un buen amigo de los dos, el ex canciller de Alemania Federal Helmut Schmidt, cuando pronunció una conferencia sobre ética mundial en la universidad de Tubinga en 2007: "Henry Kissinger dice que el Estado posee una moral distinta de la del individuo, la vieja tradición desde Maquiavelo. ¿Es verdad que el político que se ocupa de asuntos exteriores debe atenerse a una moral especial?".

Schmidt me respondió: "Estoy firmemente convencido de que no existe una moral distinta para el político, ni siquiera el político que se ocupa de asuntos exteriores. Muchos políticos de la Europa del siglo XIX creían lo contrario. Quizá Henry sigue viviendo en el siglo XIX, no sé. Tampoco sé si hoy seguiría defendiendo ese punto de vista".

Por lo visto, sí. Al recomendar, hace poco, más participación militar en las guerras de Irak y Afganistán, Kissinger ha demostrado que sigue siendo un político que piensa desde el punto de vista del poder y en la tradición de Maquiavelo. Aunque por otro lado, ha dicho que está en favor del desarme nuclear total. ¿Es una contradicción o un signo de la sabiduría que da la edad?

En las reuniones del Consejo Interacción de ex jefes de Estado y de Gobierno, del que soy asesor académico, se discuten problemas de ética. Recuerdo que en 1997 no hubo ninguna cuestión relacionada con la Declaración Universal de las Responsabilidades Humanas del consejo que se debatiera con tanta intensidad como la de "¿No mentir?". El artículo 12 de la declaración trata sobre la veracidad, y dice: "Nadie, por importante o poderoso que sea, debe mentir". Sin embargo, inmediatamente sigue una puntualización: "El derecho a la intimidad y a la confidencialidad personal y profesional debe ser respetado. Nadie está obligado a decir toda la verdad constantemente a todo el mundo". Es decir, por mucho que amemos la verdad, no debemos ser fanáticos de la verdad.

Pero no exageremos. Los políticos también son seres humanos, e incluso una persona veraz puede mentir cuando se encuentra en una situación difícil. No hablo de las mentiras que se cuentan por diversión ni de las mentiras piadosas, sino de las mentiras deliberadas. Una mentira es una afirmación que no coincide con la opinión de la persona que la hace y que pretende engañar a otros en beneficio personal. O como dicen los Diez Mandamientos en Éxodo 20:16: "No darás falso testimonio contra tu vecino".

Una vez, el ex ministro de Asuntos Exteriores de un país del Sureste Asiático me contó, con una sonrisa, que en su ministerio corría esta definición de embajador: "Un hombre al que se envía al extranjero para que mienta". Pero hoy ya no puede construirse ninguna diplomacia eficaz a partir de esa idea. En la época de Metternich y Talleyrand, dos diplomáticos podían decirse mentiras a la cara. Pero hoy, en la diplomacia secreta, es necesaria la franqueza, por más que se emplee todo tipo de tácticas astutas en la negociación.

El juego sucio y los engaños no salen rentables a largo plazo. ¿Por qué? Porque minan la confianza. Y, sin confianza, la política constructora de futuro es imposible.

Por consiguiente, la primera virtud diplomática es el amor a la verdad, según dice el diplomático británico sir Harold Nicolson en su clásica obra de 1939, Diplomacy, que, por cierto, Kissinger menciona a regañadientes en su libro, en la página del copyright, pero luego no vuelve a citar en ninguna parte.

Eso significa que algunos estadistas como Thomas Jefferson tenían razón: no existe más que una sola ética sin divisiones. Ni siquiera los políticos y hombres de Estado tienen derecho a una moral especial. Los Estados deben regirse por los mismos criterios éticos que los individuos. Los fines políticos no justifican medios inmorales.

O sea, la veracidad, que está reconocida desde la Ilustración como condición previa fundamental para la sociedad humana, no sólo es un requisito para los ciudadanos individuales sino también para los políticos; especialmente para los políticos.

¿Por qué? Porque los políticos tienen una responsabilidad especial respecto al bien común y además disfrutan de una serie de privilegios considerables. Es comprensible que, si mienten en público y faltan a su palabra (sobre todo, después de unas elecciones), luego se les eche en cara y, en las democracias, tengan que pagar el precio, en pérdida de confianza, pérdida de votos en las elecciones e incluso pérdida de su cargo.

Las mentiras personales, como las que contó el ex presidente estadounidense Bill Clinton durante el caso de Monica Lewinsky, son malas. Pero lo peor es la falsedad, que afecta al fondo de las personas y sus actitudes esenciales (como puede verse en la actitud del presidente George W. Bush durante los cinco años de la guerra de Irak). Y lo peor de todo es la mendacidad, que puede impregnar vidas enteras. Según Martín Lutero, una mentira necesita otras siete para poder parecerse a la verdad o tener aspecto de verdad.

Ahora bien, por supuesto que también existen políticos y estadistas honrados. Yo conozco a unos cuantos. Además de la virtud de la sinceridad, tienen que practicar la sagacidad. Sobre todo, deben ser perspicaces, inteligentes y perceptivos, estrategas hábiles e ingeniosos y, si es necesario, astutos y ladinos, pero no maliciosos, intrigantes ni canallas.

Deben saber cuándo, dónde y cómo hablar... o callarse. No todos los circunloquios y exageraciones son mentiras en sí mismos. No hay duda de que, en determinadas situaciones, puede haber conflictos de responsabilidades en los que los políticos deben decidir de acuerdo con su propia conciencia.

"Muchas veces era difícil: no podíamos decir toda la verdad y, con frecuencia, debíamos ocultarla o permanecer callados", me dijo el ex presidente estadounidense Jimmy Carter tras una sesión del Consejo Interacción. Y me impresionó profundamente cuando añadió: "Pero, durante mi mandato, en la Casa Blanca no mentimos nunca".



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El teólogo Hans Küng



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Publicada originariamente el 15/5/2008
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sábado, 1 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] El semejante





Los debates de opinión no pueden fundar una ética; es precisa una educación sentimental que nos acerque al otro, escribía hace unos días la poetisa y filósofa española Chantal Maillard.

"¿Puede un hecho fundar y justificar una ética?”, se preguntaba Jacques Derrida al reflexionar sobre la idea del semejante. “Es un hecho que experimento, en este orden, más obligaciones para con aquellos que comparten mi vida de cerca (los míos, mi familia, los franceses, los europeos, aquellos que hablan mi lengua o comparten mi cultura, etcétera). Pero este hecho nunca habrá fundado un derecho, una ética o una política”.

Y es que lo que “de hecho” ocurre es que lo que nos importa es tan solo lo que nos concierne. Y lo que hoy en día nos pone a salvo de que todo lo que ocurre en el mundo nos concierna es que lo recibimos por los mismos medios y en el mismo recuadro en el que recibimos la ficción. Nos pone a salvo el hecho de que las emociones generadas por lo que vemos en la pantalla sean las propias del espectáculo, emociones transformadas por la representación y, por tanto, neutralizadas en cuanto germen de rebeldía. Porque si recibiésemos lo representado no “en directo”, sino directamente, es decir, en presencia viva, el impacto sería de tal magnitud (o al menos eso quiero pensar) que no nos dejaría indiferentes en nuestra diferencia. De repente nos sentiríamos concernidos. De repente el otro, los otros, todo lo otro habría saltado la valla.

La moral del semejante deriva de una antigua fórmula de reciprocidad: no le hagas al prójimo (próximo) lo que no quieras para ti, compartida por muchas tradiciones. La encontramos tanto en las Analectas de Confucio como en el Mahabharata, en el Talmud o en Libro de Tobías. Era una fórmula sin duda eficaz dentro de un cerco restringido, pero ineficaz en un mundo global que tenga conciencia de que todos y todo —lo que llamamos vivo y lo que no— está relacionado y es interdependiente.

La moral del semejante crea el diferente, aquel del que tenemos que defendernos. Siempre que hay prójimo (hermano, próximo, igual) hay otro y, entre ambos, fronteras que designan y circundan lo propio, y donde hay propiedad hay codicia, y donde hay codicia hay guerra. En un mundo global hemos de pensar en términos ya no de moral, sino de ética, que es algo bien distinto. La moral es un conjunto de costumbres o reglas de convivencia; la ética es un habitar. La primera defiende lo que creemos que nos pertenece; la segunda, cuida el lugar al que todos pertenecemos. Pasar de la moral a la ética implica necesariamente ensanchar el marco de pertenencia. Y esto no puede hacerse de otra manera que entendiendo lo que a todos nos asemeja: el hambre, el miedo, el dolor, la pérdida. A menudo he hablado de una ética de la compasión. Soy consciente de que la palabra está lastrada y presta a equívoco. Puede confundirse con la piedad, concepto con el cual no tiene, sin embargo, nada que ver, o con el sentimentalismo, del cual se aleja por completo. Compadecer es comprender que todo, en este universo, responde a las mismas leyes. Aparición y desaparición y, entretanto, el esfuerzo por sobrevivir. ¿Cómo no aplicar, entonces, la fórmula de reciprocidad a cada uno de estos efímeros conglomerados de partículas (cuerpos, le llamamos) que luchan desesperadamente por mantenerse unidos por más tiempo?

Del yo al nosotros hay un largo camino. No es de tierra ni de asfalto, tampoco cruza fronteras ni las salta. Es un camino inverso. O invertido, según cómo uno se sitúe con respecto a sí mismo. Porque es preciso desplazar al yo en cierta medida para que quepan otros dentro del cerco. Dentro del cerco está lo que creemos que nos pertenece: mi vida, mi pareja, mi familia, mi grupo, mi país, mi especie, mi planeta, mi universo... No nos damos cuenta de hasta qué punto el mundo y la (im)propia vida se nos escapan de entre los dedos. Pero el mi es fuerte, se adhiere a lo que nos rodea con la misma intensidad con que los sentimientos se adhieren a las opiniones con las que nos manifestamos. “Yo siento”, decimos. En los sentimientos creemos. Y ellos dictan el pensar, el habla, la acción.

Nada menos ecuánime que los sentimientos. Nada menos racional, por eso, que las opiniones. Es tiempo de recordar la antigua distinción platónica entre la opinión (doxa) y el saber (episteme). Ningún debate de opinión conduce a pensar y a actuar correctamente porque la opinión nunca parte de una premisa sopesada y ecuánime. Nada menos ético, por tanto, que un debate de opinión. Y nada más vulnerable y manipulable que un individuo que no sea capaz de pensar con neutralidad sentimental. Y es que sin neutralidad emocional no hay diálogo posible, no hay dialógica, no hay política. Solo combate.

No, ni los hechos pueden justificar una política, ni los debates de opinión fundar una justicia o una ética. De ahí la necesidad, acuciante, de un aprendizaje en ese sentido. Una educación senti-mental que nos enseñe a tomar distancia del mí, del nos, en definitiva, del miedo.



Congreso de los Diputados, Madrid



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 11 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Ciudadanía digital y dignidad humana





Es imposible predecir los avances tecnológicos, pero sí podemos anticipar para qué mundo los queremos. El gran reto es anticiparse al impacto de la transformación digital en el mundo laboral y la sustitución de trabajadores por robots, escribe en El País la profesora Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

"¿Nos está haciendo Google estúpidos?”, comienza diciendo. Con esta sorprendente pregunta empieza uno de sus trabajos el escritor Nicholas Carr, preocupado por el efecto que la transformación digital está teniendo en nuestro cerebro. Sin duda la digitalización está produciendo grandes beneficios desde los años noventa del siglo XX, pero también plantea problemas que urge abordar, uno de los cuales es si nos estamos haciendo estúpidos, o al menos superficiales, a fuerza de vivir de Google.

Carr constata en carne propia que cada vez le cuesta más leer un libro o un artículo largo, cuando antes los devoraba, que le resulta difícil concentrarse y acaba navegando a través de distintos trabajos, sin entrar a fondo en ninguno de ellos. Y como una forma distinta de leer acuña una forma diferente de pensar, parece tener razón la psicóloga Maryanne Wolf al decir que somos como leemos, que la lectura profunda es indistinguible del pensamiento profundo; con lo cual nos estamos condenando a la superficialidad.

Pero lo peor no es eso todavía. Tal vez lo peor sea que la transformación digital de la economía, la política y la sociedad puede conformar nuestros cerebros de tal modo que pongamos de nuevo nuestras vidas en manos del taylorismo.

El taylorismo —prosigue Carr— se convirtió en la filosofía de la Primera Revolución Industrial, más de cien años después del nacimiento de la máquina de vapor. Organizaba el trabajo de forma que se lograra la máxima velocidad, la máxima eficiencia y el máximo resultado. Y podría ocurrir que lo que Taylor hizo para el trabajo manual, lo esté haciendo ahora Google para el trabajo mental. Cosa peligrosa si las hay, porque, según Taylor, si este sistema se aplicara a todo el trabajo manual, se llegaría a una reestructuración de la industria, pero también de la sociedad, creando una utopía de eficiencia perfecta. “En el pasado el hombre ha sido lo primero; en el futuro el sistema mismo será lo primero”, llegaba a afirmar. Y cabe pensar que este sistema funcionó como ética de la manufactura industrial. Pero ¿y si este sistema pasa a gobernar hoy también el mundo de la mente?

La pregunta es ineludible. La transformación digital es irreversible, el nuestro es ya un mundo digital, y no solo porque los nativos digitales no pueden imaginar otro diferente, sino porque los inmigrantes digitales nos hemos avecindado en él, aprovechando los beneficios que proporciona. Entre ellos, que es fuente de productividad y competitividad en la política, en la economía y en la sociedad, de suerte que ningún país puede perder la carrera de la digitalización si desea alcanzar un crecimiento sostenible. Y esto es verdad, pero también lo es que en esa carrera el sistema nunca debe ponerse por delante de las personas, que humanizarlo es una necesidad vital.

Por eso es urgente reflexionar sobre las metas de la transformación digital y sobre el modo de alcanzarlas, descubriendo sus ventajas y también los problemas que plantea. Porque es imposible predecir el curso que van a seguir los avances tecnológicos, pero sí que podemos anticipar para qué mundo los queremos: para un mundo en que se respete la dignidad de las personas, sean humanas o transhumanas, de modo que la productividad y la eficiencia estén a su servicio, nunca se permitan menoscabarla, menos aún anularla. La razón moral debe ir por delante de la razón técnica.

Afortunadamente, en esta dirección camina el proyecto de construir una ciudadanía digital, tal como la vienen promoviendo la Agenda Digital para Europa, puesta en marcha por la Comisión Europea en 2010, y su réplica española desde 2013.

El objetivo es construir una ciudadanía digital de pleno derecho, lo cual exige hacer frente a retos como la ciberseguridad, la protección de datos personales, la privacidad de los usuarios, la accesibilidad, la propiedad y la gestión de los datos o la mejora de las capacidades digitales. Pero también abordar cuestiones tan complejas como quién será responsable de un fallo de competencia robótica, cómo enfrentar el hecho de que las máquinas también tienen sesgos en sus decisiones o el problema de que los algoritmos carezcan de contexto.

Sin embargo, el reto acuciante consiste en anticiparse al impacto de la transformación digital en el mundo laboral, teniendo en cuenta que los derechos sociales pertenecen al ADN de la Unión Europea, como reconoce de nuevo el Pilar Europeo de Derechos Sociales de abril de 2017. Proteger esos derechos exige al menos dos cosas: mejorar las competencias digitales de la ciudadanía y organizar el mundo del trabajo de tal modo que no queden excluidos.

En lo que hace a las competencias digitales, a España le queda mucho camino por andar, porque según el DESI 2017 de la Comisión Europea, España ocupaba el lugar 16 entre los 28 Estados miembros, cuando lo cierto es que solo con una fuerza laboral competente digitalmente es posible abordar procesos de transformación que garanticen el empleo y la sostenibilidad.

Pero no es más sencillo hacer frente a la sustitución de trabajadores por robots, cuidando de que no haya excluidos del mercado laboral y de la atención social, sino todo lo contrario, es sumamente complejo, pero indispensable. Teniendo en cuenta, por si faltara poco, que también una reivindicación tan justa como la de las pensiones depende del trabajo, sea de autóctonos o de inmigrantes.

Vivimos ya sobre una bomba de relojería, que no solo amenaza con estallar, sino que va a hacerlo si no lo evitamos. Y es de asuntos como estos, esenciales para eliminar sufrimiento humano, de los que tendríamos que estar ocupándonos los políticos, los medios de comunicación y los ciudadanos de a pie, en vez de seguir enredados en temas menores, discutiendo sobre si son galgos o podencos.

Por suerte, pertenecemos a esa Unión Europea, que, con todas sus limitaciones, sigue representando una voz humanizadora en el desorden geoestratégico mundial, marcado por China, Rusia y el actual Estados Unidos. Potenciarla y trabajar en su seno para que nunca el sistema se anteponga a los seres humanos, para que la ciudadanía digital esté al servicio de las personas autónomas y vulnerables, es una exigencia de justicia ineludible.




Dibujo de Eulogia Merle para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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